Capítulo 43

CUATRO horas más tarde, Kell estaba sentado a solas a una mesa de la Brasserie Lipp, mirando una fotografía de Christophe Delestre que había sacado de Facebook. En ella, Delestre llevaba unas gafas de sol gigantescas, pantalones cortos de camuflaje y una camiseta granate. A juzgar por su aspecto, tenía entre treinta y treinta y cinco años, además de una perilla y un bigote muy bien cuidados y una cabellera rala peinada de punta con gomina. La configuración de privacidad del perfil era alta, y ésa había sido la única imagen de él que había conseguido. Basándose en el principio de que, por lo general, los usuarios de Facebook ponían mucha atención en su fotografía de perfil, supuso que Delestre quería transmitir que era de trato fácil, un hombre cordial. En la foto se reía y tenía un cigarrillo de tabaco de liar en la mano. En el plano no salía nadie más.

Lipp era una brasería parisina de las de la vieja escuela que estaba en el boulevard Saint-Germain, y había sido una de las favoritas de Claire durante el año que había vivido allí cuando estudiaba. A lo largo de su matrimonio, ella lo había llevado a ese restaurante dos veces, y se habían sentado el uno al lado del otro, a la misma mesa de la ventana, a ver pasar la haute bourgeoisie en todo su esplendor. Pocas cosas habían cambiado. Los camareros con corbata negra, delantal blanco y sonrisa atenta preparaban steak tartar en el mostrador que tenían a un paso de la entrada. El encargado, de aspecto impecable con su camisa de seda y traje de chaqueta sin cruzar, reservaba su habitual froideur para los que acudían allí por primera vez y empleaba su untuoso encanto galo con los más conocidos. A dos mesas de Kell, una viuda anciana, adornada con catorce kilos de joyería art déco y con los hombros cubiertos por un chal negro, picoteaba una ensalada Niçoise. De vez en cuando, el mantel se movía y dejaba ver a un terrier escocés muy leal acurrucado a sus pies; un perro, pensó Kell, casi con seguridad más cuidado y malcriado que el difunto esposo de la señora. Siguiendo la misma pared, bajo unas caricaturas enmarcadas de Jacques Cousteau y de Catherine Deneuve, tres mujeres de mediana edad vestidas con trajes de Chanel estaban enfrascadas en una conversación salpicada de gestos de complicidad. Estaban demasiado lejos para oírlas, pero Kell imaginó a Claire aferrándose al estereotipo de la clase privilegiada francesa para anunciar su convicción de que «probablemente no tienen mejor tema de conversación que el sexo y el poder». Aquel establecimiento siempre le había encantado, porque era la esencia del París del viejo mundo y, sin embargo, aquel día casi lo odiaba, porque no conseguía pensar más que en su esposa a bordo de un avión con rumbo a California, bebiendo los mismos vinos y comiendo los mismos platos franceses que él pero en el asiento de primera clase que le había pagado Richard Quinn. En la Gare de Lyon, Kell le había dejado un mensaje en el buzón de voz pidiéndole que reconsiderase el viaje a Estados Unidos. Ella le había devuelto la llamada para decir que ya iba de camino a Heathrow. Hablaba con un matiz triunfal en la voz, y Kell, en un ataque de celos, había estado a punto de marcar el número de Elsa e invitarla a París sólo para tener la compañía de una mujer joven que pudiera amortiguar el golpe que se había llevado su orgullo. En cambio, lo que había hecho había sido coger un taxi a Lipp, pedir una botella de Nuits-St-Georges Premier Cru y enterrarse en sus estrategias para tratar con Christophe Delestre.

Una hora después, terminada la botella, pagó la cuenta, cruzó la calle para tomar un espresso en Café de Flore y cogió el metro hasta Pereire, en el distrito decimoséptimo, donde conocía un hotel pequeño y discreto en la rue Verniquet. Tenían una habitación doble disponible, y la alquiló a nombre de Uniacke, la séptima cama en la que dormiría en otros tantos días. El cuarto, diminuto, estaba en la segunda planta y tenía paredes de color naranja chillón, una reproducción de un cuadro de Miró junto a la puerta del baño y una ventana con vistas a un patio. Como empezaba a sentirse abotargado por culpa de la botella de vino del mediodía, no se molestó en deshacer la maleta, sino que salió al sol de la tarde y echó a caminar hacia el este en dirección a Montmartre. Llevaba la cámara consigo y tomó una serie de fotografías a la luz cegadora del verano —la vida en los cafés, las farolas de hierro forjado, la fruta y la verdura fresca dispuesta en los escaparates de las tiendas de comestibles—, que aprovechó como excusa para dar vueltas por la calle y retratar a los transeúntes y vehículos de su entorno. A pesar de que estaba seguro de que después de Marsella la DGSE había perdido el interés en Stephen Uniacke, una cámara de fotos era un elemento útil para disuadir a un equipo móvil de seguimiento. Más tarde podría comprobar los rostros y matrículas para determinar si ciertos vehículos y particulares aparecían en más de una ubicación.

A las seis estaba en la rue Lamarck, una de las principales vías de Montmartre, a los pies de la basílica del Sacré-Coeur. Según la información de Elsa, Delestre vivía en una planta baja en la esquina de la rue Darwin y la rue Saules. Empezó a bajar unos escalones empinados que conducían al cruce entre esas dos calles, pero se detuvo a medio camino, miró hacia Lamarck y disparó una secuencia de planos a la manera de los fotógrafos aficionados, tratando de capturar de la mejor forma posible el encanto de París. Entonces se volvió y apuntó la cámara hacia las hileras de coches que se extendían ante él, a ambos lados de la rue Saules. Usó el teleobjetivo para buscar señales de un equipo de vigilancia. Todos los vehículos parecían vacíos; tal como sospechaba, ninguna agencia tenía suficientes operativos para vigilar a todos los familiares y amigos de Malot. Al llegar al final de la escalera, apenas a unos metros de la puerta de Delestre, Kell miró los apartamentos de delante, los de la rue Darwin, y vio que le sería imposible identificar si tenían un puesto de vigilancia en alguna vivienda. Debía confiar en su suerte y arriesgarse. Rodeó el edificio por Saules y regresó por el lado oeste de Darwin. Era un vecindario muy activo: ancianas que volvían de hacer la compra, niños recién salidos del colegio que iban a casa de la mano de sus padres. Kell se acercó a la puerta de los Delestre con la esperanza de que Christophe estuviese allí y no en el trabajo.

Antes de verla, oyó a la niña por una ventana abierta que había en la planta baja. En un salón de iluminación tenue, una mujer atractiva de cabello oscuro, tal vez de ascendencia española o italiana, acunaba a un bebé en el regazo intentando que dejase de llorar.

—¿Madame Delestre? —preguntó Kell.

—Oui?

—¿Está su marido en casa?

La mujer se volvió deprisa hacia la derecha y después hacia el desconocido de la calle. Christophe Delestre estaba en el salón, con ella. El hombre se levantó, se acercó a la ventana y se colocó delante de su esposa y de su hija, respondiendo a un posible instinto inconsciente de protegerlas.

—¿Puedo ayudarlo en algo?

—Se trata de François Malot —contestó Kell. Hablaba en francés y le ofreció la mano por la ventana—. Sobre el incendio. ¿Le importaría dejarme pasar?