Capítulo 19

DESDE el balcón, Kell vio que Amelia Levene no estaba sola.

A tres metros de ella, de la piscina del Valencia salía un hombre de treinta y pocos años en buena forma, con bañador azul y gafas de piscina de cristal amarillo. Tenía un físico magro y ejercitado y caminaba por la zona menos profunda con aire gallardo: un hombre acostumbrado a que las mujeres lo contemplasen. Se colgó las gafas del cuello, y Kell vio que la cara se correspondía a la perfección con la fotografía de François Malot. La misma mandíbula firme, el mismo atractivo natural, la sombra en la barbilla. Amelia notó su presencia, alzó la vista del libro y cogió una toalla de la tumbona de al lado. Entonces se levantó y se la pasó a Malot sin acercarse demasiado, para no mojarse. A Kell le pareció que Malot se lo agradecía antes de secarse la cara. Hizo lo mismo con el pecho y con la espalda, y después se enrolló la toalla a la cintura como si fuera un sarong y se sentó en el borde de la tumbona, mirando hacia la piscina. Amelia lo miró como si estuviera pensando qué decir, pero enseguida continuó leyendo.

Kell entró deprisa en la habitación, se hizo con la cámara y disparó varios planos cerrados de la escena con el teleobjetivo. Tuvo la oportunidad de observar a Amelia y a Malot e intentó descartar la posibilidad de que estuviesen trabajando juntos; sin duda, Amelia no era capaz de bajar la guardia hasta el punto de ir a nadar con un compañero, ¿no? En su lenguaje corporal había un punto de relajación y familiaridad, pero no demostraban ningún grado de intimidad: no proyectaban el ardor de los amantes. Amelia era atenta con él y lo trataba con una deferencia que a Kell no le resultaba familiar; le sirvió un vaso de agua de la botella que había sobre la mesa e incluso le ofreció un cigarrillo cuando él se dirigía al borde de la piscina.

Él se puso a hablar por el móvil. Mientras fumaba con ademán ensayado, la cabeza ladeada, los labios dibujando una sonrisa irónica, la luz mortecina del sol ponía de relieve la definición de la musculatura de su espalda. De vez en cuando, dejaba que la mano que sujetaba el cigarrillo cayese a un lado y se frotaba el vello del vientre con el pulgar al tiempo que el humo le rozaba la piel. Entretanto, Amelia había llegado al final de un capítulo de la novela. Cerró el libro y lo dejó en la mesa baja de plástico que tenía al lado, entre el paquete de tabaco y la botella de agua de un litro. Kell alcanzó a ver el título con el teleobjetivo: Solar, de Ian McEwan. Entonces ella firmó la cuenta, se puso un albornoz del hotel y se lo ató a la cintura. A Kell todo eso le resultó absorbente; hacía mucho tiempo que la belleza de su compañera lo fascinaba. Amelia se calzó las zapatillas blancas a juego, se acercó a Malot y le indicó que se iba adentro. El francés interrumpió la conversación, le dio un beso afectuoso en la mejilla y pulsó algo en el reloj de pulsera, como si hubiesen acordado cenar juntos. Amelia dio media vuelta, caminó en dirección al hotel y entró por una puerta lateral que estaba a menos de treinta metros del balcón desde donde la observaba Kell. Era evidente que se alojaban en hoteles distintos: otro manto de confusión añadido por la espía experimentada para borrar huellas. Antes de que pasase un minuto, Malot regresó a la tumbona, acabó la conversación telefónica y apagó el cigarrillo en el cenicero. Se quitó la toalla, la dejó caer al suelo y se puso una camiseta blanca inmaculada que acababa de sacar de una bolsa. En un momento dado, Kell creyó haberlo sorprendido flirteando con una mujer atractiva que había al otro lado de la piscina. Ella parecía sonreírle, pero cuando su hija pequeña la distrajo, apartó la mirada.

El francés recogió sus posesiones: la bolsa, un libro, unas gafas de sol, el tabaco y un bote de crema solar. A pesar de que pronto anochecería, se puso las gafas como si fuera un galán de película que esperase encontrarse con un enjambre de paparazzi y se calzó un par de náuticos. Entonces se dirigió hacia el camino por el que Kell había ido a la playa.

Kell bajó la cámara. Entró en la habitación, la tiró en la cama, cogió la llave y salió al pasillo.

Tardó quince segundos en bajar. Fue hacia la piscina y se detuvo junto a la tumbona de Amelia, se inclinó como para estirar un músculo y cogió la cuenta de la mesita de plástico. Se irguió, guardó el pedazo de papel en el bolsillo trasero del pantalón y continuó caminando hacia el vestíbulo.