Capítulo 31

ESPIAR es esperar.

Kell regresó a su camarote, cogió The Scramble for Africa, se perdió en el laberinto de pasillos y al final encontró el camino para llegar al restaurante, donde comió a gusto. Daba la impresión de que el ferry, que ya salía a mar abierto, sólo iba lleno a medias; fuera del restaurante no se había formado cola, y dentro había suficientes mesas para acomodar a los pasajeros, en su mayoría franceses, que habían aparecido en masa desde las cubiertas inferiores después de aparcar el coche. No se veía a ningún africano; la comida era francesa, los precios estaban en euros y la clientela era blanca en su totalidad. Kell se entretuvo leyendo mientras tomaba un café sin prisa y esperaba a que François hiciese acto de presencia, pero a las dos y media aún no lo había visto y se dio por vencido pensando que el francés habría almorzado en la cantina de autoservicio. Pagó la factura y subió a la cubierta principal pasando por la cantina, justo cuando los edificios bajos y encalados de Cartago se convertían en una línea de tiza en el horizonte. El lugar estaba desierto, a excepción de una joven pareja británica en plena maniobra de minimización de daños, con dos niños pequeños gritando y un bebé. La madre le daba papilla al último con una cuchara mientras los otros dos bombardeaban el suelo de linóleo con juguetes de plástico. Había un charco de agua de mar. Todos tenían aspecto de estar exhaustos.

Al final, como cuando encuentras una calle sin la ayuda de un plano, Kell dio con François, que estaba junto a la barandilla de popa de la cubierta principal, contemplando los remolinos de la estela. A lo lejos, la costa de Túnez quedaba oculta tras la neblina. Al lado de François se hallaba un hombre más alto, con barba, que vestía vaqueros y camisa azul. El tipo tenía una cabellera negra y lustrosa, sin duda teñida, debía de contar unos cincuenta y cinco años y fumaba un cigarrillo sin filtro que acabó tirando por la borda. El viento no arrastró la colilla, que cayó en una cubierta inferior. La conversación que mantenían parecía relajada y natural, aunque su proximidad física denotaba cierta familiaridad. Tal vez llevasen un rato charlando, o se conociesen de antes. Kell se apoyó en la misma barandilla unos metros más allá, desde donde alcanzó a oír el nombre del tipo —Luc— y algún comentario sobre hoteles de Marsella. El rugido grave y constante que salía de la chimenea del buque sofocó toda esperanza de escuchar el resto de la conversación.

Encendió un cigarrillo. Siempre que estaba en un entorno donde quizá necesitase contactar con un agente o con algún desconocido, llevaba un paquete encima. Un mechero podía ser el catalizador de una conversación; un cigarrillo servía para ocupar manos inquietas. Kell se volvió y miró las sillas de plástico y el puñado de pasajeros que echaban la siesta bajo el sol implacable del Mediterráneo. Estaban atrapados en el limbo del viajero, la tierra de nadie de la espera que implica ir de un lugar a otro. Sin nada más que hacer aparte de leer, dormir y comer. El viento le azotaba el rostro y hacía ondear con violencia la bandera francesa de la popa, y los dos hombres seguían hablando en voz baja: en ningún momento acudió una carcajada a interrumpir su conversación en francés. Al cabo de un rato, Kell bajó a la siguiente cubierta por una escalera engrasada por el mar y aguardó justo debajo de ellos con la esperanza de que la brisa lo ayudase a oír sus palabras. No obstante, no sirvió de nada: el rumor del motor ahogaba el resto de los sonidos. Sin nada más que probar, encendió el móvil inglés, pero lo único que consiguió fue ver cómo la última rayita de la cobertura se desvanecía a medida que se dirigían al norte.

No vio de nuevo las barbas de Luc hasta la hora de cenar. El compañero de François estaba comiendo solo en la mesa de la esquina, a poco más de un metro de donde se había sentado Kell. De espaldas al comedor, se encorvaba sobre un documento bastante extenso que leía con atención entre bocado y bocado de pollo guisado con arroz. Kell tenía por compañía una puesta de sol gloriosa y la revista Time, y empezaba a preguntarse por qué se había molestado en seguir a François a Marsella. Pensó que, sin duda, habría sido mejor ir tras los pasos de Amelia hasta Niza, recibir el parte de los Knight, enviar un informe completo a Londres y una factura a Truscott por las molestias.

Estaba a mitad del postre cuando Luc se levantó y se acercó al bufet de ensaladas cercano a la entrada del restaurante. Le dio la sensación de que estaba estudiando la oferta: pepinos con salsa de yogur, montones de zanahoria rallada, maíz de lata escurrido. Mientras Luc se servía un triángulo de queso industrial, François entró en el restaurante y en su campo de visión. Kell vio que ambos establecían contacto visual, que eran conscientes de la presencia del otro, pero no intercambiaron ni siquiera un saludo. Luc miró el plato; François se fijó de inmediato en un camarero que lo guio a una mesa en el lado de estribor. Kell se puso a pensar qué significaba lo que acababa de presenciar: ¿hacían ver que no se habían visto? ¿Era la clásica situación en la que un pasajero evita a otro por miedo a verse obligado a sentarse con él? ¿O había algo más?

François se sentó. Desplegó la servilleta, se la puso en el regazo y cogió la carta. Lo habían instalado justo delante de Kell, pero no le prestó ninguna atención, y tampoco a los demás comensales. La luz de la puesta de sol entraba por las ventanas y teñía las paredes del salón de un resplandor naranja intenso. Observarlo en ese estado de soledad era curioso, porque gran parte de su arrogancia y presunción había menguado; de un modo u otro, destacaba menos y no parecía tan confiado como el hombre al que había fotografiado en el hotel. Quizá le estuviera pesando el duelo. Kell sabía de primera mano que la pérdida de un progenitor podía mantenerte atrapado meses, o incluso años. Su madre había fallecido de cáncer de mama durante su segundo año en el SSI, y él no había conseguido aceptar la pérdida hasta hacía poco tiempo. François no llevaba consigo libro alguno, ni un periódico, y se contentaba con comer, beber vino y dejar vagar la mirada y el pensamiento. En una ocasión, notó que Kell lo observaba, le devolvió la mirada y saludó con un gesto que le recordó tanto a Amelia que estuvo a punto de levantarse de la silla, presentarse como viejo amigo de la familia y compartir con él recuerdos de la vida y la carrera profesional de su madre. Mientras tanto, Luc había terminado de cenar y hacía gestos impacientes a un camarero para que le llevase la cuenta. Kell hizo lo mismo; pagó la comida y el vino con la tarjeta de débito de Uniacke y, cuando Luc salió del restaurante, fue tras él.

Seguirlo no fue sencillo. Un cambio de dirección, un giro curioso de la cabeza y Luc lo habría visto sin problemas. Las escaleras eran cortas y estrechas y los corredores estaban casi vacíos. Trató de mantener la distancia, pero no tanto como para no darse cuenta si hacía un giro repentino o si bajaba a otro nivel. Enseguida le quedó claro que Luc se dirigía a los camarotes. Descendió cuatro pisos y llegó a la cubierta que quedaba justo debajo de donde Kell tenía el suyo. Pronto se adentraron en el entramado de pasillos y perdió la orientación. Al llegar al centro de uno de los corredores estrechos y de luz amarillenta, Luc se detuvo frente a su camarote. Desde una distancia de unos cincuenta metros, Kell lo observó mientras pulsaba un código de cuatro dígitos en la puerta. El francés entró, colgó el cartel de «No molestar» del pomo de la puerta y la cerró. Kell esperó unos segundos, pasó por delante y tomó nota del número del camarote: 4571. Entonces regresó al suyo y, para hacer tiempo mientras François terminaba de cenar, releyó un poema de Heaney que le había gustado estando en Túnez. El poema se titulaba «Colofón», y en la última página de El nivel, Kell subrayó una frase —«el relámpago aterrizado de una bandada de cisnes»— que le pareció de una belleza especial. Dejó el libro abierto boca abajo sobre la cama y regresó arriba sin más pretensión que sentarse entre los pasajeros en el salón, a la espera de que François se detuviera allí a tomar algo. Si así era, entablaría una conversación; de lo contrario, trataría de hablar con él por la mañana, tal vez en cubierta, mientras el barco se aproximaba a Marsella. La idea de seguirlo desde el restaurante e intentar conseguir el código de su camarote no tenía futuro. Lo único que necesitaba era una oportunidad para hablar con él y hacerse una composición de su carácter. Se preguntaba si Amelia le había hablado del trabajo que hacía en el SSI. Aunque iba más allá de los límites de la tarea que Marquand le había puesto, Kell quería asegurarse de que François no revelaba demasiada información en caso de hablar con desconocidos en el barco o al llegar a Francia. Si el hijo lo convencía de que era capaz de guardar el secreto, los dejaría a ambos en paz.