Capítulo 50
VINCENT CÉVENNES llegó a la estación de Saint Pancras a las siete y veintiocho de la tarde del viernes. Daniel Aldrich, un antiguo colega de Kevin Vigors del Cuerpo Especial de Policía, tomó nota de su aparición y, con su BlackBerry, envió un correo electrónico a Kell con una fotografía que confirmaba el paso del objetivo ante la estatua de sir John Betjeman, en el vestíbulo de la estación. Amelia, reacia a pasar más tiempo del necesario en compañía del CUCO, había contratado un taxi para que lo recogiese allí y lo llevase en dirección sudeste hasta Wiltshire. Mezclado entre la muchedumbre en la acera de Euston Road, Aldrich contempló cómo el taxista sujetaba una cartulina tamaño folio con las palabras «Mr François Malot» escritas en rotulador negro. El CUCO divisó el cartel y le entregó el equipaje, y el taxista lo guardó en el maletero.
El vehículo no tardó en incorporarse al caos del tráfico del viernes por la tarde. Aldrich no intentó seguirlos desde Londres, y el equipo de Kell tampoco había instalado ningún micrófono: era muy poco probable que Vincent se arriesgase a hacer una llamada a sus controladores en presencia de un conductor de quien con toda probabilidad diría que trabajaba para Amelia sin miedo a equivocarse. Aldrich envió un segundo correo a Kell.
Confirmo que el cuco lleva dos piezas de equipaje. Una bolsa de viaje para el ordenador y una maleta de plástico moldeado, color negro, con ruedas. Lleva móvil y una bolsa de regalo de una tienda de Hermès. El vehículo sale de StP ahora: 19.46. Renault Espace azul marino, matrícula X164 AEO. Se dirigen hacia el oeste por Euston Road.
Kell recibió el mensaje, lo leyó en el portátil que tenía en la cocina de casa de Amelia y anunció al equipo que el CUCO llegaría a Chalke Bissett sobre las nueve y media. Con la ayuda de Kell, Harold Mowbray había empleado las últimas veinticuatro horas en equipar la casa de arriba abajo con cámaras de vigilancia y micrófonos activados por voz. Amelia había ido directa desde Vauxhall Cross a mediodía y propuso que Vincent durmiese en la más grande de las dos habitaciones de invitados. Suponiendo que tal vez pidiese cambiar de cuarto, en el dormitorio de la izquierda del rellano también habían instalado cámaras y micrófonos. Lo primero en un espejo dorado que había en la pared frontal, y lo segundo en el marco de un óleo que colgaba a mano izquierda de la cama. En el piso de arriba había dos baños. El primero estaba dentro de la habitación de Amelia y el segundo, entre la del CUCO y un pasillo corto de paredes empapeladas que daba al rellano. Era el que Vincent usaría, y Mowbray también lo había equipado.
—Según mi experiencia, la gente hace un montón de cosas raras en el baño —murmuró mientras colocaba una cámara diminuta en el enchufe de un calentador de toallas, a unos quince centímetros del suelo—. Cuando el CUCO entre aquí pensando que tiene intimidad, a lo mejor baja la guardia, además de los pantalones. Si hace alguna llamada, lo pillaremos con el micrófono. Y si tiene algo metido en el equipaje, a lo mejor lo vemos removiendo en la bolsa. A menos que el franchute se ponga a buscar toda esta mandanga, no tendrá ni idea de que estamos vigilándolo.
Cabía el riesgo de que, a su vez, los franceses estuviesen vigilando la casa, por eso Kell permaneció en el interior todo lo posible, para evitar que reconociesen a Stephen Uniacke. Susie Shand, la vecina agente literaria, había dado permiso para que el equipo de Kell utilizase su casa como base. Estaba de vacaciones en Croacia con una copia de la Ley de Secretos Oficiales firmada y escondida en la maleta. Los propietarios de la tercera vivienda que había en aquel rincón aislado de Chalke Bissett, Paul y Susan Hamilton, estaban acostumbrados a que hubiese desconocidos en casa de Shand y no se acercaron a ningún miembro del equipo para preguntarles qué hacían en el pueblo. Si surgía alguna conversación en el vecindario, tenían instrucciones de fingir que eran parientes de visita durante un fin de semana largo.
La de Shand era una casita algo venida a menos, con los techos bajos y las vigas carcomidas, a un minuto de distancia a pie desde la puerta de Amelia. Ambas viviendas daban a un valle exuberante por el lado norte y a una cuesta empinada en el lado sur. El jardín de Shand colindaba con el perímetro oeste de la propiedad de Amelia. Las habitaciones en las que se habían instalado eran húmedas pero cómodas, y Kell se dio cuenta de que estaba disfrutando de la relativa paz y tranquilidad del campo después de tantos días de viajes y de ciudades. El centro principal de operaciones era una biblioteca grande cuyas paredes estaban recubiertas de los libros que la flor y nata de la sociedad literaria londinense le había regalado a la agente. Barbara Knight, bibliófila empedernida, encontró primeras ediciones de obras de William Golding, Iris Murdoch y Julian Barnes, además de un ejemplar firmado de Los versos satánicos.
Allí fue donde Elsa Cassani montó su tinglado: tres portátiles colocados sobre una mesa de comedor de madera de roble y nueve pantallas de vigilancia repartidas por varias estanterías que había vaciado de libros y de polvo. Las pantallas emitían en tiempo real desde todas las habitaciones de la casa de Amelia, y aunque durante el breve chaparrón que había caído esa misma mañana las imágenes habían parpadeado y perdido nitidez, Kell estaba convencido de que tendrían al CUCO cubierto a todas horas. El único punto ciego era el cuarto de la lavadora, en la esquina norte de la vivienda, pero no era probable que él entrase allí.
Debajo de la ventana principal de la biblioteca de Shand, Elsa había colocado un colchón en el que dormía a horas sueltas del día, tapada con un edredón sin funda. Junto a la cama improvisada tenía una botella de agua Volvic, cremas de noche y un frasco de perfume, además de un iPod que chillaba y gruñía cada vez que se lo enchufaba a los oídos. Harold se alojaba en el piso de arriba, en la habitación más pequeña de todas. Kell estaba al otro lado del pasillo, en un colchón que se hundía como una hamaca. Debido a su edad avanzada, habían cedido a Barbara el dormitorio principal.
—El Gillespie ni se acerca a esto —bromeó.
Pasaba la mayor parte del tiempo sola, sentada en la habitación leyendo una nueva biografía de Virginia Woolf y trabajando en el plan del sábado por la mañana.
—Va a ser el regreso de Miss Marple —le había explicado él—. Si ofreces el mismo espectáculo que en Niza, te nominaremos para los BAFTA.
Espiar es esperar.
El jueves por la noche, con Amelia aún en Londres y Vincent en París, Harold y Barbara se acercaron a Salisbury en coche para ver una película y dejaron a Kell y a Elsa solos en casa sin nada más que hacer que rememorar el viaje a Niza y acabar de concretar los detalles de la operación.
—Amelia intentará convencer al CUCO para que vaya con ella a dar un paseo el sábado por la mañana. Si hace mal tiempo, le propondrá ir a comer a un pub, cerca de Tisbury. En cualquier caso, deberíamos tener suficiente tiempo para entrar en su habitación y meternos en sus aparatos. En el valle no hay cobertura, así que con algo de suerte, habrá dejado el móvil apagado en casa.
—Me parece que eso sería un golpe de suerte muy grande —contestó Elsa.
Llevaba tres pendientes de oro en la oreja izquierda, y Kell no paraba de mirárselos mientras se preguntaba por sus otras vidas.
—Yo sólo necesito quince minutos con el portátil. Puedo copiar todo lo que tenga en el disco duro y traerlo aquí para analizarlo. Si su gente le envía correos electrónicos, podremos leerlos. Y si no tienen suficientes precauciones, a lo mejor hasta averiguo desde dónde los envían.
—¿A qué precauciones te refieres?
—Alguien que se lo tome en serio no escribiría desde la ubicación donde tienen retenido al hijo de Amelia. Se desplazaría unos kilómetros y lo haría desde allí. A menudo tienen un dispositivo especial para eso, lejos de la base. Pero trabajar así puede ser muy pesado, y a veces a la gente le da pereza.
Kell se acordó de lo de Marsella, de cuando Luc le desmontó el portátil y se lo devolvió con el dispositivo de seguimiento y el keylogger. Le había contado a Elsa el ataque de la Cité Radieuse, y ella le había tocado la cicatriz de la cara, un gesto tierno que lo había sorprendido. En Niza le preocupaba que ella estuviese flirteando con él, sobre todo si era a petición de Marquand, pero ahora no tenía motivos para dudar de sus intenciones.
—Cuando nos conocimos fuiste muy seco conmigo —se quejó ella.
—Estaba trabajando —respondió él.
—No pasa nada, ya estaba prevenida. Jimmy me avisó de que podías ser… ¿cómo se dice?
—¿Maravilloso?
Elsa soltó una carcajada.
—No. Impaciente. Un poco arrogante…
—Tosco.
Elsa no había oído esa palabra y probó a decirla, a domarla, y decidió que era una descripción precisa de Thomas Kell.
—Eso, tosco. Pero luego ya fuiste más amable conmigo. Me gustaban nuestras conversaciones.
Le sorprendía que flirtease con él, pero lo disfrutaba. Ella tenía la capacidad de desmontarle la fachada profesional, de pasearse por los cuartos más íntimos de su personalidad con la audacia de la juventud.
—Hiciste un trabajo fabuloso —dijo él, y no bromeaba.
Las indagaciones que había hecho en el pasado de Malot habían abierto los cerrojos de la operación de la DGSE y lo habían conducido hasta Christophe Delestre.
—Venga, vamos a cenar —propuso ella.
El día anterior, Harold había llenado la nevera de comida precocinada de un supermercado de Salisbury. Al abrir el frigorífico a mediodía buscando algo que comer, Elsa había dictaminado que aquello era una desgracia y se había puesto a preparar pasta fresca en la cocina. En menos de media hora había transformado el espacio en un campo de batalla de cuencos y masa, y había harina suspendida en el aire como si fuera la neblina del amanecer en el valle del Chalke. Inmediatamente se puso a cocinar la pasta para Kell, que abrió una botella de vino de la bodega de Shand y se sentó a la mesa a mirarla mientras ella picaba calabacines y los sofreía con ajo y aceite de oliva.
—Parece que sabes lo que haces.
—Soy italiana —respondió Elsa, encantada de regodearse en el estereotipo—. Pero, a cambio de la cena, quiero que Thomas Kell me cuente todos sus secretos.
—¿Todos?
—Todos.
—Podría llevarnos un buen rato.
No quería hablar sobre su matrimonio; ésa era su única frontera. No era por lealtad a Claire, sino porque la historia de su relación era la historia de un fracaso.
—Empieza con por qué dejaste el Servicio.
Kell estaba a punto de beber un trago de vino, pero detuvo la copa justo cuando le tocaba los labios, sorprendido de que Elsa mencionase su caída en desgracia.
—¿Cómo sabes eso?
No estaba enfadado, más bien sentía un alivio extraño y descubrió que tenía ganas de hablar con franqueza de lo ocurrido.
—La gente habla —contestó ella.
—Es una situación complicada. Se supone que no debo hablar de ello.
Elsa había puesto agua a hervir. Le lanzó una mirada breve de desprecio fingido y echó sal a la olla.
—Nadie nos va a oír, Tom. Estamos solos en casa. Cuéntame.
Y así lo hizo. Le habló de Kabul y de Yassin.
—Después del 11S trabajé mucho con los estadounidenses. Estaban rabiosos por lo que les habían hecho, es comprensible. Estaban abochornados y querían venganza. Creo que es una evaluación justa de su estado de ánimo.
—Sigue.
—A finales de 2001, fui a Afganistán con un equipo del Ministerio. Una operación conjunta con Langley. Lo que había ocurrido en Washington y en Nueva York nos había pillado desprevenidos a todos, y estábamos tratando de hacernos con la situación, inventándonos las normas sobre la marcha.
—Claro.
Elsa le daba la espalda mientras vigilaba la olla, esperando a que él encontrase el ritmo de la narración. Llevaba vaqueros lavados y una camiseta blanca. Kell le echó una mirada furtiva de hombre casado, sin dejar de caer en la trampa de confiar en ella.
—Durante los tres años siguientes, fui a Pakistán y Afganistán en siete ocasiones distintas. En 2004, la CIA arrestó al hombre del que has oído hablar: Yassin Gharani. Estaba en Pakistán, donde había asistido a un campo de entrenamiento de Al Qaeda, en el noroeste. Les contó a los yanquis que era ciudadano británico y que tenía un pasaporte que lo demostraba. A partir de entonces, lo llevaron al centro de operaciones de Kabul y empezaron a interrogarlo.
—Interrogar…
—Entrevistar, cuestionar, examinar.
Kell no estaba seguro de si estaba dándole una lección de inglés o si ella iba un paso por delante en cuestiones semánticas.
—No lo maltrataron, si eso es lo que insinúas. El MI5 informó a Langley de que tenía un expediente sobre Yassin; el chico llevaba un tiempo en una lista de sospechosos de terrorismo del nordeste de Inglaterra. No era una amenaza clara ni un objetivo, y tampoco estaban vigilándolo, pero sabían de él, les preocupaba y se preguntaban adónde habría ido.
—¿Y para todo el mundo tiene sentido que un joven como él vaya a Pakistán a entrenarse para la lucha?
—Sí, tiene sentido.
Kell se sirvió más vino y se levantó para rellenar la copa de Elsa. Después de sofreír los calabacines, ella había dejado la sartén a un lado y estaba metiendo la pasta en el agua, despacio.
—Gracias —dijo, y señaló la copa con la barbilla—. Los tagliatelle tardan un par de minutos nada más.
Kell cogió dos cuencos de un aparador que había a la entrada de la cocina y sacó tenedores y cucharas del cajón. Puso los cubiertos sobre la mesa y los cuencos junto a los fogones, para que ella los tuviera a mano. Entonces retomó el relato.
—Así que tenemos a Gharani, un estudiante de Leeds de veintiún años que finge estar visitando a amigos en Lahore, pero los estadounidenses tienen pruebas fotográficas que lo identifican como un turista de la yihad que acaba de aprender a disparar granadas con lanzacohetes en Malakand. Le dije que se anduviera con cuidado. Que lo mejor que podía hacer era hablar con su gobierno. Si era sincero y hablaba con franqueza de lo que había hecho y de sus conocidos en Inglaterra, yo podría ayudarlo. Pero si no lo hacía, si prefería callarse y hacerse el inocente, yo no me responsabilizaba de lo que le hiciesen los estadounidenses.
—Ah, ya conozco la historia —recordó Elsa.
Extrajo una cinta suelta de pasta para probarla y la apretó entre las yemas de los dedos. A continuación enrolló un trapo alrededor del mango de la olla, la llevó al fregadero y entonces vertió el contenido en un colador metálico. Una nube de vapor le envolvió la cara, y ella se echó atrás.
—La CIA lo torturó, ¿verdad?
Que diese por sentado con tanta facilidad que los estadounidenses eran culpables lo irritó. Se preguntó si ella habría tenido alguna relación profesional con el caso o si sólo había leído lo que había publicado la prensa europea.
—Digamos que los yanquis fueron muy duros con él —contestó—. Igual que todos.
—¿Qué significa eso?
Kell se revolvió en el asiento y escogió bien las palabras.
—Que estábamos muy lejos de casa. Que intentábamos desarticular células terroristas en Reino Unido y en Estados Unidos. Nos daba la sensación de que Yassin sabía cosas que nos serían útiles y, como no quería hablar, se nos acabó la paciencia. —De pronto, Kell tuvo un acceso de tos—. Al final, ciertos individuos se pusieron agresivos.
Recobró la compostura sin dejar de proteger las identidades de los compañeros estadounidenses que se habían pasado de la raya.
—Si quieres saber si lo toqué: no. ¿Le di algún empujón? No, para nada. ¿Lo amenacé con arrestar a su familia en Leeds? En ningún momento.
Elsa no ofreció ninguna reacción visible. Cuando habló, lo hizo con rostro inexpresivo.
—Así que el interrogatorio fue tal como lo describen. —Era como si hubiese evitado usar la palabra «tortura» de la misma manera que alguien rodea un charco para no pisarlo—. ¿Y qué pasó, Tom?
Él levantó la mirada. Elsa ya no estaba sirviendo la comida, parecía que la hubiera puesto en cuarentena. Y tampoco lo juzgaba, al menos no de momento. Pero quería escuchar su respuesta.
—¿Estás preguntándole a un hombre con el que estás a punto de sentarte a cenar si le hizo el submarino a un sospechoso? ¿Si le arrancó las uñas a un tipo?
—¿Lo hiciste?
Kell sintió que la desesperación de sus últimas semanas en Vauxhall Cross se le amontonaba sobre los hombros.
—¿Me crees capaz?
—Creo que todos somos capaces de cualquier cosa.
Sin embargo, el tono de la respuesta daba a entender que confiaba en que Kell se hubiese comportado dentro de los límites de la legalidad y de su propia decencia como persona. Y en ese momento, sintió un gran afecto por ella, porque Claire no había sido capaz de ofrecerle tanta comprensión. En los meses anteriores, después de que lo echasen del SSI sin aspavientos, pero también sin honores, más de una vez se había sentido como un criminal, mientras que otros días se sentía como el único hombre de Inglaterra capaz de entender la verdadera naturaleza de la amenaza que suponían hombres como Yassin Gharani.
—No lo torturé —respondió—. El SSI no tortura a nadie. Ninguno de los agentes de ambos servicios rompe los códigos de conducta que recibe cuando…
—Pareces un abogado. —Elsa abrió una ventana y entró aire fresco en la cámara estanca—. ¿Cuál es el problema, entonces?
—El problema —explicó Kell— es la relación con los estadounidenses. La prensa. La ley. En el espacio que queda entre esos tres puntos, están los espías intentando hacer su trabajo con una mano atada a la espalda. Los medios de Londres adoptaron la postura de que Yassin era ciudadano británico, inocente hasta que se demuestre lo contrario, torturado por Bush y Cheney y trasladado a Guantánamo y despojado de dignidad. Habeas corpus. Acusaron al MI6 de hacer oídos sordos a lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué opinas tú? ¿Preguntaste adónde se llevaban a Yassin? ¿Te preocupaba su estado?
Kell sintió una pincelada de culpa, vergüenza por su negligencia moral, pero aun así estaba del todo seguro de que si se le volviese a presentar la oportunidad, no actuaría de otro modo.
—No y no.
Elsa lo miró a los ojos. Kell recordaba la celda de Kabul. Recordaba el hedor y el sudor de aquel espacio, la desdicha del rostro de Yassin, su propia ansia de información y su desprecio por todo lo que el preso representaba. El fervor de Kell le había impedido ver la posibilidad, por pequeña que fuese, de que el joven que tenía delante, privado de sueño y de cuidados, no fuese más que un yihadista al que habían lavado el cerebro.
—Lo que hice, lo que hicieron varios agentes de inteligencia y que, a ojos de la ley y de la prensa, estuvo mal, fue permitir que otros se comportasen de un modo que no se ajustaba a nuestros valores. Encontraron la manera de describir aquello de lo que nos acusaban: «rendición pasiva», «tortura subcontratada». Los británicos siempre lo han hecho así, decían, desde tiempos del imperio: que el trabajo sucio lo hagan los demás.
Elsa puso dos trozos de papel de cocina en la mesa a modo de servilletas.
—Se llevaron a Yassin —continuó Kell, y bebió un trago de vino mientras ordenaba las ideas—. Lo cierto es que no, no me importaba lo que le ocurriese. No pensé en qué métodos usarían los egipcios, qué podía pasar en El Cairo o en Guantánamo. En lo que a mí respectaba, se trataba de un joven británico cuyo único propósito en la vida era asesinar a civiles inocentes, en Washington, en Roma o en Chalke Bissett. Lo consideraba un cobarde y un necio y, si te digo la verdad, me alegré de verlo en manos de las autoridades. Ése fue mi pecado: no me acordé de preocuparme por un hombre que quería destruir todo aquello que mi trabajo me obligaba a proteger.
Elsa añadió aceite de oliva a la pasta y mezcló las cintas largas de los tagliatelle con el ajo y el calabacín. Kell no era capaz de interpretar de qué humor estaba ni hacia qué lado se decantaban sus opiniones.
—O sea, que eres un cabeza de turco —comentó ella.
Kell sabía que no debía lamentarse ni quejarse. Lo último que quería era que aquella chica tan estupenda sintiese lástima de él.
—Alguien tenía que serlo —respondió.
Entonces recordó cómo Truscott se había deshecho de él: había autorizado la presencia del SSI en el interrogatorio de Yassin desde su despacho de Londres, a miles de kilómetros de distancia; años después, cuando The Guardian parecía dispuesto a echar al ministro de Asuntos Exteriores a la hoguera a causa de la rendición, había tenido el descaro de acusarlo de actuar fuera de los límites de la ley. Habían dejado a Kell a merced de los tribunales, le habían dado un nombre en código de corte orwelliano —Testigo X— y lo habían echado del Servicio de una patada.
—Voy a decirte una cosa y después me callo: nuestra relación con los estadounidenses a nivel político y de inteligencia es mucho más profunda de lo que la gente cree, mucho más profunda de lo que cualquiera estaría dispuesto a admitir. Si los espías británicos ven a sus aliados estadounidenses empleando métodos con los que no están de acuerdo, ¿qué se supone que deben hacer? ¿Llamar a mami y decir que no los aprueban? ¿Pedir a sus superiores que les dejen regresar a casa porque lo que sucede los incomoda? Estamos luchando en una guerra. Los estadounidenses son nuestros amigos y da igual lo que pensemos de Bush y de sus compinches, o de Guantánamo y Abu Ghraib.
—Lo tengo claro…
—Y había demasiada gente de izquierdas cuyo único interés era demostrar su buen gusto, su conducta moral intachable, y todo precisamente a costa de las personas que se esforzaban para que ellos pudieran dormir a salvo.
—Come un poco —le indicó Elsa.
Le sirvió el plato de pasta y le posó la mano en el cuello; la suavidad de su tacto era tanto un gesto de comprensión entre amigos como una indicación del deseo que sentía por él.
—Lo mejor que podía decirse de Yassin era que era joven.
Kell había perdido el apetito. De no haber parecido maleducado o malhumorado, habría apartado el plato de comida.
—Lo mejor que podía decirse de él era que no daba para más. Pero intenta decirle eso a la prometida del médico que por su culpa habría saltado por los aires en el metro, o al nieto de un abuelo convertido en papilla en el piso superior de un autobús de Glasgow donde hubiese detonado un explosivo. Intenta decírselo a la madre del bebé de seis meses que habría muerto a causa de las heridas recibidas si Yassin hubiese hecho estallar un chaleco bomba en un centro comercial de las Midlands. Conociendo las pruebas, podrían haber señalado que no era probable que un hombre con esos antecedentes fuese a Pakistán a seguir los pasos de Robert Byron. Lo que hacía allí era ponerse ciego de odio. Y por culpa de lo que le pasó, por culpa de que nosotros nos permitimos el lujo de odiarlo a él, Yassin recibió un talón del gobierno de Su Majestad la Reina por valor de ochocientas setenta y cinco mil libras.
Elsa se sentó.
—Casi un millón, en esta era de austeridad. Compensación por maltrato. A mí me parece que eso es mucho dinero del erario para un individuo que, con toda probabilidad, habría hecho estallar al mismo Tribunal Supremo que había intercedido en su favor.
—Come —repitió Elsa.
Y durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada.