Capítulo 14

Vera abrió las ventanas del salón. Tenía tanto calor que se despojó del cuerpo del vestido y se quedó tan solo con el corsé y la falda; le costaba respirar y la presencia de Margaret era mucho más real que la de una simple pintura. Durante un instante, observó el cuadro: jamás podría compararse a esa mujer. Su perfecto rostro enmarcaba una sonrisa mucho más irónica o eso se imaginó gracias al alcohol que había bebido.

—Sí, es ridículo —dijo en voz alta.

—¿El qué? —preguntó una voz masculina a su espalda.

Vera se giró asustada, temerosa ante cómo reaccionaría el capitán al verla. Sin dejar de mirarla, se acercó a ella. Vera dio un paso hacia atrás, dispuesta a salir corriendo de esa habitación si el capitán se comportaba como su tío.

—Nada —se apresuró a decir.

Vera quiso escapar y él la sujetó del brazo.

—Me temo, mi querida esposa, que me debes una explicación.

Owen se tocó la nuca, tenía una hinchazón y la cabeza le dolía como si tuviera resaca.

—¿Una explicación? —dijo con voz agria—, querido, quizá eres tú quien debe darla.

Owen apretó más su brazo y la atrajo hacía él, ambos se miraron como fieras dispuestas a atacar. La respiración agitada y nerviosa de su esposa le mostró un espléndido pecho. Owen se fijó en su piel blanca y en cómo descendía hacía el nacimiento de sus senos, tan lechosa que imaginó cómo sería tocarla. El deseo de hacerlo le hizo tragar saliva. El ambiente cálido y sofocante de esas horas, preludio de que el día sería aún peor y anticipo de que muy pronto llegaría el monzón, enervaría la sangre de cualquiera; la de Owen bullía con rabia contenida por lo que Ángela le había obligado a hacer y por el comportamiento inesperado de Vera.

—Me has golpeado y eso no lo hace una buena esposa —se obligó a decir para recuperar el control de la situación.

—Ni un buen esposo abusa de una doncella delante de su esposa —le recriminó ella con voz fría.

Owen jamás se había enfrentado a una mujer tan alta. Su estatura intimidaba a ambos géneros, pero a Vera le sacaba poco más de unas pulgadas y eso le desconcertaba. Burke notó el olor a coñac en el aliento de la joven y le sorprendió que bebiera a solas. Supuso que la impresión sobre lo que había hecho, le causaba la necesidad de tomar algo más fuerte que una copa de Oporto. Debía reconocer que se merecía ese golpe más que ningún otro que le hubieran dado en la vida. Pero la misión dependía de que Ángela creyera que la había humillado y si no lo conseguía metiendo a una chica en su cama, lo haría de otra forma.

—¿Qué era ridículo? No me has contestado.

Vera bajó la vista mortificada por una verdad que él ya sabía. Una realidad que quería oír de sus labios para hacerle pagar cómo lo había tratado esa noche. Owen la soltó y se alejó unos pasos, luego colocó las manos tras la espalda y contempló el cuadro de Margaret.

—Era un pensamiento en voz alta —confesó a regañadientes Vera sin atreverse a moverse.

Owen sintió compasión por su esposa, esa mujer era incapaz de mentir y esa virtud le causaría muchos problemas.

—Sé muy bien a qué te referías —dijo sin darse la vuelta—. Margaret era muy bella, tanto que era capaz de despertar el deseo en cualquier hombre que la conociera. Su voz era un canto dulce para los oídos y su piel, ¡oh, Dios!, su piel era seda tibia para mis manos.

Vera aguantó sus palabras sin derrumbarse. Esa noche había sido demasiado larga, demasiado complicada y de confesiones que no quería escuchar.

—Me retiro a mi dormitorio.

—¡No! —exclamó él con voz ronca y se giró con brusquedad—. Aún, no he terminado.

—Yo creo que sí —dijo Vera con la porción de orgullo que todavía le quedaba intacta—. Si quieres alabar las cualidades de tu difunta esposa, perfecto, pero estoy cansada y no deseo oírlas.

Vera se giró dispuesta a marcharse, pero Owen la cogió de la cintura y le dio la vuelta. Su pecho chocó contra el torso del capitán y Vera alzó el rostro entre sorprendida y alarmada, dispuesta a defenderse con uñas y dientes, pero Owen se apoderó de su boca con voracidad y la apresó entre sus brazos con fuerza. Vera era incapaz de moverse y nunca hubiera esperado algo así. Él la apartó y con la respiración agitada pronunció unas palabras que a Vera le dolieron más de lo que habría imaginado.

—Sí, tienes razón —dijo con una sonrisa maliciosa—. Es ridículo, nunca podrás ser ella.

El beso de su esposo había encendido en ella una pasión que desconocía. Deseó que siguiera besándola. Ese pensamiento enrojeció sus mejillas y, de nuevo, sintió el mismo ardor recorrerla por dentro. Sin embargo, sus palabras habían sido muy claras y tan insultantes que bajó los ojos, humillada.

—Si me disculpas, deseo acostarme —comentó a modo de despedida con la garganta reseca por la vergüenza.

Esta vez, Owen la dejó marchar. Se sentía despreciable, pero había hablado con sinceridad. Jamás sería como Margaret. Vera se había rendido a su beso con pasión, con auténtica entrega, sin miedo de estropearse el peinado o de que le hiciera daño por ser un hombre de su tamaño. Tampoco había mostrado desagrado por su contacto ni rigidez ante su abrazo. No, nunca sería Margaret y, por alguna razón que desconocía, se alegraba por ello. La señora Burke escondía una pasión dispuesta a aflorar en cualquier momento, solo necesitaba una mano adecuada para hacerlo. Owen no apreció la ironía en el rostro de Margaret que había visto otras veces. En esta ocasión, fue él quien dibujó dicha sonrisa. Besar a Vera había sido mucho más placentero de lo que hubiera imaginado. Se acercó a la mesa de licores y se sirvió un whisky doble sin agua que se bebió de un trago.

—Creo que te ha salido una digna competidora, aunque ella aún lo ignora —dijo al retrato de Margaret, mientras se servía una segunda copa.

Se tocó de nuevo la cabeza, si la situación hubiera sido otra, habría reído con ganas. Nunca hubiera imaginado que la señorita Henwick defendiera a una mestiza. Habría esperado gritos, lágrimas y acusaciones, pero su actitud había sido muy diferente a la que había pensado. No habría supuesto que le golpeara la cabeza con uno de los mejores y más caros jarrones de porcelana china y que Margaret apreciaba casi de forma irracional. Salió al porche y descubrió un bulto en un rincón. Se trataba de la joven del Bibighar. Sin hacer ruido se sentó en una de las butacas y encendió un habano. El día se presentaba sofocante, pero no sintió el calor, solo recordaba el beso que había robado a Vera.

El ruido de movimiento de caballos y soldados le hizo regresar a la realidad. Se preguntó qué habría ocurrido para que a esas horas uno de los regimientos se pusiera en marcha. Sin embargo, continuó fumando hasta que unas pisadas le alertaron de que alguien se acercaba.

—Capitán —dijo un cipayo, mientras realizaba el saludo militar correspondiente a su rango.

—Sí, soldado.

—El coronel exige su presencia de inmediato.

Owen no preguntó el motivo, apagó el habano en un cenicero y subió a vestirse. Al pasar delante de la puerta del dormitorio que ocupaba su esposa, recordó con más intensidad el beso y sonrió sin saber muy bien los motivos que le habían inducido a hacerlo.

Diez minutos más tarde, estaba en el despacho del coronel. Murray se movía de un lado a otro de la habitación con un nerviosismo que apenas podía disimular.

—¡Malditos ladrones! —gritó—. Juro que los despellejaré vivos cuando los atrapemos.

En el despacho se encontraba Victor Akerman, médico y comandante del acuartelamiento. Burke desconocía a qué se refería, pero la intervención de Akerman le hizo comprender el alcance del robo.

—Es un problema que arreglaremos de inmediato. Si esos fusiles llegan a manos de los insurgentes, nuestro problema será aún mayor —dijo el comandante.

Owen comprendió el alcance de lo que había ocurrido. Tras la confesión de Ángela sobre Akerman, le sorprendió la sangre fría que el médico mostraba.

—¿Se sabe cómo los han robado? —preguntó Burke sin dejar de mirar al comandante.

El coronel se detuvo y se sentó en su silla. Murray se mesó el cabello con manos temblorosas en un gesto derrotado. Cuando sus superiores averiguaran lo que había sucedido tendría un duro castigo. Incluso podrían destituirle de su cargo.

—Alguien desde dentro los ayudó a robar las armas, pero nadie ha visto nada.

—¿Los centinelas? —preguntó.

—Esos malditos inútiles fueron sorprendidos por unos encapuchados. Aseguran que no vieron nada y tras ser golpeados les quitaron las llaves y cogieron todo lo que pudieron.

—¿Cuántos fusiles se han llevado?

—Cientos y más de cincuenta cajas de munición.

—¿Quién va tras ellos?

—El capitán Dunne.

Owen disimuló el disgusto. Sospechaba que el robo lo había organizado el Nuevo Orden y si su amigo pertenecía al grupo, como creía, no haría nada por atrapar a los culpables.

—Entonces, seguro que los apresará —se obligó a decir.

—Eso espero —dijo el coronel—. De todos modos, quiero que investigue el asunto. Tenemos una rata en nuestro cobertizo y necesito un gato para atraparla.

Burke estudió por el rabillo del ojo la reacción del comandante y este asintió con un movimiento de cabeza la decisión del coronel.

—Así lo haré —respondió Owen con el saludo militar.

—Ahora, puede retirarse.

—Sí, señor.

Owen repitió el saludo, se dio la vuelta y con aire marcial salió de la habitación. El ayudante del coronel se había tomado un descanso. Burke pegó el oído a la pared, los bungalows se caracterizaban por no tener paredes demasiado gruesas.

—¿Estás seguro? —escuchó cómo le decía Murray al comandante.

—Sí, Burke no es de fiar. Juraría que ha orquestado el robo. Además, no me gusta ser yo quien te diga esto, viejo amigo.

—¿Hay más?

El silencio que se oyó a continuación indicó a Owen que el médico asentía a esa pregunta sin pronunciar una palabra.

—Lamento ser yo quien te dé esta noticia.

—Habla de una vez, no estoy de humor para aguantar acertijos.

Burke pegó el oído a la pared todo lo que pudo cuando el coronel se levantó de la silla. Supuso que se dirigía al mueble de licores del despacho para servirse una copa.

—Ese capitán Burke es el amante de tu esposa.

Akerman no solo lo acusaba del robo, también le había contado al coronel la relación que mantenía con Ángela. Pensó que se había ganado la confianza del Nuevo Orden, pero se equivocaba.

—Eso no me sorprende. Ángela ha tenido muchos amantes, algunos más adecuados que otros.

Akerman rio de las palabras de Murray.

—En esta ocasión, tu esposa ha elegido al menos conveniente. Si la Compañía averigua su relación y el robo, pronto atarán cabos y, pensarán que has sido tan imbécil para dejar que tu esposa sea la llave a ese arsenal. Átalo en corto y pronto.

—¿Qué sugieres?

—Un traslado.

—¿A dónde?

—A cualquier sitio donde se pudra y del que no pueda salir.

—Sigo sin creer que Burke sea un traidor. ¿Por qué lo haría?

—Por dinero —aseguró el médico—, tiene demasiadas deudas.

Owen controló las ganas de atravesar la puerta y decir la verdad. Aún no podía hacerlo, carecía de las pruebas y el coronel no lo creería. Era el amante de su esposa y Akerman, el amigo fiel. Por ahora, le seguiría el juego y esperaría acontecimientos, pero debía avisar al mayor, algo se estaba preparando en el Nuevo Orden.

—Nadie conoce lo suficiente a nadie.

Esas palabras hicieron que el coronel lo mirara con suspicacia. Murray las había escuchado de la esposa de Burke y, por una vez, se fijó en los ojos de su amigo. Mostraban una frialdad tan acusada que pensó en las miradas de los muertos en acto de servicio con las que se había cruzado a lo largo de su carrera. Recordó ese brillo opaco que hablaba de la proximidad del fin del camino. Sin duda era similar a lo que ahora veía. No había miedo en ellos, solo locura.

Owen se retiró en silencio, debía andar con cuidado. Se dirigió al arsenal del cuartel, empezaría a hacer preguntas, pero sobre todo, hablaría con Ángela. Esta vez tenía que ayudarlo y sabía cómo convencerla. No era tan ingenuo, veía cómo esa mujer empezaba a enamorarse de él. Si le decía lo que intentaba Akerman, seguro que lo impediría. Necesitaba tiempo y si el coronel lo enviaba a un lugar perdido de la India estaba seguro de que moriría allí. Hacía meses que las noticias sobre diferentes revueltas se sucedían con un resultado pésimo para la Compañía. Ya habían perdido un par de regimientos.

Al mediodía, el sonido de los pájaros despertó a Vera y su canto no mejoró el fuerte dolor de cabeza que sentía. Los acontecimientos de la noche anterior parecían más un sueño que una realidad, pero no era así. De todo lo que había sucedido lo que más le desconcertaba eran las sensaciones que su esposo había despertado en ella cuando la besó. Se asomó a la ventana que daba al jardín, vio a Ahisma y le pidió que subiera.

—Adelante —dijo al escuchar unos golpes en la puerta.

—Buenos días, memsahib —saludó la joven con una graciosa inclinación de cabeza.

—Buenos días, Ahisma.

Memsahib… —empezó a decir y se aferró al sari que cubría su rostro.

—Sí, Ahisma —Vera se sentó ante el tocador y comenzó a peinarse el cabello.

—Debo irme y yo…

—¿Por qué? —enseguida añadió—: Mi esposo no se acercará a ti nunca más —le prometió sin saber cómo impedirlo.

Le gustaba Ahisma y creía que esa muchacha era parecida a ella, carecía de un lugar al que regresar.

—No me preocupa el sahib —dijo con timidez.

—Entonces, ¿es tu familia?

—No tengo familia, ya no, memsahib.

Vera la tomó de las manos, un gesto que sorprendió a Ahisma, que las retiró con suavidad.

—Debo regresar al Bibighar.

—¿Qué es un Bibighar?

Memsahib… —Ahisma enrojeció tanto que Vera pensó que tenía fiebre— es… es… —titubeó— un lugar… donde los hombres acuden en busca de compañía.

Vera guardó silencio al comprender qué le decía.

—¿Tú quieres regresar?

—¡No! —respondió Ahisma, y se arrodilló ante Vera—. Por favor, no quiero ir. Mi hermana me vendió a esa horrible mujer.

Vera la ayudó a ponerse en pie y le rodeó los hombros con sus brazos para tranquilizarla.

—No volverás, te lo prometo.

Ahisma le recordó a ella misma cuando su tío intentó venderla a cambio de sus deudas. Creyó que su caso era especial, que su desgracia no sería compartida con nadie más. Había sido una ingenua. En todas partes las mujeres eran utilizadas para beneficio de algunos hombres sin escrúpulos. Le entregó a Ahisma un pañuelo para que se secara las lágrimas y le pidió que le preparara el baño. El trabajo sería una buena medicina para que olvidara el miedo.

—No puedo, memsahib. Bashi debe autorizar que me quede.

—¿Bashi? Yo soy la esposa del capitán. Bashi puede organizar la casa si quiere, pero no impedirá que te quedes —le guiñó un ojo.

Una hora más tarde, Vera se sentía refrescada por el baño que había tomado. Sus ropas eran todavía demasiado pesadas para el clima húmedo y sofocante de la India. Tendría que solucionar ese tema si no quería morir deshidratada.

El capitán no acudió a almorzar y Vera lo hizo sola. El gran salón estaba adornado con bellas flores del jardín, un mantel blanco cubría la mesa en la que habían dispuesto un servicio para un solo comensal. No estaba acostumbrada a que le sirvieran. En casa de su tío, Bety era solo la encargada de cocinar y de poner la mesa; rodeada por ese batallón de sirvientes a su alrededor se sentía incómoda. Comió deprisa y se retiró a la biblioteca, pensó que el encuentro sería más oficial si recibía allí a Bashi. El sirviente entró con una formalidad que en otra ocasión habría hecho reír a Vera. A pesar de su aspecto envejecido y débil, Bashi era fuerte, de una gran convicción religiosa que pronto colisionaría con su decisión.

—Señor Bashi —comenzó Vera—, Ahisma se quedará con nosotros. A partir de ahora será mi doncella. No quiero imponerle esta decisión, me gustaría que comprendiera que Ahisma no será ningún problema para usted o esta casa.

Vera soltó su discurso decidida a hacer su voluntad.

Memsahib, la mestiza no debe estar aquí.

—¿Por qué?

—Porque es mestiza y un desprestigio para el sahib —dijo Bashi a punto de perder la paciencia por la ignorancia de la nueva memsahib.

—¿Por qué una doncella es un desprestigio para el capitán Burke?

Vera no estaba de humor esa mañana para enfrentarse a las supersticiones de un viejo.

—Ella traerá la maldición a esta casa. —Las palabras de Bashi hicieron que un escalofrío recorriera la espalda de Vera—. La difunta memsahib no lo permitiría.

La mención de Margaret colmó el vaso que Vera intentaba no derramar. Todo lo acontecido la noche anterior: el calor, el menosprecio de su marido al no presentarse ese mediodía, la ropa usada; la desgracia de Ahisma y, ahora, la mención de la perfecta y bellísima Margaret, hizo que Vera estallara como un cartucho de dinamita.

—¡Señor Bashi, le he dado una orden y espero que se cumpla! —Los ojos de Vera brillaban con ferocidad.

El sirviente realizó una inclinación respetuosa y se marchó sin decir nada más. Vera intentó tranquilizarse. No quería a Bashi como enemigo y parecía que eso era lo que acababa de conseguir. Había tomado la decisión de no enviar a Ahisma a un lugar como un burdel. Cogió uno de los libros y se sentó a leer con la intención de serenarse.

Bashi cerró la puerta tras su espalda y apretó los dientes. Esa memsahib les causaría muchos problemas. La difunta memsahib no se interesaba por el gobierno de la casa y respetaba sus decisiones. La nueva era una inglesa metomentodo. No tenía ni la menor idea de cómo comportarse, cuanto antes comprendiera que su mundo no podía mezclarse con el suyo, todos estarían mejor. La memsahib ignoraba que la permanencia de esa joven en la casa sería un inconveniente para los sirvientes. Encontró a Ahisma en el porche a la espera de que le dijera qué debía hacer. La joven inclinó la cabeza de modo respetuoso y la envió a que limpiara el camino ajardinado hasta que la memsahib la llamara. Nadie se acercaría a ella y no tocaría nada que pudiera contaminar.

Ahisma obedeció y se dedicó a limpiar el camino de malas hierbas bajo un sol abrasador. No le importaba el calor ni estar en ayunas. Nadie se había acordado de darle de comer. Prefería mil veces ese trabajo a lo que su hermanastra había decidido para ella.

El capitán Burke casi tropezó con la muchacha cuando regresaba a casa. Él la ignoró, en cambio, los ojos negros acusadores de Narayan no dejaban de culparla. El cipayo acompañaba al capitán y al verla, no pudo disimular su disgusto.

—¿Qué haces todavía aquí?

—Limpiar el camino.

—Deberías regresar a casa de Maan Chandra.

—La memsahib me ha dicho que puedo quedarme.

—Es un error.

Ahisma miró a los ojos del cipayo y no pudo evitar sentirse dolida por sus palabras.

—No es asunto tuyo.

Narayan la cogió del brazo con fuerza y Ahisma asustada intentó no gritar.

—Sí, si nos traes problemas y sé que lo harás. Cuando Maan Chandra se entere de lo que has hecho, puede que la memsahib pague cara su decisión.

La soltó y Ahisma cayó al suelo. Narayan apretó los puños, mientras se debatía en tenderle la mano. La joven estaba aturdida, la había tocado, con seguridad, debería purificarse; Ahisma ignoraba que el simple contacto de su piel había hecho que los cimientos religiosos de Narayan se derrumbasen como si fueran de arcilla. El cipayo sintió un estremecimiento, una lucha interior que pugnaba por destruirle. Aunque no tenía duda de quién saldría vencedor y eso le enfurecía. Sin embargo, le avergonzaba su comportamiento y, cuando unos ojos tan bellos y tristes como los de esa mujer se enfrentaron a él, fue incapaz de sostener la mirada. Se giró y emprendió el camino hacia la casa. Ahisma se puso en pie y continuó su trabajo. No debía llorar ni importarle lo que ese hombre pensara de ella, sin embargo, su corazón aún no se había endurecido lo bastante.