Capítulo 36

A KELL lo despertó a las siete el ruido de los niños que corrían por el pasillo donde estaba su camarote. Se duchó en el baño estrecho, hizo la maleta y llevó la cámara a cubierta. Era una mañana gris, y la costa francesa todavía no se veía a través de los bancos de niebla; aun así, cuando encendió el móvil inglés, descubrió que tenía cobertura. De inmediato, llamó a casa de Marquand y lo encontró despierto y de buen humor, desayunando cereales en la cocina.

—Salvado de avena, Tom. Fibra —dijo—. Tengo que cuidarme, que ya no soy un chaval.

Kell contestó que no le faltaba razón y le explicó lo que había que hacer.

—Puede que alguien llame a la oficina de Uniacke en Reading. A la consultoría. A lo mejor también comprueban sus finanzas. ¿Puedes encargarte de que todo esté en orden? Extractos, impuestos y demás, que alguien esté al tanto de todo lo que va a hacernos falta. Uniacke se ha alojado en un hotel de Hammamet, así que eso también tendrá que aparecer por algún lado, igual que cierta actividad en cajeros y restaurantes. ¿Puedes ocuparte de eso?

Marquand estaba anotando la información en un ordenador. Kell oía el clic suave de las teclas.

—¿Y quién narices va a dedicarse a comprobar todo eso? ¿Amelia?

Kell ya tenía una mentira preparada.

—No tiene nada que ver con ella. Es un asunto distinto. En Túnez vi a un viejo contacto y decidí seguirlo hasta Marsella. Estoy en el ferry nocturno.

—¿Dónde dices que estás? ¿Qué tiene que ver eso con lo nuestro?

—Todo y nada.

Una mujer africana salió con cara de sueño a despejarse la cabeza con el viento fresco.

—Es una historia un poco larga y no lo vi venir. Te daré el parte cuando regrese, pero tú asegúrate de que la red de seguridad de Uniacke no tenga fisuras. Si alguien llama a la oficina de Reading y pregunta por Stephen, estoy de vacaciones hasta el viernes.

Marquand repitió la palabra «viernes» y evitó mencionar cualquier clase de apoyo económico o logístico.

—Mira, Tom, si has abandonado a Amelia, el Ministerio no va a pagarte por horas para que te dediques a una operación nueva. Que no se te olvide que te dieron la patada. Al fin y al cabo, fue un despido, por el amor de Dios.

—¿Quién ha dicho que yo haya abandonado a Amelia?

Kell contemplaba el gris eterno del mar por el que se deslizaban, la espuma que se formaba cuando chocaba contra el casco del barco. Qué típico de Marquand pensar sólo en el dinero y en cubrirse las espaldas. Burócrata hasta la médula.

—Ayer por la mañana se despidió de François con un beso. Le pellizcó el culo y se compró una botella de Hermès Calèche para animarse. A estas horas, ya debería estar en Niza. Haz que los Knight pasen por el Gillespie en coche.

Oyó a Marquand refunfuñar y lo tomó como una señal de que estaba reculando.

—No hace falta que me pagues por lo de ahora —añadió—. Yo ya he hecho mi trabajo. Pero si de esto sale alguna cosa, a lo mejor más adelante puedes echarme un cable.

—¿A quién estás siguiendo, Tom?

—Cuando llegue a casa, lo hablamos —respondió Tom—. Ya te lo he dicho: es un viejo contacto.

Y colgó.

Cuatro horas más tarde, sin haberle visto el pelo a Madeleine durante el desayuno y tampoco a Luc ni a Malot, Kell estaba con la cámara en la cubierta principal, bajo el rugido incesante de la chimenea, y el ferry se acercaba a Marsella. La luz clara del mediodía iluminaba la costa del sur de Francia y las embarcaciones iban hacia el este o el oeste a los pies de los acantilados bajos de color crema de Calanques. Kell había borrado las fotos que había hecho en la habitación de Malot en el Ramada, además de las que le había tomado a Amelia junto a la piscina. Las sustituyó por una secuencia de planos más acordes con los intereses y preferencias de un consultor de marketing de mediana edad que viaja en ferry: fotos de los botes salvavidas de color naranja, estudios de bolsas de ropa sucia amontonados sobre ojos de buey de pintura desconchada, rollos de cuerda curtida por el sol y el viento.

Cuando el barco atracó en Marsella, hizo cola con el resto de los pasajeros de a pie; debían de ser unos cincuenta, todos apiñados en una escalera de ambiente cada vez más cargado que conducía a las cubiertas donde estaban los coches. Tardaron mucho tiempo en vaciar el buque y hasta que salió el último vehículo por la rampa que conducía a tierra firme no les permitieron desembarcar a ellos. Kell iba pisándoles los talones a una pareja de irlandeses que discutía a voz en grito porque llegaban tarde al vuelo hacia Dublín. Avanzaron en masa por un pasillo alfombrado hacia un edificio prefabricado que había en el extremo sur del muelle, donde los agentes de aduanas inspeccionaban maletas al azar sobre mesas de formica. No le cabía duda de que si la DGSE seguía sospechando de él, era muy probable que lo parasen y le registrasen el equipaje. Eso aparecía en la primera página del manual operativo, pero él estaba seguro de que no encontrarían nada que lo vinculase a Malot. Ya no tenía las fotos y había destruido las facturas de Uniacke del Valencia Carthage. Mientras Marquand hubiese generado una estela de documentos de Uniacke en Hammamet, no tendría problemas.

Llegado el momento, Kell pasó por la aduana sin incidente alguno y tuvo que esperar en una cola muy lenta para pasar por inmigración. No había mostradores aparte para los ciudadanos de la Unión Europea, y algunos de los pasajeros que tenía delante llevaban pasaportes tunecinos y argelinos. Consciente de que Luc o Madeleine podrían estar vigilando desde detrás de alguna pantalla o espejo de la sala de inmigración, se sorprendió de lo ansioso que estaba. Por eso, con intención de mantenerse ocupado y así transmitir sensación de calma, leyó un par de páginas de The Scramble for Africa y después miró si tenía mensajes en el móvil.

Claire lo había llamado; le había dejado un mensaje en el buzón de voz bien entrada la madrugada, hora inglesa. Por el tono atropellado y hosco, Kell notó que había bebido. El enfado porque no se hubiera presentado en la consulta de Finchley había cristalizado para convertirse en la clásica perorata:

Tom, soy yo. Mira, no sé por qué seguimos intentándolo. ¿Lo sabes tú? Creo que lo que deberíamos hacer es enfrentarnos a la realidad y poner en marcha los trámites del divorcio. Está claro que eso es lo que tú quieres…

Hubo una pausa breve en el mensaje, y después un silencio. Kell pulsó el número nueve para guardar lo que había oído y fue a por el segundo mensaje. Era Claire otra vez, continuando donde se había quedado.

Se ha cortado, no sé por qué. Lo que intentaba decir, lo que estaba a punto de decir es que yo también quiero eso. Cortar por lo sano, Tom.

Era probable que en ese momento ella ya fuese por la segunda botella de tinto y que además se hubiera tomado un par de ginebras, a juzgar por su historial. Hubo otra pausa para reflexionar. Kell sabía lo que venía a continuación: Claire tenía una estrategia estándar que ponía en práctica siempre que notaba que su marido se alejaba de ella.

Mira, Richard me ha invitado a ir a California. Tiene reuniones en Napa y en San Francisco, y es justo que sepas que he comprado el billete de avión y tengo intención de ir. Mejor dicho, el billete me lo ha comprado él. Lo ha pagado. Es posible que cuando vuelvas ya me haya ido. No sé dónde estás ni qué está pasando. Eso es asunto tuyo, así que…

Se cortó de nuevo, pero no había ningún mensaje más. Sin respiración por culpa de la sorpresa y de los celos, guardó el móvil en el bolsillo trasero del pantalón y lo hicieron pasar ante un inspector con bigote y mechas rubias que echó un vistazo rápido al pasaporte y dio permiso a Uniacke para entrar en Francia. Al consultor. Al hombre casado y padre de dos hijos. No al futuro divorciado cuya esposa iba a viajar a California en brazos de otro hombre. No al espía sin descendencia que seguía la pista del hijo secreto de su amiga. No a Thomas Kell.

Enseguida salió a la calle, al calor y al barullo de Marsella. Desde un extremo de un atasco de tráfico —una rotonda temporal que regulaba la salida y entrada de vehículos del puerto—, Kell miró a su alrededor consciente de que unos ojos invisibles podían estar vigilando a Stephen Uniacke desde un coche o desde alguna ventana. «La paranoia no existe —le había dicho uno de los más veteranos del SSI muchos años antes—, sólo los hechos.» En aquel momento le había parecido un comentario muy ingenioso, pero en la práctica no significaba nada. En el contraespionaje no había hechos, sólo experiencia e intuición. Kell únicamente necesitaba ponerse en la piel de la DGSE para saber que lo seguirían durante las primeras horas que pasase en Marsella: si les había merecido la pena entrar por la fuerza en su camarote, sus movimientos en tierra merecerían aún más atención.

Marsella. Se empapó del cielo azul, de la catedral de Nôtre-Dame de la Garde a lo lejos, del fulgor de la luz del sol en los tejados de pizarra y de tejas. De pronto, justo cuando bajaba la mirada, en su línea de visión apareció François Malot. El francés estaba esperando al otro lado de la rotonda con aire de absoluta indiferencia y enseguida subió a un taxi conducido por un hombre de unos cincuenta años que era, casi con total seguridad, de las Antillas. Justo cuando Malot se agachaba para acomodarse en el asiento de atrás, una gaviota voló en picado hacia el coche. Kell vio la matrícula y la memorizó rápidamente. En el lateral del vehículo había un número de teléfono y, mientras lo guardaba en el móvil, vio que se le acercaba un taxi libre. Alzó la mano que no tenía ocupada para detenerlo, pero dos pasajeros ancianos se pusieron delante de él e intentaron llevárselo.

—¡Es mío! —voceó en francés.

Y para su sorpresa, se volvieron y le concedieron la victoria. Era un Renault Espace, más que suficiente para tres pasajeros, así que les ofreció compartir la carrera. Tomó la decisión de cara a la DGSE: quería que Uniacke pareciese un rosbif agradable y considerado que se dirigía al centro, no un sospechoso de ser espía británico con instrucciones de seguir a François Malot allá adonde fuese.

La pareja resultó ser de Estados Unidos —Harry y Penny Curtis—, ambos controladores aéreos del aeropuerto Lambert de San Luis, jubilados, que tras haber visto el caos del cielo habían jurado no volver a viajar a ninguna parte en avión.

—Hemos estado un par de semanas en Túnez y hemos vuelto con SNCM —explicó el marido, que tenía la mirada ágil y la complexión corpulenta de un exsoldado—. Hemos visitado las localizaciones de La guerra de las galaxias y también les hemos echado un vistazo a las ruinas romanas. ¿Vas a quedarte unos días en Marsella, Steve?

Kell se inventó una historia para el taxista, por si la DGSE lo interrogaba más tarde. Hacía rato que había perdido de vista el coche de Malot.

—Creo que me quedaré una noche, pero aún tengo que encontrar un hotel. En el barco he conocido a una persona que me ha prometido enseñarme la ciudad y llevarme a comer bullabesa. Como hasta dentro de un par de días no tengo nada que hacer en casa, espero que podamos pasar un rato juntos.

—Parece un buen plan —admitió Harry—. ¿Te refieres a una «amiga»?

—Sí, una amiga —contestó Kell, y le ofreció una sonrisa de complicidad.

Estaba pensando, cómo no, en Madeleine, cuyo número de móvil aún tenía garabateado en una servilleta en el fondo de la maleta. Dado que Malot había desaparecido en el tráfico marsellés, ella era su mejor baza. Se preguntó si lo llamaría; si ella no se había puesto en contacto antes de última hora de la tarde, lo intentaría él con ese número. Lo más probable era que no hubiese respuesta, en cuyo caso iría directo al aeropuerto para tratar de localizar a Malot en París.

—Nosotros tenemos el tren a las cinco —comentó Harry, y se rascó lo que parecía una picadura de mosquito infectada—. El TGV a la Gare de Lyon.

—Li-ón —lo corrigió Penny, porque su marido lo había pronunciado leon.

Kell sonrió, y ella le devolvió la sonrisa y le guiñó un ojo.

—En París estaremos una semana entera, ¿te lo puedes creer? El Louvre, el Musée d’Orsay, y todas esas tiendas…

—Y la comida —añadió Harry.

Kell tuvo un deseo repentino y sentimental de viajar con ellos en el tren de las cinco, escuchar sus historias de San Luis, compartir su alegría de estar en París.

—Espero que paséis una semana realmente estupenda —les deseó.