Capítulo 14

ELSA CASSANI tenía la tez pálida propia de una joven que había pasado la mayor parte de sus veintisiete años sentada frente a un monitor en alguna sala a oscuras. Italiana, voluptuosa, alegre, con pendientes de botón y una sonrisa constante, había llamado al móvil de Kell poco después de las doce para quedar en recoger la tarjeta y la BlackBerry en un café de la rue de l’Hôtel des Postes.

El intercambio fue fácil. Tal como Kell le había dicho, Elsa se había puesto un sombrero, se había sentado a una mesa y había pedido un Campari con soda. («Ah, claro —había contestado ella en un tono que demostraba la gracia que le había hecho el truco—, porque es rojo.») Unos minutos después, Kell pasó por allí, buscó el sombrero y la bebida, le entregó el hardware y le dijo que necesitaba los resultados «antes de ponerse el sol». Luego se marchó en dirección al Mediterráneo y la dejó sola en la mesa. Nadie había reparado en ellos. No hacía falta adherirse a la disciplina de los intercambios breves; las reglas de Moscú no eran necesarias.

Kell había olvidado lo mucho que le desagradaba Niza. Aquella ciudad no tenía el carácter que él asociaba con Francia, sino que daba la impresión de ser un lugar sin historia, que no había sufrido en absoluto. Calles demasiado limpias, la incongruencia de las palmeras, hombres dándoselas de interesantes en el paseo y chicas que no eran del todo guapas: Niza era un parque aséptico para los turistas ricos que carecían de la imaginación necesaria para gastar el dinero con estilo. «El lugar —musitó para sí al recordar el chiste— adonde los bronceados van a morir.» Kell rememoró su última visita a la ciudad: una estancia de una noche en 1997. Iba tras la pista de un comandante del IRA auténtico que había entablado amistad con un blanqueador de capitales checheno bastante desagradable que tenía un chalet en Villefranche. Kell había llegado en avión una mañana húmeda de mayo y había hallado una ciudad estéril y fantasmal; las cafeterías que rodeaban el puerto estaban vacías y en el Café de Turín servían media docena de ostras a media docena de clientes. En cambio, ahora todo era distinto: la ciudad estaba tomada por un torbellino veraniego de turistas que se había hecho hasta con el último centímetro de arena de la playa y había invadido todos los probadores de las elegantes tiendas de la rue Paradis y de la rue Alphonse Karr. Kell empezó a desear haberse quedado en el hotel para sobrevivir a base del servicio de habitaciones y ver películas de pago y el canal BBC World. Pero en lugar de eso entró en una brasería a dos manzanas del mar, pidió steak frites incomibles a una camarera guapa parisina que invertía todo su encanto en conseguir una buena propina y se adentró en el ejemplar de El nivel de Seamus Heaney que había metido en la maleta en el último momento. El propietario —el cincuentón de detrás de la barra que parecía haber copiado su estilo a Johnny Hallyday— estaba entretenido con el iPhone, tratando de atrapar su reflejo en el espejo que tenía más cerca. Hacía mucho tiempo que Kell había llegado a la conclusión de que todos los restaurantes del sur de Francia estaban regentados por el mismo propietario de mediana edad que ya contaba treinta y cuatro esposas, con la misma barriga, el mismo bronceado y la misma camarera explosiva a quien, inevitablemente, pretendía follarse. Aquél, en concreto, no dejaba de estirarse el pantalón, como si fuera Rafael Nadal preparándose para hacer un saque. Cuando llegó la hora de pagar la cuenta, Kell decidió divertirse un rato con él.

—El filete estaba duro —se quejó en inglés.

—Comment?

El propietario miraba más allá del hombro de Kell, como si establecer contacto visual con un británico fuese demasiado indigno para él.

—Digo que el filete estaba duro. —Kell señaló la cocina—. En este restaurante, la comida es sólo un pelín mejor que lo que servían en Papillon.

—Quoi?

—¿Le parece bien cobrarles dieciocho euros a los turistas por un chicle al punto?

—Il y a un problème, monsieur?

Kell se dio la vuelta.

—Da igual.

Sacar a Hallyday de su autocomplacencia ya le parecía suficiente. La camarera, que por lo visto había escuchado la conversación, premió a Kell con una sonrisa coqueta. Él le dejó cincuenta euros del dinero de Truscott en la mesa y salió al sol de la tarde.

Un hombre sabio dijo en una ocasión que espiar es esperar. Esperar a un objetivo. Esperar un golpe de suerte. Kell se entretuvo paseando por las calles del casco viejo y por las galerías Yves Klein del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo. Sentado en un banco de acero de la primera planta, miró si tenía mensajes en su móvil londinense. Claire le había enviado una serie de SMS, cada cual escrito con más furia que el anterior, desde la sala de espera de su asesora matrimonial. Kell había olvidado la cita por completo.

Muchas gracias. Ha sido una puta pérdida de tiempo.

No quería darle explicaciones, confesarle que Marquand lo había repescado, así que compuso un mensaje rápido:

Lo siento. Se me olvidó. 24 horas de locura. Estoy en tiza.

Cuando ella respondió con tres interrogantes para transmitirle su desconcierto, Kell comprobó el mensaje que había enviado y se dio cuenta de la errata. Llamó a Claire para explicárselo, pero le saltó directamente el buzón de voz.

Lo siento: tiza no. Niza. Estoy en Francia. He tenido que venir de improviso por trabajo. Me olvidé por completo de la cita. Pídele disculpas de mi parte a…

Kell no recordaba el nombre de la asesora matrimonial. Lo único que le venía a la mente era su corte de pelo, media melena, las galletas, el reloj que marcaba los segundos sobre la chimenea. Lo arregló como buenamente pudo:

… la buena doctora. Dile que estoy muy ocupado. Llámame si puedes. Estoy haciendo tiempo, he quedado.

Estaba seguro de que Claire ataría cabos. Tenía suficiente práctica con los eufemismos del mundo de los secretos como para saber leer entre líneas: «viaje de trabajo de improviso», «he quedado», «he tenido que venir a Francia»… Thomas Kell era un espía caído en desgracia, ya no tenía trabajo que hacer ni reuniones a las que asistir. ¿Qué otro motivo podía tener para coger un vuelo de última hora a Niza que hacer algún recado para el SSI? Una de las constantes de su larga carrera había sido la necesidad de mentir a Claire sobre la naturaleza de su trabajo. Aunque había agradecido el breve respiro de todos aquellos engaños, acababa de recuperar el hábito de ocultar cosas que había conservado a lo largo de veinte años; la costumbre, tan natural y a la vez fácil de adquirir, de mantener cierta distancia con todo aquel que se le acercase. En ese contexto, se preguntaba por qué Claire insistía en ir a una psicóloga. Su matrimonio no tenía ningún «fallo estructural», expresión que la asesora matrimonial había empleado repetidas veces con aparente gozo. Entre ellos tampoco existía una «animadversión intrínseca». El puñado de ocasiones en las que el señor y la señora Kell se habían reunido para hablar de su futuro, habían acabado juntos en la cama y, al despertarse por la mañana, se preguntaban por qué demonios vivían separados. Pero la razón estaba clara. El motivo era inequívoco: sin hijos, no tenían futuro.

Al final, Elsa llamó a las cinco, y acordaron verse delante del hotel Negresco.

Fue como encontrarse con una persona distinta. En el transcurso de las cinco horas que había pasado analizando el hardware, Elsa parecía haber sufrido una transformación: la piel pálida lucía sonrosada y sana, como si acabase de llegar de dar un largo paseo por la playa, y su mirada, que en el café parecía tan desprovista de vida, brillaba con la luz cegadora del verano. Si antes daba la impresión de ser una persona nerviosa y reservada, ahora estaba animada y se mostraba cálida. Tardaron tan poco en entenderse que a Kell se le pasó por la cabeza que tal vez Marquand la hubiese enviado para ganarse su confianza.

—¿Qué tal ha ido la tarde? —preguntó ella mientras caminaban de cara al sol.

—Genial —mintió Kell, porque se alegraba de tener compañía tras las horas que había pasado solo y no quería quejarse y parecer negativo—. He ido a comer, a ver una exposición, he leído un rato…

—Niza no me gusta nada —declaró Elsa con un inglés preciso y musical.

—A mí tampoco.

Ella lo miró y sonrió ante aquella fractura repentina de su compostura.

—Es inexplicable. De Francia me gusta todo: las grandes ciudades como París y Marsella, la comida, el vino, las películas…

—Bla, bla, bla —interrumpió Elsa.

—Pero Niza es un parque temático.

—No tiene alma —añadió ella al instante.

Kell le dio vueltas a la idea y dijo:

—Eso es, exacto. No tiene alma.

El tráfico de la hora punta hacía que en el semáforo de la Promenade des Anglais se acumulase una larga cola de coches. Cruzaron el paseo y dos adolescentes que corrían en la dirección opuesta los obligaron a acercarse para esquivarlos; una prostituta con tacones de aguja y una falda de cuero negro salía de un coche estacionado en la mediana.

—En la tarjeta SIM no hay nada fuera de lo común —explicó Elsa mientras sorteaba a un grupo de motoristas—. He pedido a los de Cheltenham que también lo comprueben.

—¿Y la BlackBerry?

—La ha usado para hablar por Skype.

Claro. A falta de una línea segura, Skype era el primer recurso de un espía: casi imposible de pinchar y muy difícil de rastrear. En ese sentido, una BlackBerry era como un ordenador, y Amelia no habría necesitado más que unos auriculares baratos. Lo más probable era que le hubieran prestado unos en recepción.

—¿Sabes con quién ha hablado?

—Sí. Siempre con la misma cuenta, el mismo número. Tres conversaciones separadas. El usuario de Skype tiene registrado un correo electrónico francés.

—¿Hay un nombre asociado?

—La misma persona: François Malot.

—¿Quién será este tipo? —preguntó Kell en voz alta, y se detuvo.

Daba por sentado que la pregunta era retórica, pero Elsa opinaba lo contrario.

—Me parece que tengo la respuesta —anunció con cara de alumna que acaba de resolver un problema peliagudo, y rebuscó en el bolso hasta encontrar el premio—. Hablas francés, ¿verdad? —dijo, y le pasó un artículo impreso.

—Sí, hablo francés —respondió él.

Estaban apoyados en una balaustrada con vistas al mar y los patinadores pasaban por su lado a la luz del calor. El artículo de Le Monde relataba los detalles escabrosos de un ataque en Sharm el-Sheij. Pareja de clase media. Vacaciones de ensueño. Treinta y cinco años de matrimonio. Agresión brutal con arma blanca y barras metálicas en una playa de Sinaí.

—No es una manera muy agradable de morir —afirmó, subrayando la ironía con la expresión de su rostro.

Sacó un cigarrillo y se puso de espaldas al viento para encenderlo.

—¿Me das uno? —le pidió Kell.

Ella le tocó la mano y, a la luz de la llama del mechero, lo miró a los ojos. La suya era esa intimidad repentina de dos desconocidos que se encuentran en la misma ciudad, haciendo el mismo trabajo y compartiendo secretos. Kell conocía los síntomas. Los había sufrido muchas veces.

—François Malot era el hijo de la pareja —explicó ella entonces—. Vive en París. No tiene hermanos, esposa ni novia.

—¿Esto te lo han dicho los de Cheltenham?

Elsa reaccionó con altanería.

—No me hace falta Cheltenham para eso —repuso, y soltó una bocanada de humo—. Este tipo de información la busco yo solita.

El arranque repentino de petulancia lo sorprendió, pero comprendía que quisiese causar buena impresión. Un informe positivo en Londres siempre ayudaba a los trabajadores independientes.

—¿De dónde has sacado la información? ¿De Facebook? ¿Myspace?

Elsa se volvió hacia la playa. Un hombre con camisa blanca caminaba en línea recta y a paso ligero hacia el mar, como si tuviera intención de no detenerse hasta llegar a Argelia.

—De mis fuentes en Francia. Myspace ya no es muy popular —dijo como si Kell hubiese sido el último europeo en enterarse de ese dato—. En Francia se usa más Facebook o Twitter, y que yo haya visto, François no tiene ningún perfil de redes sociales. O bien es muy reservado, o bien demasiado…

No encontró la palabra para decir guay en inglés, así que la sustituyó por una en italiano.

—… figo.

Una ambulancia se acercó desde el este con la sirena apagada y las luces amarillas de emergencia emitiendo destellos estroboscópicos a través de las copas de las palmeras. Desde pequeño, siempre que veía pasar una ambulancia, Kell sentía una desesperación casi supersticiosa y miraba con un nudo en el estómago cómo se alejaba a toda velocidad.

—¿Algo más? —preguntó—. ¿Cualquier cosa fuera de lo común en el móvil?

—Claro que sí.

La respuesta de Elsa insinuaba una mina de actividad secreta.

—El usuario accedió a las páginas web de dos compañías aéreas: Air France y Tunisair.

Kell recordaba el expediente de Amelia, pero la conexión entre la temporada que había pasado trabajando de au pair en Túnez y su desaparición repentina más de treinta años después no le parecía significativa. ¿Era posible que el SSI tuviera en marcha una operación secreta para aumentar la influencia británica, tal vez en cooperación con Estados Unidos? Después de lo de Ben Alí, Túnez no tenía dueño.

—¿Compró un billete?

—Es difícil saberlo. —Elsa frunció el ceño y pisó el cigarrillo como si la culpa la tuviera el Marlboro—. No puedo determinarlo, pero hay algún tipo de transacción con tarjeta de crédito en la página de Tunisair.

—¿Quién es el titular de la tarjeta?

—No lo sé. Y la cantidad de la transacción también la desconozco. Cuando un banco encripta los datos, todo es mucho más difícil. Pero he pasado toda la información de la que dispongo a mis contactos y estoy segura de que serán capaces de averiguar la identidad.

Kell trató de encajar el resto de las piezas del rompecabezas. Que Amelia hubiese dejado el coche de alquiler en Niza indicaba casi con total seguridad que había volado al extranjero. Dadas las huellas que había dejado en la BlackBerry, cabía pensar que había ido a Túnez. Pero ¿por qué? Y ¿adónde? Mucho tiempo atrás, el SSI había tenido una delegación en Monastir. ¿O acaso había ido a la ciudad de Túnez? Elsa le proporcionó la respuesta.

—Hay otro dato de vital importancia —añadió ella.

—¿Sí?

—El teléfono móvil de François Malot. Mis contactos han rastreado la ubicación, y parece que ya no está en París. Todo indica que está de vacaciones en Túnez. Han triangulado la señal y se encuentra en Cartago.