Capítulo 17
Burke con un gesto de la mano hizo que Narayan detuviese el carruaje. Ahisma se bajó de la silla del capitán sin levantar la vista de los pies, la humillación que sentía la abochornaba. No quería enfrentarse a la memsahib, pero no pudo eludir los ojos inquisitivos del cipayo. Narayan la miraba con tal desprecio que Ahisma bajó aún más la cabeza hasta casi tocarse el pecho. Tropezó al subir al carruaje y para no caer al suelo se sujetó a él. Narayan retiró el brazo con tal rapidez que Ahisma sintió un vuelco en el corazón. En esta ocasión, los ojos del soldado eran como los de tantos otros: fríos, inexpresivos e impenetrables. Unos ojos sin un ápice de calidez. Ahisma se introdujo en el interior de coche con un peso mayor en el corazón.
El camino hasta Nueva Delhi lo hicieron en silencio, pero si hubieran hablado, tampoco, habrían escuchado sus voces. La intensidad del ruido, la magnitud de los olores, el gentío y las diferentes lenguas, las vacas sagradas y los pobres lo habrían impedido.
—Descansaremos en casa de un americano que comercia con té —anunció Burke, con voz fría como Londres en invierno.
—Como quieras —contestó Vera, con la aridez del desierto que atravesó cerca de Suez.
El camino hasta la zona donde vivía el señor Carter estaba alejado de la población. Las calles repletas de gente dieron paso a los árboles y el parloteo de los habitantes al canto de los pájaros. Vera comprendió que había traspasado una parte de la ciudad que solo pertenecía a lo que el contramaestre de El Alexander habría denominado “civilizada”. La casa del señor Carter era majestuosa.
—Es americano y muy excéntrico —afirmó Owen ante el rostro asombrado de su esposa.
Todo el mundo se sorprendía cuando veía la casa de Carter. Era un palacio indio, pero el interior estaba decorado con cabezas de ciervos, búfalos, rifles, además de recuerdos de tribus del Oeste y Nebraska.
—¿Hay alguna señora Carter?
—No, me temo que a mi amigo no le gusta el matrimonio.
—Entonces, tiene mucho más en común contigo de lo que imaginaba.
La joven se sacudió la falda del vestido e intentó disimular su malestar quitándole un par de arrugas con más energía de la necesaria.
El dardo envenenado de Vera hizo que Burke alzara una ceja. Estaba enfadada, pero mantenía la calma por las circunstancias.
—¡Querido amigo! —exclamó un hombre de unos cincuenta años con una larga barba canosa y que fumaba un puro—. ¡Pasa! ¡No te quedes ahí como un pasmarote!, ¿aún tienes mi colt?
—Claro que sí, nunca me alejo de él. —Ambos se fundieron en un abrazo.
—¿Quién es la dama que te acompaña? —preguntó, y tomó la mano de Vera en un gesto galante antes de llevársela a los labios.
—Te presento a Vera Burke, mi esposa.
—¡Maldito bribón! ¿Te has casado? Brindemos por ello.
Guardó un silencio prudencial cuando observó cómo la joven miraba a Burke con ganas de darle una buena patada en el trasero.
—Señor Carter, es un placer conocerle, pero si me disculpa, estoy cansada y me gustaría asearme —dijo Vera, y le dio la espalda a Owen—. Disculpe mi falta de consideración, pero… —dudó, y Carter advirtió que observaba al muchacho de reojo— no resistiré mucho más despierta.
—Claro, señora Burke —Carter llamó a uno de los sirvientes y le ordenó que atendieran a su invitada—. No se preocupe, aquí no guardamos demasiado las formalidades.
—Muchas gracias —sonrió a su anfitrión, después se giró con altivez—, señores —se despidió.
Carter besó de nuevo la mano de Vera, mientras Burke colocaba las suyas tras la espalda, algo que hacía, si estaba disgustado.
—Buenas noches, señora Burke.
Cuando Vera subió la enorme escalinata que llevaba a la planta superior, Carter colocó la mano sobre el hombro de Burke. Se habían conocido gracias a una partida de póquer. Owen ignoraba que le había sido tan fácil ganarse la amistad de Carter porque le recordaba a su hijo, muerto en una batalla frente a México.
—A mí no me engañas, ¿por qué lo has hecho? —le preguntó Carter al quedarse solos.
—No he tenido otra opción, te lo aseguro —le confesó.
Carter no insistió, conocía a Burke lo bastante como para saber que no le diría nada que no quisiera contar. Se acercó a la mesa donde solo había botellas de whisky americano y sirvió dos generosos vasos. Luego, alzó el suyo antes de decir:
—Amigo, esa mujer desea colgar tu cabeza como si fuera uno de mis trofeos de caza. Creo que debo guardar mis rifles mucho mejor.
—Supongo que sí —dijo, y golpeó de forma amistosa el hombro del americano—. He hecho todo lo posible para ganarme un puesto entre tu oso pardo y el búfalo.
Carter emitió una carcajada y ambos se sentaron a saborear un par de puros y a conversar de los acontecimientos que asolaban a la India.
Vera, desmoralizada por el comportamiento de su esposo, no admiró las cortinas verdes ni los cuadros de hermosos paisajes nevados de Nebraska. Ahisma entró en silencio y la ayudó a desvestirse. La joven, a pesar de la reticencia y el desprecio de la servidumbre, había conseguido que no la ignoraran y preparasen un baño a su señora.
—Ahisma, lo siento —pronunció por fin Vera, mientras se introducía en la bañera de hierro fundido con patas contorneadas que Carter había traído desde Boston.
—No tiene por qué sentirlo —respondió, sus labios esbozaron una sonrisa comprensiva.
—Sé que no puedes negarte, también que no tienes otra opción. —Vera posó la mano sobre la de la chica.
—Memsahib, si lo desea puedo regresar a casa de Maan Chandra —dijo Ahisma, y bajó los ojos para que no viera su desespero.
—Jamás te haría eso.
—¿Por qué, memsahib?
Vera se metió en la bañera con la ropa interior, le avergonzaba exhibir el maltrato al que la había sometido su tío durante años; pero los ojos de la muchacha pedían una explicación, así que le mostró su espalda. No debía culparse, ella no lo hacía. No era decisión de Ahisma entregarse a su esposo, como tampoco fue la de ella aceptar lo que su tío le exigía en la intimidad. Ambas se vieron obligadas a someterse a los mandatos de unos hombres que solo pensaban en su satisfacción. Eso las unía y Vera le haría saber de una u otra forma que no tenía nada que temer de ella.
—Los hombres disponen de nosotras a su antojo. —Vera se giró para mirarla—. Esta es la muestra. Mi tío me golpeaba casi todas las noches por unos pecados que no había cometido.
—Memsahib… —dijo Ahisma con un hilo de voz.
Ni siquiera cuando sus hermanastras la habían castigado, había recibido una pena tan cruel como la de la inglesa. Ayudó a Vera sumergirse en el agua helada, extendió su cabellera y sus mechones flotaron como las algas en un pantano. Ahisma salió pensativa de la habitación, ante lo que había visto. Ahora, ambas compartían sus secretos y la mestiza se sintió despreciable por engañarla, pero el sahib aseguraba que su esposa corría peligro de no hacerlo. Casi soltó la ropa de la mensahib cuando tropezó con Narayan, pero el cipayo la sujetó del brazo. Durante ese instante, Ahisma sintió la tensión rodearla como un aro de metal. Su corazón se detuvo ese segundo a la espera de que el cipayo dijera alguna palabra, pero la soltó como si fuera la reencarnación del mal. Ahisma evitó su mirada y se escabulló hacia la dependencia de los criados.
Carter era un gran anfitrión, puso a disposición de Vera su carruaje, mucho más pequeño que el del acuartelamiento y más manejable en la ciudad. Tras una noche en la que apenas había dormido, Vera reflexionó sobre la situación y decidió que disfrutaría de ese viaje de la mejor manera posible. Así que se levantó con buen humor, algo que todos en la mesa pudieron apreciar.
—¿Señor Carter, podría prescindir de alguno de sus sirvientes para que me acompañara a varios lugares que deseo ver? Aquí tiene una lista. —Vera dejó un papel sobre la mesa.
—¡Claro! Pero con una condición —Vera sonrió—, llámame Carter —Vera asintió y el americano pensativo añadió—: El pequeño Shame será un Cicerone magnífico.
—Puedo llevarte yo —intervino Burke.
—No es necesario —contestó Vera, e ignoró por completo el ofrecimiento de Owen.
Carter observó a su amigo y, luego, a su esposa. Había algo entre esos dos que escapaba a su entendimiento, pero su carácter curioso le obligaba a apostar uno de sus colts por averiguarlo.
—Insisto —respondió Burke, mientras bebía el té hirviendo sin hacer un gesto de debilidad por ello.
—Y yo insisto en que no es necesario.
Vera alzó la barbilla en señal de desafío, mientras con el cuchillo de la mantequilla untaba un trozo de pan con fuerza. Carter pensó que la pobre rebanada no resistiría un ataque semejante sin romperse.
Burke observó cómo brillaban sus enormes ojos verdes, tenían el mismo color que las praderas de Escocia. Cualquier miembro de su familia habría jurado ante la Biblia que por las venas de Vera Henwick corría puro fuego escocés.
Carter sonrió tras la taza de café, odiaba el té, a pesar de ser comerciante de esa mercancía. Aunque lo correcto habría sido retirarse, continuó en la mesa. No se perdería el enfrentamiento de Owen y Vera por nada del mundo.
—Sí, lo es, no andarás sola entre esa…
—¿Gente? —le interrumpió Vera.
Carter habría apostado una caja de su mejor whisky a que esa mujer había mirado a Owen con ganas de clavarle el tenedor en la frente, pero era una auténtica dama y no se dejaría llevar por sus sentimientos delante de su anfitrión. Vera cogió otra porción de mantequilla y, ante la sorpresa de Carter por la resistencia del pan, la restregó sobre la rebanada sin que esta se destrozara. El rostro de Owen era la caldera de un barco a punto de reventar, aunque ignoraba que no todo se debía a la excesiva temperatura del té, también tenía mucho que ver en esa reacción su esposa.
—No es seguro —dijo, belicoso—. Carter, estoy seguro de que tú opinas igual que yo. —Se quitó la servilleta de un tirón y la puso sobre la mesa.
El americano cogió la lista y la leyó. Después, miró a Burke y alzó una ceja. Los lugares que proponía Vera estaban bajo dominio inglés y no corría ningún peligro.
—Bueno, yo… —dudó, sin saber muy bien qué decir, ni qué partido tomar.
—No sabía que hubiera problemas en esta zona —claudicó ella con un tono inocente ante la cara de duda del anciano.
—No lo sabes todo —dijo Owen de malos modos y, con un claro gesto de triunfo, arrebató de las manos a Carter la lista que Vera había confeccionado—. Así que te acompañaré.
—¿Algún problema? —preguntó Vera ante el silencio de Burke.
—No, creo que podrás visitarlos todos si es lo que deseas.
—Me encantaría hacerlo —respondió.
A Vera la emoción de conocer alguno de los lugares más emblemáticos de la India le hizo olvidar la disputa que había mantenido con su marido.
—Seguro que disfruta de la visita —intervino Carter—, Owen la protegerá de cualquier peligro —añadió con cierta sorna que Burke trató de cortar con un gesto malhumorado, pero Carter no pudo ocultar una sonrisa cómplice.
Owen no estaba para bromas. Ignoraba por qué había insistido tanto en acompañarla. Pensó que al hacerlo, la compensaría por su comportamiento. La verdad era que le habría gustado enseñarle la India a alguien que la amara como él y Vera parecía dispuesta a hacerlo. Además, por qué negarlo, desde aquel día que le había robado un beso deseaba sentir la entrega de esa mujer de nuevo. Quería probar sus labios, notar su aroma y acariciar su piel blanca y sedosa.
—Entonces, voy a por mis cosas.
Los hombres se pusieron en pie y Vera se retiró de la mesa. Cuando salió de la habitación Carter habló:
—Amigo, estás jugando a un juego peligroso.
—No sé a qué te refieres —mintió, y giró el rostro para no mirarle.
—¡Oh! ¡Sí lo sabes! Esa mujer no es Margaret y no aguantará lo que sea que te traes entre manos.
—No me traigo nada entre manos —dijo, molesto ante la suspicacia del americano. Por eso era uno de los mejores comerciantes de la India.
—Como quieras, luego no me digas que no te lo advertí.
Owen salió del cuarto enfadado con Carter y consigo mismo. Tenía razón, Vera no era Margaret y eso empezaba a gustarle demasiado para peligro del bienestar de la misión y, sobre todo, para él.
Vera miraba todo con tal entusiasmo que hizo sonreír al capitán. Su primera visita en la lista era el Fuerte Rojo. Lal Quila, como lo llamaban en hindi, aparecía majestuoso ante una extensión verde que ocupaba casi todo el espacio a su alrededor. De piedra rojiza, brillaba bajo el sol con la intensidad de un rubí. A Vera le habría gustado verlo más de cerca, pero la entrada de los ingleses estaba restringida al más alto cargo en ese lugar. Así que tuvo que conformarse con contemplar las murallas en la distancia.
—Tiene casi ciento cuarenta millas de murallas, tan altas que se calcula que miden unas diecisiete yardas —informó Owen con admiración—. En la zona que da a la ciudad el muro tiene unas treinta seis yardas. —Nunca se cansaba de contemplar esa fortificación.
—Es impresionante.
En el rostro de Vera podía verse también la misma admiración por ese lugar. Burke asintió, a él le ocurrió lo mismo la primera vez que lo visitó.
Recorrieron en silencio los jardines que bordeaban la muralla. Owen le ofreció el brazo y Vera, a pesar de su intención de negarse, aceptó. El calor empezaba a marearla, aún no se había acostumbrado del todo a las altas temperaturas. Se detuvieron en un banco y Owen le ofreció agua de una pequeña cantimplora que llevaba sujeta al cinturón del uniforme. Mientras descansaban, el capitán pensó en el segundo lugar que su esposa quería visitar. No conocía a ninguna inglesa que hubiera ido antes, al menos, ninguna del acuartelamiento.
—¿De verdad quieres ver el Ganges? No es…
—Sé que allí incineran a los muertos.
Owen no insistió más en convencerla de lo contrario. Si quería ver el río que lo hiciese, no se lo impediría. Se adentraron en la ciudad, entre la multitud de calles y edificios de pequeñas ventanas tan pegados unos a otros que los habitantes podían darse la mano. Apenas se habían dirigido la palabra y en silencio llegaron a la zona donde numerosos peregrinos, brahamistas y demás hinduistas daban el último adiós a familiares y amigos. El olor a carne quemada invadió su nariz sin que Vera lo esperase. Una mezcla de aroma ácido y dulce que le recordó a un asado de cordero en alguna de las fiestas campestres a las que asistió con sus padres siendo niña. Varias pilas funerarias se agolpaban a lo largo del muelle que daba al río; una inmensa vía fluvial donde varias canoas ocupadas por hombres semidesnudos recorrían sus aguas. Algunos sacerdotes bramahanes oraban ante las pilas y los familiares que pronto echarían al río sagrado los restos de sus seres queridos. Vera se colocó un pañuelo sobre la cabeza y juntó las manos en señal de respeto. Owen seguía sentado en el carruaje y la dejó andar entre toda aquella muestra de dolor. No sabía si estaba asombrado por el comportamiento de Vera o era su indiferencia ante lo que veía. Pensó en Margaret y en el hecho de que ella jamás hubiese visitado ese lugar. Varios bramahnes le colocaron guirnaldas de flores y otro le puso el bindi sobre la frente para conseguir la paz espiritual. Vera se lo agradeció en hindi y regresó al carruaje.
El capitán observó a su esposa, había cerrado los ojos y parecía encontrarse en paz. Puso en marcha el coche y decidió llevarla donde comían los comerciantes ingleses en Nueva Delhi. Un cartel en metálico decía Club Compañía de las Indias Orientales. No se admiten perros ni indios. Un chico indio escupía al cartel, luego lo limpiaba con un trapo descolorido hasta sacarle brillo.
Vera atravesó ese templo de la exclusividad y fue conducida a una habitación con el suelo encerado y las paredes recubiertas de madera. Toda la sala estaba ocupada por varias mesas de distintas formas geométricas. Aunque eran diferentes, guardaban un estilo similar con los manteles y cubiertos dispuestos para unos clientes que aún no se habían presentado. En el centro de cada mesa había un pequeño jarrón con flores recién cortadas, al lado, una jarra de cristal llena de agua tapada con una servilleta que impedía que los insectos nadaran en el interior. El comedor estaba abierto mediante una puerta corredera que conducía a la sala de fumadores. Vera se sentía incómoda en aquel antro masculino que en contadas ocasiones era frecuentado por las mujeres. Desde donde estaba sentada veía la sala de fumar. Se trataba de una habitación ocupada por varios caballeros que no se movieron de sus sitios y que hicieron una leve inclinación de cabeza a modo de saludo a su marido. Owen respondió de igual forma. La sala era semejante a la que estaba sentada; en vez de mesas había butacones marrones de piel, la mayoría cuarteados por el uso; también varias plantas en grandes macetas y en las paredes cuadros de la amada Inglaterra.
Un camarero indio se acercó a la mesa y Burke solicitó que le sirvieran la comida. Vera comía en silencio sin levantar los ojos del plato. Cuando ya habían pedido el postre, Owen no aguantó más el mutismo castigador de su esposa.
—Vera…
—Me gustaría ir al mercado de Chandni Chowk —interrumpió.
No deseaba hablar de su relación con Ahisma ni de la que mantenía con la señora Murray. Esa noche había aceptado que en la vida de su esposo no sería la única mujer. De hecho, no entendía qué esperaba todavía, ya había obtenido lo que deseaba: un hogar donde nadie le haría daño. Entonces, pensó en su aya, una vieja escocesa que creía en las hadas y en los elfos y que siempre decía que había que tener cuidado con los deseos. Pueden hacerse realidad y convertirse en las peores pesadillas.
—Ese lugar no es muy visitado por los ingleses —dijo Burke, y Vera alzó el rostro para cruzar su mirada con la del capitán.
—No me importa, deseo ir. Si no quieres acompañarme, puedes decirle a alguno de los sirvientes del club que lo haga.
Algo había cambiado en ella, parecía resentida y triste.
—No será necesario, yo te acompañaré a ese mercado —aceptó con acritud.
El bullicio fue lo primero que impresionó a Vera cuando llegaron a Chandni Chowk. La gente se movía entre los tenderetes y puestos como si fueran abejas obreras en un panal. Los carteles colgaban de las pequeñas tiendas que ocupaban los bajos de los edificios que en un alarde de equilibrio se mantenían en pie, algunos hubieran sido considerados en derrumbe en el viejo Londres. Los toldos de colores se adueñaban de las tiendas que mostraban telas de todos los géneros y estilos, Vera se quedó asombrada de la calidad de alguna de ellas. El olor a sudor, ajo, curri y a especias se entremezclaba con el de los excrementos de alguna vaca que se había adentrado en aquel amasijo de gente, quienes se apartaban de ella con veneración. También vio puestos con fruta, aunque el vendedor no dejaba de luchar contra un grupo de monos ladrones que hicieron reír a Vera cuando le robaron un par de mangos. No pudo resistir la tentación de comprar uno. El capitán la seguía en silencio sin dejar de observarla. Esa mujer era muy diferente a las que había conocido y pudo apreciar que como él, Vera se había enamorado de la India.
Llegaron a un puesto y el dueño en inglés dijo:
—Memsahib, las mejores especias de la India.
Vera observó los sacos que olían a canela, cardamomo, curri, pimentón y un sinfín de condimentos que harían la delicia de cualquier paladar exigente. Compró un par de ellas para complacer a su olfato y siguió deambulando por el mercado. Burke la seguía como una escolta silenciosa. Vera observaba todo y Burke a ella. Su entusiasmo era contagioso. Algunas mujeres la saludaban con cortesía, en cambio, los hombres la miraban con extrañeza. Su estatura no ayudaba a pasar inadvertida entre ellos. Cuando vio una tienda de saris, Vera se quedó prendada de ellos.
—Compra uno —le dijo Owen—, será mi regalo de bienvenida a la India.
Vera, desconcertada por su actitud, rehusó el ofrecimiento. No alcanzaba a comprender su amabilidad, como si dentro de él convivieran dos personas muy diferentes. Pensó en la posibilidad de que sufriera algún problema mental, había leído al respecto.
—No es necesario —dijo, y soltó la hermosa tela.
—¿Cuál te gusta?
Owen desoyó su negativa y cogió uno de color rojo brillante con hermosos dibujos plateados en los filos. Vera contuvo la risa ante el llamativo color y le quitó el sari de las manos.
—Creo que este color no me favorece en absoluto.
El vendedor le enseñó muchas prendas hasta que encontró la que le gustaba. Estaba confeccionado en un color azul y lila, la tintada era extraña, le recordó a su esposo. Los dos colores se disputaban el lugar de la tela y ninguno destacaba con claridad. Las puntas estaban decoradas con un hilo plateado. El vendedor le regaló un par de sandalias y una blusa que llegaba hasta la cintura. Ahisma le había explicado que esa prenda se llamaba Choli. El comerciante agradeció con un namasté la compra y Vera respondió de igual modo.
Al lado, un puesto de guirnaldas florales inundó de color los ojos de Vera. Burke compró una orquídea rosa y se la puso en el pelo. Entonces, un grupo de mujeres que se apresuraban a comprar en el mercado la empujaron contra el pecho del capitán. Owen la estrechó entre sus brazos. Burke le retiró con delicadeza uno de los mechones que se había soltado del peinado y se lo colocó detrás de la oreja. Vera sintió las yemas de sus dedos como llamas quemando su piel, pero cuando acarició su lóbulo con delicadeza, entonces el mundo se tambaleó a sus pies. Miró los ojos de Owen y desaparecieron las voces de la gente, los olores de las distintas especias y los colores de las diferentes telas; todo se limitaba a los ojos de color chocolate del capitán Burke. De pronto, un aguacero cayó sobre el mercado. Los puestos, tenderetes y demás tiendas empezaron a cerrar. Burke arrastró a Vera hasta la entrada de un pequeño templo. Pagó una ofrenda al cuidador de la diosa y el empleado le dio un par de guirnaldas de flores que Burke puso alrededor del cuello de Vera. Ambos estaban empapados, Vera se sacudió parte del agua del vestido y se quitó los zapatos como hacía Burke. El encargado pintó con una tiza un número en las suelas y los dejó en la entrada. A esas horas, no había nadie en el interior del templo. El silencio era estremecedor y Owen no la había soltado del brazo en todo el trayecto. Incluso la sujetaba, ya en el interior, como si temiera que huyese de su lado. En el techo habían esculpido imágenes de parejas realizando el acto sexual, Vera enrojeció como una antorcha al darse cuenta de lo que representaban. La diosa exhibía los pechos desnudos, tenía cuatro brazos y un rostro agraciado.
—¿Quién es? —preguntó, temblando no solo por la lluvia, sino por la proximidad de su esposo.
—Kámala, diosa de la fecundidad —dijo Owen con voz ronca, consciente de que Vera había visto las eróticas figuras.
—Es hermosa —dijo, e intentó apartarse de él.
—Sí, lo es. —Burke no le permitió huir—. Tú también.
Owen llevaba todo el día pensando en el beso que le había dado y cómo deseaba repetir dicha experiencia. Clavó los ojos en los suyos, no era tan ingenua como para no darse cuenta del deseo de él.
Vera dio un paso atrás, intimidada por la intensidad de su mirada y por lo que le provocaba. Se sentía mareada por el olor a flores de la sala que rodeaba como una alfombra de colores los pies de la diosa. La lluvia golpeaba con fuerza el techo y el ruido acalló el latido ensordecedor de su corazón. Quería que la tomara entre sus brazos, tampoco ella había dejado de pensar en el día en que la besó. Convertirse en una de sus mujeres, ceder a ser un capricho más era una decisión que Vera no había tomado, pero sí su corazón.
—Burke…
Vera se rindió a ese hombre, después lo lamentaría, pero ahora, solo existían ellos dos, las caricias, los besos y sus manos. Solo podía pensar en las imágenes que había soñado y en las figuras del templo que la rodeaban. En el calor que ascendía por sus pies hasta el último de los cabellos de su cabeza.
—No digas nada —le pidió él, y acarició su mejilla húmeda.
Esta vez, Vera no se enfadó porque la interrumpiera. El contacto de su mano le quemaba como las ascuas de una hoguera. Luego sus labios se curvaron en una tímida sonrisa de derrota y eso fue suficiente para que Burke la empujara con suavidad contra la pared. Vera sintió las manos de Owen recorrer su cuerpo por encima de la ropa mojada con ansiedad, mientras le besaba el cuello, la frente, las mejillas y todo el rostro. Vera buscó sus labios, sin embargo, retrasaba intencionadamente ese momento y ella lanzó un gemido de impaciencia. Abrió los ojos y vio las figuras en el techo realizando actos sexuales que ni siquiera hubiese imaginado en sus más pecaminosos sueños. Su interior se inundó de una calidez que estaba segura solo su esposo aplacaría. Burke apoyó su cuerpo en el de ella y le sujetó las manos. La respiración de Vera se aceleró, notaba su pecho presionado por el de su esposo y apreció, sin lugar a dudas que Owen también estaba excitado.
—Vera… —susurró, y mordisqueó su oreja—. Siento tanto comportarme de esa manera, si supieras la verdad —musitó Owen.
Vera apenas escuchaba qué le decía, solo era consciente de la intensidad de las sensaciones que la envolvían como una manta cálida en invierno. La joven se soltó de sus manos y rodeó su cuello con la única intención de atraerlo más hacia ella. Burke retiró sus brazos de él y sin dejar de mirarla, le desabrochó los botones del vestido y se abrió camino entre la ropa interior con una pericia indiscutible. Cuando los dedos de Owen rozaron su piel, Vera entreabrió la boca, lanzó un suspiro y clavó las uñas en la pared. En ese instante, Burke se apoderó de sus labios con un beso largo y tan íntimo que la dejó sin respiración. Las manos de Owen alzaron la falda del vestido y se adentraron con un descaro hiriente hacía el interior de sus muslos, Vera creyó que moriría de placer entre sus brazos. Todo era tan distinto a cuando su tío la tocaba que unas lágrimas de felicidad resbalaron por sus mejillas.
Burke al ver el estado de Vera sonrió complacido, aun así se obligó a detenerse. No le resultó fácil, pero no era el lugar para consumar un matrimonio. El aroma a vainilla de Vera, su entrega sin oposición, su deseo creciente le hizo perder la cabeza. No la iniciaría en el arte del amor en aquel oscuro y húmedo templo. Gracias a un par de creyentes que anunciaron su llegada con cánticos a la diosa, Burke recuperó la cordura que había perdido a manos de su inocente esposa. Con dificultad disimuló su excitación, en cambio, Vera, con la respiración acelerada intentó con manos temblorosas abrocharse los botones del vestido. Owen la ayudó a terminar y Vera se dijo que odiaba a ese hombre por despertarle una pasión como esa, miró a la diosa y le preguntó por qué le permitía comportarse de esa forma. La diosa le respondió con una sonrisa irónica que le recordó a Margaret y el frenesí que había sentido se transformó en tristeza. Solo había sido un momento de debilidad para él, solo un instante de lujuria que había calmado con ella por encontrarse más cerca que Ahisma o Ángela. Nunca pensó que se dejaría llevar por la lujuria que tantas veces había condenado y castigado su tío en ella.
—Vera… —Owen tendió la mano.
—Concédeme unos minutos —mintió.
Si lo tocaba le entregaría no solo el corazón, sino la voluntad.
—Te espero fuera —dijo, decepcionado, al ver que ella no tomaba la mano que le brindaba.
Los fieles comenzaron a rezar y Vera colocó una de las guirnaldas de flores que llevaba al cuello como ofrenda en el altar. Esta vez, la diosa se mantuvo imperturbable y Vera salió de allí con la certeza de que había entregado el corazón a un hombre que no lo merecía.