Capítulo 6

KELL tomó un vuelo desde Heathrow a las ocho. Justo cuando ponía el móvil en modo avión, le llegó un mensaje de texto:

No olvides la cita de mañana. Finchley a las 14 h. Nos vemos en el metro.

Finchley. Los últimos estertores de su matrimonio. Una hora con una asesora matrimonial de expresión adusta que dispensaba lugares comunes como si fueran galletas en una bandeja. Mientras se abrochaba el cinturón en el asiento de pasillo, se dio cuenta de que era tan sólo la segunda vez que salía de Londres desde que había dejado el SSI. A mediados de marzo, Claire le había propuesto un fin de semana romántico en Brighton —«Para ver si podemos ser algo más que compañeros de piso»—, pero en el hotel se celebraba una boda que duró toda la noche, durmieron apenas tres horas y pasaron el domingo sumidos en la consabida tormenta de reproches y peleas.

A su lado viajaban una madre joven y su niño pequeño, sujeto con el cinturón de seguridad en el asiento de la ventana. La chica se había preparado para la batalla que tenía por delante y ya había sacado la bolsa de revistas y pegatinas, un paquete de galletas sin azúcar y una botella de agua. Cada cierto tiempo, cuando el crío se movía mucho o chillaba demasiado, la madre ofrecía a Kell una sonrisa de complicidad que era casi una disculpa. Él intentó tranquilizarla. No le importaba en absoluto: el viaje duraba una hora y media, y le gustaban los niños.

—¿Tiene hijos? —inquirió ella.

La pregunta que jamás debía hacerse.

—No —respondió él, y recogió una figurita de plástico que había caído al suelo—. Por desgracia, no.

La joven continuó ocupada con el crío durante todo el vuelo, y él tuvo tiempo para leer lo que había anotado del archivo confidencial de Amelia sin preocuparse de que hubiera alguien echando un vistazo a las páginas: el tipo del otro lado del pasillo estaba absorto con su propia hoja de cálculo, y la mujer de atrás, la del asiento de la izquierda, dormida con la cabeza sobre una almohada hinchable. Ya conocía casi todo el historial de Amelia: en la extraña intimidad que procura una amistad de toda una década, habían compartido algunos secretos. El viaje de Amelia hacia el mundo de los secretos había empezado en su juventud, cuando a finales de los setenta trabajaba de au pair en Túnez, y Joan Guttmann, una agente encubierta de la CIA, descubrió su talento. Guttmann había advertido al SSI sobre Amelia, que a su vez no la perdió de vista mientras estuvo en Oxford y dio el primer paso hacia su reclutamiento poco después de obtener matrícula de honor en la licenciatura de francés y árabe en el verano de 1983. Tras un año en MECAS, el centro de estudios árabes de Oriente Próximo de Líbano conocido como la «escuela de espías», la destinaron a Egipto en 1985 y a Irak en 1989. La primavera de 1993, Amelia Weldon regresó a Londres, conoció a Giles Levene —un operador de bonos de cincuenta y dos años que tenía treinta millones en el banco y una personalidad, según la descripción de uno de los antiguos compañeros de Kell, «agresivamente soporífera»—, y enseguida se comprometieron. El expediente apuntaba, con un antisemitismo pasivo que Kell creía extinguido hacía ya tiempo en el SSI, que se consideraba a Levene ambivalente respecto a Israel, pero que «no obstante, convenía monitorizar la actitud de su esposa en esos asuntos, por si se diese señales de parcialidad en una u otra dirección».

En ese contexto, la subida al poder de Amelia proporcionaba un rato de lectura fascinante. Había sido objetivo de una cantidad sorprendente de ataques sexistas, sobre todo durante los inicios de su carrera. En Egipto, por ejemplo, no la tuvieron en cuenta para ningún ascenso, alegando que no era probable que permaneciese en el Servicio más allá de su «edad fértil». El puesto se lo habían asignado a un famoso alcohólico de El Cairo con dos matrimonios a la espalda y un historial de entregar informes de inteligencia sacados tal cual de las páginas de Al-Ahram. La suerte le cambió en Irak, donde trabajó de analista en un grupo empresarial francés, infiltrada y sin cobertura diplomática. Gracias a un pasaporte irlandés, «Ann Wilkes» permaneció en Bagdad durante toda la primera guerra del Golfo, y el acceso que consiguió a funcionarios del partido Baaz, así como a varias figuras prominentes de la jerarquía militar iraquí, fue loado tanto en Londres como en Estados Unidos. Desde ese momento, su carrera había avanzado a pasos agigantados: la enviaron a Washington y también a Kabul, donde tuvo el control total de las operaciones del SSI en Afganistán durante los dos años siguientes a la caída de los talibanes. La tesis que defendía sobre la necesidad de aumentar la influencia británica en África, en una postura que, tras la Primavera Árabe, Downing Street consideró profética, aunque le supuso un conflicto con George Truscott, burócrata corporativizado con una mentalidad de la Guerra Fría que contaba con el desprecio general del personal de base del SSI.

Kell cerró el cuaderno. Miró al niño, que ahora dormía en brazos de su madre y trató de entusiasmarse con la idea de volver al ruedo. Sin embargo, no sintió nada. Llevaba ocho meses nadando sin llegar a ninguna parte, fingiendo para sí y ante Claire que, gracias a sus principios, se había plantado ante la hipocresía y mendacidad del estado secreto. Pero ni que decir tiene que todo era una farsa: lo habían echado de allí con oprobio. Y cuando Marquand, correveidile de Truscott y de Haynes, había acudido a él, Kell se había subido al carro como un niño a una atracción de feria, encantado con la idea de dar una vuelta más. Era consciente de que toda intención de demostrar que se habían equivocado, de proclamar su inocencia o de forjarse una nueva vida no era más que un castillo de arena. No tenía nada de que vivir más allá de su pasado. Contaba sólo con su habilidad como espía.

En algún momento mientras sobrevolaban el sur de los Alpes, las luces de la cabina se atenuaron como en una revisión oftalmológica. El vuelo llegaba puntual. Miró por la ventanilla de estribor y buscó el resplandor de Niza. Una azafata se abrochó el cinturón en un asiento situado de cara a los pasajeros, se miró en un espejito de maquillaje y le ofreció una sonrisa fría y breve. Kell contestó con una inclinación de cabeza, se tomó dos aspirinas con el agua que le quedaba en la botella y se recostó mientras el avión viraba sobre el Mediterráneo. El aterrizaje le valió al piloto un aplauso de los tres borrachos de Yorkshire que estaban sentados dos filas más atrás. Kell viajaba con equipaje de mano, y a las once y cuarto ya había pasado por el control de inmigración con su propio pasaporte.

Los Knight lo esperaban en la zona de llegadas. Jimmy Marquand le había dicho que buscase una «pareja de británicos de entre sesenta y setenta años», que él era un «habitante del solárium con el bigote teñido» y ella «una tipa diminuta, bastante cordial y de mente afilada, pero que siempre estaba a la sombra de su marido».

La descripción era casi perfecta. Al salir de la aduana por las puertas automáticas, Kell se vio frente a un caballero inglés lánguido y muy bronceado que vestía pantalones de pinza bien planchados y una camisa de color crema. Llevaba un jersey de cachemira de color pistacho sobre los hombros, con las mangas atadas en el pecho, al estilo mediterráneo. Ya no tenía el bigote teñido, pero Bill Knight daba la impresión de haber dedicado al menos quince minutos a peinar hasta el último mechón de la cabellera blanca y rala. Un hombre que no había logrado perdonarse por envejecer.

—Tom, si no me equivoco —lo saludó en voz demasiado alta.

Le estrechó la mano con mucha efusividad y se lamió los gruesos labios por debajo del bigote como si el mundo fuese un vino y él acabase de probarlo. Kell contempló la idea de decir: «Preferiría que me llamase señor Kell en todo momento», pero no tenía energías ni para ofenderlo.

—Y tú debes de ser Barbara.

Detrás de Knight, esperando en lo que Claire llamaba «la pose Rain Man», había una señora menuda con gafas de media luna y la postura deteriorada. Con su mirada tímida y esquiva consiguió a un tiempo disculparse por el comportamiento algo ridículo de su marido y establecer una química profesional inmediata que Kell agradeció. Sabía que Knight sería el que más hablaría de los dos, pero que la información más productiva la obtendría de su esposa.

—Tenemos un coche para usted esperando fuera —anunció ella.

Knight se ofreció a llevarle el equipaje. Kell desestimó la oferta con un gesto de la mano y de pronto lo inquietó darse cuenta de que, de haber seguido con vida, su madre tendría la misma edad que aquella señora diminuta de melena canosa y descuidada, ropa arrugada y gestos sencillos y delicados.

—Es un turismo de lujo —apuntó Knight, como si no aprobase el gasto. Su voz tenía un timbre gangoso y pagado de sí mismo que ya le resultaba irritante—. Creo que estarás satisfecho con él.

Se dirigieron a la salida. Kell alcanzó a ver su reflejo en un escaparate y se sintió como el hijo díscolo que visita a sus padres en un complejo para jubilados de la Costa del Sol. Le resultaba pasmoso que lo único que hubiese hecho el SSI para evitar que la desaparición de Amelia Levene se convirtiese en un escándalo nacional fuese recurrir a un espía retirado con resaca y a dos repescas de geriátrico que no habían participado en ninguna operación desde la caída del muro de Berlín. A lo mejor Marquand andaba buscando el fracaso de Kell. ¿Era ése el plan? ¿O acaso los Knight tenían intenciones ocultas de frustrar sus intentos desde el principio?

—Es por aquí —le indicó Knight.

Una joven tan desnutrida como una modelo de pasarela salió corriendo por la puerta automática y se lanzó a los brazos de un donjuán de piel curtida, apenas unos años más joven que Knight. Kell la oyó decir: «Mon chéri!» con acento ruso y se percató de que lo besaba sin cerrar los ojos.

Sumidos en la humedad ambiental de la noche francesa, atravesaron una amplia pasarela de cemento que conectaba la terminal con un aparcamiento de tres plantas, unos cien metros hacia el este. El aeropuerto estaba cerrando poco a poco, y había varios autobuses aparcados uno al lado del otro, debajo de un puente ennegrecido. Uno de los conductores dormía recostado en el volante. Una hilera de gente que había llegado a última hora esperaba el transbordo a Mónaco, todos mucho más elegantes y serenos que las hordas que había visto bebiendo pintas en el aeropuerto de Heathrow. Knight pagó el aparcamiento, con mucho cuidado dobló el recibo, se lo metió en la cartera para pasar el gasto y se dirigió a un Citroën C6 negro que esperaba en la planta superior.

—La documentación que pediste ha llegado hace una hora y está dentro de un sobre, en el asiento del copiloto.

Kell dio por sentado que hablaba de la de Uniacke, que Marquand había enviado por mensajero para que Kell no tuviese que pasar la aduana francesa con un pasaporte falso.

—Te advierto —continuó Knight, y dio un golpecito con los dedos en una de las ventanas traseras como si hubiera alguien escondido dentro— de que es diésel. Ni te imaginas cuántos de nuestros amigos han venido aquí, han alquilado un coche de Hertz o de Avis y han echado a perder sus vacaciones al poner gasolina sin plomo…

Barbara atajó el asunto.

—Bill, estoy bastante segura de que el señor Kell es muy capaz de llenar el depósito en una gasolinera sin tu ayuda.

Bajo aquella luz amarillenta, le costaba apreciar si le había sacado los colores a su marido. Kell recordaba una frase de su expediente, al que había echado un vistazo de camino al aeropuerto: «Aborrece el silencio en una conversación. Tiende a hablar cuando le convendría más permanecer callado.»

—No pasa nada —repuso Kell—. Puede ocurrirle a cualquiera.

El coche de la pareja, que estaba aparcado junto al C6, era un Mercedes con el volante a la derecha, matrícula británica de hacía veinte años y una abolladura en el panel frontal derecho.

—Un Mercedes viejo y algo maltrecho —explicó Knight en vano, como si estuviera acostumbrado a que la gente mirase el vehículo con extrañeza—. Pero va muy bien. Una vez al año, Barbara y yo tenemos la obligación de cruzar el canal para hacer la inspección anual y renovar el seguro, pero merece la pena.

Kell ya había oído suficiente. Lanzó la bolsa al asiento trasero del Citroën y fue directo al grano.

—Hablemos de Amelia Levene —propuso.

El aparcamiento estaba desierto y el sonido ambiental —algún que otro avión esporádico y el tráfico rodado— amortiguaba el ruido de sus voces. Knight, que había tenido que callar a media frase, prestaba la atención requerida.

—Según Londres, la señora Levene desapareció hace varios días. ¿Hablasteis con ella mientras estuvo asistiendo a las clases?

—Por supuesto —contestó Knight como si Kell hubiera puesto su integridad en tela de juicio—. Claro que lo hicimos.

—¿Qué podéis decirme sobre su estado de ánimo y su comportamiento?

Barbara iba a responder, pero Knight la interrumpió.

—Era completamente normal. Muy amistosa y entusiasta. Se presentó diciendo que era una maestra jubilada, viuda. No hay mucho de que informar.

Kell recordó otra frase del expediente: «No siempre está preparado para esforzarse. Al cabo de los años, sus compañeros han llegado a la conclusión de que Bill Knight prefiere vivir tranquilo que mancharse las manos.»

Barbara rellenó los huecos.

—Bueno —empezó, pues había notado que Kell no estaba satisfecho con la respuesta de su marido—, Bill y yo no estamos de acuerdo en ese punto. A mí me dio la sensación de que parecía distraída. No pintaba mucho, cosa que es extraña, dado que había ido allí a aprender. También comprobaba a menudo si tenía mensajes en el móvil.

Lo miró un instante y le ofreció una sonrisa breve de satisfacción, como la de quien acaba de encontrar la respuesta a la pista complicada de un crucigrama.

—Eso fue lo que más me extrañó. Quiero decir que la gente de su edad no vive pegada al móvil como las generaciones más jóvenes, ¿no le parece, señor Kell?

—Llámame Tom —le pidió Kell—. ¿Alguna amistad, conocidos? ¿La visteis con alguien? Cuando Londres os pidió que estuvieseis atentos a sus movimientos, ¿la seguisteis hasta Niza? ¿Por las noches iba a alguna parte?

—Vaya retahíla de preguntas… —comentó Knight, pagado de sí mismo.

—Responded de una en una.

Por fin sentía en la sangre el subidón de adrenalina de las operaciones. Hubo una ráfaga momentánea de viento y Knight la compensó peinándose con la mano.

—Bueno, Barbara y yo no tenemos constancia de que la señora Levene haya ido a ningún lugar en particular. Por ejemplo, el jueves por la noche cenó sola en un restaurante de la calle Masséna. Yo la seguí hasta el hotel y esperé en el Mercedes hasta medianoche, pero no la vi salir.

Kell lo miró a los ojos.

—¿No se os ocurrió alquilar una habitación en el hotel?

Una pausa y un intercambio incómodo de miradas entre marido y mujer.

—Lo que debes comprender, Tom, es que no hemos tenido mucho tiempo para reaccionar, que digamos.

Knight había dado un paso atrás, tal vez de forma inconsciente.

—Londres sólo nos pidió que nos apuntásemos al curso, que estuviéramos pendientes de la señora Levene e informásemos de cualquier cosa que pareciese misteriosa. Eso es todo.

Barbara tomó las riendas. Era evidente que le preocupaba que Kell se llevara una mala impresión de sus habilidades.

—No parecía que Londres esperase que ocurriera nada —le explicó—. Tal como nos lo expusieron, era como si sólo nos pidieran que le echásemos un vistazo. Y ¿cuántos días han pasado desde que informamos de su desaparición? Sólo dos o tres.

—¿Estáis convencidos de que no está en Niza? ¿De que no está en casa de algún amigo?

—No, no estamos convencidos de nada —repuso Knight.

Era lo más convincente que había dicho desde que Kell había pasado por el control de pasaportes.

—Hemos hecho lo que nos han pedido. La señora Levene no se presentó en clase, y nosotros llamamos para avisar. El señor Marquand debía de tener la mosca detrás de la oreja y por eso ha enviado refuerzos.

Refuerzos. Kell se dio cuenta de que justo veinticuatro horas antes estaba bebiendo en un bar abarrotado de Dean Street y cantándole Cumpleaños feliz a un amigo de la universidad de cuarenta años al que llevaba quince sin ver.

—En Londres les inquieta que no haya movimientos en sus tarjetas de crédito. Y que no conteste al móvil.

—¿Cree que ha… desertado? —preguntó Knight, y Kell reprimió una sonrisa.

¿Adónde? ¿A Moscú? ¿A Pekín? Antes que eso, Amelia viviría en Albania.

—No es probable —contestó—. Los jefes del Servicio tienen un perfil demasiado alto. Las repercusiones políticas causarían un auténtico terremoto. Pero nunca se sabe.

—No, nunca se sabe —masculló Barbara.

—¿Qué me decís de la habitación? ¿La ha registrado alguien?

Knight se miró los zapatos, y Barbara se colocó las gafas. Kell entendió entonces por qué esos dos no habían ascendido más allá de la posición de apoyo operativo cuando estuvieron en Nairobi.

—No teníamos instrucciones de realizar ningún registro —contestó Knight.

—¿Y los organizadores del curso de pintura? ¿Habéis hablado con ellos?

Knight negó con la cabeza sin apartar la mirada de los zapatos, como un niño al que acaban de regañar. Kell resolvió acabar con aquella agonía.

—Bueno, se me ocurre una cosa —dijo—: ¿A cuánto está el hotel Gillespie de aquí?

Barbara parecía preocupada.

—Está en el boulevard Dubouchage. A unos veinte minutos.

—Yo voy a ir hacia allá. ¿Habéis reservado una habitación a nombre de Stephen Uniacke, ¿verdad?

Knight se animó.

—Eso es. Pero ¿no te gustaría ir a comer algo? Barbara y yo habíamos pensado que podríamos llevarte a la ciudad, a un sitio pequeño cerca del puerto que nos gusta a los dos. Abre hasta pasada la…

—Eso luego —contestó Kell.

En Heathrow se había comido un burrito de pollo cajún acompañado de una lata de Coca-Cola. Con eso tenía hasta el desayuno.

—Pero necesito que me hagáis un favor.

—Lo que haga falta —respondió Barbara.

Kell se daba cuenta de lo mucho que ella quería prolongar su regreso a la acción y entendió que aún podía serle de ayuda.

—Llama al Gillespie. Di que acabas de aterrizar y que necesitas una habitación. Id al hotel, pero esperad fuera y no os registréis hasta haber hablado conmigo.

Knight parecía desconcertado.

—¿Podéis hacer eso? —preguntó Kell con suspicacia.

Si a él le pagaban mil al día, lo más probable era que a los Knight les hubiesen ofrecido por lo menos la mitad. Y al fin y al cabo, tenían la obligación de hacer todo lo que él les pidiese.

—Necesito acceder al sistema informático del hotel. Quiero la información sobre la habitación de Amelia, las horas de llegada y de salida, el uso de internet y todo eso. Para conseguirla, tendré que distraer al del turno de noche, hacer que salga del mostrador durante cinco o diez minutos. En ese sentido, podéis ayudarme mucho: pidiendo servicio de habitaciones, quejándoos de un grifo roto, tirando del cordón de emergencia del baño o cualquier cosa por el estilo. ¿Comprendido?

—Comprendido —confirmó Knight.

—¿Tenéis una maleta o algo que dé el pego como equipaje de mano?

Barbara pensó un momento y respondió.

—Creo que sí.

—Dadme media hora para llegar y registrarme y después id hacia allá.

Era consciente de que estaba improvisando a toda velocidad, de que estaba recuperando la soltura de otros tiempos. Era como si su cerebro hubiese pasado ocho meses sumergido en formol.

—Ni que decir tiene que si me veis en el vestíbulo, no nos conocemos.

Knight soltó una risotada.

—Claro que no, Tom.

—Y no apaguéis el móvil. —Subió al Citroën—. Es probable que tenga que llamaros antes de una hora.