Capítulo 52

ENTERRÓ su odio, le echó arena encima, lo escondió en alguna parte de su interior de donde no pudiera salir.

Siempre se le había dado bien. Compartimentar. Adaptarse. Sobrevivir. Desde lo de Túnez.

Al ver al CUCO salir del taxi, durante una fracción de segundo Amelia sintió la misma alegría desatada que cuando vio a su maravilloso hijo por primera vez en París. Pero enseguida se le pasó, y el hombre al que antes conocía como François se convirtió en una afrenta, en una presencia maligna en su hogar. No obstante, nada de eso se reflejaba en su mirada; se acercó a abrazarlo y se sorprendió de lo poco que le costaba recitar sus frases.

—¡Cariño, has llegado por fin! No puedo creer que estés aquí.

Incluso su olor era una traición, el aftershave que había llevado en los hoteles, el aceite de la piscina. En ocasiones Amelia había sentido el deseo casi sexual de tener a ese hombre entre sus brazos, de acariciarle la piel; el dulce dolor del amor de una madre por su hijo. Antes le parecía muy guapo y sofisticado, le maravillaba lo bien que lo habían criado Philippe y Jeannine para convertirlo en un joven tan interesante. Y ahora, en cambio, tenía a un agente de la inteligencia francesa en su propia casa, penetrando hasta el último rincón de su intimidad y de su autoestima. Los días transcurridos desde que Kell le había dado la noticia en Londres habían sido, sin lugar a dudas, los más desdichados de su vida adulta; peor que los meses que siguieron a la adopción de François y que el fallecimiento de su hermano. Sólo tenía dos consuelos: saber que mentía mejor que Luc Javeau, la serpiente que París había enviado a embaucarla, y la posibilidad real de que François estuviese vivo y Kell pudiera liberarlo de su secuestro.

—Vamos adentro y así deshaces las maletas —le propuso.

El taxista se había metido en el camino estrecho para dar la vuelta delante de la casa de Shand y emprender el largo camino de regreso a Londres.

—Tenemos todo el fin de semana por delante. Ni una sola preocupación. ¿Qué te apetece tomar?

Al principio Kell no reconocía la voz. Era casi como si en la discoteca del ferry hubiese hablado con otro hombre. Pero entonces percibió las cadencias, el fraseo fácil, la extraña confianza en sí mismo que tenía el personaje del CUCO, y cayó en que estaba escuchando a un maestro de la mentira, a un hombre que prácticamente había absorbido otra personalidad y encarnaba el papel que le habían encargado que representara. Era uno de los secretos más vergonzosos e inconfesables del oficio: la rapidez con la que los espías deseaban salirse de su propio ser y habitar una personalidad distinta. ¿Por qué ocurría eso? Kell no tenía la respuesta, pero recordaba lo mucho que Claire se disgustaba con su fingimiento, con las diferentes capas de su identidad. Se acordó de que ella estaba en Estados Unidos, lejos, rodeada de viñedos y de californianos, y tuvo que capear una oleada de celos.

Elsa estaba sentada a su lado, contemplando la cámara del salón de Amelia y escuchando la conversación por los altavoces que Harold había instalado en la biblioteca.

—¿Alguien tiene hambre? —preguntó Harold, que estaba en la puerta con un montón de pizzas precocinadas en las manos.

—Eso no es pizza —contestó Elsa, mirando las cajas y chasqueando la lengua—. Esa comida da pena. No sé de dónde las has sacado, Harold, pero deberían cerrar ese supermercado.

—¿Qué es eso?

A Kell le había llamado la atención una de las pantallas. Dos luces blancas parpadeaban por el camino, como si los últimos minutos del viaje del CUCO estuviesen repitiéndose.

—¿Quién cojones será? —quiso saber Kell.

El coche se acercaba a buen paso y estaba a unos treinta segundos del aparcamiento que había junto al jardín de Amelia.

—Llama a Kevin.

—No hay cobertura —le recordó Harold.

—Tiene radio, ¿no?

A Kell se le agriaba el carácter: la operación amenazaba con fracasar antes de empezar.

—Elsa, coge la radio.

Ella se levantó de la mesa, fue a por la radio, que estaba en la cocina, y regresó.

—La tiene apagada.

Kell no podía creer lo que oía. Soltó un reniego a Harold, porque el contacto con Vigors era responsabilidad de apoyo técnico. Harold seguía con las pizzas en la mano, como un repartidor esperando la propina.

—Deja de una vez la maldita comida, Harold. Averigua quién es.

Kell le señaló la pantalla. El coche acababa de pasar frente a la casa de Amelia y estaba fuera del alcance de la cámara de circuito cerrado. A medida que se acercaba, se oyó el rumor bajo del motor.

—Podría ser alguien que viene a cenar a casa de los vecinos —sugirió Barbara—. O podría ser incluso el mismo taxi. A lo mejor el CUCO se ha dejado algo en el coche.

—Podría ser cualquiera —respondió Kell, y corrió hacia el exterior.