Capítulo 75

EL mensaje obligaba a Amelia a involucrar a la delegación del SSI de París, un paso que era muy reacia a dar. Ampliar el círculo de los que estaban al corriente, incluso en una organización secreta, aumentaba las posibilidades de que los rumores sobre la operación de la DGSE se extendiesen por todo el Servicio. Por ese motivo escogió a alguien joven y ambicioso, un soltero de veintisiete años salido del programa para licenciados de la Administración pública que estaría encantado de echar una mano a la mujer a la que habían nombrado jefa del Servicio Secreto con la esperanza de que sus habilidades y su discreción se viesen recompensadas más adelante.

La llamada despertó a Mike Drummond justo antes de las tres. A las cuatro, se había vestido y ya había conducido veinticinco minutos en dirección sur, desde Invalides hasta Orsay, la ciudad dormitorio donde el SSI tenía alquilado un chalet de dos habitaciones en un barrio residencial tranquilo, a unos minutos de distancia de la estación de trenes. Kell esperó a que Drummond confirmase que estaba en el interior de la propiedad y entonces pidió a Aldrich que continuase hasta la dirección. A las cuatro y cuarto, guiaba a Akim al interior de un salón de mobiliario modesto donde había un televisor de pantalla plana delante de la ventana, jarrones con flores secas encima de una chimenea de gas y una botella empezada de Stolichnaya abandonada en una bandeja cerca de la puerta.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó.

—Agua —contestó Akim.

Las cosas se habían calmado cuando aún estaban en el coche. Akim les había dicho su nombre, había negado haber matado al CUCO o tener cualquier relación con el secuestro de François Malot y había amenazado con que sus «amigos» de París irían a buscarlo si no llegaba a casa antes del mediodía. La rabia y la agresividad física habían disminuido, y habían dejado paso a una actitud mucho más confiada que Kell se creía en disposición de explotar.

—¿Y algo de comer? ¿Tienes hambre?

Miró a Drummond, un pelirrojo de Birmingham con pecas y nariz respingona que parecía haber decidido hablar sólo cuando se dirigiesen a él.

—Hay comida en el frigorífico, ¿no?

—Claro —respondió Drummond.

Vigors había ido al baño, había preparado tres tazas de café soluble y le había llevado una a Aldrich, que seguía en el coche. La calle estaba sumida en una oscuridad total y no se movía ni un alma; ni un perro callejero ni un gato ni una sola cortina para ver qué ocurría. Se ofreció a cambiarle el puesto a Aldrich, que llevaba casi dos horas al volante. Se sentó a vigilar en el interior del coche mientras el otro entraba en la casa.

—La situación es la siguiente —expuso Kell, y dio la bienvenida a Aldrich con la mirada sin dejar de hablar—: todos somos agentes del Servicio Secreto de Inteligencia, pero supongo que a ti te sonará más si lo llamo MI6. Tenemos un equipo de doce hombres esperando en París y otro más grande en Londres escuchando esta conversación desde el cuartel general del Támesis. Estás a salvo. En el Lutetia te hemos reducido usando la violencia porque no nos quedaba más remedio, pero esta conversación no va a ser tan incómoda como te imaginas. Tal como te he dicho en el coche, te conozco de Marsella y sé que estabas haciendo tu trabajo. No busco venganza, Akim; a mí no me importa que se haga justicia por el asesinato de Vincent Cévennes.

El joven levantó la mirada, confundido por la estrategia que estaba empleando su interrogador. Drummond, que había ido a la cocina, le pasó un vaso de agua al prisionero y se retiró a una silla sin decir nada. Mientras bebía, a Akim le temblaba la mano.

—En el coche le he echado un vistazo a tu teléfono —continuó Kell.

Se le pasó por la cabeza que Drummond seguramente estaría tomando notas, tanto para mejorar su técnica como para comprobar cuánto alargaría el famoso Testigo X las tácticas amables antes de pasar a las amenazas y a la maldad.

—Necesito hacer una llamada —repuso Akim. Estaban hablando en francés—. Como ya te he dicho, si no les digo que voy a regresar, pasarán a la acción.

—¿Acción? ¿De qué hablamos? ¿Con quién quieres que contactemos?

Kell se lo estaba jugando todo en función de un cálculo que había hecho sobre la personalidad de Akim. Era un matón, sí, alguien capaz de acabar con la vida de alguien siguiendo órdenes, pero tenía decencia. El móvil estaba lleno de fotografías: amigos sonrientes, familiares, niños e incluso paisajes y edificios que le habían llamado la atención al joven árabe. Había mensajes de texto llenos de humor; otros en los que manifestaba su preocupación por la enfermedad de uno de sus abuelos de Toulon; expresiones de devoción a un Dios benévolo. Kell estaba seguro de que Akim era un chaval de la calle al que la inteligencia francesa había sacado de la cárcel y había convertido en lo que un colega de una época pasada en Irlanda había llamado «un idiota útil para la violencia». Poseía el impulso de superación propio de los supervivientes que nacían sin dinero, educación ni esperanzas. Pero tenía una faceta sentimental, como si se hubiese prometido algo mejor.

—Eso no puedo decírtelo —contestó Akim, aunque tampoco esperaba que respondiese sin antes dorarle la píldora.

—Entonces, quizá debería decírtelo yo.

Kell se acercó a la puerta y abrió la botella de vodka: quería beber un buen trago para reavivar los sentidos y aguantar hasta el alba.

—Creo que se llaman Luc Javeau y Valerie de Serres. Creo que hace unas semanas te contrataron para matar a Philippe y a Jeannine Malot en Egipto. —Kell se sorprendió al ver que no refutaba la acusación—. Sabemos que François Malot fue secuestrado poco después del funeral de sus padres, y que un agente de la DGSE llamado Vincent Cévennes se hizo pasar por él en una operación que pretendía desacreditar a una figura de alto rango de nuestra organización.

Drummond cruzó las piernas y después las separó. Se había dado cuenta de que se refería a Amelia Levene. Aldrich le lanzó una mirada breve, fría y crítica: un veterano con experiencia advirtiéndole en silencio al cachorro que se llevase el secreto a la tumba.

—No sé —contestó Akim, y negó con la cabeza—. Puede que sea verdad o puede que no.

Debajo de la chaqueta de motorista llevaba una camiseta negra de tirantes que le quedaba estrecha y, cuando levantó las manos en su defensa, la tela de nailon le acentuó los músculos de los brazos.

—Nos consta que todo eso es verdad —contestó Kell con firmeza.

En el salón había un sofá y dos sillones. Se levantó del sofá y se acuclilló delante de Akim con el vaso de vodka en la mano.

—Cuando el MI6 descubrió a Vincent, creo que Luc y Valerie se asustaron, ¿verdad? La operación había fracasado y te dijeron que lo matases. Pero ¿qué iban a hacer con François? ¿Matarlo también, o intentar entregárselo a su madre a cambio de un rescate?

Akim apartó la mirada, pero Aldrich y Drummond no le ofrecían consuelo alguno.

—¿Sabías que esta mañana Valerie ha llamado a mi jefa para exigirle cinco millones de euros por devolverle a su hijo sano y salvo?

Al oír la cifra, Akim dirigió la mirada otra vez a Kell, como si se le hubiese atascado algo en la garganta.

—De esos cinco millones, ¿cuánto te han prometido? ¿El cinco por ciento? ¿Diez? ¿Y a tu amigo, el que me hizo esto en el ojo? —Kell se señaló la cicatriz de la ceja y sonrió—. ¿A él le dan más que a ti, o lo mismo?

Akim confirmó el dato con su silencio. No respondía las preguntas de Kell porque no podía hacerlo sin humillarse.

—¿Qué pasa? —Kell se levantó y regresó al sofá—. ¿No te han prometido una tajada?

—No. Sólo mis honorarios.

Akim había respondido en árabe, como para ocultar su vergüenza ante Aldrich y Drummond. Kell no sabía si alguno de los dos entendería cuando preguntó:

—¿Cuánto?

—Setenta mil.

—¿Setenta mil euros? ¿Nada más?

—Era mucho dinero.

—Sí, era mucho dinero cuando empezaste, pero ahora ya no, ¿verdad? O sea, que la semana que viene Luc y Valerie se largan con cinco millones, y tú nunca más podrás trabajar para la DGSE. Están utilizándote. Háblame de ellos. Háblame de su relación. Ya tienes tres muertes en tu conciencia por su culpa, y podrían llegar a ser cuatro si también te ordenan que mates a François.

Akim sonrió con desdén. De pronto tenía la oportunidad de contraatacar.

—No seré yo quien le pegue un tiro a François. Eso lo quiere hacer Slimane.