Capítulo 47
LA oficina estaba en la cuarta planta. Cuando Amelia entró, saltó la alarma, pero tenía el código y lo introdujo. Kell la siguió cuando fue a encender las luces. Una oficina diáfana con hileras de puestos de trabajo con ordenadores que emitían una luz parpadeante; al fondo, una sala que parecía una cocina. En las mesas había revistas y folletos, auriculares y tazas con restos de té o de café. En la pared de la derecha había rieles de los que colgaban vestidos envueltos en fundas de plástico, como el vestuario caótico de un desfile de moda.
—¿Qué hacen aquí?
—Venta por catálogo.
Amelia se dirigió al fondo, directa a un sofá bajo de color rojo que se encontraba cerca de la cocina. Se sentó. Kell cerró la puerta, dejó el equipaje en el suelo y fue tras ella.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó ella mientras él echaba un vistazo a la cocina.
—Una pelea. Me atracaron.
—¡Dios mío…! ¿Dónde?
—En Marsella.
Amelia se percató de la coincidencia y su rostro dejó entrever una reacción de una fracción de segundo, como si le hubiera pasado la sombra de una nube por el rostro. Disimuló su inquietud con un simple «¡Pobre!» y esperó a que él diese explicaciones. Kell no tenía un lugar en el que sentarse ni acomodarse, así que caminó de un lado a otro, pensando por dónde era mejor empezar. Amelia siempre le había producido ese efecto: en su presencia se sentía nervioso y, por algún motivo, incompleto, una generación más joven.
—Lo que voy a contarte es complicado —empezó.
—Siempre lo es.
—Por favor. —Kell se dio cuenta de que su ansiedad era suficiente como para pedir a Amelia que no lo interrumpiese—. Voy a relatar lo que sé, los hechos.
—¿Sobre el atraco?
Él negó con la cabeza. Ella se había quitado los zapatos y estaba estirando el tejido de las medias con los dedos de los pies. Llevaba las uñas pintadas. De pronto Kell se dio cuenta de que estaba mirándoselos.
—Cuando hayas tenido tiempo de asimilarlo todo, espero que entiendas que estoy de tu parte y que estoy haciendo esto para protegerte.
—Por Dios santo, Tom, suéltalo ya.
La miró y recordó lo feliz que parecía en la piscina, las atenciones con las que colmaba a François. Parecía relajada, sin la menor sospecha. Deseó no estar a punto de arrebatarle todo eso.
—Tu viaje a Francia hizo saltar las alarmas.
—¿Perdona?
—Espera —dijo, y alzó una mano para indicar que se lo explicaría todo a su debido tiempo—. A Simon y a George les entró el canguelo. No entendían por qué te habías marchado tan de repente, así que te hicieron vigilar en Niza.
—¿Cómo lo sabes?
La despreocupación con la que había hecho la pregunta lo maravillaba, como si Amelia estuviera pidiéndole que afinase un detalle, nada más. Lo más probable era que le llevase varios pasos de ventaja, que ya tuviera en la cabeza siete dimensiones distintas de la situación, que hubiera anticipado todo lo que Kell iba a decir y estuviese calculando las repercusiones.
—Porque cuando desapareciste, Jimmy Marquand me contrató para localizarte.
Kell se fijó en su expresión.
—Vaya.
—Mira… —Se había sentado en el borde de una mesa grande, pero se levantó y se acercó al sofá—. Voy a resumírtelo: encontré las llaves del coche de alquiler en la caja fuerte de tu habitación del Gillespie…
—Madre mía…
La había descubierto. Amelia fijó la vista en el suelo. A Kell se le escapó una disculpa y se sintió como un idiota por ello.
—Conseguí la BlackBerry, rastreé algunas de tus llamadas…
—Y me seguiste hasta Túnez. Ya lo pillo.
Su voz se había teñido de un leve matiz de hostilidad.
—El hombre con el que estabas allí —continuó él, pues no tenía intención de prolongar el sufrimiento de su compañera— no es quien tú crees.
Ella levantó la cabeza. Era como si le hubiese pisado el alma.
—¿Y quién se supone que creo que es, Tom?
—No es tu hijo.
Cuatro años antes, Kell estaba sentado con Amelia Levene en una sala de control de la provincia de Helmand en el momento en el que les notificaron que dos agentes del SSI y cinco colegas estadounidenses habían sido asesinados por un terrorista suicida en Najaf. Uno de los hombres que estaban presentes, un alto cargo del SSI, rompió a llorar. Kell acompañó a su homónima de la CIA afuera y pasó quince minutos consolándola en un pasillo que era un hervidero de marines impasibles. A la única a quien no afectó la noticia fue a Amelia. Era el precio de la guerra, les dijo más adelante. De entre sus colegas no había casi ninguno que, como ella, apoyase sin reservas la invasión de Irak, y estaba indignada con la izquierda biempensante de ambos lados del Atlántico, a quien no parecía importarle dejar el país en manos de un maníaco genocida. Amelia era realista. No vivía en un mundo en blanco y negro en el que la distinción entre el bien y el mal era fácil y siempre evidente. Sabía que a las personas buenas les ocurrían cosas malas y que lo único que podía hacerse era mantener la fidelidad a los propios principios.
Por eso a Kell no lo sorprendió que lo mirase con una indiferencia rayana en la tozudez y que dijese:
—No me digas.
Sabía cuál era su modus vivendi: haría cualquier cosa con tal de no perder la dignidad delante de él.
—He encontrado a su mejor amigo en París —explicó Kell—. Un hombre llamado Christophe Delestre. Hubo dos funerales. Philippe y Jeannine Malot fueron incinerados el veintidós de julio en Père-Lachaise. Ese funeral ha desaparecido del registro, probablemente por obra de la DGSE. Tú asististe a una ceremonia íntima el veintiséis de julio, en un crematorio del distrito decimocuarto, ¿correcto?
Amelia asintió.
—¿Fue este hombre el que leyó el panegírico?
Le entregó una fotografía de Delestre que había tomado con el móvil en Montmartre. Ella miró la pantalla.
—¿Éste es Delestre?
—Sí.
—No lo he visto en mi vida. No hubo panegírico, sólo lecturas de la Biblia y… —Se quedó sin voz en cuanto se dio cuenta de lo que había ocurrido—. El funeral era una farsa.
Kell asintió. No le gustaba ver sufrir a Amelia, pero no le quedaba más remedio que continuar.
—Al final de la reunión con Delestre y su esposa, les enseñé una foto de François tumbado en la piscina del Valencia Carthage: no lo reconocieron. Dijeron que los dos tenían una complexión parecida, y el color de la piel también era similar, pero nada más. Él jamás lo había visto.
Amelia se levantó del sofá como para rechazar de forma física lo que Kell le contaba. Fue a la cocina y se sirvió agua. Regresó con dos vasitos de plástico y le dio uno de ellos a Kell. Como no parecía dispuesta a hablar, él recopiló los últimos datos de su teoría y se los presentó con toda la delicadeza de la que era capaz.
—Cabe la posibilidad de que, en algún momento, en París hayan averiguado lo de tu hijo, tal vez hace ya unos años. Quizá tramaron los asesinatos de Philippe y de Jeannine para que te reunieras luego con un agente y contar con que tú darías por hecho que era François porque no tenías motivos para ponerlo en duda.
Amelia bebió un sorbo de agua. Había una pregunta ineludible, pero no parecía capaz de formularla.
—¿Y François? —inquirió—. ¿Y mi hijo?
Kell sintió el impulso de acercarse a ella y abrazarla. A lo largo de todos los años que hacía ya que mantenían vínculo personal, él siempre se había cuidado de permitir que el afecto que sentía por ella no empañase su relación profesional, y en ese momento tuvo que echar mano de toda esa disciplina.
—Nadie sabe qué ha sido de él. Delestre ha recibido correos electrónicos y mensajes de texto que indican que François podría estar vivo. Las posibilidades de que la DGSE lo tenga retenido son muy altas, tal vez en una casa franca del Languedoc…
De pronto, desde el otro lado de la oficina, se oyó la campanilla del ascensor y el ruido distante de las puertas deslizándose. Kell se volvió hacia allá justo cuando un hombre sudamericano de mediana edad aparecía en el rellano con una aspiradora y atravesaba el espacio diáfano en dirección a él. Kell vio que tenía un juego de llaves en la mano y se disponía a abrir la puerta.
—¡¿Qué quiere?! —le gritó.
—Es el de la limpieza —murmuró Amelia.
A través del cristal, el tipo alzó la mano con pereza para indicar que volvería cuando no hubiese nadie. Kell regresó al sofá.
—¿Retenido? —preguntó Amelia.
Kell vio lo mucho que estaba esforzándose por ocultar su desesperación.
—Es lo que más sentido tiene —contestó él, pero se dio cuenta de que no podía ofrecer argumentos.
Se le había quedado la mente en blanco. No tenía ni idea del paradero de François, lo único que sabía era que el hombre que había asumido su identidad había viajado en taxi desde Marsella hasta un lugar cercano al pueblo de Castelnaudary. Amelia se puso los zapatos, y las uñas pintadas de los pies desaparecieron.
—Desde luego, la teoría es interesante —admitió ella.
Kell seguía sin saber qué decir ni qué hacer. Amelia se inclinó hacia delante y se sacudió una mota de polvo de las medias.
—Sin embargo, hay una pregunta bastante obvia, ¿no te parece?
—Varias —contestó él, y se preguntó si ella estaría preparándose para marcharse.
—Como, por ejemplo, el motivo.
—¿Para hacerte esto a ti —puntualizó él—, o para secuestrar a François?
Amelia le dedicó una mirada de desprecio repentino.
—No, eso no.
Durante un momento, Kell se sintió insultado.
—Me refiero a la razón para poner en marcha una operación como ésa. ¿Por qué asesinar a dos personas inocentes? Dios sabe que Service Action ha llevado a cabo asesinatos en suelo extranjero de forma disimulada, pero ¿con quién se habían metido Philippe y Jeannine? ¿Por qué iba a correr la DGSE el riesgo de crear un problema a la altura del asunto del Rainbow Warrior? ¿Para humillarme?
—Has oído hablar del algún agente de la DGSE que se haga llamar Benedict Voltaire? —preguntó Kell.
Amelia negó con la cabeza.
—Alto, cincuenta y pico, fuma tabaco sin filtro. En cantidades. Sarcástico, muy macho.
—Esa descripción se ajusta a todos los franceses de mediana edad que conozco.
Kell estaba demasiado tenso para reírse.
—Pelo negro teñido —continuó él—. Su nombre real podría ser Luc.
Amelia dio un respingo.
—¿Luc?
Kell se acercó un paso.
—¿Te suena de algo?
Sin embargo, Amelia parecía estar negando la coincidencia, como si cualquier vínculo posible le resultara sospechoso.
—Debe de haber cientos de Lucs en el servicio. Antes de lo de Irak, me involucré con un hombre que encaja más o menos con esa descripción, pero no deberíamos precipitarnos a sacar conclusiones.
—¿Qué quieres decir con «me involucré»?
Kell no distinguía si se refería a una relación romántica o profesional. Amelia respondió al instante.
—¿Recuerdas que entre 2002 y 2003 el Ministerio atacó con bastante agresividad al equipo francés de la Unión Europea, después de que Chirac diese la espalda a Blair y a Bush?
Kell sospechaba que dicha operación había tenido lugar, pero se había hecho bajo tal secretismo que jamás lo había confirmado nadie en su presencia.
—Al mismo tiempo que ocurría eso, yo recluté una fuente del Palacio del Elíseo.
—¿Tú misma?
—Sí, en persona. El nombre en código era DENEUVE.
Kell sintió admiración pero no sorpresa. Era la clase de golpe con que Amelia se había ganado la reputación.
—¿Y Luc lo descubrió? ¿Es ésa la relación?
Amelia se levantó y echó a caminar hacia la pared del fondo de la oficina, como una clienta que se prueba un par de zapatos en una tienda. Pasaron varios segundos antes de que respondiese a la pregunta de Kell.
—Siempre sospechamos que DENEUVE no era de fiar, pero no disponíamos de mucho tiempo y necesitábamos cualquier información que pudiéramos obtener del entorno de Chirac. Cuando empezó la invasión, la relación con DENEUVE se acabó enseguida. En cuestión de semanas, nos enteramos de que la habían despedido. Si Luc es Luc Javeau, él era el agente de la DGSE de París al que encargaron tapar la filtración de DENEUVE. Creemos que ella me nombró como su contacto en el SSI para salvar el pellejo. Javeau me llamó en persona y me advirtió que no fijásemos más objetivos franceses.
—Debió de ser una conversación interesante.
—Digamos que no acabó bien. Ni que decir tiene que negué todo conocimiento de la operación, pero para Javeau se abrió la veda sobre Londres.
Kell se acercó a ella, reduciendo el espacio entre ambos.
—¿Crees que podría tratarse de una represalia por ese asunto?
Amelia era demasiado inteligente y tenía suficiente experiencia como para atribuir la operación Malot a un mero deseo de venganza sin disponer de pruebas más convincentes.
—¿Qué más tienes? —preguntó.
—África —respondió Kell.
—¿África?
Kell llevaba desde París dándole vueltas a esa tesis.
—La Primavera Árabe. Los franceses saben que una de las prioridades de Amelia Levene es aumentar la participación británica en esa zona. Saben que el primer ministro te escucha. Así que, o bien buscaban hacerte chantaje y así conseguir que frenases un poco con Libia y Egipto, o simplemente planeaban sacar lo tuyo a la luz cuando sometieseis a François a la comprobación de antecedentes. París considera que el Magreb es su territorio y ya han perdido suficiente control del África occidental francófona a manos de los chinos. Lo último que querrán es una nueva jefa del SSI empeñada en reducir aún más su influencia.
Amelia miró hacia una ventana con las persianas bajadas, en el lado de la habitación que daba a Queensway.
—Así… ¿se libran de mí, George Truscott toma las riendas y los hombres de Moscú retroceden a la mentalidad anterior al 11S?
—Exacto. —Kell estaba animándose—. Ningún movimiento en Libia y Egipto, ni en Argelia cuando caiga. Ninguna estrategia significativa para China e India. En Brasil, un par de agentes, cuatro gatos. La idea sería seguir lamiéndoles el culo a los de Washington y mantener el statu quo de la Guerra Fría. No es casualidad que pusieran la operación en marcha justo tras tu nombramiento. La DGSE debía de saber lo de François desde hacía años, pero no ha actuado hasta ahora. Eso significa que sabían que la existencia de François, bien aprovechada, tiene el potencial de comprometer tu situación. Si sale a la luz su identidad, podría acabar con tu carrera.
—Mi carrera ya se ha terminado, Tom.
Esa actitud derrotista no era propia de ella.
—No tiene por qué ser así.
Uno de los fluorescentes del plafón que Kell tenía encima empezó a parpadear. Él estiró el brazo y lo giró hasta apagarlo.
—Esto no lo sabe nadie. Sólo yo.
Amelia le lanzó una mirada.
—¿No se lo has dicho a Marquand?
—Cree que estabas en Túnez de fin de semana marrano. Cree que te estás follando a François. De hecho, todos lo creen. Otra aventura extramarital de Amelia.
Ella se estremeció, y Kell se dio cuenta de que se había pasado de la raya. Hipocresía masculina en mayúsculas. Amelia bebió un trago de agua, lo perdonó con una mirada, y él cambió de tema.
—Tenemos varias opciones —continuó, porque se le había pasado por la cabeza, y no por primera vez, que estaba rescatando su propia carrera, además de salvar la de Amelia.
Amelia lo miró a los ojos.
—Ilumíname.
Kell dispuso las piezas en el tablero.
—Vamos a por la DGSE —le propuso—. Vamos a por el tipo que está haciéndose pasar por Malot. Llamémoslo por su nombre: CUCO. Un cuco en el nido. —Vació el vasito de agua y lo dejó sobre la mesa—. Invítalo a pasar el fin de semana contigo en Chalke Bissett un tiempo para reforzar el vínculo entre madre e hijo. Montamos un equipo, le pinchamos los teléfonos y el portátil, y averiguamos quién está al mando de la operación. Tarde o temprano, nos dirigirá al lugar donde tienen a tu hijo.
—¿De verdad crees que François está vivo? —preguntó ella.
—Claro que sí. Piénsalo: saben desde el principio que tienen un seguro. En el peor de los casos, es decir, si la operación se va al traste, aún tienen a François secuestrado. ¿Por qué iban a matar a alguien tan valioso?