Capítulo 21
Bashi y un grupo de sirvientes recibieron al sahib Burke en el porche como le gustaba a la difunta memsahib. Ese despliegue de ostentosidad y servilismo desagradaba a Burke. Vera parecía cohibida con las arraigadas costumbres del viejo sirviente. Bashi se inclinó ante el capitán, el resto de los criados siguió su ejemplo y, disimuladamente, obvió hacer la reverencia a Vera.
—¿Han tenido buen viaje? —preguntó.
Vera asintió disgustada, por mucho que lo intentara, ese hombre no le agradaba y ella a él tampoco. Ahisma la siguió como un cachorro asustado. No había dormido en toda la noche y la joven no dejaba de sobresaltarse con cada ruido que oía o desconocido con el que se cruzaba.
—Ahisma, por favor —le dijo—, sube a mi habitación. Necesitas descansar.
—No puedo, memsahib, Maan Chandra haría que regresase.
—No discutas —le ordenó con cariño—. Ahí nadie te molestará —luego, le susurró— estarás segura, te lo prometo.
Ahisma juntó las manos e hizo una inclinación de agradecimiento; después se retiró ante la mirada atenta de todos los presentes. Owen no dijo una palabra, se dirigió a la biblioteca y se encerró allí. Vera no lo siguió, ahora lo importante era proteger a Ahisma de Maan Chandra; no el comportamiento incomprensible de su esposo.
—Narayan —dijo—, quizá si convenzo al capitán de que la compre. Él… —a Vera le costaba mucho continuar. La relación que Owen mantenía con Ahisma le dolía tanto al cipayo como a ella. Pero debían salvar a la muchacha de un destino mucho peor que ser la amante reconocida de su esposo. Estaba dispuesta a la humillación pública si con ello la salvaba de Maan Chandra.
Esperaba que el cipayo fuera más colaborador que el capitán. Burke había huido del problema como una rata de un granero en llamas.
—¡No! —contestó Narayan con tal rotundidad que amedrentó a Vera—. Yo me encargaré de solucionarlo. —El soldado inclinó la cabeza a modo de despedida.
Narayan no permitiría que el capitán Burke fuera el dueño de Ahisma. Verla a disposición de alguno de esos hombres le atormentaría, aunque agradecía el buen corazón de la memsahib.
—Confío en usted —terminó por decir al ver que su rostro recuperaba la calma.
El dolor punzante del pie le recordaba todo lo sucedido y tuvo la sensación de que la relación con Owen había empeorado aún más. Subió las escaleras cojeando y entró en el dormitorio. Ahisma se había dormido hecha un ovillo a los pies de la cama.
Narayan barajó la posibilidad de comprar a la muchacha. Maan Chandra la vendería por un buen precio. Había ahorrado el salario de cinco años, porque pensaba adquirir un trozo de tierra de cultivo cerca de su pueblo natal. Solo esperaba que fuera suficiente para esa vieja alcahueta. En el camino al Bibighar se dijo que cuando fuera el dueño de Ahisma el capitán Burke no se rebajaría a pelear por una mujer mestiza y, menos aún, oponerse al hecho de que Narayan la hubiese comprado. Golpeó la puerta de la entrada y aguardó con impaciencia unos segundos, entonces un sirviente abrió.
—¡No, no! —le gritó casi empujándolo para que se marchara—. Solo burras sahibs.
—Vengo a hablar con Maan Chandra sobre Ahisma.
El sirviente, un anciano con un dhoti blanco que dejaba ver unas esqueléticas piernas de color canela, le señaló la puerta de atrás. Narayan se resistió a obedecer, pero se tragó el orgullo y se dirigió a la puerta que le indicaba el criado y que era la entrada a las cocinas. Allí, la mujer lo recibió con un claro gesto de desagrado.
—Maan Chandra…
—¿Dónde está Ahisma? —interrumpió, furiosa.
La mujer sentó sus grandes posaderas en una pequeña butaca que un sirviente se apresuró a poner tras ella. Frunció el ceño ante la osadía que ese inglés tenía enviando a un lacayo a dar explicaciones.
—Quiero comprarla —dijo sin más Narayan.
—¿Tú? —la mujer rio, y sus palabras calmaron la rabia que el cipayo le provocaba—. ¿Para qué quieres tú una flor mestiza?
—Eso no es asunto suyo —dijo con acritud Narayan.
Maan Chandra no era estúpida y conocía a los hombres como conocía su propio cuerpo.
—¡Oh! Ya veo, ya veo… —dijo, y luego continuó—. Le has entregado tu corazón —su risa fue como una bofetada.
—¿Cuánto? —preguntó Narayan, e ignoró sus palabras.
—Más de lo que tú puedes pagar —. Maan Chandra se puso en pie.
—¿Cuánto? —insistió de nuevo Narayan.
Su tenacidad hizo que la mujer evaluara la oferta y que decidiera divertirse un poco a costa de ese palurdo soldado.
—Muchos anna de cobre, aunque no tantos como los que puedo sacar a un capitán.
Narayan tensó la mandíbula al oír lo que le decía.
—¿Quién más quiere comprarla?
Maan Chandra se quitó las migajas que le habían caído sobre el regazo antes de responder. La espera denotaba cierta maleficencia hacía el soldado.
—Burra sahib Zacarhy —después con un gesto que revelaba lo que estaba disfrutando por la desesperación del cipayo añadió—: Esta tarde cerraremos el trato.
Narayan apretó los puños, conocía la fama del capitán Dunne, también qué le esperaría a Ahisma. Sin pronunciar una palabra, salió del Bibighar con dirección al acuartelamiento.
Narayan no pensaba con claridad, imaginar a Ahisma en posesión de ese inglés le revolvía las entrañas. Debía convencerle de alguna manera, pero la fama del capitán era la de un inglés implacable que trataba a los hindúes y musulmanes como a perros. Regresó a casa del capitán Burke, quizá la memsahib lo convenciera. Bashi le dijo que la esposa del capitán había salido y sintió un escalofrío. Apenas quedaba tiempo para impedir que Dunne cerrara el trato.
—Señor —dijo un muchacho al que el capitán Burke encargaba algunos recados—. ¿Sabe dónde se encuentra el capitán Dunne? El sahib Burke me ha ordenado que le haga saber que debe ir a la oficina del coronel Murray de inmediato, pero nadie lo ha visto.
—Yo lo buscaré y le daré el recado.
El chico dudó un instante, sin embargo, el rostro del cipayo lo disuadió de oponerse. Narayan no estaba seguro de empeorar las cosas para Ahisma, pero no sabía qué más hacer. Después de averiguar dónde se encontraba Dunne, Narayan fue a su encuentro. Zacarhy y un grupo de compañeros estaban haciendo prácticas con los nuevos fusiles en un pequeño campo cercano. Esperó a que terminara de disparar y pidió permiso para hablar.
—Capitán Dunne, aquí tiene una nota del capitán Burke.
—Gracias, sargento.
Se giró y le dio la espalda al cipayo, este no se movió y el resto de amigos del capitán lo ignoraron.
—¿Desea algo más, sargento? —Se bajó la manga de la camisa y se puso la chaqueta del uniforme.
—Quisiera hablar con usted —dijo, después de un instante de duda— a solas.
Zacarhy miró a sus compañeros y después a Narayan.
—Son mis amigos —con un gesto señaló a todos—, lo que tengas que decirme hazlo delante de ellos.
Narayan se sentía mortificado por hablar de una mujer delante de esos oficiales ingleses, pero consideró que era un sacrificio nimio si al final conseguía quedarse con Ahisma.
—Capitán, usted ha presentado una oferta de compra sobre una mujer del Bibighar.
—La mestiza —dijo Zacarhy con una clara intención despreciativa.
—¿Piensas comprar una esclava? —intervino uno de sus amigos.
—Tendrías que verla. Seguro que cuando me canse de ella desearás probarla.
Narayan aguantó las ganas de lanzarse sobre el capitán. Las horas de entrenamiento y el hecho de que debía conseguir la propiedad de Ahisma le hizo mantener la sangre fría.
—Sí, la he comprado —afirmó, mientras bebía de una botella que uno de los oficiales le lanzó.
—Maan Chandra me ha confirmado que la compra no se ha realizado, solo le ha dado su palabra y quizás no se cierre el trato —puntualizó Narayan.
Las palabras del cipayo provocaron en Zacarhy un sentimiento de rabia ante la prepotencia de ese perro negro. Todos guardaron silencio hasta que uno de los compañeros de Zacarhy dijo:
—¿Piensas hacer lo que este asqueroso indio te diga? Quiere a la mestiza para él.
—Eso no lo podemos permitir —dijo Zacarhy, y en su rostro surgió una sonrisa amenazadora.
—Le ruego —le pidió Narayan, e ignoró el talante beligerante del capitán— que lo tome en consideración.
—¿Por qué? —Zacarhy cruzó los brazos sobre el pecho y añadió—: Un hindú como tú, de una casta muy superior a la de esa chica, no debería mezclarse con alguien como ella. —Sus palabras eran un recordatorio de sus dudas y por ello le causó más irritación.
El capitán clavó los ojos en Narayan, sabía muy bien la respuesta. Zacarhy quería escucharla de sus labios con la única intención de humillarle.
—Porque… —Narayan miró con odio a los ojos del capitán—, quiero casarme con ella.
Todos emitieron una carcajada.
—Por supuesto, amigo —dijo Zacarhy, y le golpeó de forma amistosa el hombro. El corazón de Narayan se llenó de esperanza—. Cuando haya gozado de ella un par de meses y mis amigos también, cásate, será toda tuya. Pero, antes, disfrutaremos un poco contigo.
Narayan había visto una mirada de deseo en el capitán Dunne, pero sus compañeros no detectaron la sutileza de las palabras y se lanzaron contra él, como una manada de lobos. Narayan se removió con fuerza y consiguió darle al capitán un puñetazo en el estómago, pero fue reducido por los compañeros de Dunne.
—Lamentarás lo que has hecho —le amenazó sin dejar de golpearle—. Te juro que tu asquerosa mestiza pagará tus errores.
—¡Te mataré si le pones una mano encima! —Narayan escupió al capitán y este le propinó un golpe que lo dejó inconsciente.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó uno de ellos—. ¿Piensas matarle?
—No, antes me divertiré a costa de su sufrimiento.
Todos emitieron carcajadas de satisfacción. Zacarhy lo habría matado, pero prefería hacerle sufrir con la mestiza y por qué negarlo, ese hindú le gustaba. Pensar que doblegaría a un hombre tan orgulloso como él, le excitaba y sería un juego del que no había disfrutado desde hacía mucho tiempo.
Ángela empezaba a lamentar haber concedido su amistad a una joven como Melisa Clayton. Tras la fachada de dama encantadora se escondía una chica criada en el barro y no quería relacionarse con nadie de esa calaña. Le había costado mucho conseguir olvidar el pasado y esa muchacha se lo recordaba constantemente con solo su presencia.
—Querida —le dijo—, lamento que mañana me será imposible tomar el té contigo.
Ángela hizo un gesto al niño que la abanicaba con una hoja gigante de palmera y este se apresuró a obedecer, moviéndola más deprisa.
—¡Oh! Qué inconveniente —se apresuró a decir Melisa—. Quería tu consejo sobre un asunto delicado.
Ángela se incorporó del sillón de mimbre en el que permanecía tumbada y prestó atención a la joven con un renovado interés.
—¿Qué asunto? —la incitó hablar.
—Sobre la señora Burke.
Melisa sabía que Ángela era la amante del esposo de esa mojigata y utilizaría cualquier medio a su alcance para no perder la amistad de la esposa del coronel. Se sentía decepcionada, no soportaba a su esposo, no soportaba ese sitio perdido de la mano de Dios y por no soportar, no soportaba a esa impuesta reina que se creía Ángela Murray. El problema era que ella quería estar justo al lado de la realeza, aunque fuera disfrazada de arpía y actriz de segunda exiliada en aquel apestoso lugar. Y Vera le proporcionaría la excusa perfecta. Averiguar que su esposo no era más que un segundón que ni siquiera era capaz de comportarse en público por su afición a la bebida; un cobarde que prefería dejar que los demás ascendieran, la había decepcionado de tal forma que lo aborrecía cada día más. Dormían en habitaciones separadas y no aguantaba su presencia, salvo en algún evento social.
—¿Qué ocurre con ella? —preguntó Ángela con fingida indiferencia.
—Durante nuestro viaje, la señora Burke mantuvo una amistad muy estrecha con el capitán Taylor.
—¿Amistad?
—Sí, ya me entiende, una noche… —dijo, y le susurró a Ángela—, la vi besar al capitán. —Melisa tuvo la sensatez de omitir que fue un beso en el rostro y que parecía más el que daría un padre a su hija.
—¿De verdad? —Ángela se obligó a contener la alegría.
—Sí, además gozaba de ciertos favores que el resto de nosotras no disfrutábamos.
—¿Cómo cuáles?
—Disponía de un carruaje propio, siempre tenía las mejores habitaciones y nunca asistía al comedor, sino que le servían la comida en el camarote.
—Vaya… ¿alguien más puede verificar lo que dices?
La señora Murray quería más que su palabra si pensaba utilizar esa información.
—Solo yo los vi, pero le aseguro que lo juraría sobre la Biblia si fuera necesario.
—Claro —asintió, complacida—, si fuera necesario —repitió Ángela casi para sí misma.
Después de despedirse y prometerle que le haría un hueco para tomar el té al día siguiente, escribió una nota a Burke. Tenía que verle y contarle que su nueva esposa no era tan pura como todo el mundo pensaba.
Burke se había encerrado en la biblioteca, porque no soportaba la mirada de reproche de Vera ni tampoco la de desprecio de Narayan. Ninguno de ellos imaginaba lo que suponía actuar con una total indiferencia ante una injusticia, cuando hubiera impedido a cualquier precio que Ahisma regresara al burdel en contra de su voluntad. Decidió que a pesar de lo que pensara Vera de él, la misión era más importante, así que empezó a escribir la carta para Shorke. Debía comunicarle que el encuentro con Nasher había sido un desastre, pero unos golpes en la puerta le detuvieron de seguir escribiendo.
—Adelante, ¿qué sucede? —preguntó Burke cuando Bashi entró en la habitación.
—Burra sahib, una nota de la esposa del coronel Murray.
Burke cogió la nota y con un gesto despidió a Bashi, cuando cerró la puerta leyó la carta y no le gustó que esa mujer le exigiera, en un tono imperante, verle. No era su esclavo y aprendería que no acudiría como un gato en celo cada vez que ella lo llamara, arrugó la nota con furia y se tomó su tiempo en terminar de escribir la carta del mayor.
El esposo de Ángela seguía en Nueva Delhi y, por lo que se rumoreaba, estaría bastante tiempo.
Una sirvienta lo condujo a la habitación de la memsahib, esta vez, Ángela no lo esperaba envuelta en gasas transparentes. Estaba sentada ante el tocador y se cepillaba el cabello.
—¿Deseabas verme? —preguntó Owen con cierta acritud que no pasó inadvertida a su amante.
—Debemos hablar de un tema delicado.
—¿Delicado?
—Siéntate, por favor —le indicó la butaca rosa que había en la habitación. Owen así lo hizo—. Es relacionado con tu esposa.
—¿Mi esposa?
—¡Dios!, sí, tu esposa. —Se puso en pie y dejó el cepillo con fuerza sobre el tocador—. Esa mojigata que nos ha engañado a todos fue la amante del capitán Taylor.
Owen no daba crédito a lo que oía, ninguna mujer disimularía tan bien la inexperiencia que había notado en Vera al besarla.
—¿Qué prueba tienes? —se obligó a preguntar.
—Un testigo que juraría sobre la Biblia que es cierto.
Owen se pasó las manos por el pelo en un gesto ansioso. Su nueva esposa era tan mentirosa como Margaret y, como ella, también le había engañado. No entendía por qué le afectaba tanto. Había creído ver una inocencia que le impedía comportarse como un bastardo. Y descubría que la señorita Henwick era una arpía manipuladora como lo fue Margaret y como lo era Ángela.
—Gracias por decírmelo —dijo con la voz tan acerada que Ángela imaginó cuáles serían las consecuencias para la esposa de Burke.
—Para eso están los amigos y…
—… las amantes —terminó la frase Owen.
Ángela sonrió. Él se acercó a ella y la besó sin delicadeza en los labios. La mujer sintió que había ganado una batalla, aunque no la guerra. La señorita Henwick se llevaría una grata sorpresa cuando se enterara de que todos conocían su aventura con el capitán Taylor.
La señora Murray se apartó de Owen con mucho esfuerzo. Le habría gustado que el capitán pagara su frustración con ella. Aún recordaba lo que había disfrutado la última vez, pero tenía invitados a los que recibir y atender.
—Estoy esperando una visita.
—¿A quién esperas? —preguntó, mientras intentaba controlar la ira que bullía en su interior.
—A un grupo de mujeres histéricas que están preparando sus vestidos para la cena del gobernador.
—Entonces —dijo entre enfadado por su rechazo y aliviado por no tener que acostarse con ella—, no te entretengo más. —Burke le besó la mano y se alejó con los puños apretados.
Esa noche, tendría una conversación con su mentirosa y virginal esposa.
A Vera la compañía de Ahisma la distrajo lo bastante para soportar el calor y la ausencia de Owen.
—Un baño le vendría bien y le bajaría un poco la inflamación del pie —le aconsejó.
En el baño, había una enorme bañera de bronce que ocupaba el centro del cuarto. En todas las habitaciones la presencia de Margaret era tan clara que, en alguna ocasión, creía haberla visto como si se tratara de un espectro. Allí, su existencia era más intensa, porque todo era femenino, excesivamente recargado, bello y frío; como la personalidad de esa mujer. También, como una sombra, su fantasma le susurraba al oído que no le pertenecía esa casa ni tampoco el capitán. Ahisma le soltó el cabello y se lo extendió fuera de la bañera para que no se mojara; la joven se colocó una toalla sobre los ojos. Vera se sentía flotar cuando la espuma la rodeó como una nube blanca. El sonido de las ranas y las manos de Ahisma masajeándole la nuca la adormilaron. Burke abrió la puerta e indicó a la mestiza que se marchara o lamentaría su desobediencia.
Vera seguía sin ver nada, pero notó que la presión en la nuca era un poco más fuerte, haciendo pequeños círculos que consiguieron que olvidara sus preocupaciones y estirara las extremidades con una languidez casi lujuriosa. Nunca hubiera imaginado que las manos de una mujer le causarían tanto placer y ese pensamiento la perturbó.
Burke observó a Vera debajo del agua, algunas partes de su cuerpo permanecían ocultas por la espuma, otras, se mostraban ante sus ojos tan visibles como tentadoras. Deseó poseerla en ese instante a pesar de tratarse de alguien tan falsa.
—Ahisma, tenías razón, el baño es muy relajante, pero ya es hora de salir de la bañera.
Una de las manos de Burke se posó sobre su hombro y el cuerpo de Vera se tensó como un resorte. El pavor de comprender quién estaba a su espalda la obligaba a incorporarse.
—No te muevas —pidió Owen con una rudeza carente de toda calidez.
Vera se reclinó, de nuevo, sobre la bañera de metal y avergonzada se cubrió los pechos con una mano y la entrepierna con la otra. Burke la odió mucho más por esa pose de recato impuesta que no era de ningún modo cierta en una joven que ya se había entregado a un hombre.
—¿Qué quieres? —preguntó con recelo.
En ese instante, en la mente de Vera se entremezclaban, por igual, el temor y la excitación.
—Hablar con mi inocente esposa.
Vera sintió que la palabra la pronunciaba con un tono de voz mucho más ácido.
—¿Sobre qué?
La mano de Owen descendió por su hombro izquierdo y recorrió su brazo. En el trayecto hasta la mano, las yemas de los dedos de su esposo dejaron en su piel un hormigueo que hizo que el estómago de Vera se encogiese. La sujetó de la muñeca y colocó el brazo en el filo de la bañera, de ese modo, pretendía que no se moviera. Vera miró alarmada cómo la espuma desaparecía. Entonces, sus mejillas enrojecieron, aún más, al imaginar que Owen se diera cuenta de que nada la ocultaba de su vista.
—Sobre tu viaje.
Burke, de nuevo, recorrió la distancia que había entre su hombro y la mano derecha repitiendo la misma tortura. Era un suplicio que Vera resistió con estoicismo, aunque su cuerpo la traicionó. No pudo controlar lo que él le provocaba con solo acariciarla. Burke no era inmune a las reacciones de Vera, pero había intentado comportarse con dignidad con ella y resultaba que esa embustera criatura era tan farsante y arpía como Margaret. Le retiró el cabello y besó la piel húmeda del cuello, su olor a vainilla seguía influyendo en él, quería tomarla allí mismo, quería demostrarle que él no era el capitán Taylor ni ningún otro y tampoco un títere en manos de una mujer.
Mientras en la mente de Owen sucedían todos estos pensamientos, Vera se sentía expuesta y se aferraba al filo de la bañera como si su vida dependiera de ello. El aliento de Owen en su cuello era más de lo que podía resistir y emitió un gemido que provocó en el capitán una sensación de victoria. Así que no era inmune a sus encantos, de esa forma el triunfo le sabría más a gloria.
—¿Qué quieres saber?
Vera hubiera querido verle el rostro. Su comportamiento parecía cálido y seductor, aunque su voz decía otra cosa. Burke no respondió, rodeó su cuello con las manos y le acarició el mentón. Owen recorrió con el pulgar los labios entreabiertos de Vera. Esa caricia provocó en la joven que se relajara de nuevo. Owen, con una enervante lentitud que a punto estuvo de hacerle perder la cordura, bajó muy despacio las manos hasta sus pechos. Vera intentó girarse.
—No, no te muevas.
Esta vez, las palabras sonaron duras y sintió que si no le obedecía las consecuencias serían mucho peor que unas palabras desagradables.
—Tu amistad con el capitán Taylor —dijo.
Burke estaba a punto de olvidar a Taylor y sus intenciones, cuando el pulgar presionó la areola oscura y excitada del pecho de Vera. El cuerpo de ella se tensó y el de Burke mostró que estaba preparado para iniciar una lucha mortal cuyo campo de batalla no sería otro que el cuerpo de su esposa. Se resistió una segunda vez. No estaba seguro de cuánto aguantaría, pero prefirió estudiar el terreno que se abría ante sus ojos y abandonó la posición que había tomado para continuar su recorrido hacia el ombligo.
—Era un hombre bueno… que me salvó de un destino horrible… —balbuceó entre gemidos Vera sin saber muy bien qué le preguntaba ni qué había respondido.
Vera sintió que de nuevo su cuerpo se revelaba y perdía la voluntad de mantenerse firme ante la tenacidad de Owen. En ese momento, era incapaz de hablar con coherencia ni de pensar con claridad. Encogió los dedos de los pies y se dejó llevar por esas maravillosas sensaciones. Por instinto, siguió aferrándose al borde de la bañera.
—¿Y se lo agradeciste?
Burke había avanzado hasta un punto en el que no podría detenerse, pero las batallas se ganaban peleando, así que descendió hasta sus muslos y Vera presintió que algo intenso y grato estaba por llegar. Su cuerpo se entregó a las caricias de Owen como si no le perteneciera.
—Por supuesto… yo… —suspiró cuando Burke le abrió las piernas.
—¿Cómo? —preguntó Burke, con un leve roce que la llenó de placer inhumano.
Vera despertó de esa sensación fascinante que su esposo había creado y comprendió el veneno que escondían esas palabras.
—Si sugieres algo indecoroso estás muy equivocado —aseguró y se giró furiosa. El rostro de Owen dio a entender que no la creía.
Ese instante, en el que ambos casi olvidaron quienes eran y, solo se habían entregado a la pasión, comprendieron una verdad aterradora: Burke pensaba de ella que era una zorra embustera; Vera, un bastardo cruel, incapaz de ver que también existían hombres con principios en el mundo, como el capitán Taylor. Pero la excitación de Burke había superado los límites, al igual que su paciencia, Owen la sujetó de los hombros y la sacó a la fuerza de la bañera. Vera estaba tan asustada como excitada. El capitán, durante unos segundos, perdió el habla ante la desnudez de su esposa. Observó la blancura de su piel y las formas redondeadas y cálidas que se exponían ante él y que había tocado y deseaba acariciar mucho más. Vera alzó el mentón, el pelo le cubrió los pechos, y Owen apreció en ella a una lady Godiva.
—¡Suéltame! —le gritó, enfurecida, pero él desoyó su mandato.
Estaba a su merced, pero no la acusaría de ser una embustera ni de entregarse a alguien tan honorable como el capitán Taylor.
—Contesta. —La zarandeó para que dijera las palabras que quería escuchar. Ante el silencio de Vera, la soltó como si le repugnara su contacto.
Burke no comería la manzana que esa Eva le ofrecía y no olvidaría a lo que había ido a hacer allí. Pero no estaba seguro de cumplir el voto de castidad que había jurado no quebrantar cuando entró en el baño al ver cómo el agua resbalaba por el cuerpo de su esposa. Vera observó la forma en que la miraba, y la excitación se convirtió en rabia y la rabia suplantó a la humillación.
—¡Cómo te atreves a pensar mal del capitán Taylor! —gritó, mientras la recorría con la mirada.
Desnuda y con aquellos ojos verdes lanzando destellos de odio ya no estaba tan seguro de querer desprenderse de esa mujer. Su cuerpo le reclamaba convertirla en su verdadera esposa. Burke respiró una vez con profundidad y escuchó lo que tuviera que decirle.
—Jamás vuelvas a pensar nada indecoroso de un hombre al que quiero como si fuera mi padre.
Owen evaluó su respuesta y quiso creerla, pero no pudo hacerlo. Margaret se había encargado de que no creyera a ninguna mujer. Sentía cómo el olor a vainilla de Vera lo envolvía en un abrazo sensual. Habría querido tocarla, aunque los ojos de ella le advirtieron que antes se dejaría torturar con aceite hirviendo a permitir que él le pusiera una mano encima. La había insultado y no se lo perdonaría con facilidad.
—¿Me das una toalla? —pidió, y alargó la mano a la espera de que se la entregara. Esta vez, fue consciente del poder que ejercía sobre el capitán.
—Sí…, yo… —Owen balbuceó.
—No digas nada —le ordenó con rotundidad—. Márchate.
Vera se envolvió con rabia en la enorme toalla cuando se quedó sola. Había visto cómo la había mirado y no era como a una niña; tampoco con aprecio, al considerarla una cualquiera. No había disimulado que la deseaba, quizá tuviera una oportunidad para que su matrimonio funcionara. Aún no era su esposa y una de las cláusulas establecía que cualquiera de los cónyuges podía anular el matrimonio si no se consumaba. Decidió que no se arriesgaría a volver a Londres; haría lo que fuera necesario para no regresar a casa de su tío.
Al día siguiente, no vio a Owen hasta la hora de la cena. En esas horas en las que estuvo sola, sin otra cosa en qué pensar, salvo en él, decidió que visitaría a la hija del capitán. El corazón le pedía salvar a la pequeña de manos de esa mujer que no cuidaba a la niña como era debido. Estaba muy delgada y Ahisma le confesó en un instante en que el aya había salido fuera de la choza que dormía a la niña con opio. No solo era la suciedad, la dejadez o el hambre, sobre todo, era la soledad. Vera conocía, desde la muerte de sus padres, qué era criarse sin amor y no se lo deseaba a nadie.
—¿Por qué está tan delgada? —preguntó Vera al aya.
El sari de la mujer mostraba unas manchas en la pechera y en el bajo de la falda.
—¡Contesta! —insistió Vera.
La mujer la miró con hostilidad, pero no era estúpida y bajó los ojos en señal de respeto.
—El sahib no paga mucho…
—¡No mientas! —intervino Ahisma.
Había oído comentar a los sirvientes que Bashi llevaba el pago al aya todos los meses, tal y como había ordenado el sahib Burke.
—Si esta niña no recibe la atención que merece la haré responsable —le advirtió— y lo pagará caro.
El aya optó por una posición sumisa y callada. Cuando vio alejarse a la inglesa y a esa puerca mestiza se dirigió a donde yacía la niña.
—¡Inglesa bastarda!
Esperaba algún día sacar tajada de ese secreto. La primera esposa del capitán había acudido a ella para matarla, pero el veneno no resultó lo bastante bueno para acabar con la niña. Miró los ojos de la pequeña, unos ojos llenos de sabiduría y rencor. Una bruja de la noche.
Vera regresó muy afectada y decidida, incluso ante la oposición de su esposo, a conseguir que esa niña viviera con ella. Se dispuso a jugar sus cartas, madamoiselle Florence le había vendido un vestido que Denali, la costurera india del acuartelamiento, había arreglado. Era sencillo, elegante y realzaba su figura hasta convertirla en alguien más sofisticada. Se soltó el pelo que cayó hasta la cintura. Ahisma la peinó y la perfumó con esmero. Vera entró en el campo de batalla, el comedor, con la intención de sentar las bases de una rendición que beneficiara a ambos. Burke al verla, se puso en pie y esperó a que se sentara. Bashi y un joven criado sirvieron la cena, mientras Owen no decía una palabra. Había visto el cambio producido en Vera. Un cambio que le causaba ganas de demostrarle la pasión que había encendido en Nueva Delhi y la que apreció en la bañera el día anterior. Entonces, las palabras de Ángela sobre la relación con el capitán Taylor hicieron que alzará una de las cejas. Su determinación la hizo perder el apetito.
—Me gustaría hablar contigo —dijo Vera, y evitó tropezar con su mirada. Owen no contestó, ante su silencio, la joven lo tomó como una aceptación y continuó con el discurso—. Sé que para ti es difícil tratar este tema —comenzó, reconciliadora—, de todos modos, considero que es necesario que la hija de Margaret —no se atrevió a decir «tu hija»—, viva con nosotros. Esa es una de las razones por las que te has casado, según la señora Murray —sonrió con timidez—, conmigo.
—Te aseguro que no es la única. —Owen miró el escote del vestido y las mejillas de Vera se cubrieron de un rubor encantador.
—La niña… ¿cómo se llama? —preguntó, e ignoró sus palabras.
—No quiero hablar de ella, puedes visitarla y cuidarla si quieres…
—No es solo lo que quiero —le interrumpió con un hilo de voz. No quería enfadarle, pero le diría lo que pensaba del asunto, aunque le disgustara oírlo.
Furioso, Owen soltó los cubiertos y el ruido aceleró el corazón de Vera. Su rostro exhibía un gesto belicoso que pronto sería incapaz de controlar.
—¡Maldita sea! —estalló Burke—, ¿por qué demonios tiene que importarte la hija de mi difunta esposa? Tienes mi permiso para que la cuides como mejor creas, pero no vivirá con nosotros. Espero que no insistas más —dijo de muy mal humor.
Vera no comprendía su oposición, no solo era la hija de su difunta esposa.
—Es tu hija, la niña no tiene la culpa de la muerte…
—Te dije que no quería hablar sobre el tema —dijo con los puños apretados—, solo pretendía comer en paz. —Burke lanzó la servilleta con rabia sobre la mesa—. Mejor hablemos de ti.
Estudió su rostro con calma y ella observó tal desprecio que se encogió en el asiento.
—Si insistes en insultar al capitán —dijo, y se puso en pie retomando su valentía—mejor me retiro.
—¡Siéntate!
—¡No! —le retó ella—. Antes quiero una disculpa.
Burke emitió una carcajada que le sonó estridente y carente de emoción.
—¿Tú me pides que me disculpe?
—No tienes ni idea de cómo está tu hija —le acusó, e ignoró de nuevo sus palabras.
Vera debía conseguir que la niña estuviera en esa casa. Ignorar cómo era tratada por el aya le parecía del todo inaceptable. Esa mujer ante la desidia de Owen se comportaba de manera despreciable con la criatura.
—¡No me importa! —gritó. Vera, horrorizada, no supo qué decir.
Burke fue consciente de la repugnancia que había en los ojos de la joven y golpeó la mesa con los puños. Los sirvientes miraban a uno y, luego, al otro. Bashi les hizo un gesto para que se retiraran. Cerró la puerta con satisfacción ante la idea de que el capitán devolviera a esa memsahib metomentodo a Inglaterra.
—¡Por favor! —le rogó, no abandonaría a una criatura a esa terrible existencia.
—¡Basta! No eres quién para decidir sobre la hija de Margaret —dijo con un gran esfuerzo por controlar su enfado.
—Llevas razón, pero no creo que tu difunta esposa deseara eso para su hija.
Burke no pudo más y mandó al cuerno su promesa de silencio.
—Intentó matarla antes de nacer y ella no es mi hija.
Sorprendida por la confesión del capitán, Vera se tapó la boca con la mano.
—Owen… —pronunció, conmocionada.
Durante un instante, contempló el dolor en los ojos del capitán.
—Déjame solo, por favor —le pidió con la voz cargada de rabia.
Los recuerdos se apoderaron de su mente aquella tarde y creyó ver a Margaret, con claridad, en el pequeño salón azul. Owen estuvo contento durante toda esa mañana, su esposa esperaba un hijo y así lo hizo saber a todo aquel que quiso escucharle. Entonces, el terror se apoderó de él cuando llegó a casa y la encontró en el suelo, desvanecida, junto a una botella con un líquido oscuro de olor desagradable. Más tarde, Akerman le confirmó que muchas mujeres indias utilizaban ese brebaje para abortar. Burke no podía creerlo, ni era capaz de imaginar los motivos de Margaret para cometer aquella barbaridad. No recuperó la conciencia hasta dos días más tarde, había estado a punto de morir, pero ni ella ni el hijo que esperaba sucumbieron. Desde ese día se instaló entre ellos un silencio tenso que hizo que Burke casi se volviera loco. Por mucho que le preguntara por qué, ella no contestaba; se limitaba a esbozar una ligera sonrisa y mantener una mirada fija en el vacío. Owen la perdonó, según el doctor, algunas mujeres no llevaban bien el embarazo y por mucho que se hiciera para confortarlas nunca tenían suficiente. Fueron unos meses terribles de discusiones, reproches, acusaciones y un sinfín de palabras duras e hirientes. En más de una ocasión, Burke se hubiera marchado lo más lejos posible de Margaret. Tras su muerte encontró aquella carta y supo la verdad. El día que averiguó que su hija era de otro, su mundo se derrumbó a su alrededor. Todavía recordaba la impresión, el dolor y, sobre todo, la decepción. Esa niña no era su hija y le había dejado creer que era suya.
Burke se sentó de nuevo y miró la puerta cerrada por donde, unos segundos antes, había salido Vera. Por mucho que quisiera ayudar a esa niña, no lo haría, no podía. ¿Cómo aceptar la prueba del engaño? Nadie osaba sacar el tema, sabía que su comportamiento suscitaba comentarios, pero le daba lo mismo. Ni siquiera Vera le obligaría a vivir con esa criatura. Lo lamentaba por Vera y su gran corazón; por la niña que no era culpable de nada, y por él, cuya condena sería que jamás podría perdonar ni olvidar a Margaret.
Vera se apoyó en la puerta y suspiró decepcionada. La conversación sobre el capitán Taylor había quedado relegada por otra mucho más hiriente, la de la hija de Margaret. La conversación terminaría en algo más que en unas duras palabras si Owen averiguaba lo que pretendía hacer. Si su matrimonio se debía en parte a que cuidara de esa niña, eso es lo que haría. Se dirigió a su habitación, Ahisma estaba ordenando las cosas que habían comprado en Nueva Delhi.
—Quiero que vayas a casa del aya de la hija del capitán Burke.
—¿Para qué, memsahib? —preguntó la muchacha. Era un secreto a voces que el capitán no permitiría la presencia de esa niña en su casa.
—Trae a la hija del capitán.
—¿Está segura, memsahib? El capitán no…
—Olvídate del capitán —le ordenó—. Trae a esa niña lo antes que puedas.
Ahisma inclinó la cabeza y se marchó a cumplir la orden. En la puerta se encontró a Narayan, el cipayo tenía el rostro amoratado y un labio partido.
—¿Qué te ha sucedido? —preguntó con la voz cantarina que tranquilizaba a Narayan cada vez que la escuchaba.
Ahisma se atrevió a tocarle el rostro con la yema de los dedos y él le dio un leve empujón.
—¡Olvídalo!
—Pero… tu herida puede infectarse. Puedo curarla, yo aprendí…
—¡Te he dicho que lo olvides!
Narayan lanzó un suspiro de resignación.
Ahisma se retiró unos pasos intimidada por el gesto hosco de su rostro. Asintió con una inclinación de cabeza y huyó de él. La joven sentía que el desprecio de ese hombre era mucho más punzante y doloroso. Su menosprecio había atravesado su corazón con una precisión hiriente. Entonces, un terror mayor se apoderó de ella. Un sentimiento cálido y hermoso había surgido hacia él, un sentimiento que haría su vida mucho más desgraciada.