Capítulo 32

Al final de la semana, el pesimismo de Vera no había mejorado y los Spencer decidieron que no le contarían nada de la situación de Owen. Carter enviaba misivas cada dos días donde explicaba cómo la posición de Burke había empeorado. El juicio, según el americano, era una farsa en la que todo el mundo se había puesto de acuerdo para condenar a un hombre inocente. Pronto, se terminaría un proceso que llenaba las portadas del principal periódico de Nueva Delhi.

Entretanto, Vera, gracias a los cuidados de Pamela y el doctor Nasher, se había recuperado lo suficiente para pensar que no habría peligro de una recaída. Habían pasado tres semanas desde que arrestaron al capitán. Vera no había vuelto a mostrar interés alguno por él, hasta que un día Pamela le servía una taza de té en el porche, y preguntó algo que llevaba tiempo atormentándola.

—¿Cómo está Owen?

Pamela no le mentiría. Vera amaba a su esposo, aunque todas las pruebas lo acusaran de intentar matarla.

—No muy bien.

Vera bajó la cabeza, en sus ojos solo había tristeza.

—¿Lo ahorcarán? —se atrevió a preguntar, temerosa de la respuesta.

—Sí, creo que sí —dijo, mientras le cogía las manos y comprobaba que estaban frías y temblorosas.

—¡Dios! ¡Si pudiera recordar! —Vera se puso en pie y se sujetó con fuerza a la barandilla del porche—. Nunca me ha hecho daño y no lo creo capaz de hacérmelo.

—Ya oíste qué le decía a Ángela.

Pamela tampoco estaba segura de que fuera culpable, según Gilliam, Owen amaba a su esposa. Sin embargo, Vera le contó lo que había escuchado en el jardín de la casa del gobernador y cualquier jurado lo condenaría por ello.

—Sé lo que oí… –dijo, apesadumbrada por lo único que recordaba con claridad de aquel día. Miró el cielo de Meerut y comprobó que era de un azul tan puro que ni siquiera una pequeña nube osaba mancharlo—. ¿Cuándo decidirán la sentencia?

—Dentro de un par de días —respondió Pamela.

—¿Tan pronto? —preguntó sorprendida y se sentó de nuevo cerrando los ojos.

Recordó los besos de Owen y también el dolor de saber que no significaba nada para él. Pero no dejaría que lo mataran cuando no era capaz de recordar quién la había apuñalado en esa fiesta. Cada noche revivía aquel instante y siempre llegaba a la misma conclusión; su esposo, a pesar de la traición, no había tenido tiempo suficiente de llegar hasta ella. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo vio hablar con Ángela. Su conciencia le impedía dejar a un hombre inocente morir en la horca por despecho.

Desde que Pamela le contó que podían ahorcarlo, siempre tenía el mismo sueño: veía al verdugo rodear con la soga el cuello de Owen. El capitán Burke no la amaba, pero ella sí y, prefería que estuviera en brazos de Ángela a convertirse en su viuda. Debía hablar con el gobernador. Nadie se había tomado la molestia de preguntarle si después de esas semanas recordaba algo más sobre esa noche. Antes del amanecer, Vera se había vestido con uno de los trajes de madamoiselle Florence y en el proceso padeció un gran dolor. La herida no estaba cicatrizada aún; rechinó los dientes y se dirigió a casa de Pamela. Esperaba que ambos la ayudaran, lo que tenía pensado no podría hacerlo sola. Ordenó a un sirviente que preparara un carruaje y que lo condujera hasta la casa del sargento Spencer.

Gilliam y Pamela recibieron todavía soñolientos a una Vera con una fuerte determinación. Sus palabras eran una locura, incluso Gilliam enmudeció por la propuesta. Si salía mal, Spencer y quienes la ayudaran, pagarían un alto precio. Pero Pamela le debía mucho a Vera y, si esa era la forma que el destino había decidido cobrarse la deuda, así lo haría.

—Querido —le rogó—, ayúdala, por favor.

Gilliam miró a Pamela como si le suplicara atravesar el inframundo.

—¡Sabéis lo que me pedís! Si alguien nos descubre, me acusarán de traición.

—Te aseguro que nadie lo hará. Si algo sale mal, confesaré que te obligué bajo la amenaza de matar a tu esposa.

—¿Quién demonios se va a creer eso?

Spencer caminó por la habitación con grandes zancadas y sin dejar de pensar que era una locura, una auténtica y absurda locura; pero si Burke no era culpable, como aseguraba Vera, no podía abandonarlo a la horca.

—Soy muy convincente si quiero, te lo aseguro —respondió Vera—, además, estoy desesperada.

—Por favor —le suplicó Pamela otra vez.

Gilliam aceptó con resignación, ¿qué podía hacer ante la determinación de dos mujeres que habían cruzado dos océanos y recorrido miles de millas hasta llegar allí?

—De acuerdo, ¿cuándo salimos?

—Ahora, tengo todo lo que necesitamos en el carruaje que nos espera.

Gilliam sonrió. Burke ignoraba la mujer que poseía y esperaba, de veras, no llegar demasiado tarde para salvar el cuello de su amigo.

El viaje hasta Nueva Delhi no supuso un problema. Vera se opuso a detenerse más de media hora cada cuatro de viaje. Gilliam veía cómo intentaba disimular el dolor, pero no consintió retrasarse más de lo que había decidido y ni siquiera se permitió emitir una queja. Cuando llegaron a Nueva Delhi se dirigieron a casa de Carter.

El americano se paseó por la biblioteca meditando el plan de Vera. Spencer se sentía algo abrumado, no terminaba de acostumbrarse a todas esas cabezas de animales disecadas.

—¡Es una locura! —exclamó el viejo al oír el plan.

—No insista —le aseguró Spencer—, llevo dos días diciéndole lo mismo, pero no me escucha.

Carter tomó las manos de Vera y las besó en un gesto galante.

—Si tuviera treinta años menos, te aseguro que le robaría esta mujer a ese cabezota. —Carter palmeó con cariño las manos de Vera—. Me apunto.

La muchacha sonrió complacida y Spencer miró con desesperación a Carter. Había pensado que quizá el americano pusiera algo de cordura en aquella situación y, en vez de eso, se encogió de hombros como un crío y aceptó la propuesta de Vera como si hubieran planeado una travesura sin consecuencias.

—¿Está seguro? —preguntó Spencer.

—No he tenido una buena pelea desde que combatí en Minnesota al lado de Jackson. Este viejo aún tiene mucho que demostrar.

Carter vio la palidez del rostro de Vera y miró con preocupación a Spencer.

—Debe verla el doctor —dijo a su pregunta silenciosa.

—No hay tiempo —aseguró Vera, pero al ponerse en pie tuvo que sujetarse al americano.

—Si mueres, Burke no nos lo perdonará —dijo Gilliam.

Vera agradeció sus palabras con una sonrisa, la inocencia del sargento la había conmovido. Sin duda desconocía que Owen no la amaba. Ella había jurado salvarle, no era culpable y su conciencia no aguantaría el peso de esa injusticia. Cuando todo estuviera arreglado, se prometió que se marcharía de la India. Lo amaba y se veía incapaz de compartirlo con Ángela ni con ninguna otra. Su corazón no era tan fuerte como había creído.

—Estoy de acuerdo.

Carter llamó a uno de los sirvientes y ordenó que avisaran al doctor Nasher. El médico acudió a la llamada una hora más tarde. Tras reconocer a Vera y darle unos consejos que la paciente desobedeció por completo, el doctor se marchó maldiciendo la tozudez de las damas inglesas.

—Cuando liberemos a mi esposo descansaré y haré todo lo que el doctor me ha recomendado —dijo, ante la cara de preocupación de Carter y de disconformidad del sargento—. ¿Cómo lo hacemos?

—Primero, tenemos que sortear la vigilancia de Akerman y Ángela —contestó Carter. Evitó mirar a la joven. Owen le confesó qué había escuchado su esposa cuando hablaba en casa del gobernador con Ángela. Suponía que Vera estaba demasiado dolida, así que inventó una mentira piadosa—. Esos dos se han propuesto salvarte de las manos de tu esposo.

Omitió contar que Burke le había hablado sobre su misión cuando lo visitó. Ante la desaparición de Narayan se había visto obligado a confiar en él. Lamentaba ponerle en peligro, pero el viejo no se había amedrentado y consiguió llegar a través de sus contactos americanos una misiva para ese tal mayor Shorke contándole que le habían tendido una trampa, de la que todavía no había recibido ninguna respuesta.

—¿Por qué? —preguntó el sargento con desconfianza—. Akerman y Ángela son del tipo de gente que no haría nada por nadie.

El americano hubiera dado un buen derechazo al sargento por hablar más de la cuenta, pero no podía seguir mintiendo.

—Esa mujer desea ver muerto a Burke —dijo, y lamentó lastimar a Vera—, una mujer despechada es muy vengativa.

—¿Y Akerman? —preguntó con suspicacia Gilliam.

No había tiempo que perder en explicaciones, pero el sargento no dejaría las cosas como estaban.

—Es un traidor. Ha vendido las armas a los cipayos que empezaron la sublevación.

—¿Burke lo investigaba? —Carter asintió al oír la pregunta.

El sargento tenía muchas más preguntas que suscitaban en él dudas sobre el comportamiento tan desconcertante de Owen esos últimos meses.

—Muy bien —aceptó—, si sorteamos la vigilancia de esos dos, y liberamos a Owen… ¿después?

Carter le sirvió un whisky que sorprendió a Gilliam, no había probado jamás nada tan fuerte como ese matarratas.

—Hablar con el gobernador —intervino Vera.

Los dos hombres se giraron para mirarla, si liberar a Owen de la horca era una locura, llevarlo ante el gobernador era un suicidio.

—Debe escuchar mi versión. Si no lo hace, entonces ayudaremos a mi esposo a huir de Nueva Delhi. ¿Cuándo se sabrá el resultado del juicio?

Carter miró a Gilliam con disimulo, y este comprendió que la sentencia ya había sido proclamada.

—Querida, lamento decirte que ya ha sido dictada.

Vera se frotó las manos con nerviosismo. Carter hubiera preferido pasar por carbones encendidos a tener que decirle a esa joven que su marido había sido declarado culpable.

—¿Lo han condenado? —preguntó con un hilo de voz, y agachó la cabeza.

—Lo ahorcarán mañana a las doce del mediodía.

Vera no dijo nada, se puso en pie y, con una determinación férrea, observó a los dos hombres.

—Entonces, ¿qué estamos esperando?

Ambos estaban de acuerdo en que era el momento de actuar y Carter fue el primero en moverse.

—Sargento, ¿de qué armas dispone?

—De pocas, solo mi espada.

—No iremos a la guerra empuñando un mondadientes.

Gilliam no se ofendió, conocía muy bien el gusto de los americanos por las armas de fuego. Carter abrió la vitrina donde guardaba los fusiles Winchester y varias pistolas. Cogió un par de colts; le entregó uno al sargento. Spencer comprobó el peso y se aseguró de que estuviera cargada.

—Quiero una —dijo Vera.

—Mi querida niña, no creo que sea buena idea.

—No discutiré con usted si es buena idea o no, voy a salvar a mi marido de la horca y si el sargento Spencer no puede ir con un mondadientes, yo no iré solo con un corsé. —Vera alzó una ceja a la espera de cualquier oposición.

—No seré yo quien le niegue llevar un revólver a una dama. En mi tierra, pocas son las que no saben utilizarlo. —Se la entregó y Vera se sorprendió al comprobar que era menos pesado de lo que había imaginado.

Carter le dio varias indicaciones y le dijo que no tirara a un blanco que estuviera a más de cinco pasos de ella o no acertaría; solo debía quitar el seguro y disparar. Según él era lo primero que aprendían los niños en América. Vera se guardó el colt en el bolso.

—Aún estás a tiempo —le dijo Spencer.

—¿De qué? —le retó Vera—, no voy a dejar que un inocente muera por algo que no ha cometido.

—De acuerdo —sentenció Gilliam—, espero que esto salga bien o no será el único al que ahorquen mañana.

El plan de Vera era sencillo, ella pediría ver a su esposo, acompañada de Carter y el sargento. El americano se encargó de solicitar la visita para no levantar las sospechas de Akerman y Ángela. Ambos contaban con soplones que les informarían de la presencia de Vera y Gilliam en Nueva Delhi. Según Spencer, las medidas de seguridad eran mínimas, no esperaban que nadie liberara al capitán. Había un par de guardias en la entrada que eran relevados cada seis horas. El problema era la puerta de la celda, se cerraba cada vez que alguien entraba y no volvía a ser abierta hasta media hora más tarde, cuando se había terminado el permiso para visitar al preso. Burke tenía unas cadenas en los pies que le mantenían inmovilizado, así que tenían que romperlas. Lo más rápido sería mediante un disparo, pero el ruido alertaría a los guardias y tenían que mantener distraídos a los carceleros para llevar a cabo el plan.

Vera aguantó el olor a excrementos y suciedad que notó cuando atravesó la puerta de rejas de la prisión en la que habían encerrado a Owen. El edificio, de ladrillos terracota, sin apenas ventanas y de construcción cuadrada era un derroche de incompetencia. Unos pocos funcionarios indios y, solo un inglés, se encargaban de la administración. En ese momento, como le había informado uno de los funcionarios nativos, el sahib Moore, no se encontraba en la prisión. Ese detalle ya lo había controlado Carter, sabía que era jugador y se las había apañado para que participara en una gran partida ese día y a esa hora. También había sobornado a los guardias de la puerta, no escucharían ni verían nada. En la India era fácil comprar voluntades y Carter no había escatimado en ello. El segundo encargado del penal en su ausencia, un hindú, permitió a la memsahib Burke ver a su esposo si era su deseo.

—Muy amable —dijo Vera, y se soltó del brazo de Carter.

—Si me acompaña —dijo el funcionario.

Vera había esperado cualquier cosa, menos la oscuridad que reinaba en ese penal. Su corazón se encogió al imaginar el estado en el que se encontraría su esposo.

—¿Estás bien?, ¿aguantarás? —le susurró Carter al advertir la palidez de la joven y el temblor de sus manos.

Ella asintió con una leve inclinación de cabeza. Cuando llegaron a la puerta de la celda y esta se abrió, apenas le reconoció. Tuvo que taparse la nariz para soportar la intensidad del interior. Varias ratas bebían de un cuenco en el que había un poco de agua. La muchacha aguantó las ganas de vomitar, tenía que representar su papel y no lo haría si se dejaba llevar por la histeria.

—No me encuentro bien —dijo, y Carter, solícito, la acercó al carcelero.

El carcelero corto de miras, como le gustaba decir a Moore, no pudo evitar que la dama acabara en sus brazos. El funcionario no sabía qué hacer, ese loco americano gritaba en un idioma que no entendía y gesticulaba con las manos.

—¡Memsabib! —dijo el carcelero, y dio suaves palmadas a la mano de la mujer cuando la puso en el suelo con cuidado.

El anciano se tocó el pecho, en una actuación digna del mejor actor, cayó de rodillas, mientras el soldado atendía a la señora.

—¡Llame a un médico! ¡Deprisa! —ordenó el sargento—. ¡O le echarán la culpa de que este caballero muera por falta de atención médica! ¡Sufre un colapso!

El hombre, asustado por las consecuencias, se marchó en busca de un médico. De inmediato, Spencer se dirigió hacia la celda. Los gritos del carcelero pidiendo ayuda provocaron que los presos también gritaran. La algarabía ahogó el ruido del disparo.

—¡Vamos, amigo! —le dijo, mientras recorrían el pasillo que les llevaba a la entrada.

La pierna de Gilliam empezó a dolerle, sin embargo, no dejaría que eso malograra el rescate. Vera sacó el colt del bolso y junto a Carter empezaron a recorrer el camino de salida. Al llegar a la entrada, se encontraron a dos funcionarios jugando a las cartas, era la hora de la comida. El americano se acercó sigiloso, igual que un indio apache, y sacó de su chaqueta tantas rupias que los vigilantes creyeron soñar. Tendrían que trabajar más de veinte años para ganar la mitad de ese dinero.

—Las llaves —pidió Carter.

—¡No puede…! —empezó a decir uno de ellos. Pero su compañero lo golpeó y lo dejó sin sentido.

—Tome —dijo, le entregó las llaves y se guardó el dinero con rapidez entre sus ropas—, ahora golpéeme.

Carter lo dejó sin sentido con la culata del revólver y silbó para que sus amigos salieran de su escondite. Cubrieron a Burke con una manta y lo sacaron de la prisión. Todos subieron al carruaje que los esperaba en la puerta. Gilliam despidió al cochero y él subió al pescante.

Burke creyó soñar cuando vio a Vera en compañía de sus dos amigos, pero aquella visión era tan real como el olor a vainilla de su pelo. Quería decirle cuánto la amaba y lo que significaba para él verla allí. Saber que le importaba hizo que mereciera la pena pasar por todo ese horror, pero se sentía abotargado por la falta de alimento y la sorpresa de verla le había acelerado el ritmo cardiaco. Estaba demasiado débil para expresar todos los sentimientos que provocaba en él. Mientras se dirigían a casa del gobernador, Burke intentó acercarse a su esposa, pero recordó la visita de Ángela y sus palabras.

»—Ella cree que tú la has apuñalado y sé muy bien que nos escuchó en el jardín. —Burke no entendía qué quería decir, aunque se encargó de recordárselo—. Tus palabras fueron muy claras: ya no me importa y todo ha terminado. Cualquier mujer te odiaría por ello —le aseguró con malicia.

»Luego, se acercó y lo besó. Burke no pudo negarse, ella había pedido que lo encadenaran a la pared.

»—Adiós, mi semental —le dijo—. Cuando mueras, me encargaré de tu esposa.

»Burke le había gritado que la mataría, que incluso regresaría de la tumba si le ponía una mano encima.

Después de padecer lo inimaginable pensando en la forma en que esa mujer dañaría a Vera, verla allí, a su lado, le llenaba de júbilo. Ansiaba explicarle lo que en realidad había escuchado ese día en la fiesta del gobernador. Decirle que todo había sido un error. Vera, por su parte, se preguntaba por qué le habían maltratado de esa manera tan atroz. Estaba muy delgado, tenía moratones en el rostro y un brazo dislocado. Además de costras y picaduras en los brazos por las pulgas y demás insectos que habían convivido con él en esa celda.

—¡Vera! —escuchó decir a Burke—. ¿Eres realmente tú? —preguntó el capitán, y rozó con uno de sus dedos sucios el suave y bello rostro de su esposa.

—No podía dejar que te ahorcaran, eres inocente —confesó ella.

—Por eso te amo, yo…

—Ya hablaremos —le interrumpió con brusquedad.

Vera no quería escuchar esas mentiras, no se enfrentaría de nuevo a su corazón destrozado. Owen había dicho que ya no le importaba y esperar lo contrario sería engañarse.

—Hemos llegado —anunció Spencer.

La casa del gobernador relucía con centenares de lámparas encendidas. Spencer fue el primero en bajar. Su pierna le envió un mensaje doloroso que lo hizo maldecir en silencio. Carter fue el segundo en descender del carruaje. No esperaban ser bien recibidos, así que no entrarían por la entrada principal. Lo harían por una de las puertas laterales gracias a que el americano estrujó con el pago de sus deudas al secretario del gobernador; ese inglés no era muy buen jugador. El señor Tristar los esperaba delante de la puerta que conducía a la casa de invitados. Carter estrechó la mano a un hombre pequeño de piel sonrosada vestido de etiqueta. El secretario solo vio una mujer muy pálida y el soldado que conducía el carruaje. Burke se había tumbado en el suelo del coche. Antes, Spencer le había colocado el brazo en su lugar. El dolor era, insoportable, pero Owen estaba decidido a acompañarles. Después de que todos arriesgaban sus vidas por impedir que lo ahorcaran, no se ocultaría como un cobarde.

—La deuda está saldada —dijo Carter al secretario.

—Espero que sí, aquí tienes la invitación como me pediste ayer. —Gilliam ayudó a Vera a bajar, estaba tan pálida que temió que se desmayara—. ¿Ahora vas con jovencitas?

—Se ha encaprichado en ver la casa del gobernador —comentó Carter mientras la sujetaba por la cintura y ella esbozaba la sonrisa más bobalicona y embelesada que era capaz de mostrar. Vera rodeó el cuello de Carter con los brazos y lo besó en la mejilla.

El secretario repasó de forma lasciva el cuerpo de Vera y Carter le golpeó el hombro con más fuerza de lo que requería un golpe amistoso.

—Búscate una para ti, esta ya tiene dueño.

El secretario se fue lanzando maldiciones contra el americano. Cuando estuvieron seguros de que nadie los veía, Gilliam ayudó a Burke a salir del carruaje. El capitán con el rostro sudoroso por el dolor del brazo, apretó los dientes, pero no emitió una queja.

—Deberías quedarte —le aconsejó el sargento.

—No la dejaré sola —dijo—, dame un arma.

Carter le entregó uno de sus colts y los cuatro se dirigieron a la zona de servicio. La música fue lo primero que escucharon, todos los invitados del gobernador estaban en el jardín. Habían montado unas carpas para los asistentes y, aparte de algunos sirvientes, nadie se encontraba en el interior de la casa. Tenían poco tiempo antes de que alguien los descubriera; atravesaron varias habitaciones y salas hasta que en una de ellas apresaron a un sirviente que llevaba una bandeja donde había un vaso con un viejo whisky escocés.

—¿Dónde está el gobernador? —preguntó Carter, y dio un sorbo al vaso—. Este buen whisky no lo serviría el gobernador en una fiesta.

El sirviente, amenazado por el revólver del americano, confesó sin necesidad de muchas presiones.

—En su despacho, está preparando un discurso.

Carter soltó al muchacho y este salió corriendo despavorido. Burke observó el rostro rígido de Vera, quiso cogerla del brazo, pero adivinó su intención y se apartó de él. A Owen aquella actitud le dolió.

—Vera, por favor…

Owen tuvo que callar cuando Carter entró en el despacho y encañonó con el revólver la cara del gobernador.