Capítulo 3
Debía darse prisa.
Vera se adentró en la niebla, con la única idea de llegar lo antes posible a Bond Street. El dolor de la espalda resultaba insufrible, pero no se arriesgaría a gastar los pocos peniques que tenía en alquilar un carruaje. La niebla había desaparecido y en su lugar unas nubes negras, que amenazaban tormenta, empezaron a cubrir los cielos de Londres; se apresuró aún más y se cruzó con varios viandantes que aligeraban los pasos para resguardarse de la lluvia. Las primeras gotas fueron como suaves caricias, después, el cielo descargó con furia todo su torrencial. Se presentó empapada en la dirección que habían publicado en la octavilla. Una mujer estaba a punto de cerrar la tienda. Sobre la puerta, en un enorme cartel podía leerse: Agencia Compañía de la India para el matrimonio. Después, miró con desagrado a Vera.
—Señora, le ruego me atienda —pidió la joven, y juntó las manos en un gesto de súplica.
—Regresa mañana —sugirió la empleada sin apenas prestarle atención.
La señora rebuscó en un bolso la llave que cerraba la puerta de la agencia.
—Mañana sería muy tarde, demasiado tarde —dijo con un hilo de voz, aterrada por la idea de que la mujer cerrara del todo la puerta.
La empleada sujetó con fuerza el paraguas que el viento intentaba robarle de las manos y con curiosidad preguntó:
—¿Tarde para qué?
—Señora, mañana mi tío me venderá a un hombre para pagar sus deudas y es… —le costaba hablar sobre el vergonzoso trato que Abel había pactado con Lewis— la única manera de que mi tío no vaya a la cárcel. Señora, no tengo a dónde ir —dijo conteniendo las lágrimas—, ni nadie que me ayude.
La mujer, con los ojos cuyo color se asemejaba a un cristal cubierto de vaho, observó a la joven con minuciosidad, mientras la lluvia caía sobre ella y pegaba el sencillo vestido a unas formas generosas y robustas. Esposas como esa eran las que necesitaban los soldados en la India. Mujeres fuertes capaces de resistir las inclemencias del tiempo, las necesidades, la soledad de un país distinto al suyo; el horror de un destierro forzado. Mujeres que no tuvieran miedo a decir la verdad, porque en la mirada de la chica había leído, sin lugar a dudas, que lo que le contaba era cierto.
—Los requisitos son… difíciles de superar —dijo, pero a la vez abrió de nuevo la puerta—. Pasa, por favor.
Vera agradeció al cielo la bondad de esa mujer cuando atravesó la entrada del local. En el interior, había varias sillas colocadas en fila, una mesa en la que se apilaban ordenadamente una pila de carpetas del color del tabaco masticado; detrás de la mesa, una enorme pizarra en la que habían pinchado con alfileres de cabeza de perla, las fotografías de varios soldados.
—Muchas gracias, señora —dijo Vera, sin dejar de temblar de frío.
—No me las des aún, no tienes ni idea de adónde vas ni con quién has de vivir. —Escudriñó el rostro de la joven en busca de un ápice de indecisión—. Quizá ni siquiera haya un caballero para ti.
—Cualquiera sería preferible a mi tío —se apresuró a decir con determinación.
—¿Has cumplido la mayoría de edad? —preguntó, y alzó una de las cejas de manera inquisitiva.
—No, señora —confesó.
—Entonces, lamento decirte que es imposible.
La señora le ofreció de una caja de latón, adornada con dibujos de flores, una pasta de té. Vera rehusó y la encargada puso la caja de nuevo en el mismo lugar de la estantería de donde la había cogido.
—Le suplico que me escuche, mi tío…
—Muchas jóvenes acuden a nosotros con cuentos e historias —dijo, y se colocó el echarpe de color gris oscuro sobre los hombros—, cuando cumplas la mayoría de edad estaré encantada de recibirte.
—Nunca cumpliré la mayoría de edad —respondió con rotundidad—. Él me matará antes.
Vera se desabrochó el vestido. Ante la incredulidad de la mujer le mostró la horrenda visión de su espalda. La empleada apretó los puños frente a una muestra de crueldad tan desmedida. No entendía cómo esa joven aún podía mantenerse en pie.
No dijo nada y asintió en silencio. Se giró y contempló con interés la pizarra, cerciorándose de cuál de esos soldados debía escoger. Luego, colocó sobre la mesa tres fotografías y, con un dedo huesudo, empujó una hacia Vera.
—El sargento John Starring. Según los informes tiene unos cincuenta años, no se ha casado nunca y no desea regresar a Inglaterra.
Vera observó la fotografía. Se fijó en la enorme papada del sargento que unos grandes bigotes y una barba que le caía hasta el pecho trataban de disimular. Era un tipo pelirrojo con piernas cortas y arqueadas.
—Este es el soldado de primera Adam Wosfoold. Según los informes es un galés con poca ambición. Le gusta la poesía y dicen que trabaja en la oficina. No es un cobarde —se apresuró a añadir—, ningún hombre lo es si vive en la India, pero nunca será condecorado con una medalla.
De nuevo, Vera examinó la fotografía. La juventud del soldado la sorprendió. Aparentaba tener su misma edad. Delgado y no muy alto, llevaba el uniforme algo descuidado y sonreía de forma bobalicona.
—Este… — Mantuvo el dedo sobre la fotografía antes de enseñársela. Había recibido la orden de que se le encontrara esposa lo antes posible—. Este es el capitán Owen Burke. No hace mucho que ha enviudado y, según los informes, se trata de alguien con un estricto sentido del deber y patriotismo, con seguridad, progresará en el ejército.
En esta ocasión, la fotografía mostraba a un hombre muy alto, algo que agradó a Vera. Sus ojos negros miraban a la cámara con desgana, obligado por las circunstancias. Unas manos grandes y nervudas sujetaban una espada con firmeza, casi beligerante. Rondaría los treinta y su rostro manifestaba una infelicidad que conmovió a Vera.
—En circunstancias normales, estudiaríamos a la candidata. Son muchas las señoritas que solicitan nuestros servicios y no podemos enviar mujeres inadecuadas a esos valientes soldados.
—Lo comprendo —dijo, apesadumbrada.
—Pero… creo que tu caso es especial. —Cogió la mano de la joven y fijó sus pequeños e inteligentes ojos en los suyos con amabilidad.
—Gracias, no sabe cuánto se lo agradezco. —Unos golpes en la puerta alertaron a Vera—. ¡No! Por favor, no le deje pasar.
La mujer se acercó a la ventana y miró a través de la cortina. Observó a un tipejo con muestras de embriaguez aporrear la puerta del local con la intención de entrar a la fuerza.
—Escóndete detrás de aquellas cortinas. No salgas hasta que te llame. —La mujer se dirigió a la puerta y abrió—. Ya está cerrado —anunció.
—Necesito saber si mi sobrina, Vera Henwick, ha venido aquí —preguntó.
Abel alzó el cuello para echar un vistazo al interior del local, aunque el volumen de esa mujer se lo impedía. Estaba seguro de que Bety no le había mentido. La chica tras varios golpes confesó que había ayudado a su sobrina.
—Señor, no conozco a ninguna señorita Henwick, así que, por favor, le pido que se marche. No son modales ni horas de montar este escándalo. Si no quiere que llame a los guardias, retírese.
—¡Maldita bruja! —gritó fuera de sí, y zarandeó a la mujer sujetándola por la pechera del vestido—. Si esa puta ha venido y me entero de que la ha ocultado le aseguro que se arrepentirá.
Elena MacKalegan, como se llamaba la empleada de tan noble servicio estatal, era una escocesa criada en el norte, donde hombres como ese no merecían ni el esfuerzo de escupir. Si algo había aprendido conviviendo entre cuatro hermanos y multitud de primos era a defenderse. Propinó una patada a aquel miserable canalla en la entrepierna y, a continuación, le golpeó con el paraguas en la cabeza.
Abel se retiró como un animal apaleado, si esa mujer seguía gritando con un lenguaje cockney llamaría la atención y le acarrearía problemas. Esperaría un momento más propicio para ajustar cuentas con esa arpía.
Cuando Elena fue a buscar a Vera se encontró a la chica sentada en el suelo abrazada a las rodillas, mientras se mecía delante y atrás, embargada por la congoja.
—Él volverá —decía una y otra vez con temor—. Aún no tengo veintiún años y puede exigir a las autoridades que regrese a su lado.
—¡Oh! Querida, te aseguro que no lo hará. Dime, ¿quién es el afortunado?
Estaba nerviosa.
La señora MacKalegan le dijo que esperara en el local. Vera se acercó a la pizarra y observó las demás fotografías; había soldados de todas las edades, de todas las condiciones sociales y hasta de todos los rangos militares que un puesto en la India podía ofrecer. Contempló con más atención la fotografía del capitán Burke y se preguntó cómo sería ese hombre al que uniría su vida, pero se dijo que nunca sería tan malvado como su tío. Cuando el miedo le atenazara el corazón se obligaría a recordar cada una de las humillaciones y los golpes a los que la había sometido. La puerta del local se abrió y guardó la fotografía en la cinturilla del vestido.
—Señorita Henwick, este caballero es el capitán Taylor —le presentó la señora MacKalegan—. Él nos ayudará.
—Señorita Henwick, no es el procedimiento adecuado, pero dadas las circunstancias haremos una excepción. Me casaré con usted en nombre del capitán Owen Burke. ¿Entiende lo que significa?
Vera asintió, aunque no dejaba de pensar que Abel podía reclamarla de un momento a otro.
—Señor Taylor, mi tío…
—No se preocupe —le interrumpió para tranquilizarla—. Tres buenos marinos nos escoltarán hasta mi barco en Dover, allí un capitán amigo mío hará los honores de desposarla por poderes con el capitán Burke. Conocí a su futuro esposo en una fiesta del gobernador y es un hombre con unas grandes cualidades.
—Muchas gracias —pronunció con un hilo de voz—. Señora MacKalegan, le debo la vida.
—Vamos, muchacha —dijo, y acarició sus manos—, no seamos tan exageradas. —Aunque dirigió una mirada cautelosa al marino.
—¿Preparada? —preguntó el capitán, y le ofreció el brazo.
Esa misma noche, Vera se sujetaba a la barandilla del barco que la llevaría rumbo a la India. Se había casado y su tío parecía una amenaza más lejana. Observó el bullicio que a esas horas se producía en el puerto, la mayoría descargadores que portaban pesados sacos sobre las espaldas. La gente aprovechaba cualquier cosa con la que comerciar. Incluso jóvenes, no mucho mayores que ella, se insinuaban a varios marineros por unas cuantas monedas. Entre la multitud, divisó a su tío en compañía de un par de oficiales de policía. El capitán apareció junto a ella y apretó su hombro con la intención de infundir valor a la joven. Después de lo que le había contado la señora MacKalegan, Taylor deseaba ajustar cuentas con ese pez de agua dulce. Su hermana había padecido durante años el maltrato de su esposo y había tenido que mirar hacia otro lado. No haría lo mismo con esta muchacha. Sin embargo, se debía a la Compañía y, salvo que el comportamiento de ese desagradable visitante atentara contra las normas del barco, no iniciaría una pelea.
Abel y los dos policías subieron a cubierta y se dirigieron hacia donde los observaban Vera y el capitán. La joven mostraba una palidez extrema y no dejaba de frotarse las manos en un gesto nervioso.
—Señores —dijo el capitán.
—Capitán Taylor —contestó uno de los policías. Un pelirrojo con un marcado acento galés—, el señor Henwick, aquí presente, ha interpuesto una denuncia para reclamar a su sobrina, quien es menor de edad y no puede casarse sin su consentimiento.
—Le aseguro agente que la señorita Henwick no es menor de edad.
—¿Cómo dice? —espetó Abel con el rostro enfurecido—. Mi sobrina cumplirá la mayoría de edad dentro de tres meses.
—Se equivoca, la señorita Henwick ya los ha cumplido y puedo demostrarlo.
El rostro, enrojecido por la cólera, marcaba en la sien de Abel una vena azulada, que amenazaba con explotar.
Taylor sacó de la chaqueta una partida de nacimiento. Vera bajó la vista hacia sus sudorosas manos. El capitán al ver su malestar, le dio unas palmadas cariñosas en el brazo y continuó con la farsa.
—Señor Henwick, el documento es legal y la fecha es del mes anterior.
—¡Es mentira! —gritó, y señaló a Vera con un dedo—. Esa puta no ha cumplido aún la mayoría de edad.
El policía observó con desprecio al tipejo que le había arrastrado entre quejas y comentarios insultantes hasta ese barco. Desde que había aparecido en la comisaría le desagradó. Conocía muy bien la escoria humana que paseaba por las calles de Londres y ese dandi de pacotilla era una de ellas. Como decía su esposa, a veces daban miedo sus dotes de adivinación. Ella ignoraba que esas dotes eran la consecuencia de muchos años de patrullar calles, de interrogar a detenidos y de no fiarse ni de su sombra en un trabajo como el suyo. Pero, prefería que pensara que era una especie de don mágico del que presumir cuando alguna de sus amistades se reunía con ella para tomar el té.
—¿Me acusa de falsificar un documento? —preguntó el capitán Taylor, ofendido.
—Sí, señor, le acuso. Sé muy bien por qué lo hace. Esta mujerzuela le ha prometido entregarse a usted.
El policía había escuchado demasiado y su calma estaba a punto de agotarse. Observó al capitán, el marino controlaba la ira, mientras la chica reflejaba en el rostro el terror que sentía hacia ese tipo que, con seguridad, la maltrataba. El agente John Couch, oriundo de Gales y criado en la creencia de que un hombre deja de serlo si le pone la mano encima a una mujer, asintió en una especie de acuerdo tácito con el marino y ambos emitieron igual juicio.
—Si vuelve a insultar a la señorita pasará una noche en nuestras dependencias. —La voz controlada del agente causó que Abel abriera la boca, perplejo, sin entender del todo qué había escuchado. Luego, el policía se dirigió a Vera—. Espero que tenga un buen viaje. Le deseo mucha suerte en su nueva vida.
—Gracias —respondió, y agradeció al cielo la compasión del agente.
—Señor Henwick, no hay nada más que hacer aquí.
—¡Cómo! ¡Consentirá que se salga con la suya! ¡Que esa puta gane! ¡Maldito galés imbécil!
John Couch había tenido más paciencia que un santo, como diría su esposa, pero un galés sin una copa en el estómago, no era alguien con mucha paciencia. Alzó el puño y golpeó de lleno la cara de esa boñiga de estiércol. Abel cayó sobre las tablas de la cubierta sin conocimiento. Entre los dos agentes lo arrastraron hasta bajarlo del barco.
—Ves, pequeña —la tranquilizó Taylor—. También existen las buenas personas.
Vera asintió. Los ojos se le llenaron de lágrimas y besó al capitán en la mejilla, después se dirigió a su camarote.
Respiró con fuerza.
Vera dejó que el aire salino penetrara en los pulmones y la colmara de la vitalidad que creía perdida. El ajetreo en el barco era continuo; los marineros ocupados en sus quehaceres la ignoraban. Eso le agradó. La invisibilidad le permitía observar a los marineros con discreción. En el puente, varios de ellos subían a bordo los baúles de las compañeras de viaje que pronto conocería. Se sentía emocionada y nerviosa. Sacó de nuevo la fotografía del capitán Burke de la cintura del vestido y contempló su mirada dura y enérgica. Los labios apretados mostraban una disconformidad mucho más evidente que la primera vez que se fijó en él. Su porte rígido la intimidaba, durante un instante, pensó que quizá la convivencia con él no fuera tan idílica como imaginaba. Desconocía todo de él, salvo que era un militar entregado y un viudo reciente. Había intentado preguntar al capitán Taylor, pero después de lo que habían hecho por ella, temió que pensara que no estaba conforme del todo con su elección. Deseó que, si no conocía el amor; al menos, pudiera tener un hogar propio y no sentir miedo.
Taylor se acercó a ella y se quitó el sombrero a modo de saludo. El capitán mostraba cierta inquietud ante la llegada de nuevas pasajeras.
—Señorita Henwick, me gustaría que nos acompañara esta noche a cenar.
—Será un honor, capitán.
Taylor escudriñó el rostro de la muchacha, sus ojos habían perdido el temor. Ahora, eran alegres, vivarachos y le otorgaban un aire pícaro que para algunos hombres, y él era uno de ellos, resultaba muy atrayente. En nada se parecía a la anterior esposa del capitán Burke. Había eludido las preguntas, que seguramente la joven quería hacerle sobre el capitán, pero según lo último que supo de él, parecía que el capitán y su esposa no se llevaban bien del todo. Quizá ya no fuera el mismo hombre que él conoció unos meses después de su matrimonio y lamentaría desilusionar a la señorita Henwick.
—Entonces, esta noche a las siete la espero en el comedor.
—Allí estaré —respondió con alegría—. Capitán, ¿mis compañeras cuando subirán a bordo?
—Mañana, esta noche el barco es solo suyo para explorarlo —le dijo, y le guiñó un ojo como haría con una niña.
—Gracias —respondió con una seriedad que cambió su rostro.
—¿Por qué?
—Por salvarme la vida y…
—No diga más —le interrumpió—. Ha sido un placer.
El capitán inclinó la cabeza y se giró para reanudar su trabajo. Vera se protegió el rostro del sol con una mano y se fijó en el vapor que empezaba a salir de las chimeneas. Había leído sobre aquellos barcos. Eran rápidos y por la potencia que alcanzaban pronto se harían con la mayoría de las rutas comerciales. Deseó partir de inmediato, huir de su tío y de los recuerdos. Quería emprender una nueva vida en un lugar distinto y, sobre todo, ser feliz. Pensó que eran demasiados deseos, pero ese día podía permitirse soñar con ello, así que decidió explorar el barco.
A la hora señalada, golpeó la puerta del comedor de oficiales. El capitán y dos de los oficiales se pusieron en pie para recibirla.
—Señorita Henwick, le presento a mi oficial el señor Larry, y mi contramaestre, el señor Maison —anunció el capitán con una formalidad que nunca había visto en él.
El contramaestre la miró sorprendido al comprobar que debía levantar la cabeza para hablar con ella. En cambio, el oficial la observó con descaro, deteniéndose en una parte de su anatomía femenina que la sonrojó.
—Encantada de conocerlos —consiguió pronunciar sin trabarse con las palabras.
Taylor le retiró la silla y la ayudó a sentarse entre el contramaestre y el oficial.
—¿En qué consiste el trabajo de un oficial? —preguntó con interés. También para rehuir la mirada escrutadora de los dos hombres.
El señor Larry se atusó los escasos cabellos rojizos que conservaba. Fijó los pequeños ojos azules con cierta vanidad en los de la joven y contestó:
—Señorita Henwick —dijo con presunción—, un oficial se encarga de organizar el trabajo a bordo, también de la planificación y supervisión de los trabajos en cubierta, entre otras muchas cosas.
—¿Y el trabajo del señor Maison es…?
Al contrario que el señor Larry, el aludido contestó con una respuesta seca y sin retirar los ojos del filete de carne que comía.
—Soy el responsable de la marinería.
—He de decirle, señorita Henwick —añadió el capitán—, que sin el señor Maison la vida en nuestro barco sería un completo desastre.
—Gracias, señor —respondió el contramaestre.
—Espero que su estancia aquí sea agradable —dijo el oficial con una sonrisa.
—Seguro que sí. Además, si al capitán no le importa, me gustaría que me prestara alguno de los libros que mencionó esta tarde.
—¿El de la lengua indostana?
—¿Piensa aprender ese lenguaje de diablos? —interrumpió el contramaestre, y dejó un silencio incómodo en la mesa.
—Quiero hacerlo —respondió Vera sin apartar la mirada de los ojos negros y pequeños del señor Maison—. Entiendo que debo conocer todo lo que pueda sobre un país que pronto se convertirá en mi hogar.
—La India jamás será el hogar de ningún cristiano. —El contramaestre comenzó a hablar como si ninguno de los allí presentes se encontrara en la mesa—. Es un país indigno, incivilizado y cruel, al que tenemos que enseñar un comportamiento adecuado como si de un niño pequeño se tratara. Dios nos ha dado un derecho y un deber hacia las pobres almas infieles que lo habitan. —Maison tenía los ojos encendidos por una pasión desmedida—. Almas pecadoras que gracias al comercio con nuestra amada patria se salvarán de las garras del infierno.
—Señor Maison, pienso que esas pobres almas a las que se refiere, quizá no estén de acuerdo con sus métodos comerciales ni tampoco con sus ganas de ser evangelizadas.
—Son paganos incapaces de ver que la palabra de Dios los librará del pecado —añadió con un fervor enfermizo que incomodó al capitán y al oficial.
—No creo que a la señorita Henwick le interese la opinión de un viejo contramaestre —dijo Larry para apaciguar el carácter fanático y bélico de Maison. Un hombre eficiente en su trabajo pero de trato, en ocasiones, insoportable.
—Se equivoca, señor Larry, me interesa mucho la opinión del señor Maison, sobre todo, al considerar a los habitantes de la India seres inferiores.
Vera había vivido parte de su vida con la sensación de no valer nada, de no ser nada y las palabras del contramaestre la enfurecieron.
—Le aseguro, señorita, que lo son y por muchas razones.
—Todas ellas argumentadas por alguien que se considera superior.
Los ojos de Vera brillaron con intensidad. Escapar de su tío le había devuelto su valentía y nadie volvería a someterla. Su enfado se evidenció aún más en la respiración acelerada y en el rubor que apareció en sus mejillas. El capitán observó la pasión de esa mujer y quiso comprobar hasta dónde llegaría en defensa de lo que consideraba justo. Lanzó una mirada a Larry para que no interviniera. El oficial esbozó una sonrisa cómplice, se dejó caer sobre la silla de forma lánguida y esperó a ver cuál de los dos púgiles saldría ganador. El contramaestre contaba a su favor una dilatada y extensa experiencia en la India junto a una inquebrantable fe en sus palabras. Por el contrario, la señorita Henwick se había nombrado el paladín de los desafortunados. Si tuviera que apostar por alguno de ellos tendría un dilema, así que cogió la copa de vino, tomó un pequeño sorbo y se dispuso a disfrutar de la contienda.
—¡Somos superiores!
—¿Por qué se considera superior, señor Maison? —preguntó con tanto entusiasmo que el color de sus ojos se oscureció—. ¿Qué le hace ser mejor que cualquier otro hombre?
—Señorita, no soy mejor que nadie, pero desde luego sí mejor que cualquier indio.
—Su respuesta es ilógica y diría que atenta contra los principios de Dios que usted tanto defiende. ¿No nos hizo Dios a todos iguales?
Larry alzó la copa en honor de la señorita, había lanzado un golpe directo al mentón del contramaestre. Maison miró al oficial con ganas de estrangularlo. Larry estaba acostumbrado y lejos de acobardarse, encogió los hombros a modo de disculpa.
—Nos hizo, pero esos indios que creen en dioses paganos no son hombres.
—¿Esa es toda la argumentación que va a facilitar para rebatir mi pregunta?
Vera dejó los cubiertos sobre la mesa y bebió un poco de agua.
—No señorita, hay algo mucho peor. —Vera lo miró por encima de la copa, sin comprender—. Nuestros soldados se unen a mujeres indias, aunque es más abominable si una mujer blanca se entrega a uno de esos bastardos y…
—¡Basta! —interrumpió el capitán.
Sabía muy bien qué camino iba a tomar esa conversación. La hija del contramaestre se había casado con un miembro de la casta Vaisyas. Se trataba de un joven educado en Inglaterra, cuya familia no aprobaba, al igual que Maison, el matrimonio entre los jóvenes; ambas perdieron a sus hijos, pero en el interior del contramaestre había germinado un racismo feroz.
Vera guardó silencio. La mirada del capitán le advirtió que no debía contestar. A partir de ese momento, comieron sin pronunciar una palabra. Cuando la cena concluyó, Maison se disculpó y se marchó. Taylor también se retiró y Vera quedó a solas con el oficial Larry.
—Debe perdonarlo —dijo en defensa de su compañero.
—No hay ningún motivo para ello. —Vera cruzó las manos en el regazo.
—Es una historia complicada —dijo.
—¿Por qué?
El oficial había bebido más de lo conveniente y eran pocas las ocasiones en las que podía conversar con una dama.
—Maison gastaba cada penique que ganaba en la educación de su hija, Susan. La alimentaba y vestía como a una auténtica princesa —dijo, y se sirvió otra copa. Le ofreció a Vera, ella denegó la invitación con la cabeza—. Vivía con su tía, una mujer estricta, quién la cuidaba en ausencia de su padre, pero una tarde, asistió al Museo Británico y allí conoció a Akilesh. —El oficial se tomó de una sola vez su copa y se sirvió otra—. Si el viejo me oyera le aseguro, señorita Henwick, que me rompería todos los dientes.
—Señor Larry, ¿qué ocurrió? —preguntó, curiosa.
—Lo inevitable —sentenció con tristeza—. Ambos se conocieron, se enamoraron y se fugaron. Ninguna de las familias hubiera apoyado su amor y decidieron vivir en algún lugar de la India. Algo que el señor Maison no les perdonará jamás.
—De ahí su odio.
—Sí, su odio, su inquina y las ganas de destruir a cualquier indio que se le cruce en el camino.
—Tanto odio es un veneno difícil de digerir.
—Nunca lo ha digerido del todo —dijo el oficial con tristeza al recordar a un compañero mucho más feliz—. Ahora, su objetivo en la vida es dar caza a los amantes para… —El oficial al darse cuenta de que había hablado demasiado se puso en pie—. Si me disculpa, tengo guardia en un par de horas.
—Buenas noches —dijo Vera, pensativa. Cuando Larry abrió la puerta no pudo evitar preguntar—: ¿Para matarlos?
El oficial alzó los hombros en un gesto de ignorancia, pero en sus ojos podía leerse una respuesta. Si el contramaestre Maison encontraba a su hija Susan y a Akilesh, mataría a ambos, aunque eso le llevara a la horca.
Vera se quedó sola en el pequeño comedor pensando en las palabras del oficial Larry. Esperaba hallar un país en el que pudiera ser libre y le habían mostrado una realidad aterradora. Creía que el amor nunca debería ser motivo de odio. Suspiró una vez más y apretó contra el pecho los libros que el capitán le había regalado antes de marcharse. Deseó que su esposo no compartiera las ideas del señor Maison, pero si era de la misma opinión, sería un obstáculo difícil de superar.