Capítulo 6

Nunca había visto tanta sangre.

Su primera reacción fue buscar al capitán Taylor, pero las palabras de Pamela la detuvieron.

—No deben saberlo —le rogó.

Con las manos temblorosas, Pamela intentaba contener la sangre que le bajaba por las piernas. Vera cogió varias toallas y la ayudó a salir de la bañera, parecía a punto de desmayarse.

—Pamela… estás…

—… embarazada. —Los ojos de la muchacha la miraron con terror.

—Tiene que verte un médico —insistió Vera.

—Ellos me devolverán a Inglaterra y no tengo adónde ir —le suplicó.

Su voz se volvió más débil, se tambaleó hacia un lado y Vera la sujetó para que no cayera al suelo. La llevó hasta la cama y a pesar de lo que le había pedido, salió de la habitación en busca del capitán; si había alguien en quien podía confiar, era en él.

En el pasillo, Vera se encontró a varias chicas que habían acudido al oír los gritos y palabras en árabe de la sirvienta.

—¿Qué sucede? —preguntó Melisa.

La joven se había puesto unos lazos en la cabeza que impedían que los rizos se deshicieran. Vera, con rapidez, ocultó las manos manchadas de sangre tras la espalda.

—Pamela ha visto una serpiente y se ha desmayado —fue lo primero que se le ocurrió decir—: La sirvienta ha huido del cuarto cuando vio el animal —mintió.

El resto de las chicas también emitieron pequeños chillidos, asustadas, ante la idea de que hubiera alguno de esos animales en sus habitaciones. Melisa, ajena a la algarabía que las palabras de Vera habían suscitado, elevó una de las cejas con suspicacia.

—¿Dónde vas? —la interrogó sin dejarla pasar.

—En busca del capitán.

La impaciencia la obligó a continuar su camino, pero Melisa se interpuso entre ella y el resto del pasillo.

—¿Por un susto sin importancia? Te creía mucho más valiente. —Melisa se retiró unos pasos y le dejó el camino libre. Al pasar delante de ella, le sujetó el brazo y le susurró—: Eres una mentirosa.

Vera no contestó y se alejó deprisa por el pasillo.

Dos horas más tarde, Taylor trajo al cuarto de las chicas a una vieja comadrona. Era una mujer musulmana que no diría una palabra sobre lo que aconteciera dentro de esa habitación.

—Capitán…, ¿qué le va a pasar a Pamela?

—No te preocupes —dijo, y palmeó una de sus manos con cariño—. Si el bebé, como sospecha Fátima, ha muerto, nadie lo sabrá nunca e iniciará una nueva vida en Meerut.

—Es usted un hombre de gran corazón.

Taylor miró con ternura a la joven por el halago.

—¿Te ha dicho quién es el padre?

—No sabía ni que estaba embarazada hasta esta mañana.

—Tendrá que viajar y temo que no será fácil evitar que las demás se enteren, sobre todo, la señorita Clayton. Esa joven es malvada y no me fío de ella.

—Yo tampoco —dijo sin dejar de mirar a Pamela.

La joven estaba tan pálida que su rostro se confundía con la blancura de las sábanas.

El capitán se marchó con la comadrona y Vera se quedó al cuidado de la enferma. Durante la noche, Pamela empezó a tener un sueño agitado y llamaba a «John». Vera temió que empezara a gritar y despertara al resto de las chicas.

—Pamela… Pamela. —La movió con suavidad.

La joven abrió los ojos y por la extrañeza de su mirada parecía no recordar dónde estaba. Al cabo de unos instantes, descubrió el rostro preocupado de su compañera e intentó sonreír.

—¿Y el bebé? —preguntó.

Vera negó con la cabeza y dos lágrimas rodaron por las mejillas de Pamela.

—Debes beber agua —le sugirió, y le acercó un vaso a los labios.

—Era de John —dijo.

—¿Tu prometido? —preguntó con curiosidad.

—Hasta que su padre… —la chica no pudo continuar, los sollozos hicieron que su cuerpo temblara y Vera la abrazó.

—Tranquila —la consoló, y la meció como a una niña pequeña.

—Quiero contártelo —hipó con los ojos llenos de lágrimas—. Necesito contárselo a alguien.

—Está bien —dijo, pero con voz firme añadió—: Debes beber más agua y esta medicina. La comadrona dice que es necesario si quieres recuperarte.

Pamela se la tomó sin protestar, mientras Vera le ponía un par de cojines tras la espalda. La joven esperó a que acabara e inició la historia.

—Mi padre es el capataz de un terrateniente en el condado de Lincolnshire. Su hijo John y yo nos conocemos desde la infancia y nuestra amistad infantil fue creciendo con los años hasta convertirse en amor —Pamela contuvo con gran esfuerzo las lágrimas antes de proseguir—. Mi padre me advirtió muchas veces de que sir Barlow no aceptaría la unión de su único hijo con la hija de un capataz.

»Como ves, no hice caso a mi padre, ni John tampoco al suyo y nos comprometimos. Al principio, sir Barlow no se mostró entusiasta, pero no se opuso a nuestra unión. Fui una ingenua al creerlo así y un día me entregué a John segura de que pronto sería mi esposo. —Pamela se quitó una lágrima con el dorso de la mano—. No me arrepiento de ello, lo amaba y lo sigo amando. Una semana antes de nuestra boda, sir Barlow requirió mi presencia con el pretexto de que me regalaría un collar que había pertenecido a la madre de John. Acudí sin sospechar que se trataba de una trampa. —Pamela miró al vacío como si estuviera muy lejos de allí—. El padre de John, en compañía de otro caballero, al que no conocía y que me presentó como el futuro suegro de su hijo, me dijo que él ya se había comprometido con la señorita Alison Delaney.

»Negué dicha noticia, John jamás me hubiera engañado y me burlé de sus palabras. Entonces, comprendieron que con esas mentiras no me convencerían de esa farsa y sir Barlow me amenazó con acusar a mi padre de ladrón. Lo llevarían hasta la horca si era necesario. —Vera notó cómo Pamela temblaba—. Me aseguró que si se lo contaba a su hijo ordenaría que una noche asesinaran a mi padre. Les dije que acudiría a las autoridades y ellos se rieron de mí, ¿quién escucharía a una muchacha que se había entregado al hijo de un terrateniente? No podía permitir que mi padre terminara en la horca. Esa misma tarde, rompí mi compromiso con John. —Pamela cerró los ojos para disimular la tristeza—. Durante un tiempo, acudió a mi casa en busca de explicaciones y mi padre cada día le decía lo mismo: había dejado de quererlo.

—Lo siento tanto —añadió Vera a punto de llorar.

—Cuando supe que estaba encinta, comprendí que tenía que marcharme —continuó—. No avergonzaría a mi padre con mi deshonra y no soportaría ver a John casado con otra mujer. Al final, sir Barlow obtuvo lo que deseaba: que él me olvidara.

La joven cerró los ojos y presionó su pecho con uno de los puños con la ilusión vana de que ese gesto aplacase el dolor de perder a su hijo y al amor de su vida. Vera cogió de nuevo sus manos para consolarla otra vez.

A la mañana siguiente, Vera la obligó a tomar un café bien cargado y un pastelillo de la bandeja de dulces que la comadrona había dejado en la habitación. Pamela no protestó, aunque su rostro pálido y enfermizo sería difícil de disimular.

—¿Estás preparada?

—He de estarlo. —Una sonrisa preocupada se escapó de sus labios y se puso en pie.

Las piernas no la sostuvieron y se sujetó a Vera para no caer. El rostro confiado de Pamela se transformó en horror.

—No te angusties. Nadie te devolverá a Inglaterra —le prometió.

No estaba segura de que si se destapaba la verdad pudiera cumplir su promesa. De todos modos, de eso se preocuparía más tarde, ahora lo que necesitaba era lograr que subiera a uno de los carruajes.

El capitán le había contado que recorrerían una distancia aproximada de doscientas cincuenta millas. Sin complicaciones, se tardaba casi cuatro días en llegar, confiaba en que no hubiera ningún retraso en el horario previsto, por el bien de Pamela.

—¡Vamos! —dijo la joven, puso la espalda recta y comenzó a caminar.

Vera observó cómo Pamela apretaba los dientes cada vez que daba un paso. El dolor debía ser insoportable, pero consiguió llegar hasta la puerta. La palidez de su rostro se magnificó cuando se encontró cara a cara con la única persona que la traicionaría si se presentaba la ocasión. Vera se apresuró a ponerse delante de ella para recibir cualquier insulto o comentario descortés.

—Buenos días, Melisa —dijo sin apartar los ojos de los suyos.

Pamela se escabulló y se dirigió hacia donde el resto de las jóvenes tenían orden de esperar al capitán.

—Buenos días —pronunció Melisa, y estiró el cuello para ver la habitación.

No se había tragado ni una palabra sobre la historia de la serpiente. A pesar de haberle ofrecido una baratija a la sirvienta musulmana, no había averiguado nada sobre lo que se traían entre manos aquellas dos.

—Démonos prisa o el capitán se marchará sin nosotras. —Cerró la puerta de la habitación y esperó a que Melisa se dirigiera hacia donde estaban el resto de las chicas.

Vera lanzó un suspiro, pero esa muchacha era una buena rastreadora, había dado con un hueso y no dejaría de husmear hasta desenterrarlo. La voz del capitán hizo que prestara atención a sus palabras.

—Señoritas, sé que están cansadas y lamento no quedarnos más tiempo en esta casa de descanso de la Compañía. Hay un horario que cumplir. —Colocó las manos tras la espalda—. No olviden que sus prometidos están impacientes por conocerlas.

Unos murmullos y risitas se extendieron entre las jóvenes que Taylor tuvo que silenciar con las manos.

—Capitán —dijo Melisa—, ¿cómo viajaremos ahora?

—En unos cómodos carruajes. —El capitán alzó la voz para que todas lo oyesen—. Cuando diga sus nombres sigan al señor Kent. —El aludido levantó el brazo.

Nunca había organizado a las chicas de esa manera, pero esa noche, Taylor había ideado la forma de proteger a Pamela del resto de sus compañeras. Media hora más tarde, todos subieron a los carruajes que los llevarían al canal de Suez. El capitán aseguró que serían confortables y no había exagerado; los asientos estaban almohadillados y eran espaciosos.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Vera a Pamela.

La joven estaba aún más pálida que en la casa de descanso.

—No te preocupes, estoy bien —mintió.

Vera observó que le costaba hablar, ahora sus mejillas se veían sonrosadas por la calentura. No sabía qué hacer y no podía pedirle al capitán que se detuvieran. La comadrona le había aconsejado que bebiese mucha agua, le ofreció la cantimplora y la abanicó con ahínco. Vera se quitó el sudor de la frente. La ropa de lana la sofocaba y estar encerrada en el carruaje no mejoraba la situación. Lanzó un suspiro de desaliento cuando Pamela emitió un quejido. Reanudó su esfuerzo por abanicarla, por ahora, era lo único que podía hacer para aliviar su dolor.

—Gracias —susurró Pamela, y empezó a tiritar.

Ocho horas más tarde, Taylor ordenó detener los carruajes en mitad de un paraje desértico. Solo había una casa de descanso, como él las llamaba, que se asemejaba más a una cabaña destartalada. Varios camellos pastaban alrededor y un pozo aseguraba el agua a sus ocupantes. Vera descendió del carruaje y contempló el atardecer más hermoso que jamás había visto. El sol dotaba de un cálido color caramelo a las dunas de arena. El viento las ondulaba como una gigantesca serpiente que se deslizaba hasta perderse en el horizonte. Después de estirar las piernas entumecidas, buscó con los ojos al capitán. Entonces, Kent, el hombre de confianza de Taylor, apareció a su lado y empezó a quitar el arnés a los caballos.

—No se vuelva —le susurró—. No me hable —comprendió que cumplía órdenes—. El capitán quiere saber cómo está la chica.

—Muy mal —dijo Vera, y se puso la mano en la boca como si bostezara al advertir que Melisa no dejaba de observarlos—, tiene fiebre y casi no se sostiene en pie.

—No se preocupe. Haremos que más de una de las muchachas padezca los mismos síntomas.

Vera se tapó de nuevo la boca con la intención de que Melisa no descubriera que sonreía. Imaginó quien sería una candidata perfecta para lo que se le hubiera ocurrido al capitán.

Dos horas más tarde, Melisa y alguna de sus más allegadas compañeras sufrieron vómitos, fiebre y descomposición. Taylor le guiñó un ojo y ella disimuló con esfuerzo una carcajada.

—Lamento que algunas de las compañeras, como la señorita Pamela Sorwood y la señorita Melisa Clayton, entre otras, padecen el mal de El Cairo —se inventó Taylor—. Es una enfermedad que a veces ataca a los extranjeros. —Un murmullo de voces asustadas surgió entre el resto de las jóvenes no afectadas—. No se preocupen, ya no estamos en El Cairo —añadió a modo de apaciguar los temores de las chicas—. Si no han presentado los síntomas —aseguró el capitán—, no padecerán esa enfermedad.

Los cocheros, en su mayoría de la ciudad, se miraron unos a otros sin entender a qué se refería. Vera contuvo la risa, el capitán Taylor era una buena persona.

Esa noche, cuando todos se retiraron a descansar antes de acostarse le dijo:

—Gracias —y lo besó en el rostro—, me recuerda a mi padre.

—Eso es un gran honor —respondió emocionado.

Su carrera no le había permitido tener una mujer y unos hijos. El afecto de Vera era lo más parecido a lo que sentiría siendo padre, se emocionó al pensarlo y le devolvió el beso.

Alguien más vio el intercambio de cariño al regresar del asqueroso escusado en mitad de la nada y rodeado de gallinas. Melisa dibujó una sonrisa tan aterradora como vengativa.

Durante los tres días siguientes, ni Melisa, ni ninguna de sus amigas, se interesaron por Vera o Pamela; se encontraban tan indispuestas que, incluso el capitán, reconoció que se compadecía de las jóvenes. Pamela, a pesar de su debilidad, había dejado de tener fiebre.

El día en que llegaron al canal, Vera experimentó una sensación de libertad totalmente desconocida. Contempló cómo el Nilo se extendía hasta confundirse con un cielo de color azul intenso y brillante. Admiró las aguas azules que desafiaban con conquistar a las arenas doradas que llegaban hasta la orilla. Varias barcas, que Taylor le había dicho que se llamaban fáluas, navegaban en el río como mariposas con las alas replegadas. Vera observó en la lejanía casas de adobe, huertos y palmeras que separaban la orilla del río de la tierra desértica. También, el vuelo majestuoso de las grullas que abandonaban sus nidos ocultos entre los juncos que crecían en las orillas del faraónico río.

Taylor ordenó a la tripulación de El Alexander, el barco que las llevaría hasta Bombay, que se ocuparan del equipaje y acompañaran a las mujeres hasta sus camarotes. Sin embargo, la travesía se convirtió para los marinos en una pesadilla. La mayoría de las chicas estaban mareadas, el resto eran incapaces de comer y ninguna, excepto Vera, abandonaba su camarote. La joven ayudó a todas, salvo a Melisa, que se negó a recibir sus atenciones, a recuperarse de las náuseas con la receta que el capitán aplicaba a los jóvenes grumetes: manzanas verdes y té. En el fondo, se alegró de que Melisa rechazara su ayuda. Entre ambas había surgido una antipatía incapaz de solventarse.

Tres semanas más tarde, aún disfrutaban de una travesía plácida, los vientos eran ligeros y la temperatura suave. La mayoría de las jóvenes se atrevieron a salir de sus opresivos camarotes y cubrieron la proa del barco con multitud de sombrillas de encaje.

Vera había madrugado y escogió un lugar alejado donde leer uno de los libros del capitán. El lugar estaba situado encima de la proa y escuchaba a los que paseaban debajo.

—No soporto la arrogancia de esa muerta de hambre —escuchó decir a Melisa.

Vera imaginó de quién hablaba y seguía sin entender la animadversión de esa chica hacia ella.

—Parece inteligente —contestó su compañera.

—No seas estúpida —dijo Melisa de malos modos—. Ningún hombre quiere una mujer inteligente.

—Bueno, quizá…, el capitán Burke no piense igual.

—Ninguno va a querer a una mujer tan poco atractiva —insistió, fastidiada por las palabras de su compañera—. ¿Te has fijado en su estatura? Es tan alta que la mayoría de los marineros tienen que levantar la cabeza para mirarla.

—Sí, pero el capitán parece alto.

—¿También te parece normal el tamaño de sus pechos? ¡Por favor! Ni ese endeble corsé los mantiene en su lugar; es como una vaca a punto de ser ordeñada.

—Supongo que el corsé le queda pequeño y no tiene mucha ropa.

—Eso no lo dudes —reconoció Melisa—, se ha puesto los mismos vestidos de lana durante todo el viaje.

—No todas disfrutamos de tu misma suerte —dijo con cierta maldad su compañera.

—No, eso es cierto, mi último amigo fue muy generoso conmigo.

—Imagino que omitiste esa información a la señora MacKalegan.

Unas risitas surgieron de las dos mujeres.

—Creo que cuando nuestra perfecta señorita Henwick se encuentre con el apuesto capitán Burke seguro que pide una devolución por novia defectuosa.

Las mujeres se marcharon riendo a carcajadas poco discretas en unas damas. Vera estaba acostumbrada a los insultos, sin embargo, la alusión a su vestuario la había humillado lo suficiente para no asistir esa noche a cenar con el capitán.

Unos golpes en la puerta le hicieron dejar el libro que estaba leyendo.

—Soy el capitán Taylor —dijo una voz al otro lado de la puerta.

—Capitán —respondió al abrir.

—Me ha sorprendido que no acudiera a cenar, ¿está enferma?

El rostro de Taylor mostraba preocupación y Vera no fue capaz de mentirle.

—No, estoy bien, pero no me apetecía cenar en compañía de las chicas.

—¿Alguna en concreto? —Guiñó un ojo con picardía.

Vera sonrió. El capitán era un auténtico demonio marino. Durante la travesía había comprobado que Taylor tenía un carácter bondadoso, además de poseer un gran corazón. Pocos eran los hombres que había conocido con tales características y sentía un sincero aprecio por él.

—Ya sabe quién es —aseveró avergonzada.

—A lo largo de su vida se cruzará con muchas personas como ella, no puede esconderse. De todos modos, he traído provisiones. —Sacó del bolsillo una manzana y una petaca.

—Le acepto la manzana…

—La petaca es pura medicina, mi querida señorita Henwick —la interrumpió.

—¿Medicina?

—Le levantará el ánimo y la voluntad.

Vera no imaginó cuánta razón tenía. A la mañana siguiente, sentía el corazón más fuerte y la tristeza había desaparecido y, también, padecía un fuerte dolor de cabeza a causa del ron jamaicano que bebía el capitán. Se vistió y salió a proa; la brisa la despejó. Al cabo de unos minutos, apareció Melisa. La joven paseaba del brazo del oficial Larry y coqueteaba con él de una forma descarada. Fijó los ojos en Vera y le preguntó a su compañero.

—¿Señor Larry, qué opinión tiene de las mujeres como la señorita Henwick?

El oficial ignoraba que Vera escuchaba esa conversación.

—Carezco de una opinión —contestó para complacerla.

—No sea tan galante —le regañó ella con una voz tan melosa que derritió el corazón del oficial.

—Un caballero nunca hablaría de una dama —respondió el oficial, incómodo, por su insistencia. Melisa posó la suave mano en su pecho, hizo una bajada de pestañas estudiada que lo animó a continuar hablando—. No es tan bella como usted, ni tan delicada ni tan seductora. No conquistará el corazón de un hombre ni su deseo, pero es inteligente, apasionada y defenderá a los que ama hasta las últimas consecuencias.

Esa apreciación no le agradó a Melisa e intentó un nuevo ataque. Fijó los ojos en Vera mientras la joven permanecía inmóvil detrás del oficial.

—¿Cree de veras, después de lo que me ha contado sobre el capitán Burke, que se contentará con una mujer como ella?

—No lo sé… —dudó el oficial—. Burke siempre amó a su bella esposa, según nos contó Taylor. Una vez coincidieron en Nueva Delhi, en una de las fiestas del gobernador. El capitán Taylor también es escocés, como el capitán Burke, así que entablaron amistad. En ese momento, Burke solo era un muchacho recién llegado a la India. Pero, su esposa, en Nueva Delhi era considerada una mujer con clase, tan distinguida como usted e igual de bella. El capitán Burke la amaba con verdadera devoción y locura —luego con tristeza, añadió—: Siento compasión por la señorita Henwick.

—¿Por qué, mi querido señor Larry? —preguntó con malicia.

—Porque, según el capitán, ese hombre jamás amará a nadie más y la señorita Henwick tiene buen corazón.

—Un buen corazón no gana el amor de un caballero.

—Quizá tenga usted razón, señorita.

—¿Señor Larry, me acompaña a dar un paseo?

—Desde luego. —El oficial le ofreció el brazo y ambos se alejaron.

Vera se clavó las uñas en las palmas de la mano. Recordó las palabras del capitán e intentó ser fuerte, pero el pánico se apoderó de ella. Solo tenía un buen corazón y si eso no le bastaba a su esposo, no disponía de nada más para convencerle.