Capítulo 29

En caso de peligro, las órdenes a cumplir eran muy claras. Las mujeres y los niños debían ocultarse en los sótanos de los bungalows. Vera y Ahisma estaban escondidas en el sótano de la cantina. El grupo, alrededor de unas cincuenta personas, estaba aterrado. Ahisma apretaba la mano de Vera con tanta fuerza que tuvo que pedirle que la soltara.

—Aquí estaremos bien —dijo para tranquilizarla.

El ruido de los disparos y los gritos de los hombres no ayudaban a creerlo. Vera cerró los ojos y sus pensamientos se dirigieron hacia su esposo. Rogó al cielo que no muriera en la contienda, sin haber tenido ocasión de confesarle qué sentía por él. Debía hacerlo, ese hecho se había convertido en una necesidad imperiosa que le hizo recobrar parte de su valentía. Ahisma empezó a rezar a una deidad que Vera desconocía; ella también rezó, y fue entonces, cuando escuchó la voz de Pamela.

—¡Pamela! —gritó.

—¡Vera! ¡Gracias a Dios! —dijo, y pasó por encima de varias sirvientas sentadas en el suelo hasta llegar donde estaban ellas.

—¡Pamela! —exclamó, aliviada.

Ambas mujeres se abrazaron con desesperación. Su amiga llevaba en los brazos a la hija de Margaret. Estaba dormida y su aspecto había mejorado, como supuso, Pamela era una madre excelente.

—¿Cómo estás? He ido cada día a verte, pero tu esposo no me lo ha permitido —dijo, para extrañeza de Vera. Ahisma intervino en la conversación.

—Era peligroso memsahib Spencer, además tenía una niña a la que cuidar y si enfermaba, ¿quién se hubiera encargado de ella?

Pamela asintió, resignada, y Vera miró a Ahisma con suspicacia. No era el momento de preguntar por qué su esposo se había comportado de esa manera tan extraña. Unos disparos sonaron tan cerca de la puerta que todas las mujeres guardaron silencio y alzaron los rostros, temerosas de que alguien intentase entrar. La mayoría aguardaba con horror que los insurgentes echaran la puerta abajo. Tras unos segundos de angustia empezaron a hablar en voz baja. Vera se sentó otra vez, aún no estaba recuperada del todo y el esfuerzo de llegar hasta allí le había resultado agotador. Su principal preocupación estaba con los hombres que luchaban en el exterior. De pronto, una voz que reconoció enseguida surgió de entre las mujeres. Se trataba de Melisa y parecía histérica.

—¡Dios! ¡No lo aguanto más! ¡No estaré aquí encerrada por más tiempo!

Otra voz, menos amigable, sonó en respuesta. Vera no podía verlas. El sótano estaba a oscuras y, solo contaban con una lámpara de gas para iluminarse. Los rostros de las mujeres eran como bocetos de acuarela desdibujados por un exceso de agua.

—¡Cállate! —gritó Ángela, y todas escucharon la bofetada y los sollozos quedos de Melisa, a continuación.

La esposa del coronel Murray se dijo que no debería estar en ese sótano. Algo había salido mal. Ahora se veía atrapada en ese agujero y con la posibilidad de morir a manos de la gente a la que había ayudado a sublevarse. Akerman le había asegurado que el ataque por parte de los rebeldes se produciría cuando Owen matara al gobernador. Todos tenían una excusa para no estar en el acuartelamiento dentro de tres días, pero le enfurecía pensar que la hubieran traicionado. Quizá el bueno del doctor le había jugado una mala pasada. Confiaba en él y, durante un tiempo, había compartido su cama. Pero no era demasiado astuto y el hombre que manejaba los hilos en Nueva Delhi, un inglés al que solo había visto una vez y apodaban el Amo, le había pedido que vigilara a Akerman. Era demasiado impulsivo, soberbio e incapaz de controlar su malhumor. El Amo le había prometido que cuando se alzaran en el poder necesitaría mujeres inteligentes y decididas como ella. Ángela no era una ingenua, solo era palabrería para contentarla, pero se conformaba con ser alguien importante. Si salía con vida averiguaría por qué había terminado encerrada en ese sótano. Miró hacia la derecha y creyó reconocer la voz de Vera. El odio la hizo llegar hasta ella como uno de los jinetes del Apocalipsis. Se plantó ante la mujer que le había robado a Owen y le alzó la barbilla con tanta brusquedad que la joven emitió un quejido de dolor.

—¿Aún estás viva?

Dejó de actuar para mostrar su auténtica personalidad. Se oyeron murmullos de desaprobación cuando hizo una pregunta tan malintencionada.

—Lamento seguir respirando, pero sí, todavía estoy viva —contestó, y de un manotazo alejó la mano de Murray.

—No será por mucho tiempo —le susurró Ángela al oído para que solo lo escuchara ella. Vera palideció y, pese a los ojos enloquecidos de la amante de su esposo, mantuvo la compostura. Había descubierto que esa mujer era un monstruo. La hija de Margaret comenzó a llorar—. ¡Dios, zorra! —exclamó, y señaló con el dedo a Pamela—, ¡haz que ese demonio cierre la bocaza o lo haré yo!

Pamela quiso responder, pero Vera le puso la mano sobre el hombro para advertirle que no era buena idea. La joven había entendido qué pretendía y guardó silencio. Vera veía en los ojos de la señora Murray que quería iniciar una pelea. Pero Vera carecía de fuerzas para enfrentarse a una enemiga como esa en las condiciones en las que se encontraba.

—Así me gusta, puta —la insultó de nuevo. Pamela pensaba que debía acostumbrarse a las ofensas y, mortificada, bajó la cabeza—, calladita y obediente.

Vera se puso en pie, ya que tan solo disponía de su estatura para intimidarla. El resto de mujeres no daba crédito a lo que presenciaban. Fuera, se libraba una batalla y dentro, un enfrentamiento encarnizado y cruel.

—¡Cállate o lo haré yo! —la retó Vera. No permitiría un agravio más—. Sé quién eres, una zorra muy lista con un corazón mezquino. Creías que el capitán era solo tuyo, pues lamento decirte que compartes mesa y mantel con más mujeres de las que imaginas.

Vera nunca había exhibido un lenguaje tan vulgar, pero todas ignoraban que la casa de su tío no siempre era visitada por caballeros y damas.

—No tanto como tú —contraatacó—. Todo el mundo sabe que fuiste la amante del capitán Taylor.

—Nunca fue la…

—No te metas en esto —dijo Vera e interrumpió a Pamela.

Vera no dejaría que Pamela se convirtiera en la diana de Ángela. Si no se quedaba en el acuartelamiento, la protegería de la única manera que sabía: recibiendo todos los dardos envenenados de esa mujer.

—Haz caso de tu amiga, zorra —la insultó Ángela para provocar a Vera.

La esposa del coronel la empujó, pero Vera, a pesar de su debilidad, se mantenía inmóvil. Había aprendido algunos trucos observando a los marinos en su viaje, así que levantó el pie y le puso la zancadilla, después le dio un leve empujón y la gravedad hizo el resto. Ángela perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza con una de las columnas que sujetaban el techo. El golpe la dejó inconsciente. Ahisma se apresuró a tomarle el pulso y confirmó que dormiría un buen rato.

—¿Está bien? —preguntó Vera, preocupada por la posibilidad de haberla matado.

—Vivirá —afirmó Ahisma—, aunque al despertar tendrá un buen dolor de cabeza.

El resto de las mujeres volvieron a hablar en voz baja y nadie más se preocupó por Ángela.

—Ahisma, ¿puedes decirle a Melisa que venga con nosotras? —le pidió Vera al escuchar de nuevo los llantos de la joven.

—¿Por qué? —preguntó Pamela. Mecía a la niña que no dejaba de llorar—. Ella te ha tratado siempre con desprecio y, si tuviera en este instante una libra, apostaría a que hizo correr el rumor de que fuiste la amante del capitán Taylor.

—Está sola y tiene miedo.

No era nadie para juzgar a otros. Si el corazón de Vera era capaz de perdonar a una mujer que le había hecho tanto daño, también ella lo haría. Ahisma la encontró acurrucada en un rincón. Esta vez, el orgullo de la joven fue sustituido por el miedo a morir. Las cuatro mujeres pasaron las horas en silencio, mientras que fuera, los gritos y el ruido de los disparos iban cesando. Vera se preguntó qué pasaría después, en el momento en que la calma ocupara el lugar de la batalla.

Todas las mujeres guardaron un silencio tenso cuando escucharon voces detrás de la puerta. No lograban entender si eran amigas ni enemigas. La penumbra les impedía ver quiénes eran. Muchas lanzaron gritos; otras se abrazaron y algunas, como Vera y Ahisma, cogieron un hacha y una pala que había entre los suministros del almacén.

—Melisa, Pamela, ¡no hagáis ningún ruido! —ordenó Vera. Pamela asintió y Melisa se aferró a su vestido como una niña pequeña lo haría a su madre—. Ahisma, si morimos, quiero que sepas que ha sido un honor conocer a alguien como tú.

Vera encabezaba la defensa. El hombre que abrió la puerta bajaba las escaleras despacio y el ruido de sus botas sonaba amenazador. Vera no distinguía su figura, tan solo que la sombra portaba un arma. Cuando alzó la lámpara, comprobó que estaba cubierta de sangre. A la joven, el hacha le temblaba en las manos y el sudor le bajaba por la frente. No solo era el miedo lo que la hacía tiritar, sino también la fiebre. Al principio, no adivinó quién era hasta que gritó:

—¡Vera!

El cuerpo de Vera empezó a temblar mucho más y el hacha se le cayó de las manos. Tenía tanto miedo que creyó que se desmayaría. Entonces, Owen rodeó su cuerpo y comenzó a besarla sin importarle el resto de mujeres, ni la sangre que lo cubría. Vera comprendió que ambos estaban vivos y la felicidad la hizo llorar.

Él la apartó un poco y sus ojos le contaron lo que sus labios se negaban a decir, pero Vera vio su amor, la preocupación y, en ese momento, supo que nunca lo abandonaría. Le pertenecía y, hasta el último de sus días, viviría para amarlo.

—¿Estás herido? —preguntó, y rozó con la yema de los dedos su rostro. Tenía una fea brecha en la frente.

—Unos rasguños, no te preocupes, ¿tú cómo estás?

—Bien, estoy bien, todas estamos bien —mintió. Otra vez la enfermedad estaba venciendo su fortaleza.

El capitán la miró incrédulo, así que para que dejara de examinarla, señaló a Ángela. La mujer había despertado y contemplaba a Owen con verdadero odio. Vera sintió un nudo en el estómago. La antigua amante de su esposo no se conformaría con una derrota sin antes derramar sangre.

—Si vuelves a intentar hacerle daño, te juro que te mataré con mis propias manos —la amenazó, ante la sorpresa de Vera. Ignoraba a qué se refería su esposo.

—He sido yo quien la ha golpeado —reconoció, avergonzada.

—¡Dios! ¡Por eso te amo! —exclamó Owen, sosteniéndole el rostro con las manos antes de darle un largo y profundo beso.

Vera no creía lo que había escuchado. Él le había confesado que la amaba. No dejaba de preguntarse si, en verdad, sus palabras no eran imaginaciones suyas, ni producto de un sueño. Los besos de Owen borraron de su corazón destrozado el dolor que había soportado durante tanto tiempo. Owen rodeó la cintura de Vera y la ayudó a salir del sótano, seguido del resto de mujeres. Melisa permanecía aferrada a la falda de Pamela, y Ahisma se apresuró a salir la primera para buscar a Narayan.

—Él está bien —la tranquilizó Burke al ver cómo la chica buscaba al cipayo entre los caídos.

Ahisma sonrió, agradecida, y miró el cielo. Los cuervos empezaron a descender en busca del alimento que los cuerpos ensangrentados y malheridos les proporcionarían. La muchacha se dirigió a uno de los heridos y ordenó a una sirvienta que le trajera vendas, agujas e hilo. Akerman atendía a los soldados ingleses y dejaba para los últimos a los heridos hindúes y musulmanes. Las moscas ya habían acudido a las heridas abiertas y debían limpiarlas, coserlas y vendarlas o pondrían huevos y muchos de esos soldados perderían la vida por la gangrena. Burke dejó a Vera sentada en un escalón y se acercó a la joven.

—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó.

—Haga que todas esas mujeres consigan vendas, hilos y agujas. Ponga a los malheridos a la derecha, a los más urgentes en el centro y a los moribundos a la izquierda.

Burke no discutió la orden, aunque se había sorprendido de la capacidad de esa chica para la práctica de la medicina. Junto a un par de hombres cumplió sus órdenes. Cuando había terminado, observó a su esposa arrodillarse ante uno de los soldados y limpiar su herida. Tenía el rostro menos ceniciento, pero no le había engañado en el sótano, aún estaba enferma, sin embargo eso no le impedía ayudar. Ella le devolvió una sonrisa repleta de afecto, luego se dirigió a Melisa con una voz cargada de autoridad.

—Tráeme esas vendas, date prisa —ordenó.

Melisa asintió como una niña obediente e hizo todo lo que Vera le pidió. Después de ese día, ambas tendrían algo para recordar. Melisa reconocería que había juzgado injustamente a una mujer de la valía de Vera. Sin duda, Vera descubriría que Melisa era, en realidad, una niña asustada e incapaz de ver más allá de su persona. Ese día le había enseñado una lección y tuvo el coraje de reconocerlo.

—Vera —le dijo, mientras ambas quitaban la ropa a uno de los heridos—, lo siento.

—No seremos las mejores amigas —reconoció Vera—, pero deseo olvidar el daño que me hiciste.

En el fondo, nunca la perdonaría del todo, pero Melisa se sintió aliviada con sus palabras. No esperaba su perdón, se conformaba con que olvidara parte de lo que le había hecho.

—Ella te odia. Ten cuidado, seguro que hace algo que… —le confesó Melisa, y guardó silencio cuando Ángela llegó a su lado.

—¿Haciendo nuevas amigas? —le preguntó con desdén. Melisa, atemorizada, no alzó el rostro, pero Vera clavó los ojos en los de la mujer del coronel—. Recuerda, has ganado una batalla, no la guerra. —Ángela se sacudió el vestido y se quitó el polvo del suelo sin importarle el herido que ambas atendían—. No lo olvides.

Vera no contestó. No perdería el tiempo con una mujer despechada; tenía otras cosas más importantes que hacer. Ángela, ante el mutismo de Vera, se marchó dando grandes zancadas, indiferente al sufrimiento y la muerte de todos aquellos soldados que habían salvado su vida.

Hacía cuatro días que Owen no dormía en una cama, a ratos lo hacía en la silla del secretario del coronel. El levantamiento de algunos grupos de cipayos a manos del Nuevo Orden solo le había permitido ir a casa a cambiarse de ropa a altas horas de la madrugada. Ángela le había ordenado que suspendiera el intento de asesinato del gobernador. Ahora estaba demasiado protegido, además, la reunión de los coroneles había sido suspendida hasta nueva orden. Por su parte, Vera se había recuperado lo suficiente para no depender de Ahisma y contaba con la lealtad de Melisa. La muchacha había sufrido un cambio en su comportamiento y ambas asistían a los enfermos. Vera llegaba tan cansada del hospital que no podía esperar despierta a Owen. Antes de dormir, cuando la vigilia era desterrada por el sueño, aún le oía proclamarle su amor, pero dudaba que fuera cierto. Temió que se arrepintiera y que Ángela lo convenciera de que estaba en un error. Ese pensamiento convertía a su esposo en una marioneta en manos de esa mujer. Owen había sido tan sincero en confesarle sus sentimientos que ella debía olvidar esas dudas. Ahora tenían un futuro y lo aprovecharía al máximo. Se durmió imaginando una vida con el capitán bajo el cielo de Meerut.

Después de dos semanas en la que todos los oficiales fueron reclamados por el coronel Pemberton, sustituto de Murray, por encontrarse gravemente herido, Owen al fin escapó a casa y vio a Vera. No la despertó y, durante unos minutos, la observó dormir, mientras pensaba en la suerte que había tenido y en la estupidez que hubiera cometido al alejarla de su lado. Salió de ese cuarto con un peso menos en el corazón y repleto de felicidad. A veces, contemplaba el cuadro de Margaret y juraría que lo miraba con mucho más desdén. No era supersticioso, pero rogó al cielo que nada malo le ocurriera a Vera. Esa mañana, tenía un par de horas libres y se dirigió al hospital indio donde ayudaba a Ahisma.

—Hola —dijo, al verla.

Vera se giró y casi se le cayeron las vendas que llevaba en los brazos. Un mechón rebelde se le había soltado del peinado y le tapaba un ojo. Burke, con una sonrisa que derritió el interior de Vera como si fuera una porción de mantequilla, lo colocó detrás de la oreja.

—Hola —respondió temblando ante él como una adolescente insegura y pueril. Pero no podía evitar su azoramiento al imaginar que fueran ciertas las palabras que pronunció en el sótano.

—¿Cómo estás? —Él le alzó la barbilla con un dedo y la obligó a mirarle a los ojos.

Owen acarició su mejilla y sus caricias fueron hierros candentes marcando su piel a fuego lento.

—Bien, ¿y tú?

—Deseando tenerte en mi cama —susurró.

Mordió el lóbulo de su oreja a la vez que la empujaba hacia la pared. Vera recordó el templo y sus labios se entreabrieron al imaginar los besos ardientes que había recibido aquel día.

Vera, en ese estado, excitó al capitán. Owen contuvo las ganas que sentía por besarla, quitarle ese bonito vestido y enseñarle muchas más cosas del arte de amar. Pero, el hospital no era el lugar más apropiado, sin embargo, su necesidad de ella le exigía no tener paciencia. Corrían muchos rumores sobre un nuevo ataque. Esta vez, podían ser ciertos y no solo comentarios infundados. No se arriesgaría a morir sin demostrarle cuánto la quería y lo que sentía por ella. Le quitó las vendas de las manos y la tomó del brazo, luego la arrastró, suavemente, hacia la salida.

—¿Adónde vamos? —preguntó Vera, azorada por lo que imaginaba iba a suceder.

Burke no contestó y continuó caminando hasta que salieron del hospital. Con pasos decididos y apresurados la llevó hasta el bungalow. En el porche, la cogió en brazos y se dirigió a su cuarto. Ese hombre ya no era la persona con la que se había casado. El capitán había cambiado y Vera cada día descubría que ese nuevo Owen era considerado, compasivo y humano. Creía que el monstruo que habitaba en su interior había perecido en ese enfrentamiento con los sublevados.

—Dispongo de dos horas —le dijo, mientras subía con ella por las escaleras.

—Entonces, no perdamos el tiempo —sugirió Vera.

—Señora, le aseguro que no lo haremos.

Burke la dejó en el suelo y la observó durante unos instantes. Vera comenzó a quitarse las horquillas del pelo ante la atenta mirada de su esposo. Owen necesitaba a su esposa con urgencia, rodeó su cintura con las manos y la atrajo hacia él.

—Te amo, Vera Henwick —le confesó.

—Yo también te amo, capitán Burke —respondió ella.

Owen la ayudó a desnudarse y cuando la última prenda cayó al suelo sintió que nunca había amado a una mujer como amaba a Vera. Su esposa comenzó a quitarle la camisa y el capitán la aprisionó de nuevo entre sus brazos. Los pechos de Vera rozaban su piel y los gemidos dulces y ronroneos de ella aumentaron su excitación. Burke la tumbó en la cama con delicadeza, ascendió por sus muslos con suaves besos que la enloquecieron de placer. Ella arqueó el cuerpo cuando la lengua de Owen jugueteó con esa parte de sí misma que le provocaba perder la razón. Sus besos hacían que estuviera más deseosa de recibir a su esposo en su interior. Vera se agarró a las sábanas, mientras Owen conscientemente la martirizaba saboreando con fruición su ardor.

Owen pensó con malicia que no la haría sufrir demasiado, pero había soñado con ese instante desde hacía días y la impaciencia de su joven esposa no destruiría su sueño.

—Owen, por favor —gimoteó Vera cuando su esposo se detuvo con suavidad sobre su entrepierna.

—Vera Henwick, no sea exigente.

—Eres un hombre cruel —respondió ella cuando las manos de Owen acunaron sus pechos.

—Muy cruel, Vera Henwick.

El cuerpo de Vera se entregó a las caricias de su esposo hasta que exhaustos alcanzaron una felicidad que desterró de Vera el dolor, el sufrimiento y su propia existencia.

Dos horas más tarde, Burke regresaba a la oficina del nuevo coronel y Vera al hospital. El rostro sonriente de la joven era una muestra de lo que había ocurrido durante esas maravillosas horas. Pamela llegó deprisa a su lado.

—¿Qué ha pasado entre el capitán y tú? He visto cómo te sacaba de aquí —preguntó, preocupada. Vera no pudo disimular su alegría y Pamela adivinó qué había sucedido—. Me alegro mucho por ti. Te mereces ser feliz.

—Gracias, Pamela. ¿Y tu sargento Spencer?

Pamela suspiró, enrolló un par de vendas limpias y las guardó en el bolsillo del delantal blanco que llevaba puesto. Un herido reclamó la atención de las chicas. Vera le dio agua a un joven indio que había perdido una pierna y el ojo derecho. Cuando lo calmó, regresó al puesto para hacer vendas y siguió liando otras nuevas.

—Empieza a confiar en mí —confesó con tristeza Pamela—, pero no estoy segura de que logre del todo su perdón y no le culpo por ello.

—Deja de atormentarte —le pidió Vera, luego cogió un bote de cloroformo de la estantería, vertió un poco en un paño limpio y se acercó a una cama. Un joven sufría demasiado y el doctor le había pedido que lo adormeciera.

—De todos modos, quería contarte la noticia —dijo, emocionada. Hacía mucho tiempo que Pamela no mostraba un rostro tan calmado y feliz.

—¿Qué noticia?

Pamela sacó del delantal un sobre blanco con letras doradas y un emblema oficial de la Compañía.

—Esta noticia —le dijo, y movió el sobre con entusiasmo—, el gobernador nos invita a una fiesta para felicitar a los soldados que se opusieron a la sublevación. Gilliam será condecorado y el capitán Burke también. Supongo que el capitán te entregará tu invitación esta tarde.

Vera tenía dudas de que Owen se acordara de entregarle la invitación a esa fiesta. Su esposo le había prometido que, si tenía tiempo, regresaría a su cama. Pamela siguió parloteando sobre qué ponerse, cómo sería la fiesta y si Ahisma se quedaría con la niña. Vera no escuchaba nada de lo que le contaba, solo podía pensar en Owen. En las manos de Burke recorriendo su cuerpo con una lentitud enloquecedora, en los besos que le había dado, enseñándole rincones de sí misma que ignoraba poseer. En las sensaciones que le habían provocado gemidos de gozo. De su paciencia ante su inexperiencia, de la pasión que encendía en ella y en sus ganas de aprender para satisfacerle. Los simples recuerdos de esas pasadas horas con él, le causaban tanta dicha que nublaban su mente. Con tan solo recordar aquellos momentos se le enrojecieron las mejillas. Vera asintió por educación a lo que Pamela le decía y respondió con monosílabos. Mucho más tarde, cuando el cielo de Meerut oscureció, recibió a su esposo en el lecho y, Vera supo lo que era la felicidad.