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Bajo el cielo de Meerut
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Lágrimas del corazón
de Evelin Mordán

Capítulo uno
1812, Londres.
—¿Grace? —preguntó una voz, a su parecer, muy lejana—. ¿¡Grace!?
—¿Qué?
Grace volvió la mirada hacia el rostro ovalado de ojos verdes que la miraba con reproche.
—¿Has escuchado lo que te he dicho?
—Perdona, Carl, estaba absorta. Dime.
Un resoplo muy poco femenino escapó de los labios de la joven.
—Es la peor fiesta de disfraces de la historia.
Grace estaba totalmente de acuerdo, pero era mejor no alentar su desánimo.
—Tampoco es tan horrible. —Miró a su alrededor; todos los invitados parecían tener el ceño fruncido—. Solo es un poco sosa, supongo.
—No tiene ni un gramo de sal. Mucho menos de azúcar.
—¿Ya tienes hambre, Carl?
—Y desmesurada.
—Pues no será por falta de aperitivos. Deberías ir a buscar alguno —le sugirió—. Yo te esperaré aquí; por el momento no tengo a nadie en mi tarjeta de baile.
Sonrió con pesar al mirar su tarjeta color crema casi vacía.
—Es una idea maravillosa. —Carl no había avanzado ni tres pasos cuando se giró y le dijo por encima del hombro—: Y deja de mirarlo, prima, o toda la sala se dará cuenta.
Grace iba a peguntarle a qué se refería, pero Carl ya se dirigía a la bandeja de aperitivos de toda clase que estaba en la otra punta de la sala, esquivando a la multitud. Pero, por supuesto, ella ya lo sabía. Y es que se le hacía imposible apartar los ojos de él.
Damien Cross, marqués de Wolfwood, acaparaba toda su atención allá donde lo viera, y Carl era muy capaz de darse cuenta de ello.
Carlota Sharleston era su prima más cercana, de las que habitaban en Londres, y desde pequeñas habían establecido una amistad que con los años se había hecho más fuerte y confidente. Sin decirle nada, Carl se había dado cuenta de que el corazón de Grace ya tenía dueño, y que este era del marqués de Wolfwood, caballero que había sido presentado a ambas, el año anterior, en la que había sido su tercera temporada social.
Había pasado todo un año hasta que lo había vuelto a ver, ya que al parecer era un hombre de mucho viajar. Pero al reencontrarlo, su corazón había dejado de latir por un segundo, trayendo a su mente tantas noches en vela pensando en aquel momento en que lo miró a esos ojos azules, cuando él besó el dorso de su mano… el sentir sobre los guantes de seda había sido el único contacto que conservaba de aquel hombre que la había enamorado, ya que ni si quiera habían bailado, pero había sido hermoso, y lo único que tenía de él.
Por lo que sabía, acababa de heredar el título de marqués de Wolfwood tras el fallecimiento de su padre hacía dos años. Vivía en su residencia de Londres, en Grosvenor Square, junto con su abuela materna y su hermana menor, lady Anne Cross. Se rumoreaba que mantenía en pie el legado de su padre y que era muy valorado en la Cámara de Lores. Y, para su desgracia, también era de dominio público el hecho de que mantenía un romance idílico con la viuda lady Cheryl Growpenham.
Toda la sociedad londinense sabía que lady Growpenham, una mujer hermosa de apenas unos treinta años, mantenía una relación seria con lord Wolfwood. A Grace le repugnaba la forma tan pública con la que demostraban su amor; iban juntos a todas partes, daban paseos por Hyde Park y no se molestaban en desmentir los rumores de que él dormía en su casa más de una vez a la semana. Era vergonzoso.
En ese instante, precisamente, lord Wolfwood estaba inclinado sobre ella de forma discreta mientras le susurraba algo al oído. Una punzada de celos recorrió su espina dorsal obligándola a apartar la mirada. Pero lo peor era que no podía, se moría de ganas de saber lo que le estaba diciendo, aunque aquello la hiciera sentir peor. ¿Por qué tenía que haberse enamorado de él? Era un amor imposible, y aunque su razón lo sabía, su corazón seguía empeñado en amar a aquel hombre que jamás se fijaría en alguien tan insignificante como ella. Y, ya puestos, había que mencionar que había sido un enamoramiento estúpido, donde a ella le había bastado mirarlo tan solo una vez para amarlo para siempre.
Lord Wolfwood ya no le susurraba al oído, sino que ahora hablaban normal, sin ningún pudor a que alguien los escuchara. ¡Qué descaro! Pero Grace desvió la mirada unos centímetros para ver que su querida prima estaba a una distancia lo bastante corta para escuchar lo que estaban hablando. «Ella me informará», pensó mientras la veía regresar con un plato lleno de lo que debían ser pequeños bocados de pan con queso.
—¿Has escuchado lo que estaban hablando? —le preguntó cuando estuvo junto a ella nuevamente.
Carlota miró hacia donde estaba el marqués y su bella y pelirroja acompañante, y arrugó la frente en un gesto de desaprobación.
—No debería, pero —volvió la mirada hacia ella— quizás si te lo digo, dejes de pensar en lord Wolfwood como alguien asequible.
—Está soltero —replicó un tanto molesta.
—Por poco tiempo, prima. —Carl suspiró y condujo a su amiga hasta el balcón, donde inició el placer de comerse sus bocadillos—. Todo el mundo comenta que no tardarán en prometerse. ¡Están enamorados!
Y ella lo estaba de él.
—Son amantes —protestó, furiosa consigo misma por no aceptar lo evidente—. Tarde o temprano se cansarán el uno o el otro.
—Y mientras eso pasa, ¿vas a rechazar todas las propuestas de matrimonio?
Grace la miró, ¡jaque mate!
—Lord Dembury era como mi abuelo. Y el señor Wroslyb parecía tener miedo cada vez que iba a hablarme. No puedo casarme con alguien que tema hablar conmigo.
—Es tímido. Y, aunque tengas razón, lord Wolfwood influye en cada una de esas decisiones. Aunque no lo quieras admitir y mantengas tu defensa de que no tienes esperanzas, sé que las tienes.
Y era cierto. Grace no podía dejar de asistir a una fiesta en la que sabía que él iba a estar. Aunque solo fuera para verlo desde lejos, sonriéndole de aquella manera tan abrumadora a lady Growpenham.
Carl tenía razón, estaba siendo una masoquista. Tarde o temprano se comprometerían en matrimonio, y entonces ella quedaría totalmente destrozada, con el orgullo por los suelos y los pedazos de su corazón de adorno en su alfombra francesa.
Grace miró a su prima que intentaba no mancharse con un sándwich de queso. Miraba distraídamente al interior, donde habían comenzado a divertirse bailando una cuadrilla.
—Tienes razón —susurró, atrayendo la atención de su prima—. Lord Wolfwood está soltero, pero no disponible. Es hora de hacerme a la idea y olvidarme de él. Ha sido bonito amarlo en silencio, pero debo retirarme mientras estoy a tiempo.
El suspiro pesaroso y comprensivo de Carl llenó el silencio mientras observaban el baile.
—¿De verdad estás enamorada de él? Puede que solo estés cautivada por su atractivo.
«¿Será eso?», pensó. No quería seguir viendo el baile, así que dio media vuelta y contempló los jardines de su anfitriona. Carl hizo lo mismo.
—Debe ser eso —contestó—. Deseo que sea eso.
—No conoces el amor, Grace. No puedes saber si es amor lo que sientes por él.
—Desde la primera vez que hablamos no dejo de pensar en él, y de eso hace un año ya. —Suspiró—. Si eso no es amor, debe ser algo parecido.
—Sea lo que sea, lord Wolfwood está enamorado de esa viuda roja. Grace —puntualizó—, debes olvidarte de él. Por el momento solo lo sé yo, pero tu interés por él comienza a hacerse evidente a pesar de tu habitual pose de neutralidad.
—¿Se me nota mucho?
—Digamos que lo suficiente para que mi madre o cualquier otra casamentera de profesión se dé cuenta.
Aquello no le gustaría en absoluto. Lo último que quería era que fuera de conocimiento público que era una solterona enamorada de un lord inalcanzable.
—Vamos dentro —dijo más bruscamente de lo que pretendía—. Mi hermano avisó que nos iríamos pronto.
Su hermano mayor, Byron Kinsberly, actual conde de Hallington, era el responsable de acompañarla a ella, a su hermana Amber y a Carl en aquella fiesta de disfraces. Había aceptado hacer de acompañante amenazado por su madre, quien, palabras textuales, le había dicho que lo haría responsable si sus hijas no encontraban marido aquella temporada. La preocupación no era por Amber, que solo tenía diecisiete años y la habían introducido en el mercado matrimonial con antelación, sino por Grace, que a sus veintidós años y tres temporadas sociales no había encontrado marido. Su madre culpaba a su padre por haber retenido a su hija mayor hasta los diecinueve para salir a cazar marido. Y por esta razón Amber había salido antes, para que, según lady Kinsberly, no repitiera los pasos de su hermana.
Divisó a Amber, como tantas veces, pegada a una de las paredes de la sala, aislada de todos. Amber intentaba pasar desapercibida allá donde fuera. Lo que no sabía es que era demasiado hermosa para lograrlo. Ambas se encaminaron hacia ella.
—Amber. —Su hermana la miró—. Estás muy sola, ¿dónde están tus amigas?
—Grace, Byron te está buscando como loco. Dice que si no nos vamos ahora mismo…
—Sí, lo sé —la interrumpió, pasando por alto el hecho de que había evadido su pregunta—, llegaremos a casa sin cabeza.
Carl soltó una carcajada que atrajo varias miradas curiosas.
—No tiene remedio vuestro hermano —se explicó—. Si no fuera mi primo, incluso me propondría conquistarlo.
Ahora fue Grace quien rio, pero de manera más femenina que su prima.
—No te lo aconsejo.
—Ni yo —sonrió Amber.
—¿Por qué no? —replicó Carl haciéndose la afligida—. Haríamos la pareja perfecta, ¿no?
Grace abrió los ojos como platos.
—¿Tú y Byron?
—Sí, ¿no lo creéis?
—No —contestaron al unísono las dos hermanas.
—Tú —dijo Amber— eres todo lo opuesto a mi hermano, querida.
—Polos opuestos se atraen.
—No estos.
—Pues, para vuestra información, no somos tan diferentes.
—¿Ah, no?
—No —masculló divertida—. Él quiere dejaros sin cabeza, ¡y yo también!
Las risas de las tres se tornaron imparables, incluso Amber reía con desenfreno.
—¿Qué es tan gracioso?
Era Byron, que apareció por detrás de Grace.
—Carl dice que haríais buena pareja.
—¡Grace!
—¿De verdad lo crees, Carl? Los matrimonios entre primos son algo que no pasa de moda.
Los colores volaron al rostro de la joven, mientras que Grace y Amber intentaban contener la risa.
—Solo bromeaba, lord Hallington.
—¿Lord Hallington? —preguntó divertido—. Además de mencionar la comida en tus frases cuando tienes hambre, ¿también recurres al protocolo cuando estás nerviosa?
Al ver que sus hermanas se mofaban del nerviosismo de su querida prima, Byron decidió acudir en su ayuda.
—Aunque quizás tengas razón. ¿Cuáles son tus argumentos?
Carl suspiró y se relajó un tanto al ver sus intenciones.
—Pues, si no he entendido mal, deseas dejarlas sin cabeza si no nos vamos ahora mismo. Y yo deseo ayudarte por la situación en la que me han comprometido.
—Buen argumento —dijo Byron—. Lo tendré en cuenta cuando quiera buscar esposa.
Aunque ya no reían tan acaloradamente, mantenían las sonrisas mientras seguían bromeando entre ellos. Grace observaba a sus hermanos y a su prima con cariño, agradecida en silencio por hacerle olvidar durante un instante la existencia de Damien Cross.
Pero aquel alivio duró poco, ya que su mirada se dirigió distraídamente hacia la entrada para verlo en aquel preciso momento salir con lady Growpenham de su brazo. El nudo que se formó en su estómago se reflejó en su rostro de forma inevitable.
—Grace —la llamó Byron—, ¿está todo bien?
—Sí —respondió, apartando la mirada de aquella escena desagradable y centrándose nuevamente en la conversación.
Byron la escrudiñó con atención y miró hacia la entrada, viendo a una pareja despedirse de los anfitriones y salir al exterior mientras se dedicaban miradas lascivas. Luego volvió a mirar a su hermana pequeña, y percibió un pequeño brillo de tristeza en sus ojos color miel.
—Vámonos, señoritas.