Capítulo 65

VINCENT se dio cuenta de que había algún problema cuando oyó a Amelia llamar con prisa a la puerta de su dormitorio poco después de las ocho de la mañana del domingo. Llevaba despierto casi una hora, acabando el libro de Dibdin y escuchando el balido de los corderos en la loma empinada que había detrás de la casa.

—¿Estás despierto, cariño?

Entró en el cuarto. Estaba vestida con el uniforme que llevaba en Vauxhall Cross: una falda azul marino con chaqueta a juego, una blusa de color crema, zapatos negros de tacón fino de media altura, el collar de oro que su hermano le había regalado el día que cumplió trece años.

—Parece que vayas a ir a misa —comentó él.

Estaba tumbado en la cama con el pecho descubierto, apoyado en el cabecero y provocándola de forma deliberada con el físico. Sabía que Amelia sentía por él un amor abrumador, pero también un deseo físico reñido con sus deberes como madre. Se lo notaba; a las mujeres siempre se lo notaba.

—Me sabe muy mal, pero hay una emergencia en Londres y tengo que irme. A las nueve y media viene un coche a recogerme.

—Vaya.

—Lo siento mucho.

Se sentó en el borde de la cama y le suplicó perdón con la mirada. Vincent recordó la primera vez que le vio la piel pálida junto a la piscina, la curva de sus pechos. A menudo se había preguntado a qué sabría, cuán grande sería la transgresión de una relación sexual.

—Lo peor es que no puedo llevarte a Londres. En el trabajo no saben nada de ti y mi chófer se daría cuenta. Pero he pedido que venga a buscarte un taxi a las nueve y cuarto. ¿Te parece bien? ¿Tendrás tiempo suficiente para hacer la maleta?

Al parecer, no tenía opción. Vincent apartó el edredón, salió de la cama y se puso la bata.

—Es una pena —se lamentó Amelia.

¿Estaba siendo sincera o era posible que hubiese descubierto quién era él en realidad?

—Tenía muchas ganas de pasar el día contigo. Quería hablar de tu traslado a Londres.

—Yo también.

Ella se levantó y lo rodeó con los brazos, y él tuvo que esforzarse por no apretar su cuerpo contra el de ella y besarla. Estaba convencido de que podía poseerla, de que no ofrecería resistencia.

—Ni siquiera puedo dejar que te quedes aquí. Demasiada gente empezaría a hacer preguntas incómodas si…

—No te preocupes —la tranquilizó, y rompió el abrazo—, lo comprendo.

Se puso a sacar la ropa de la cómoda y a meterla en la maleta.

—Dame unos minutos para ducharme y hacer el equipaje. Enseguida bajo y desayunamos. Y después de eso ya podré irme a París.