Capítulo 63

AKIM se despertó al día siguiente con el ruido que hacían Luc y Valerie follando en la habitación de al lado. La rutina era siempre la misma: Luc cada vez con menos aliento mientras empujaba contra el cabecero de la cama, y Valerie sofocando los gemidos con una sábana o el borde de una almohada. Era como una adolescente o una recién casada: le apetecía todas las mañanas y todas las noches. Valerie era un descarte de seguridad del interior y el único elemento aleatorio de la operación: el jefe la había convocado porque no podía funcionar sin ella, pero —hasta donde Akim sabía— los superiores de Luc en la DGSE no estaban al tanto. Ni siquiera Vincent la había conocido hasta unos pocos días antes. Luc le había hecho jurar que le guardaría el secreto, pues sabía que si los de París llegaban siquiera a sospechar que Valerie tenía una relación tan directa con la operación HOLST se la cerrarían.

Akim miró el reloj que tenía junto a la cama. Acababan de dar las seis y era domingo por la mañana: le habría ido bien una hora más de sueño, pero ahora estaba pensando en follar y en cuánto tiempo tardaría en regresar a Marsella.

—Putos gilipollas —murmuró.

Esperaba que su voz llegase al otro cuarto y se acabase el roce de la cama con los tablones del suelo, el chirrido suave de los muelles. Al final, oyó a Luc gruñir más alto que la mayoría de las mañanas, y la cama dejó de moverse, como cuando un coche llega a una zona de descanso. Momentos después, oyó los pies desnudos de Valerie, que entraba en el baño y abría el grifo del bidet. Akim oyó a Luc toser un par de veces y, después, la radio a volumen bajo. Siempre la misma secuencia.

A Akim le tocaba incorporarse a las siete y cuarto para relevar a Slimane, que había hecho el turno de noche. Tres días antes, al bajar había encontrado la puerta abierta de par en par y a su compañero hablando con el rehén. HOLST tenía los ojos bañados en lágrimas, llenos de rabia. Más tarde, dando un paseo por el campo sin alejarse mucho de la casa, le había pedido una explicación a Slimane, y éste le había dicho —entre carcajadas, como si fuese lo más gracioso del mundo— que había estado burlándose de François por lo de Egipto y por lo que le habían hecho a «su papá y su mamá de mentira». Akim, que apreciaba a François y lo respetaba por su comportamiento desde que lo secuestraron en París, se abalanzó sobre su amigo. Gran parte del estrés y de la tensión de ese largo retiro se había manifestado de forma repentina en un arrebato de rabia. Ambos acabaron rodando por el suelo, peleándose como un par de críos en la calle; al cabo de un minuto o dos, se detuvieron, se miraron, se echaron a reír porque estaban cubiertos de polvo de arriba abajo y se sacudieron las moscas que les revoloteaban alrededor de la cabeza.

—Ese tío no le importa una mierda a nadie —había dicho Slimane, que acto seguido se había agachado detrás de un árbol porque alguien pasaba con un tractor.

«Ese tío no le importa una mierda a nadie.» Akim le había dado muchas vueltas a esa idea. «¿Me importa a mí? ¿Debería importarme?» Él había herido a su padre, claro. No lo negaba. Pero el que tenía una navaja en la mano en Egipto era Slimane, y también el que habría querido liquidar al espía en la Cité Radieuse. Akim no quería que nadie, y menos aún François, pensase que Slimane y él se parecían. Él era un soldado, hacía lo que le ordenaban y permanecía fiel al que le pagaba el sueldo. Pero en el caso de Slimane nunca se sabía de qué lado caía su lealtad, qué pensaba, cuál sería su siguiente salvajada.

«Ese tío no le importa una mierda a nadie.» Akim se había acostado el día anterior sabiendo que quizá tuviese que matar a HOLST. Tal vez por eso estaba tan inquieto. No quería verse obligado a hacerlo, pero sabía que tanto Luc como Valerie estaban tan locos como para darle la orden sólo a fin de comprobar su lealtad. A las siete, después de su baño de la tarde, Luc había recibido un documento de París que en la práctica ponía fin a la primera fase de la operación. Era una transcripción de una conversación que había tenido lugar en el apartamento de Christophe Delestre, en Montmartre. La habían grabado los micrófonos de la DGSE cinco días antes, pero no les había llegado hasta entonces gracias a las típicas cagadas de París. La conversación era entre Delestre, su esposa y un agente del MI6 que se hacía llamar Thomas Kell. Luc se percató al instante de que Kell era Stephen Uniacke, el mismo hombre que había charlado con Vincent en el ferry y el mismo al que Akim y Slimane tenían instrucciones de apalear en la Cité Radieuse. Kell había dado con Delestre, le había enseñado una fotografía de Vincent y había deducido que alguien había sustituido a HOLST. Luc, con una bata que apenas le cubría la barriga y las piernas aún empapadas, había bajado la escalera corriendo y llamando a Valerie.

—¡La mierda del MI6! —había exclamado—. Amelia Levene, joder. Yo tenía razón: lo ha averiguado, sabe lo del segundo funeral.

Después de una discusión, Luc se había vestido para ir hasta Castelnaudary, donde había pagado media hora de internet en un cibercafé y había enviado un correo electrónico al servidor de Vincent.

Saben lo del segundo funeral. Stephen Uniacke es un agente del MI6 llamado Thomas Kell. Ha encontrado a Delestre en París. Levene debe de saberlo y está engañándote. Aborta de inmediato. Reunión de urgencia el domingo a medianoche.

Cuando regresó cerca de las nueve de la noche, todo apuntaba a que iban a abortar y regresar a casa. Pero entonces Valerie había hecho lo de siempre: conseguir que Luc cambiase de opinión.

—Esto no cambia nada —afirmó ella sin dejar de sonreír, como si ya supiese que al final todos estarían de acuerdo con ella—. La operación era de altísimo secreto: sólo seis o siete de vuestros compañeros de París están al tanto de la magnitud del plan. Ni siquiera el Elíseo sabe que existe. ¿Tengo razón o no?

—Tienes razón —contestó Luc en voz baja.

—Muy bien. Entonces la cerráis. Les decís que os vais a ocupar de François. En París se disgustarán por no haber conseguido influencia sobre Levene y, cuando regreséis, querrán que les deis el parte. Pero la cuestión es no volver. A la mierda con París: mantenemos a François con vida unos días más y le pedimos un rescate a Levene. Para ella, el chico no tiene precio.

—El MI6 no paga a los secuestradores —repuso Luc.

—No me vengas con esas gilipolleces —le soltó Valerie.

Akim miró al otro extremo de la habitación, donde estaba Slimane con una sonrisa de oreja a oreja, como si se tratase de un juego. En el rostro aún tenía marcas de la pelea de Marsella, una mancha de color negro azulado debajo del ojo.

—Su marido es millonario. Ella tiene acceso a decenas de millones de dólares en cuentas del MI6 en el extranjero. Claro que pagará. Pagará porque vamos a obligarla. Sabe que si no lo hace, los chicos matarán a su hijo. ¿No te parece suficiente motivación?

El ambiente estaba cargado de sarcasmo, era como una prueba de valor. Luc parecía derrotado e incómodo, y Slimane casi se le reía en la cara.

—Y cuando al final pague —continuó, y encendió un cigarrillo—, cogemos el dinero, les damos su parte a los chicos y matamos a ese capullo. —Ladeó la cabellera rubia en dirección a la celda de HOLST—. Y entonces, por fin habrás dejado el trabajo que llevo tres años intentando convencerte de que dejes. ¿O es que eso también te da miedo? ¿Te preocupa que tus jefes te pillen?

Era una provocación deliberada delante del equipo. Hasta Slimane apartó la mirada.

—Valerie, no tengo miedo —respondió él como si prefiriera llevar la conversación a otra parte—. Pero quiero asegurarme de que sabemos dónde nos estamos metiendo.

Akim aún tenía grabado en la memoria lo que ella hizo a continuación. Se levantó, cruzó el salón, le metió la lengua en la boca a Luc y le frotó la entrepierna hasta que Akim notó que incluso a él se le ponía dura.

—Yo siempre he sabido lo que hago —había dicho ella—. Lo único que tenéis que hacer es seguirme.

Poco después, Luc había accedido a todo: el momento de pedir el rescate, la fecha en la que matarían a HOLST, lo dulce que sería la venganza contra Levene. Tal como Slimane siempre había dicho, la presencia de Valerie debilitaba a Luc, porque estaba dispuesto a hacer todo lo que ella quisiese. Tenía una especie de defecto que le impedía romper el hechizo. A diferencia de lo que hacía con los demás, a ella nunca le contestaba, no se defendía ni cuestionaba sus decisiones. Aquel tipo duro de la DGSE parecía hipnotizado, y a los otros les resultaba vergonzoso ver a un hombre comportarse de ese modo. Slimane lo llamaba «la alfombra».

Sonó el agua de la cisterna y Akim oyó los pasos de Valerie de regreso a la habitación. Tenía ganas de follar con ella, las había tenido desde el primer día. Encendió un cigarrillo y se puso el pantalón del chándal y las zapatillas de deporte. Después, corrió las cortinas. Qué vista tan asombrosa de los Pirineos. Le gustaba mirar las montañas a primera hora de la mañana. Era como un país nuevo, un refugio. Y entonces se puso a trabajar.

Slimane estaba dormido en un sillón que había junto a la escalera, con la mano metida en el pantalón y un hilo de baba colgándole de la boca. Akim echó un vistazo por la mirilla y vio que HOLST estaba tumbado en el camastro con la mirada fija en el techo. Despertó a Slimane, que lo insultó por el favor, y luego fue a la cocina a hacerse un café. Momentos después apareció Luc vestido sólo con unos calzoncillos de algodón. Tenía los bíceps tatuados y los hombros quemados por el sol. Akim percibió el olor del sexo, como si Luc quisiera que supiese que acababa de tirarse a Valerie. Abrió la puerta que daba al jardín de atrás.

—Hoy es un día importante.

El jefe fue al frigorífico y bebió un buen trago de zumo de naranja directamente del tetrabrik. Al acabar, lo dejó en la mesa de la cocina y le lanzó a Akim una de sus miradas perezosas.

—Vincent sigue sin contestar —dijo—. Sólo nos ha enviado dos correos electrónicos desde que llegó a Saint Pancras: uno el viernes por la noche y otro ayer por la mañana, cuando apareció la de la limpieza. El mensaje con instrucciones de abortar ya no está en el servidor, así que debe de haberlo leído. Valerie le ha dejado un mensaje de voz para que vaya a París, pero en la casa no hay cobertura de móvil.

Slimane entró sin prisa en la cocina, vio el tetrabrik de zumo de naranja y fue a cogerlo. Luc lo agarró del brazo y se lo sujetó encima de la mesa como si debajo hubiera una llama.

—¿Es que no me estáis escuchando?

Era más fuerte que Slimane, que lo miraba con cara de pánico.

—Hay un problema. Vincent ha caído en una trampa y no sabemos si lo han arrestado o si sigue en la casa, ni si ha recibido el mensaje para abortar la operación.

—Vale —contestó Slimane—. Ya se lo dirás tú cuando llegue a París.

—No.

Era Valerie, que se acercaba a su espalda con vaqueros y una camiseta.

—Quiero que se lo digas tú, Akim.

—¿Yo?

Luc soltó a Slimane. Valerie abrió los brazos para abarcar a los dos árabes y los cogió por el cuello.

—Queremos que tú hables con él.

A Akim le gustó notar el roce de su piel.

—Encuentra a Vincent cuando regrese a París. Estará escondido en el Lutetia. Encuéntralo y haz lo que mejor se te da. Ahora mismo, lo más sensato es eliminar el rastro.