Capítulo 72

EL LUTETIA era un clásico del paisaje parisino, un hotel de cinco estrellas que Kell conocía desde hacía una década, cuando pasó un período breve trabajando en la ciudad. Allí había celebrado reuniones con compañeros del SSI y de la DGSE, y sabía parte de la historia del establecimiento, que durante la Segunda Guerra Mundial había servido como base al ejército de ocupación alemán. Estaba a un kilómetro de la Brasserie Lipp y no cabía duda de que era una ubicación discreta y segura para la reunión de urgencia del CUCO con Luc y Valerie.

Cuatro minutos después de recibir la llamada de Amelia, Kell había pagado la cuenta, había salido con Elsa en dirección sudoeste por la rue de Sèvres y había pedido a Danny Aldrich y a Kevin Vigors que aparcasen el coche lo más cerca posible del hotel.

Aldrich encontró aparcamiento para el Peugeot en el lado este del boulevard Raspail y se puso a vigilar la entrada. Vigors fue directo al mostrador de recepción y reservó una habitación doble a su nombre, antes de acomodarse en un sillón con vistas a los ascensores. Kell y Elsa entraron en el hotel cogidos del brazo, como una pareja de amantes que regresa de un paseo a medianoche.

—Nos alojamos aquí —le dijo cuando pasaban la recepción de largo—. Fin de semana de pasión. Antes de irnos a la cama, vamos a tomar algo en el bar.

—Cuántas promesas… —contestó ella, y le apretó el brazo contra el pecho.

El bar era una sala grande y rectangular del tamaño de una pista de tenis. Había unos diez clientes esparcidos en distintos grupos que ocupaban los sillones tapizados en colores escarlata y negro, cada uno con su café o su digestif en las mesitas bajas que tenían delante. Un único camarero se movía con brío entre las esculturas de estilo art déco, y las versiones de grandes temas de los musicales que un pianista calvo tocaba en el piano de cola del rincón acompañaban el tintineo y las toses típicas de la conversación civilizada. Kell se sentó en un sillón que miraba hacia la entrada principal, y Elsa delante de él, de cara a la barra. Pasaron media hora conversando en inglés sobre la infancia de Elsa en Italia, y, mientras tanto, Kell recibía y enviaba mensajes de texto a Amelia, a Vigors y a Aldrich.

—Si fueses mi amante y estuvieras todo el rato con el móvil, te dejaría —se quejó ella.

Kell levantó la mirada y sonrió.

—Me lo tomaré como un aviso.

Segundos después, un joven árabe con vaqueros y una chaqueta de motorista con el logo de Marlboro empujó la puerta giratoria del hotel y entró. Al principio Kell no distinguió los rasgos, pero en cuanto el tipo pasó frente a recepción, se quedó pasmado al ver que se trataba de uno de los dos que lo habían atacado en Marsella.

—No me jodas…

Elsa, que estaba recostada en el sillón y empezaba a tener sueño, se incorporó de golpe.

—¿Qué pasa?

—Es el tío de…

Debía pensar deprisa, no había tiempo para alertar a Vigors.

—Ve al ascensor. No vaciles.

Elsa se levantó del asiento con evidente consternación. Kell bajó la voz.

—Hay un joven árabe que se dirige allí ahora mismo. Es de su equipo. Síguelo. Trata de averiguar a qué planta va.

El camarero se detuvo junto a la mesa de Kell justo cuando Elsa se alejaba.

—¿Algún problema, monsieur? —preguntó.

—No. Mi novia cree que ha visto pasar a su primo —contestó.

—Ah, vaya.

El camarero miró un instante a Elsa, pero vio que un cliente lo llamaba desde un rincón del local.

—¿Desea algo más antes de que cierre el bar?

Kell vio que Elsa llegaba a los ascensores.

—No, gracias —respondió, y se volvió hacia él—. ¿Me prepara la cuenta, si es tan amable?