Capítulo 41
A petición de Kell, Laurent lo dejó en la esquina de la rue Breteuil y el Quai des Belges para caminar hasta el hotel y pasar por el puerto viejo. Ya llegaba una hora tarde a su cita con Madeleine Brive y quería cancelar la cena con la excusa de que le habían robado y apaleado. Quedando con ella no ganaba nada: la DGSE tenía mejores cartas y ella sólo le serviría para pasar varias horas más fingiendo ser Stephen Uniacke.
Resultó que Madeleine no contestaba el teléfono, así que le dejó un mensaje largo en el que se disculpaba por cancelar la cena y explicaba lo sucedido en la Cité Radieuse. Esperaba que pudieran verse de nuevo algún día y le deseó un buen viaje de regreso a Tours.
De noche, el puerto estaba abarrotado de parejas que paseaban sin rumbo, turistas con sus mejores camisas, niños que lanzaban monedas a los pies de los músicos aburridos. En el extremo oriental hacía horas que habían recogido los puestos donde vendían el pescado sobre capas de hielo, y los ferrys ya habían regresado con los últimos pasajeros de las excursiones a Calanques y a Château d’If. En un tabac del Quai des Belges, Kell compró una télécarte y fue en busca de una cabina. Los vándalos habían dejado las dos primeras que encontró en un estado irreparable, pero en el extremo norte de la rue Thubaneau, en una callecita tranquila delante de una farmacia, había una de France Télécom que aún funcionaba. Cerró la puerta, dejó la bolsa en el suelo y marcó el número de la compañía de taxis que Malot había empleado desde la terminal de ferrys.
Respondió una mujer al quinto tono, y Kell le contó una historia inventada.
—Hola. No sé si podrá ayudarme.
Cuando estaba en la escuela, una maestra le había dicho que al hablar francés sonaba como un piloto británico que acabara de estrellarse en la costa de Normandía. Intentó recrear el mismo efecto para esa conversación.
—La semana pasada estuve en Marsella y cogí uno de sus taxis a la salida de Chez Michel, el viernes por la noche, a eso de las once y media. Era un Mercedes blanco. El conductor era de África occidental, un hombre majísimo…
—Puede que fuese Arnaud, o tal vez Bobo o quizá Daniel…
—Sí, puede ser. ¿Sabe a quién me refiero? Debía de tener cincuenta o cincuenta y cinco…
—Entonces era Arnaud.
—Eso es.
—¿De qué se trata, pues?
—Verá, soy británico.
—Sí, lo había notado.
—Trabajo para Médecins sans Frontières. Arnaud me dio su tarjeta y yo prometí contactar con él por unos amigos suyos de Costa de Marfil. Está muy preocupado por ellos.
—Ah, vale.
Había funcionado. La más mínima insinuación de un posible abuso de los derechos humanos había transformado la actitud indiferente de la recepcionista.
—Lo que pasa es que he perdido la tarjeta y no tengo cómo encontrarlo. ¿Podría pedirle que me llame a Londres? O si cree que eso es demasiado caro, ¿tiene su número para que yo me ponga en contacto con él?
No era una artimaña infalible, pero Kell conocía el carácter francés lo suficiente como para saber que no le negarían esa información sólo por proteger su intimidad. Lo peor que podía pasar era que la recepcionista le pidiera el número y prometiese que Arnaud lo llamaría; lo mejor, que ella misma los pusiese en contacto.
—Esta noche no trabaja —anunció, lo que le daba esperanzas de que le ofreciese el número.
—No pasa nada —respondió él—. Puedo llamar otra vez el lunes, cuando esté en la oficina. Tengo todos los documentos en el ordenador del despacho.
—Un momento, por favor.
De pronto oyó una canción vieja de Moby y no le quedó claro si la recepcionista estaba atendiendo otra llamada o buscando el teléfono de Arnaud. En cuestión de treinta segundos, estaba otra vez al aparato.
—¿Tiene algo para apuntar?
—Sí.
Kell se permitió una sonrisa silenciosa de satisfacción.
—Muchas gracias por molestarse tanto. Creo que Arnaud se alegrará mucho.
Arnaud estaba en un lugar que sonaba a restaurante lleno o a bar y no tenía muchas ganas de contestar una llamada de un completo desconocido a las nueve y media de la noche de un domingo.
—¿Quién? —preguntó por tercera vez cuando Kell le explicó que era un periodista británico que buscaba información sobre uno de sus clientes y estaba dispuesto a pagar quinientos euros por el privilegio de sentarse a tomar una cerveza y charlar.
—Pero ¿cómo, ahora? ¿Esta noche?
—Sí, hoy mismo. Es urgente.
—No es posible, amigo. Hoy toca relax. Usted también debería aprovechar.
Un inquilino de uno de los bloques de apartamentos que había delante de la cabina acababa de salir a la calle. Se puso a accionar el acelerador de su moto, y Kell tuvo que gritar para hacerse oír por encima del motor.
—Yo me acerco a donde esté —insistió—. Dígame dónde, y podemos vernos cerca de su casa. No serán más de diez minutos.
Se hizo un silencio contemplativo que, al final, Kell se atrevió a interrumpir.
—¿Hola? ¿Sigue ahí?
—Sí, estoy aquí.
Arnaud disfrutaba de la atención.
—Mil —ofreció Kell, que estaba agotando el dinero de Marquand.
Funcionó. Una pausa significativa, y después:
—¿De qué cliente quiere hablar?
—No puedo explicárselo por teléfono —respondió Kell—. Ya hablaremos cuando nos veamos.
Una carrera de cuarenta y cinco euros y casi tres cuartos de hora más tarde, Kell estaba en lo más profundo del quartier Nord, a kilómetros de los yates, de los Audis y de los chalets con pista de tenis de La Corniche, en un paisaje ingrato de edificios de hormigón y calles llenas de basura. Todo lo que Le Corbusier, arrobado por su idealismo, había sido claramente incapaz de imaginar.
Arnaud bebía pastis en un café situado en el sótano de un bloque de pisos de color gris marengo patrullado por jóvenes aburridos y desnutridos, ataviados con chándal y el último grito en zapatillas de deporte. El local tenía un ventanal con el cristal roto y el otro tapado con una persiana metálica pintarrajeada de grafitis en mayúsculas: «MARSEILLE, CAPITALE DE LA CULTURE OU DU BéTON.» Kell pidió al taxista que esperase en la calle y se enfrentó a una serie de silbidos y miradas reprobadoras. Esperaba entrar en el establecimiento en mitad de un silencio expectante, de puertas batientes que se cierran a la espalda como en un salón del Lejano Oeste; en cambio, lo que vio fue una clientela compuesta en su totalidad de africanos que mostraron cierto interés y lo recibieron con una breve inclinación de la cabeza. Quizá el corte que tenía encima de la ceja y la cojera pronunciada le otorgasen la apariencia de un hombre que ya había sufrido su dosis de mala suerte.
—¡Aquí! —lo llamó Arnaud, que estaba sentado a la barra, bajo un collage de fotografías de futbolistas del pasado y del presente del Marsella.
En la pared de enfrente había imágenes de Lilian Thuram, Patrick Vieira y Zinedine Zidane agarrando la copa del mundo de 1998. A su lado, una caricatura enmarcada de Nicolas Sarkozy con unos tacones de altura exagerada, los ojos rayados con una navaja y un falo dibujado a bolígrafo saliendo de los pantalones. Arnaud se levantó. Era un hombre alto de complexión proporcionada, al menos ciento diez kilos de peso. Sin decir ni una palabra, llevó a Kell hasta una mesa de formica al fondo del local, debajo de un televisor atornillado a la pared. Se estrecharon la mano sobre un cenicero lleno de colillas y chicles y se sentaron el uno frente al otro. Arnaud tenía la palma de la mano suave y seca y, a pesar de que su expresión carecía de amabilidad, no le faltaba cierto aire de nobleza. Con esa mirada oscura e indiferente, tenía el aspecto, ni más ni menos, que de un déspota exiliado de la escuela de Amin. Tenía sentido. Era probable que hablar con él lo hiciese quedar mal en su comunidad, pero habría calculado que le compensaba, a cambio de mil euros por una conversación de diez minutos.
—Así que es periodista…
—Eso es.
Arnaud no preguntó para qué periódico trabajaba. Hablaban francés y su acento era el más difícil de desgranar que Kell recordaba.
—Y quiere saber algo sobre alguien.
Kell asintió. Alguien había encendido el televisor y su respuesta quedó medio sofocada por el comentarista de un partido de baloncesto. Quizá lo había pedido Arnaud, para poder hablar con discreción, o tal vez fuese la manera en que el jefe expresaba su desaprobación.
—Esta mañana, en la terminal marítima, usted ha recogido a un hombre de treinta y pocos años que venía del ferry de Túnez.
Arnaud respondió que sí con la cabeza, aunque sin aclarar si se acordaba de él o no. Llevaba una camisa vaquera y sacó un paquete de Winston del bolsillo de la pechera.
—¿Fuma?
—Gracias —contestó Kell, y cogió uno.
Hubo una pausa mientras Arnaud encendía su cigarrillo y después le daba fuego. Entonces se inclinó hacia delante.
—¿Este sitio lo pone nervioso? Tiene cara de estar intranquilo.
—¿Sí? —Kell sabía que no aparentaba nervios y que Arnaud sólo trataba de manipularlo—. Pues tiene gracia, porque justo estaba pensando en lo civilizado que es este lugar.
—Vaya…
Kell miró la barra. En la mesa contigua había un plato de espaguetis a medio comer y dos viejos jugaban al backgammon cerca de la puerta.
—Hay café, se puede fumar. La comida huele bien —enumeró Kell.
Se cuidó de mirar a Arnaud a los ojos, para no tener que desperdiciar más tiempo con juegos como ése.
—Estoy acostumbrado a sitios donde no se puede consumir alcohol y donde a las mujeres no se les permite sentarse con los hombres. A bombas en la carretera y a francotiradores que antes del desayuno ya le han hecho un traje de metal a más de un blanco. Me pongo nervioso en sitios como Bagdad, Arnaud. En Kabul. ¿Lo pillas?
El déspota se revolvió en la silla y el plástico chirrió.
—Me acuerdo del tipo.
Kell tardó un instante en darse cuenta de que hablaba de Malot.
—Ya me lo parecía. ¿Adónde lo has llevado?
Arnaud le sopló una nube de humo junto a la oreja.
—¿Eso es todo? ¿No quieres saber nada más?
—Eso es todo.
Frunció el ceño. La piel negra de la parte superior de sus suaves mejillas se tensó bajo los ojos. Un chico mestizo que no debía de tener más de quince o dieciséis años se acercó a la mesa y le preguntó a Kell si quería tomar algo.
—No, nada, gracias.
—Tómate algo —dijo Arnaud.
Kell le dio una calada al cigarrillo.
—Una cerveza.
—Une bière, Pep —tradujo Arnaud, como si fuese necesario.
Se rascó algo en el cuello.
—Ha sido una carrera muy larga. Bastante cara.
—¿Cómo de larga?
—No he vuelto hasta hace un par de horas. Hemos ido a Castelnaudary.
—¿Castelnaudary? Eso está cerca de Toulouse, ¿no?
—Búscalo.
Kell le devolvió la nube de humo.
—O podrías decírmelo tú.
—Paga.
Kell se sacó del bolsillo de los vaqueros el sobre que contenía el dinero y se lo pasó por encima de la mesa.
—Bien, Arnaud: por mil euros, ¿dónde está Castelnaudary?
El taxista sonrió. Estaba disfrutando del juego.
—Hacia el oeste. A unas tres horas por la autopista. Pasado Carcasona.
—Territorio de cassoulet —apuntó Kell con la región de Languedoc-Rosellón en mente, sin esperar ninguna reacción—. ¿Lo has dejado en el pueblo? ¿Te acuerdas de la dirección?
—No había dirección.
Arnaud se guardó el sobre en el bolsillo de los pantalones de pinza y fue como si el peso del dinero, la repentina realidad del pago, lo convirtiese de pronto en una persona más colaboradora.
—De hecho, era extraño. Quería que lo dejase a las afueras de un pueblo, a diez kilómetros hacia el sur. En un apartadero en mitad del campo. Me ha dicho que alguien iría a recogerlo.
Kell hizo la pregunta evidente.
—¿Por qué no lo has llevado a donde tenía que ir?
—Decía que no tenía la dirección. Y yo no he querido discutir. Al fin y al cabo, me daba igual. Aún me quedaba todo el camino de vuelta a Marsella. Quería llegar a casa y ver a mi hija.
Kell se planteó preguntarle por su familia para ablandarlo un poco, pero le parecía que, como estrategia, no valía la pena.
—Y el resto del viaje, ¿qué? ¿Habéis hablado? ¿Te ha dicho algo?
El africano le dedicó una sonrisa, esta vez más amplia, y Kell vio que tenía las encías amarillentas por la edad y el desgaste.
—No, nada —contestó, y negó con la cabeza—. Ese hombre no te habla. Ni siquiera te mira. Ha pasado casi todo el viaje durmiendo o mirando por la ventanilla. El típico racista. El típico francés.
—¿Crees que era racista?
Arnaud pasó la pregunta por alto y entonces hizo una propia.
—¿Quién es? ¿Por qué se interesa un periódico británico por él? ¿Ha robado algo? ¿Se ha follado a la princesa Kate o algo por el estilo?
Soltó una carcajada. Kell no era un ferviente defensor de la familia real, pero prefirió no sumarse a la broma.
—Nos interesa y punto. Si tuviese un mapa, ¿me enseñarías el lugar exacto donde lo has dejado?
Arnaud asintió. Kell esperó a que moviese ficha, así que permanecieron en silencio hasta que quedó claro que el taxista estaba ganando tiempo.
—Bueno, ¿tienes un mapa o no? —preguntó Kell.
El taxista se cruzó de brazos.
—¿Por qué iba a tener uno aquí? —protestó, y miró el suelo.
Debajo de un taburete con la tapicería de cuero rasgada había un trozo de pan de molde duro, de un sándwich. Kell no tenía cobertura en el iPhone, así que no le quedó más remedio que levantarse, exponerse de nuevo a las miradas de los jóvenes en chándal y a los perros sin atar, y despertar al taxista que lo esperaba echando una siesta en el coche. Éste bajó la ventanilla, y Kell le pidió prestado el mapa de Francia. El conductor recibió una petición tan sencilla como aquélla con absoluto desprecio, porque requería salir del vehículo, abrir el maletero del Mercedes y sacarlo.
—Podría guardarlo dentro del coche —sugirió Kell, y regresó a la mesa del café.
Arnaud cogió el atlas de carreteras, lo abrió por el índice, buscó Castelnaudary e indicó la zona aproximada donde había dejado a François Malot.
—Aquí —señaló, y una uña seca y mordisqueada tapó la ubicación durante un momento.
Kell cogió el atlas y escribió el nombre del pueblo: Salles-sur-l’Hers.
—Un apartadero, ¿no? En mitad de una zona rural.
Arnaud asintió.
—¿Recuerdas que hubiese algo distintivo por ahí? ¿Alguna iglesia? ¿Un parque infantil?
Arnaud negó con la cabeza, con aire de estar cansándose de la conversación.
—No. Sólo unos cuantos árboles y prados. El puto campo, ya sabes cómo es. —Había pronunciado «campo» como si fuese un insulto—. Me acuerdo de que, al dar la vuelta para regresar a casa, después de uno o dos minutos, he pasado por delante de unos contenedores de reciclaje. Es decir, que ésa es la distancia a la que estaba de Salles-sur-l’Hers.
—Gracias —respondió Kell, y le pasó el número del móvil de Marquand—. Si te acuerdas de alguna cosa más…
—Te llamo.
Arnaud se guardó el número en el mismo bolsillo donde tenía el tabaco. El tono de la contestación indicaba que ésa sería la última vez que Kell iba a saber de él.
—¿Qué te ha pasado en el ojo? ¿Ha sido el tipo al que he llevado?
—Un amigo suyo —respondió Kell, y se levantó de la mesa.
Le habían puesto la cerveza mientras salía a por el atlas de carreteras, así que dejó una moneda de dos euros en la mesa, a pesar de no haberla tocado.
—Gracias por acceder a hablar conmigo.
—Sin problema.
Arnaud no se molestó en levantarse. Le dio la mano y con la otra se dio unos golpecitos en el fajo de billetes del bolsillo.
—Debería ser yo quien le diese las gracias a tu periódico británico. —Otra sonrisa de encías amarillentas—. Muy generosos. Es un regalo muy bonito.