Capítulo 58
—LA SIM —le pidió Kell.
Barbara ya había entrado en el cuarto, había cogido los pantalones vaqueros, había buscado en el bolsillo portamonedas y había conseguido la tarjeta. Estaban junto al reloj de pie cuando se la entregó a Kell.
—Toda tuya —contestó ella.
Él subió la escalera y se la entregó a Harold, que había dejado una de las bolsas de aparatos en el pasillo. De allí sacó un lector viejo del MI5, lo encendió, insertó la tarjeta y puso la máquina a copiar. Kell lo dejó trabajar. Entretanto, Elsa había extraído un portátil y varios cables de colores y medidas distintos, y enchufó uno de ellos a la corriente. Cogió el portátil del CUCO, que estaba en la funda de cuero negro, y levantó la tapa. Kell observó sin intervenir. El plan era deshabilitar la encriptación de la DGSE y transferir toda la información del disco duro a su equipo. Harold había revisado el metraje del momento en el que el CUCO introducía la contraseña en el baño con la imagen ampliada y había establecido tres opciones posibles.
Elsa probó con la primera —la palabra francesa DIGESTIF seguida de una secuencia de tres dígitos—, pero el cortafuegos permaneció activo. El segundo intento, en el que sustituyó el dos del inicio de la secuencia por un tres, consiguió sortear la capa de seguridad.
—Harold, has acertado —lo informó Elsa, pero sin asomo de triunfo ni de euforia en la voz.
—¿Has entrado? —preguntó él.
—Sí, creo que sí —contestó con atropello—. He intentado el segundo código y he pasado a otra interfaz.
Kell miró a su alrededor. El mundo de la tecnología —de la encriptación de discos duros y triangulación de móviles— le resultaba tan ajeno como el dialecto perdido de una tribu amazónica. A lo largo de su carrera, siempre que se hallaba en presencia de los de apoyo técnico y de los genios de la informática, sentía que su falta de formación en ese campo era lamentable. Mientras Elsa comenzaba la transferencia de datos desde el portátil del CUCO, Kell echó un vistazo al dormitorio e hizo una lista mental de los objetos a la vista. Vio muchos de los artículos personales que tenía en el Ramada: la cámara de 35 mm, el mechero dorado con las iniciales P. M. grabadas, la fotografía enmarcada de Philippe y Jeannine Malot, la agenda Moleskine cuyas páginas había fotografiado y enviado a Jimmy Marquand. Junto a la cama estaba el roman policier de Michael Dibdin traducido al francés, una botella de agua de la marca Highland Spring y un par de tapones para los oídos. Kell abrió la novela y, cómo no, encontró la carta falsa para François, con fecha del 4 de febrero de 1999, que se suponía que había escrito el padre de Malot. En la cómoda halló el pasaporte falsificado del CUCO, colocado encima de los calzoncillos y los calcetines que había guardado la noche anterior. La chaqueta de cuero negro colgaba de un gancho detrás de la puerta, junto a una bata de algodón. El baño contaba una historia similar: los mismos productos para el afeitado, las mismas pastillas, el mismo frasco de Valium que Kell había visto en Túnez. Qué fácil había sido engañarlo.
—¿Cómo lo llevas? —le preguntó a Harold, que seguía en el pasillo, encorvado sobre el lector de tarjetas con el ceño fruncido.
—Quince minutos más como mínimo —contestó.
—¿Y tú?
—Yo igual —respondió Elsa—. Tom, por favor, relájate.
Kell tuvo la impresión de estar entrometiéndose en asuntos en los que no tenía poder ni influencia. Bajó la escalera, cogió los zapatos de la entrada y encontró a Barbara pasando la aspiradora por la moqueta del salón con gran diligencia.
—¿Has visto el móvil del CUCO por algún lado? —le preguntó.
—No —contestó ella—. Se lo habrá llevado.