Capítulo 8

—NO lo entiendo, la verdad. No entiendo por qué no quiere que participe.

Bill Knight estaba desplomado sobre el volante del Mercedes, mirándose los zapatos de charol color beis y negando con la cabeza mientras trataba de comprender el alcance de aquel último, y tal vez definitivo, insulto del SSI a su capacidad operativa. Cualquiera que pasase por allí y mirase por la ventanilla daría por sentado que estaba llorando.

—Cariño, sí quiere que participes. Sólo que desde fuera. Necesita que te ocupes de la puerta.

—¿A las dos de la madrugada? ¿Quién regresa al hotel a las dos de la madrugada? Lo que pasa es que no confía en mí. Cree que no estoy a la altura. Le han dicho que la estrella eres tú. Siempre ha sido así.

Barbara Knight llevaba consolando a su marido y recogiendo los pedazos de su frágil ego casi cuarenta años: miles de humillaciones profesionales, crisis financieras constantes. Había tenido que reconfortarlo incluso después de sus propias infidelidades desventuradas. Le apretó la mano mientras él se aferraba al freno de mano y trató de resolver ese bache de la mejor manera posible.

—Bill, mucha gente vuelve a esas horas, pero tú eres demasiado mayor para acordarte. —Menudo error, mencionar su edad. Probó con otra táctica—. Kell necesita acceder al sistema de reservas. Si alguien entra por la puerta y lo ve detrás del mostrador de recepción, se olerá algo.

—¡Y un huevo! —protestó Knight—. A esa hora no hay manera de entrar en ningún hotel medio decente sin llamar a un timbre y que alguien venga a abrirte. Kell quiere deshacerse de mí. Aquí fuera pierdo el tiempo.

Justo entonces aparecieron dos clientes en la entrada del hotel Gillespie que llamaron al timbre y esperaron mientras el recepcionista de noche bajaba los escalones. Era como si un dios travieso los hubiera puesto allí para demostrar que Knight tenía razón. El chico confirmó sus identidades y los dejó entrar en el vestíbulo. Bill y Barbara Knight, aparcados a cincuenta metros, lo vieron todo por el parabrisas de la antigualla que conducían.

—¿Lo ves? —preguntó él con un aire cansado de triunfo.

Por un momento, Barbara se quedó sin palabras.

—De todos modos —consiguió decir al final—, es mejor que no lleguen a llamar al timbre. ¿Por qué no compras un paquete de tabaco y pasas el rato aquí fuera? Cariño, todavía puedes ayudar mucho.

Knight sintió que estaba camelándolo.

—Yo no fumo —repuso.

Ante aquel arrebato de mal humor, Barbara sacó fuerzas de flaqueza.

—Mira, es obvio que dentro del hotel no hay ningún papel para ti: Kell quiere que haga de Miss Marple y me ponga pesada. Y si vamos como matrimonio, sólo por eso ya soy menos vulnerable. ¿Te das cuenta?

Knight no hizo caso de la pregunta, y Barbara perdió la paciencia.

—Bueno, como quieras —dijo—. Quizá lo mejor sea que te vayas a casa.

—¿A casa?

Knight se irguió de pronto, y Barbara percibió el resentimiento en su mirada. Por extraño que pareciese, era la misma cara de desdicha que tenía después de casi todas las conversaciones con su hijo errante de treinta y seis años.

—No pienso dejarte sola en un hotel con un hombre al que ni siquiera conocemos para que trabajes hasta altas horas de la madrugada en no sé qué plan de locos para…

—Cariño, no me digas que no lo conocemos.

—No me gusta su aspecto. Ni sus modales.

—Pues estoy segura de que es mutuo.

Ése fue el segundo error. Knight inspiró con violencia por la nariz y se volvió hacia la ventanilla. Instantes después, había encendido el motor y estaba indicándole a Barbara que se marchase sólo con la fuerza de su lenguaje corporal.

—No te enfades —le pidió ella con una mano en la puerta y la otra aún en el freno de mano.

Estaba ansiosa por entrar en el hotel y registrarse, por llevar a cabo la tarea que le habían asignado. La atención constante que exigía su marido no tenía sentido y, además, era contraproducente.

—Sabes que no es nada personal.

Un hombre obeso vestido con un chándal y zapatillas de deporte blancas recién estrenadas pasó por delante del Gillespie, giró a la izquierda en la rue Alberti y desapareció.

—No me pasará nada. Te llamaré enseguida. Si te preocupas, espera en un bar. Seguro que Tom me envía a casa dentro de un par de horas.

—¿En qué bar? Por Dios bendito, ¡tengo sesenta y dos años! No puedo ir a pasar el rato a un bar.

Knight continuó mirando por la ventanilla con cara de amante desdeñado.

—En cualquier caso, no seas ridícula: no puedo abandonar el puesto. Él quiere que vigile la puta entrada.

Empezaba a llover. Barbara negó con la cabeza sin dar crédito y fue a abrir la puerta. No le gustaba oír a su marido decir palabrotas. En el asiento trasero había una bolsa de lona que los Knight usaban para llevar las botellas y las latas a la planta de reciclaje de Menton. Dentro Barbara había metido un ejemplar sobado del Nice-Matin, un gorro viejo y un par de botas de agua. La cogió.

—Que no se te olvide que estos últimos días nos hemos divertido mucho —le recordó—. Y que nos están pagando muy bien.

Sus palabras no tuvieron ningún impacto apreciable.

—Te llamo en cuanto llegue a la habitación, Bill —dijo, y le dio un beso suave en la mejilla—. Te lo prometo.