Capítulo 66

TAL como Kell había predicho, Vincent Cévennes estaba a la distancia exacta de un kilómetro y medio de Chalke Bissett cuando el móvil cobró vida con una sinfonía de avisos y melodías que duró casi un minuto.

—Madre mía, mira que eres popular —dijo Harold Mowbray, vestido con el atuendo informal de fin de semana del típico taxista de Wiltshire.

Aceleraban hacia Salisbury. Vincent, sentado en el asiento trasero, no respondió. Vio que tenía mensajes en el buzón de voz y pulsó la opción de escuchar.

François, soy Madeleine. No sé por qué no contestas el correo, pero debes abortar, ¿comprendido? Llámame de inmediato, por favor. Nos reuniremos con carácter urgente el domingo a medianoche y te lo explicaremos todo. Necesito saber que has recibido este mensaje y que acudirás.

Al principio no entendía lo que decía Madeleine. ¿Abortar la operación? ¿Para qué hacía falta una reunión con carácter urgente en París al cabo de doce horas? Vincent sacó la BlackBerry y miró el buzón de entrada. No tenía ningún correo, y la noche anterior tampoco había recibido nada en el portátil. Quizá, con la confusión del fin de semana sin poder contactar con él con la facilidad que hubiesen deseado, Luc y Valerie se habían asustado.

Marcó el número de París y oyó que se desviaba al móvil de Luc.

—¿Luc?

—¡Vincent! Hostia, por fin. ¿Dónde coño estabas?

Desde la casa de Shand, Elsa pudo remitir la señal de la conversación al Audi de Amelia, mientras ella y Kell seguían al taxi por la carretera de Salisbury. En cuestión de segundos, Vincent se había dado cuenta de que estaba en peligro. Luc se lo había contado todo: que el tipo del ferry era un agente del MI6, que Uniacke era un alias de Thomas Kell, que éste había hablado con Delestre en París y había atado cabos sobre el asunto del funeral. Luc y Valerie estaban seguros de que Amelia conocía el engaño desde hacía al menos cinco días. Por eso lo había invitado a su casa de campo: no para conocerse mejor, sino para averiguar quién estaba tras la conspiración de Malot. Vincent preguntó si el MI6 sabía que François estaba retenido.

—Da por supuesto que lo saben todo —respondió Luc al oírlo.

Sentada junto a Kell en el asiento del copiloto, Amelia negó con la cabeza.

—No llegaremos a donde está François —vaticinó—. Lo matarán o lo moverán en las próximas cuarenta y ocho horas.

—No tiene por qué ser así —respondió Kell, pero su optimismo carecía de fundamento.

A menos que Elsa pudiera rastrear mejor el punto de origen de las comunicaciones de Luc y Valerie, las expectativas de conseguirlo eran mínimas. Kell sospechaba que François estaba secuestrado en un radio de ocho kilómetros a la redonda de Salles-sur-l’Hers, el pueblo del Languedoc-Rosellón donde Arnaud, el taxista africano, había dejado a Vincent. Sin embargo, sin unas coordenadas precisas sería como enviar un dron a las cuevas de Tora Bora. Su única esperanza iba de la mano de Vincent, pero al disponer tan sólo de dos especialistas en vigilancia, las posibilidades que Kell tenía de seguirlo hasta la reunión de urgencia eran casi inexistentes. ¿Cómo podía esperar que Harold y Elsa, dos expertos en tecnología que sólo contaban con entrenamiento básico de técnicas de vigilancia, siguiesen al CUCO sin ser descubiertos?

Por delante de ellos, Vincent había colgado y ya tramaba cómo desaparecer.

—Mire —le dijo a Harold—, estaba hablando con mi jefe. Necesito llegar a una estación de trenes cuanto antes. Ha habido un cambio de planes.

—Pensaba que tenía que llevarlo a Londres, caballero —respondió Harold. Le gustaba interpretar el papel—. Tengo todo el día reservado para usted.

—Haga lo que le digo —contestó Vincent en su inglés perfecto que ahora se había teñido de rabia—. Cobrará de todos modos.

Amelia, que escuchaba con Kell desde el segundo vehículo, subió el volumen justo en el momento en que Harold decía:

—De acuerdo, no pasa nada. Oiga, tampoco hace falta ponerse así. Es usted el que ha cambiado de opinión, no yo. —El ruido de la carretera y las interferencias afectaban al sonido, pero la voz se oía con suficiente claridad—. ¿Le va bien en Salisbury, monsieur? Si lo prefiere, también salen trenes desde Tisbury.

—Lléveme a la estación que esté más cerca.

A unos cuatrocientos metros de distancia en la misma carretera, Kevin Vigors viajaba por delante del taxi con Danny Aldrich. Estaban llegando a Wilton cuando Kell se puso en contacto con ellos por radio.

—¿Os habéis enterado?

—Sí, lo hemos oído —contestó Vigors.

—Harold lleva al CUCO hacia Salisbury. Si quiere darnos esquinazo, allí será donde lo intentará.

—Seguro.

Kell había estado toda la noche tratando de anticipar cómo se comportaría el CUCO al darse cuenta de que lo habían descubierto. El instinto lo impulsaría a regresar a suelo francés lo antes posible, pero ¿cómo? Además de los aeropuertos principales de Londres, había aerolíneas que volaban a Francia desde Southampton, Bournemouth, Exeter y Bristol. Y era muy improbable que Vincent fuese directo a Saint Pancras sin antes tratar de despistar a quien estuviese siguiéndolo, pero tal vez intentase coger el Eurostar a París desde una de las dos estaciones de Kent: Ashford o Ebbsfleet. Otra opción era alquilar un coche y atravesar el túnel desde Folkestone, pero Vincent debía contar con que el SSI tendría acceso a tecnología de reconocimiento de matrículas con la que podía determinar su ubicación con rapidez. Por último, saliendo de Salisbury en tren podía llegar a los puertos desde donde se cruzaba el canal por mar.

—¿Crees que irá en tren? —preguntó Amelia.

—Vamos a esperar a ver.

En las afueras de Salisbury, cuando la aguja de la catedral surcaba el parabrisas de Harold de derecha a izquierda mientras circulaban por una rotonda, Vincent anunció que necesitaba un cajero automático. Tres minutos después, Harold había estacionado frente a una oficina del Santander, en el centro de la ciudad.

—¿Le importaría esperar aquí? —preguntó Vincent mientras abría la puerta para salir, dejando la maleta y el portátil en el asiento de atrás.

—Hay doble línea amarilla —contestó Harold—, ¿cuánto va a tardar?

No hubo respuesta, y Harold no pudo hacer más que mirar cómo el francés cruzaba la calle, esquivaba a una pareja de ancianos y se ponía a la cola del cajero detrás de otras dos personas.

—Estoy parado delante de un cine —anunció—. Estilo falso tudor. Al lado hay una tienda de la marca de ropa Black’s.

Hablaba en el interior vacío del coche con la esperanza de que la conexión por radio estuviera funcionando. Se puso el auricular en el oído y se revolvió en el asiento mientras trataba de orientarse.

—Estoy a un lado de la calzada, en una de las calles de sentido único. Por lo que veo, se llama New Canal. Detrás de mí hay una tienda de ropa de Fat Face y, al lado, un Whittard’s Coffee.

La voz de Amelia le llegó con un estruendoso ay.

—De acuerdo, Harold. Estamos a la vuelta de la esquina, sé dónde estás. Confirma la ubicación del CUCO.

—Al otro lado de la calle, sacando dinero de un Santander. Lo ha dejado todo en el asiento de atrás. La maleta y el portátil. Sólo se ha llevado la cartera.

—¿Y el pasaporte? —preguntó Kell.

—Tendría que mirarlo.

—¿Lleva la chaqueta de cuero puesta?

Era Aldrich, que había aparcado con Vigors en la plaza del mercado, a tan sólo trescientos metros de distancia.

—Afirmativo —contestó Harold.

La chaqueta tenía un dispositivo de seguimiento que le había cosido al forro la mañana anterior.

—Se la quitará —murmuró Amelia.

Y así fue.

«Piensa —se dijo Vincent—, piensa.»

Metió tres tarjetas distintas en el cajero y extrajo cuatrocientas libras con cada una. El martilleo que amenazaba con sacarle el corazón del pecho lo había dejado bañado en sudor frío. Sentía la furia destilada de un hombre abochornado y quería encontrar a Amelia y destrozarla tal como había hecho ella con él. ¿Desde cuándo lo sabía? ¿Desde cuándo lo estaban engañando entre todos?

«Piensa.»

Embutió los últimos billetes en el bolsillo del vaquero y miró a la derecha. Al otro lado del cine, unos cuantos locales más allá, había unos grandes almacenes Marks & Spencer. Abrían los domingos, y tal vez pudiera salir por alguna puerta trasera. Tenía el taxi detrás, así que se volvió hacia el taxista, que bajó la ventanilla y lo miró.

—¿Qué pasa, amigo?

¿Era uno de ellos? Podía formar parte de un equipo de diez o doce agentes de vigilancia esparcidos por todo el centro de Salisbury. Vincent debía considerar que todo el mundo era una amenaza.

—¡Quiero comprar un sándwich en Marks & Spencer! —voceó desde el otro lado de la calle, y señaló la tienda—. ¿Puede esperar un par de minutos más?

Oyó que el conductor respondía: «Mire, ya le he dicho que no puedo aparcar aquí», y por un momento Vincent se preguntó si Amelia era la única en la zona, la única que lo seguía. Tenía una infinidad de incógnitas en la cabeza, demasiadas variables en las que pensar. Se acordó de lo que Luc le había dicho por teléfono: «Da por supuesto que lo saben todo», y aquel asunto le resultó demasiado degradante, desesperante y repentino. Vincent intentó recordar lo que le habían enseñado en la Academia, pero hacía mucho tiempo de eso y le costaba pensar con claridad. «No me han entrenado para esto», se dijo, y culpó a Luc, a Valerie, porque toda la operación había sido una locura desde el principio. ¿Cómo se les había pasado por la cabeza que podían salirse con la suya? ¿Acabaría él siendo el cabeza de turco? ¿Iban a dejarlo en la estacada?

«Piensa.»

Las puertas del Marks & Spencer eran automáticas, y Vincent se vio ante una larga sala iluminada con fluorescentes y llena de camisones, faldas, amas de casa de Salisbury, niños aburridos y maridos que arrastraban los pies tras ellas. Siguiendo las señales que indicaban la sección de caballero, subió por la escalera mecánica y aprovechó para echar un vistazo a toda la planta y tratar de identificar a posibles agentes. ¿Estaba allí Thomas Kell? En el ferry, Vincent había avisado a Luc de que Stephen Uniacke era una amenaza. Eso era lo que más lo enfurecía en ese momento: que todos sus esfuerzos, todo su talento y todo lo que había invertido a nivel emocional no había servido para nada porque Luc no había tenido suficiente cuidado. ¿Cómo se habían dejado engañar de aquel modo? «No es más que un consultor soso —había dicho Valerie—. Estás paranoico. Le hemos registrado los móviles, le hemos mirado el ordenador. El inglés está limpio.»

Llegó a la siguiente planta y se preguntó cuánto tardaría el taxista en ir a por él. Podían arrestarlo por no haber pagado la carrera. Buscó unos calcetines, un par de calzoncillos, unos náuticos, un par de pantalones vaqueros, un polo de color rojo, un jersey de cuello de pico negro y una chaqueta de cuadros. Ropa fea y barata que no le sentaría nada bien: no era su estilo, ni siquiera el de François. Añadió una cartera de cuero y lo pagó todo en metálico. En la planta baja había una sección de comida y allí compró un sándwich, porque no sabía cuándo tendría otra oportunidad de comer. Cogió también una botella de agua de un litro y dio cuenta de al menos una quinta parte antes de llegar a la caja. Tenía mucha sed. La sensación constante de aprensión era como una enfermedad que le tensaba la piel. El personal de la tienda le sonreía, y una madre joven trató de provocar un intercambio de miradas. Nada más lejos del pensamiento de Vincent en ese momento. Sabía que odiaba una vez más a las mujeres, que las despreciaba, porque nunca podía fiarse de su manera de hablar, de lo que decían con la expresión del rostro. Sus palabras no significaban nada y hasta una madre mentía. Se dijo: «Ya no soy François Malot», pero la sensación fue como la de mudar una piel que aún tenía raíces en el alma. «Soy Vincent Cévennes y se ha acabado la partida. Vienen a por mí.»

Atravesó la sección de lencería. Carteles con fotos de modelos bronceadas mintiendo con la mirada. Encontró una salida que daba a un callejón estrecho. Justo delante había una panadería; a la izquierda, un aparcamiento con la actividad habitual alrededor de la máquina de pagar; a la derecha, una calle peatonal flanqueada de tiendas de Top Man, HMV, Ann Summers. «Piensa.» Vincent se echó la cartera de cuero al hombro y se dirigió hacia el oeste en busca de una cafetería o un hotel donde ocultarse. Cruzó por debajo de una pasarela y llegó a una sección de la calle donde el tráfico estaba cortado. Al frente, junto a una antigua sucursal de Woolworth’s con los escaparates tapiados con tablones, había una cafetería con terraza y un montón de clientes tanto dentro como fuera del local. The Boston Tea Party. Al cruzar el umbral se encontró con una camarera de melena corta y teñida de rubio y le preguntó si podía usar el baño.

—Sí, por supuesto —contestó ella.

Tenía acento de Europa oriental, tal vez polaco. Le señaló la escalera.

Vincent actuó con rapidez, porque estaba acorralado y podían ir a por él en cualquier momento. Entró en el cubículo, cerró la puerta y se quitó la ropa. Sacó el vestuario nuevo de la cartera de cuero y se puso los calzoncillos, los vaqueros, los náuticos, el polo y la chaqueta de cuadros. Dejó la cartera y el teléfono en la chaqueta de cuero y la colgó en el gancho de la puerta. En un rincón había una caja medio vacía con envases de detergente y puso su ropa encima. No debía dejar ni rastro. Al inicio de la operación, habían depositado tres pasaportes distintos en tres localizaciones de Londres, justo para esa clase de emergencia. Al menos Luc había acertado con parte de los preparativos. Uno de ellos estaba en la terminal cinco de Heathrow. Si nadie lo había quitado de allí, podría salir del país sin problemas. Sólo tenía que llegar hasta al aeropuerto.

Amelia Levene llevaba más de diez años comprando medias y comida para llevar en ese Marks & Spencer. Conocía la distribución del local y sabía que el CUCO encontraría la salida del aparcamiento y desaparecería en cuestión de minutos si no lo encontraban pronto. Por eso había enviado a Aldrich a la parte de atrás mientras Kevin Vigors, que había dejado el coche en la plaza del mercado, vigilaba la entrada principal de New Canal.

Kell y Amelia habían aparcado junto al taxi de Harold y trataban de contactar con Aldrich por radio. Vigors, veinte metros calle abajo, ya se había sentado en una parada de autobuses y, a ojos de cualquiera, esperaba en el mismo asiento y a la misma hora que todos los días de la semana. Entretanto, Kell había llamado a Elsa y le había dicho que se dirigiese a Charles de Gaulle en el primer vuelo disponible. Estaba apostando a que la reunión tendría lugar en París y sabía que el CUCO debía estar allí antes de medianoche. No tenía sentido que Elsa mantuviera el seguimiento del correo electrónico y de las líneas de móvil cuando los franceses sabían que los habían descubierto. Lo mejor era que fuese a Francia; allí estaría en situación de seguir al CUCO desde el aeropuerto o desde la Gare du Nord.

Pasaron seis minutos sin ningún aviso por parte de Aldrich y ni rastro del CUCO. Amelia ordenó a Vigors que entrase en la tienda. Segundos después, el móvil de Kell vibró en el asiento del copiloto. Amelia leyó el nombre que salía en la pantalla.

—Es Danny —anunció, y puso el manos libres.

—Lo veo. El CUCO acaba de salir por detrás, está pasando por HMV. Todo está cerrado, casi no hay gente.

La comunicación se interrumpió durante unos segundos, como si Aldrich hubiera escondido el teléfono.

—Lleva un bolso. Lo habéis visto, ¿no?

—No hemos visto nada —contestó Amelia—. Habrá comprado ropa nueva. Pensará que le hemos puesto un micrófono en la que llevaba.

—Y con razón. —Aldrich soltó una tos de fumador—. Un momento. Acaba de entrar en una cafetería: The Boston Tea Party. ¿Podéis enviar a Kev a la puerta? Delante hay un Woolworth’s cerrado y, en la esquina de mi derecha, una librería Waterstones. Voy a ir a la parte de atrás para asegurarme de que no haya salida.

En menos de dos minutos, Vigors había dejado la parada de autobuses, había corrido trescientos metros por New Canal y había doblado la esquina al llegar a la librería. Aldrich lo vio, inclinó la cabeza y confirmó a Kell por teléfono que no había salida trasera. Vigors se sentó en un banco, al lado de un adolescente que devoraba la típica hamburguesa matutina que rezumaba cebolla frita. Avistaron al CUCO saliendo del local vestido con un polo rojo, chaqueta de cuadros, náuticos azules y vaqueros.

—Vaya, vaya, vaya —murmuró Aldrich al teléfono—. Si alguien quiere una chupa vieja de cuero de cuatrocientas libras, parece que el CUCO ha dejado la suya en el baño de caballeros.

—¿Se ha cambiado de ropa? —preguntó Amelia.

—Tal como tú has dicho.

Aldrich intercambió una mirada con Vigors y echó a caminar tras el objetivo. Un hombre por un lado de la calle y el otro por el opuesto.

—Creo que ese estilo no le favorece. Confirmación: Kev y yo vamos tras el objetivo.

—Id con cuidado —les advirtió Kell—. Aprovechará los escaparates, se detendrá y dejará que lo adelantéis. Id de uno en uno y mantened la distancia.

—Ni que fuera la primera vez que lo hacemos —contestó Aldrich, pero sin resquemor.

—Lo más probable es que busque un taxi —añadió Amelia, y miró a Kell a los ojos—. Pase lo que pase, no lo perdáis, chicos. Sin la chaqueta, no podemos localizarlo. Si Vincent desaparece, todo desaparece con él.