Capítulo 27
AL crematorio acudieron sólo tres dolientes, porque había un funeral más multitudinario programado para el otoño. François había insistido en que Amelia se sentase a su lado y la hermana de su madre, al otro. Al acabar, y una vez en el apartamento de su tío, François presentó a Amelia diciendo que era una vieja amiga de la familia que provenía de Inglaterra, aunque más tarde se había disculpado por ello: «Todavía no me atrevo a contarle a todo el mundo quién eres.» La decisión de ir a Túnez la habían tomado esa misma noche. François le había contado que estaba desesperado por salir de París, y Amelia no soportaba la idea de separarse de él habiendo transcurrido tan poco tiempo desde que se habían conocido. ¿Cuándo volverían a tener la oportunidad de estar juntos? Así que había contactado con su ayudante de Vauxhall Cross para anunciar que después del funeral necesitaba tomarse unos días e informar de que iba a pasar dos semanas en el sur de Francia para gastar todas las vacaciones que le quedaban. A modo de tapadera para el viaje a Túnez, reservó una habitación en Niza, donde debía asistir a un curso de pintura. Recibió una llamada de Simon Haynes, que comprendía que necesitara ese descanso, y un correo electrónico irascible de George Truscott para señalarle la considerable inconveniencia de abandonar el Ministerio avisando apenas veinticuatro horas antes». Aparte de esas dos reacciones, su ausencia no parecía haber generado más comentarios.
Llegado el viernes, Amelia estaba en Gammarth bajo la identidad de Farrell, alojada en un hotel ubicado enfrente del Ramada, donde se había instalado François. La intención era añadir una segunda capa de secretismo que quizá ni siquiera fuese necesaria. Él no había cuestionado la estrategia ni puesto pegas al subterfugio; en todo caso, parecía disfrutar de la intriga y hasta bromeó con la posibilidad de que fuese hereditario.
Al principio, regresar a Túnez después de más de treinta años le causó a Amelia melancolía e inquietud, pero a medida que pasaban los días y visitaban varios de los lugares que ella solía frecuentar, el viaje le proporcionó una satisfacción emocional que no había anticipado. A primera vista, había cambiado poco: recordaba el silbido de los vencejos cuando, al atardecer, surcaban el aire a toda velocidad; el calor seco y abrasador; el parloteo constante de los hombres. También el jardín de La Marsa, las noches largas en brazos de su amante, su desprecio por la esposa de Jean-Marc y por sus hijos, la crueldad de su deseo de poseerlo a él. Llevó a François a Le Golfe, un restaurante al que su padre no se había atrevido a ir por miedo a que uno de sus colegas o amigos los viese. Túnez, antes del embarazo, era el lugar donde Amelia había empezado a estudiar árabe, y de camino a clase ella rondaba las calles de la medina con falda y un pañuelo en la cabeza mientras los chicos tunecinos se quedaban boquiabiertos y le silbaban a su paso. Estaba convencida, como todos los jóvenes serenos lo están a su edad, de que Amelia Weldon era distinta del resto de las estudiantes y mochileras que pasaban por Túnez: niñas de mamá que viajaban con el dinero de la cuenta de papá. Pasadas tres décadas, sentía nostalgia de ese tiempo, sobre todo porque hacía mucho que había dejado de ser una de las chicas más cautivadoras de la ciudad. En la segunda década del siglo XXI, Amelia Levene no era más que una turista inglesa de mediana edad, objetivo de los mercaderes que vendían alfombras y polos de imitación. Era como si los mismos hombres a los que ella había visto en 1978 estuviesen bebiendo el mismo té en el mismo café, y hubiese mujeres idénticas a las de antes escondidas en los callejones y tras las puertas alicatadas de la medina, lavando hortalizas. Las cestas de boda de color rosa y crema, los montones de especias y de té seguían esperando comprador en el mercado. Nada había cambiado. Y, sin embargo, era obvio que eso no era cierto. Las jóvenes llevaban maquillaje y vaqueros de Dolce&Gabbana; sus novios iban pegados a un teléfono móvil, y de las paredes de los cafés colgaban pósteres de futbolistas del Chelsea. Los niños que corrían haciendo de las suyas entre el polvo y el gasoil de 1978 eran ahora los adultos que conducían el taxi que Amelia había tomado para ir al museo Boudu o que habían colocado la servilleta a François cuando se había sentado a comer en Dar El Jeld.
—Yo fui feliz aquí —le contó.
Lo había admitido en un momento de sentimentalismo, con la guardia baja, y se había arrepentido al instante. Porque ¿cómo podía haber sido feliz si estaba a punto de renunciar a su hijo?
—Antes de aquello —añadió, y se le trabó la lengua al decirlo en francés—. Me encantaba la libertad de la que disfrutaba. La sensación de estar lejos de Inglaterra.
—Y, sin embargo, ahora trabajas para tu país —repuso François.
—Ni que lo digas —contestó. Alzó la copa para brindar por él y se fijó en la refracción del cristal—. Supongo que es así.