Capítulo 13
El bungalow del sargento Spencer era más sencillo y de menor tamaño. Carecía de columnas jónicas ni techo de pizarra oscura. La madera presentaba cierta dejadez que le restaba belleza a la casa. Los muebles necesitaban una capa de cera y las cortinas una buena limpieza. Vera lo habría preferido en vez de esa casa museo, obra de la difunta, Margaret Burke; cada silla, cada cuadro, cada rincón era un recordatorio perpetuo de esa mujer. Su esposo ni siquiera se había molestado en retirar su retrato del comedor. Hizo un gesto a Ahisma para que la esperara y siguió al sargento hasta la puerta de un dormitorio.
—Pamela —dijo con voz suave Spencer.
—Por favor, déjame sola —respondió entre sollozos su amiga.
—Vera está aquí.
El silencio fue la única respuesta. Unos segundos más tarde, Pamela entreabrió la puerta. La imagen de su amiga le contrajo el corazón a Vera y también al sargento. Spencer agachó la cabeza y se marchó cojeando sin decir una palabra.
—¡Vera!
Pamela se lanzó a sus brazos como una niña pequeña deseosa de ser consolada. Vera la acostó y le acarició el pelo hasta que los sollozos de la joven se convirtieron en gimoteos y terminaron, en poco tiempo, en hipidos cada vez más controlados.
—¿Qué ocurre? —preguntó cuando Pamela había pasado lo peor de la crisis y respondería con coherencia a sus preguntas.
—No puedo… Vera, no puedo… —repetía una y otra vez.
—¿Él? —preguntó, alarmada.
—¡No! Ha sido paciente, ni siquiera ha intentado…
—¿Entonces?
Si el sargento se comportaba con tanta caballerosidad no entendía el sufrimiento de Pamela. Recordó cómo había obrado su esposo y la rabia le hizo apretar los dientes.
—No es John y nunca lo será.
Vera se puso en pie y habló a Pamela en un tono agrio que muy pocas veces utilizaba.
—Madura de una vez. John no está y jamás estará. El sargento Spencer se preocupa por ti, no te imaginas cómo. Esta noche le he visto desesperado y se ha marchado sin decir una palabra. —Vera apoyó las manos en las caderas—. ¡John, John! Lo amas y lo amarás siempre, pero debes olvidarlo, retomar tu vida y seguir adelante o su recuerdo te impedirá que conozcas el amor, tengas una familia o seas feliz.
Unas lágrimas gruesas se deslizaron por las mejillas de Pamela. Vera tenía razón. Debía decir adiós a ese amor imposible, sin embargo, dolía tanto hacerlo.
—Duele… —se quejó, y Vera sonrió para animarla.
—Duerme un poco y empieza una nueva vida mañana.
Vera la arropó como haría con una niña pequeña. Después, salió del cuarto y buscó al sargento Gilliam Spencer. Estaba sentado en el salón, se había quitado la chaqueta y remangado la camisa. En una mano sostenía un vaso y, en la otra, una botella de whisky. Reconoció que el sargento tenía un rostro anguloso y mirada dulce. El marido de Pamela era un hombre muy atractivo.
—¿Cómo está?
—Duerme…
—No se preocupe, no la molestaré. —Ambos sabían a qué se refería y Vera dejó pasar el tema—. Le ofrecería una copa de Oporto, pero no tengo y el coñac no es apropiado para una dama…
—Sírvame una copa de coñac, por favor. —El sargento asintió sin insistir en que la bebida era demasiado fuerte. Vera había tenido una noche complicada, Spencer ni se imaginaba cuánto. El coñac le bajó por la garganta como un fuego incendiario. Tosió un par de veces, pero se sintió más reconfortada—. ¿Le duele la pierna?
Vera vio cómo el sargento se movía inquieto en el sofá.
—Unas veces más que otras.
A Spencer no le gustaba hablar de ese tema, pero no le negaría una explicación después de haberla sacado del lecho de Burke en su noche de bodas.
—¿Qué ocurrió?
Vera era curiosa por naturaleza, se trataba de una pregunta indiscreta, si bien fue incapaz de no hacerla.
—Fue en una emboscada. Nos dieron un aviso de que varios hindúes estaban quemando algunos cultivos de la Compañía. Después de varios días no dimos con los culpables, pero fuimos tan estúpidos de pensar que no nos atacarían. A unas cuantas millas del pueblo caímos en una emboscada compuesta al menos por dos docenas de hombres. Burke y Zacarhy tuvieron más suerte, en cambio —dijo y golpeó la pierna con el puño—, yo recibí un balazo en la rodilla. De todos modos, no me quejo, podría haber sido peor y los médicos pudieron salvarla —sonrió con tristeza.
—¿Era compañero de mi esposo?
—Sí, los tres éramos sargentos. Zacarhy y Burke ascendieron y yo… ya sabe el motivo —dijo, y se bebió la copa de una vez.
Vera apreció la desilusión en los ojos del sargento.
—¿Cómo es mi esposo en el campo de batalla? —preguntó. Si la pregunta sorprendió al sargento, este evitó demostrarlo.
—Es un hombre honorable, valeroso y justo, aunque… —Gilliam se calló de pronto y su silencio aumentó aún más el interés de Vera.
—… aunque —continuó ella.
—Desde la muerte de Margaret no es el mismo.
—¿A qué se refiere?
—Su comportamiento es más irracional.
Gilliam no se atrevió a decir nada más, no era asunto suyo. El castigo que había infligido a Narayan no correspondía a quien antaño fue amigo y compañero. Dudaba que la muerte de su esposa le hubiera cambiado tanto como para convertirlo en alguien tan cruel. Esperaba de corazón que Burke no hiciera sufrir a esa joven. Esquivó sus ojos interrogadores al preguntar:
—¿Usted sabe qué le sucedió a Pamela?
—Lo sé y comprenda que no puedo traicionar su confianza.
Vera se debatía entre la amistad que le unía a Pamela y la preocupación que apreciaba en los ojos del sargento. Gilliam asintió en un gesto derrotado y bebió de su copa.
—Espero que no se equivoque al guardar silencio —dijo, y se sirvió otro whisky—. Desde el primer momento en que la vi, supe que debía ser mi esposa. Le aseguro que me enfrentaría a cualquiera que disputara su amor, pero no puedo luchar contra un fantasma.
Las últimas palabras del sargento le hicieron pensar en su matrimonio. Ella, al igual que Spencer, conviviría con un espectro; el capitán Burke amaba a su difunta esposa. La tristeza del sargento le hizo tomar una decisión. Quizá, Pamela no le perdonara la traición, pero si lo que veía en el rostro de Gilliam Spencer era cierto, algún día se lo agradecería.
—Sargento —comenzó a hablar. Él la miró a los ojos—, usted tiene razón.
—¿En qué?
—Pamela ama a otro y debe tener paciencia si quiere conseguir que su matrimonio funcione.
—¿Cuánta paciencia he de tener? —Por primera vez, el sargento se mostró colérico—. Ella me escogió, si no quería casarse que no lo hubiera hecho —terminó por decir como un niño al que hay que dar la razón.
—Ella…
—… ella, ¿qué? —Apretó los dientes antes de hablar—: Se entregó a ese hombre, ¿es eso?
—Sí y no puede juzgarla. No, sin conocer toda la historia.
El sargento se puso en pie y dejó la botella sobre la mesa. Vera se bebió de un sorbo el resto de la copa y también se puso en pie. Necesitaba explicarle todo por lo que había pasado su amiga y no estaba segura de que en su estado la entendiera.
—Es mi esposa… —dijo con furia contenida.
—Lo es y hasta que la muerte los separe será así. Pamela no le abandonará.
—¿Vera, por favor?
Spencer le ofreció otra copa y ella aceptó, el alcohol le desató la lengua. Creía hacer lo correcto y, sin embargo, se sentía como una traidora.
—Se llama John e iban a casarse. Su futuro suegro la obligó a que lo abandonara. Amenazó con que acusaría a su padre de ladrón y la palabra de un terrateniente vale mucho más que la de la hija de un capataz.
Vera guardó silencio sobre el resto de la historia. El sargento Spencer había tenido bastante por una noche, no le diría que Pamela había quedado encinta y perdido a su hijo en el camino.
—¿Qué puedo hacer?
—Quererla, consolarla y esperar.
El sargento asintió y se sentó de nuevo. Agarró la botella de whisky y empezó a beber. Vera se retiró de la habitación y lo dejó solo, ya nada más podía hacer por ellos. Ahisma la esperaba en la puerta, le entregó el chal y ambas salieron del bungalow. Vera, entre lo que había bebido y la oscuridad, confundió el camino de regreso. De pronto, se encontró delante del bungalow del capitán Dunne. Zacarhy fumaba y bebía sentado en una hamaca de mimbre oscura y grande, vestido tan solo con unos pantalones. Uno de los sirvientes le arreglaba las uñas de los pies y otro lo abanicaba con una gran hoja de palmera. Su desnudez hizo que ambas jóvenes se sintieran incómodas, pero el capitán Dunne ignoró la turbación de las muchachas.
—¿Señora Burke? —preguntó, sorprendido, y despidió de un puntapié al sirviente que le cortaba las uñas—. ¿Qué hace aquí sin la compañía de su esposo?
Vera no supo qué contestar. Se sentía mareada por el alcohol, y el que no hubiera dormido la noche anterior hacía que aumentara su dolor de cabeza. La imagen de ese hombre le recordó a su tío y, después del comportamiento de su esposo, se enfureció. Zacarhy pudo ver cómo sus ojos se convertían en dos gemas brillantes que le concedían un atractivo que, hasta ese momento, no había apreciado en ella.
—He visitado a la señora Spencer —respondió con sinceridad y controlando todo lo que pudo su enfado.
—¿A estas horas? —preguntó con escepticismo antes de gritar—: ¡Hari, trae un asiento para la señora Burke! ¡Rápido!
—No es necesario, tengo que ir a casa —se excusó.
—Insisto —la voz de Zacarhy sonó aguda y amenazante. Vera se sentó y Ahisma lo hizo a su lado en el suelo—. ¿Cómo está la señora Spencer?
Zacarhy se fijó en la mestiza que la acompañaba, creía haberla visto en el Bibighar de Maan Chandra; una delicada flor que todavía no había sido vendida. Se preguntó qué hacía en compañía de la esposa de Burke.
—Solo han sido los nervios.
—Comprendo —dijo, y dio una calada al habano que fumaba—, ¿usted no tiene nervios de recién casada?
Vera enrojeció tanto que temió que hasta lo sirvientes que atendían al capitán apreciaran su humillación.
—Tengo que marcharme. Ha sido muy amable, pero mi esposo me espera.
Vera se puso en pie y Zacarhy la atrapó por la muñeca.
—Vera, Vera… creo que Burke ignora con quién se ha casado, ¿verdad?
Zacarhy clavó sus ojos en ella y le lanzó una sonrisa que le erizó el vello de la piel.
—¿Y usted lo sabe? —se obligó a preguntar para ahuyentar el miedo que le provocaba.
Zacarhy la soltó y emitió una carcajada que resonó en la noche acallando el croar de las ranas.
—Ya le dije en su boda que me gustaría descubrirlo —confesó, y acarició con uno de sus dedos la mano de Vera, ella la retiró con rapidez.
—Ahisma, nos marchamos —ordenó.
—Sí, memsahib.
La muchacha se puso en pie con una agilidad de bailarina y los cascabeles en los pies resonaron mientras se alejaban del bungalow de Zacarhy. El capitán observó a ambas, la mestiza sería un postre exquisito en una noche de invierno. La esposa de Burke era más un entrante que necesitaba que alguien apreciara su sabor. Eso le recordó que no había comido.
—¡Hari!, ¡Perro del diablo!, ¿dónde demonios estás?
De inmediato, un joven de piel tan clara como la de Ahisma hizo una inclinación.
—Burra sahib, ¿qué deseáis?
—Tengo hambre.
—Enseguida le servirán algo de comer. —Hari hizo otra reverencia.
—Mañana, quiero que averigües todo lo que puedas sobre la chica que acompaña a la memsahib Burke. Esta noche, jugaremos.
Hari apretó los dientes, odiaba a ese inglés por utilizarlo en sus perversos juegos, pero los años de servicio le habían enseñado a obedecer sin quejarse. La mayoría de las sirvientas no duraban en casa del sahib y las que lo hacían eran poco atractivas y demasiado mayores. El sirviente que acababa de cortarle las uñas de un pie, respiró dejando salir el aire que aguantaba y, de inmediato, comenzó con el otro pie. Zacarhy se sentía de buen humor y el chico recibió una felicitación por su trabajo, en lugar de su habitual patada.
Hari hizo una inclinación y subió a la habitación del sahib, se deshizo de sus ropas hindúes y se vistió con ropa occidental. Se miró en el espejo, parecía un chico inglés universitario. Sus ojos claros y su piel blanca habían interesado al sahib Dunne nada más verle. Hari se sentó en la cama como se esperaba de él y no tuvo que aguardar mucho hasta que Dunne entró en el cuarto.
—Hari, levántate —le ordenó.
Hari obedeció al sahib y con pasos firmes se acercó a él. Dunne sabía muy bien qué quería y Hari empezó a besarlo. Primero, fueron besos suaves que casi rozaban sus labios, luego Zacarhy lo atrajo hacia él y se apoderó de su boca con pasión. Hari apenas podía respirar y las manos del sahib apretaban sus brazos como si fueran garras.
—Zacarhy —susurró sin aliento Hari. En la intimidad, le permitía llamarle por su nombre.
—Mi querido Hari, no seas tan impaciente —dijo, mientras le deshacía el nudo de la corbata.
Las manos de Hari se metieron entre los pantalones del capitán y Zacarhy emitió un gemido de placer. Ese chico siempre sabía qué hacer, cuándo y cómo hacerlo. Todo un suplicio de gozo que los condujo hasta la cama. Hari se desprendió de la chaqueta y la camisa. Piel con piel se acariciaron hasta que Zacarhy giró al muchacho y le dijo:
—Basta de tonterías. —Le bajó los pantalones de un tirón y él se bajó los suyos—. Ahora quiero oírte gritar, ¿me has entendido?
Hari asintió. El chico siempre gritaba, el sahib Dunne sabía dar placer, pero sabía mucho más cómo hacer daño.
Vera y Ahisma deambularon sin una dirección por las calles del acuartelamiento. Ninguna de las dos quería regresar a casa del capitán Burke. Hacía una noche cálida, aunque no sofocante, así que se sentaron en un banco del jardín de una casa que parecía no estar ocupada. Sin decir una palabra aguardaron a que las horas pasaran. Casi al alba, se encaminaron de nuevo al bungalow del capitán, pero se perdieron y terminaron en el centro de una plaza. El capitán Zacarhy y el sargento Spencer formaban filas de soldados dispuestos a salir de inmediato. Algunos hombres habían ensillado sus caballos y otros esperaban pacientes a que dieran la orden de partir.
Zacarhy vio a Vera aparecer por una de las calles que conducían a la plaza. Aún la acompañaba la delicada flor mestiza. La esposa de Burke tenía un don especial para meterse en situaciones comprometidas. Sin bajarse de su montura se acercó a ellas.
—¿Qué hace aquí, señora Burke?
Vera alzó el rostro y lo miró a los ojos. No le quedó más remedio que aceptar lo inevitable.
—Me he perdido y no sé cómo regresar al bungalow.
—¡Dios!, si fuera Burke no la dejaría andar sola si no sabe cómo regresar.
El comentario le indignó, había acudido a una urgencia. Zacarhy podía ser encantador y otras veces frío y calculador, además, su encuentro la había puesto nerviosa. Observó cómo sus ojos no dejaban de mirar a Ahisma y la joven se tapó el rostro con el sari, incómoda, por el interés que despertaba en el capitán Dunne.
—¿Dónde van? —preguntó con la intención de desviar su atención de la joven.
—Debemos capturar a un grupo de perros —dijo sin dejar de mirar a Ahisma.
La chica, al escuchar sus palabras, alzó el rostro con ira. Zacarhy sonrió con malicia. Así que la mestiza tenía sangre en las venas y no toda india, le agradó saber que la parte inglesa también sería domada cuando estuviera en sus manos.
—¡Spencer! —gritó.
El sargento acudió a la llamada y no disimuló el gesto de sorpresa al ver a Vera.
—Sí, capitán.
—Acompañe a la señora hasta su bungalow, no deseamos que el capitán Burke se quede sin esposa tan pronto.
Las palabras eran desafortunadas y Gilliam no compendió por qué Zacarhy se comportaba de esa manera tan grosera con la esposa de Owen.
—Claro, capitán —dijo, y con un gesto indicó el camino a seguir —. Señora.
Poco a poco el ruido de los soldados se fue acallando y tras varias calles que a Vera le parecieron iguales llegaron al borde del camino ajardinado que iniciaba la entrada a su casa.
—¿Mi esposo también ha de unirse a ustedes? —preguntó, inquieta.
—No, los recién casados tienen permiso. Yo me he ofrecido voluntario.
Sus palabras aclaraban el estado de ánimo del sargento.
—¿Se lo ha dicho?
—No era necesario, como usted bien sabe, a Pamela no le importa mi persona —añadió con aspereza.
El sargento pareció dudar, tras un momento de incertidumbre, las guio a paso rápido hasta el porche de la casa.
—Muchas gracias, sargento.
—Ha sido un placer —se obligó a decir de forma cortés, aunque en su rostro leyó con claridad que le había molestado cumplir la orden.
—¿Qué sucede? —preguntó Vera.
A lo lejos se oía la algarabía del regimiento moviéndose con rapidez. Vera ignoraba cómo se regía la vida militar, pero cualquiera vería que el sargento estaba impaciente por regresar junto al capitán Dunne.
—Un robo, señora. —Spencer se giró deprisa y se perdió cojeando entre el camino ajardinado del bungalow.
—Vamos —ordenó a Ahisma—. Veamos si el capitán ha despertado.
Vera esperaba que, tal y como le había dicho el sargento, no llamasen a los recién casados o averiguarían que había golpeado a su esposo. Al pasar junto al salón su estómago rugió de forma poco galante. Recordó el refrigerio que les habían preparado y entró. Se comió una fruta confitada y el dulzor silenció su vientre; le ofreció otra a Ahisma, pero ella rechazó la invitación. La joven tenía hambre, pero la memsahib no podía rebajarse a comer con ella; si alguno de los criados la veía, se lo harían pagar. Vera se sentía mareada por el alcohol que había bebido en casa del sargento y se sentó. Ahisma se mantenía como una estatua de alabastro a la espera de que le ordenara qué hacer.
—Puedes acostarte —le dijo demasiado cansada para pensar dónde lo haría.
—Gracias, memsahib.
Ahisma quería contarle quién era a la inglesa, pero haría cualquier cosa por no regresar al Bibighar. Prefirió guardar silencio y buscó un rincón en el porche donde dormir. Allí, nadie la molestaría, ni siquiera ese cipayo que la miraba con tanto desprecio. Desde niña había sentido el rechazo de la gente; incluso la acusaron de ser la responsable de algunas maldiciones. Durante un tiempo vivió con su madre en su pueblo natal y los habitantes culpaban de todo a su mestizaje. Cuando las lluvias no eran adecuadas, cuando la sequía era extrema o cuando los animales domésticos morían. Su madre tuvo que huir por su causa y recordarla le hizo derramar algunas lágrimas.
—¡Toma esta esterilla! —dijo una voz ronca que la hizo incorporarse de inmediato, asustada.
—Gracias —consiguió pronunciar, e intentó ocultar su dolor, pero no fue lo bastante rápida.
—¿Por qué lloras?
La muchacha se cubrió el rostro con el sari y lo escondió de la visión de Narayan. Ahisma poseía una belleza inusual, capaz de enloquecer a cualquier hombre, y Narayan no era inmune a ello. Deseaba besarla y de no haber sido por sus creencias religiosas, ya lo habría hecho. Apretó los puños para alejar de él ese pensamiento, no era ese animal del que hablaban los ingleses. Además, esa joven regresaría al Bibighar y, seguramente, nunca más volvería a verla.
—Recuerdos —respondió, y estiró la esterilla.
Narayan observó el balanceo de sus caderas. Ahisma se movía con una gracia natural y lo hacía sin darse cuenta del deseo que suscitaba.
—En un par de horas volverás al Bibighar —dijo con la voz árida—. Espero que burra sahib haya disfrutado.
Ahisma guardó silencio humillada por sus palabras. Estaba acostumbrada a los insultos, aunque en esta ocasión le dolió más que otras veces.
—Sí, sí ha disfrutado —contestó, y alzó el rostro con orgullo.
Narayan bufó una maldición en un idioma ancestral que Ahisma no había escuchado nunca y tornó a su puesto de guardia. Una hora más tarde, otro soldado ocuparía su lugar. Esa noche no pudo dormir, no dejaba de ver el rostro de la mestiza. Agradeció a los dioses que muy pronto entregaría el motivo de su desvela a Maan Chandra.