Capítulo 33

El gobernador no se acobardó a pesar de tener un arma apuntando a su cabeza. Sus inesperados visitantes entraron en el despacho detrás de Carter.

Burke se tambaleó y Vera lo ayudó a sentarse. Owen se lo agradeció con una sonrisa, pero su esposa parecía inmune a todo lo que proviniera de él. No la culpaba, es más, ignoraba por qué intentaba salvarle la vida.

—Excelencia —dijo Vera, y pronunció su cargo para demostrarle que no corría ningún peligro—, discúlpenos —luego, colocó la mano sobre el brazo de Carter y el americano guardó el revólver—. Es una cuestión de vida o muerte. Mi esposo es inocente y no puede ser colgado por un delito que no ha cometido.

El gobernador permaneció pensativo unos instantes, con un gesto de su mano, le ofreció asiento a Vera. Ella obedeció sin dejar de frotarse nerviosa los dedos.

—Le aseguro que no vi quién me atacó esa noche, pero le juro que no pudo ser mi esposo —dijo, como si Owen no estuviera en esa habitación.

—¿Por qué está tan segura? —le preguntó el gobernador, y alzó una ceja de manera inquisitiva.

—Porque estaba en brazos de Ángela Murray —reconoció, avergonzada—, ninguno de los dos me vio y cuando me marché, nadie me siguió, y…

—… ¿y? —preguntó el gobernador con interés al ver que bajaba la cabeza.

—No estoy segura —dudó—, pero creo que había alguien a mi izquierda que salía del laberinto y solo recuerdo que poco después sentí un dolor agudo. —Miró al gobernador a los ojos para subrayar sus palabras—. La persona que se acercó a mí vestía de blanco y no llevaba chaqueta roja.

—¿Señora Burke, está segura de su declaración?

—Muy segura —dijo con rotundidad.

El gobernador se puso la mano bajo la barbilla y nadie osó interrumpir sus pensamientos. Rebuscó en uno de los cajones del escritorio y sacó una carta.

—¿Capitán Burke, conoce al mayor Shorke?

Owen se removió incómodo en la silla. El levantamiento había sido sofocado, Shorke estaba informado de que intentaban atentar contra la vida del gobernador, pero carecía de pruebas con las que acusar a Akerman y no sabía en quién más confiar. A regañadientes, asintió.

—Sí, lo conozco —reconoció al final.

—Tengo una carta del mayor Shorke en la que me pide informes sobre su situación. Esta petición me ha intrigado lo suficiente para hacer mis propias averiguaciones.

El gobernador sacó de otro cajón del escritorio una carpeta marrón.

—No le entiendo —dijo Burke.

Sus palabras provocaron en el gobernador una sonrisa tan sincera que de nuevo le aparecieron arrugas alrededor de los ojos.

—No se preocupe, no pensaba ahorcarle mañana, además, el mayor Shorke me ha solicitado de una forma poco elegante no hacerlo. Aunque, reconozco que no contaba con que su esposa lo rescatara. —Todos se miraron sin comprender. En silencio esperaron a que el gobernador abriera la carpeta y continuase con su discurso—. Tras recibir la carta del mayor, me pregunté cuál era su interés en usted. Cobré un par de favores y llegué a la conclusión de que ha trabajado para la Compañía en un asunto delicado y peligroso. ¿Me equivoco?

Burke apretó los dientes, le habían descubierto. Le alegraba que su cuello no pendiera de una soga, pero fracasar suponía una derrota muy vergonzosa para un soldado.

—No sé de qué me habla —dijo, ante la atención de todos los presentes.

—Ahora lo comprendo —intervino Spencer. Burke lo miró taciturno con el ojo que no tenía hinchado y con ganas de asesinarle.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Vera sin entender del todo el cariz que tomaba la situación.

—Su forma de comportarse —dijo Gilliam con entusiasmo—. Eso no era propio del Burke que yo conocía y debería haberme dado cuenta. Él no era un hombre cruel y nunca lo ha sido. Su actitud parecía la de un loco, un loco al que todos pensamos que la muerte de Margaret había transformado. —El sargento le dio un golpe suave y cariñoso en la espalda a Owen—. Era mentira, viejo amigo, todo era mentira.

Vera miró a Burke e intentó discernir qué había sido verdad en su relación y qué no. Pensar que todo era parte de esa misión que le encomendaron, la hizo sentirse mucho más triste y desolada. Saber que cuando la había amado solo era parte de una farsa era demasiado perverso. Su mirada vacía, sin color ni energía, fue un claro reflejo de lo que pensaba. Burke quería explicarle, decirle que nunca le mintió en cuanto a sus sentimientos, pero permaneció callado. Su silencio atravesó el corazón de Vera como una flecha envenenada y mortal.

—Sí —reconoció puesto que ya había perdido lo que más le importaba, el resto le daba igual—. Intentaba infiltrarme en el Nuevo Orden.

—¿A qué se refiere? —preguntó el gobernador, y por instinto, su cuerpo se inclinó hacia adelante para no perder detalle de la confesión del capitán.

—Akerman, Murray y Dunne pertenecen al grupo. Akerman es quien los maneja, pero no he podido averiguar quién está por encima ni quiénes son sus cómplices. Además, Ákerman organizó el robo de los fusiles.

—¡Podían haber muerto el día que nos atacaron! —exclamó el sargento.

—Ese día tenían algo que hacer muy lejos de Meerut, pero por algún motivo que desconozco, la sublevación se adelantó.

—Quizá el soldado muerto y el intento de liberación de sus compañeros anticiparon los planes del Nuevo Orden. Supondría una valiosa oportunidad de levantamiento y dudo que se preocuparan de los cadáveres que dejasen en el camino —dijo el gobernador, pensativo.

—Tal vez —añadió Burke.

—¿Por eso le ha acusado la señora Murray de intentar matar a Vera? —preguntó Carter al gobernador—. Sin ella el caso no se sostiene, ¿es el principal testigo de la acusación?

—Lo es y muy convincente —dijo mientras, de nuevo, ponía la mano bajo la barbilla.

—No es solo por la misión —añadió Burke y miró Vera, que no se dignó levantar el rostro—. Ella es la que ha impedido que me matasen. Nunca han confiado en mí y Ángela, bueno, fue necesario hacerla mi amante. Además, recibí órdenes del mayor Shorke de contraer matrimonio —terminó por confesar sin atreverse a mirar a Vera.

—Comprendo —intervino el gobernador.

No había que ser muy inteligente para darse cuenta que sus palabras habían herido a la señora Burke. Esa joven ya había sufrido suficiente.

—Señora Burke, ¿se encuentra bien?

Owen intentó tomar la mano de Vera, pero ella la retiró con rapidez, en un gesto que fue muy elocuente para todos.

—¿Ahora cómo terminaremos esta partida? —preguntó Carter.

—Como dicen ustedes —El gobernador se puso en pie y abrió la puerta del despacho—, tengo un as en la manga.

—Sería un buen jugador de póquer en mis partidas de los viernes —dijo el americano.

—Estaría encantado de asistir, hace mucho que no participo en una partida en condiciones. Solo he tenido ocasión de participar en aburridas manos de bridge.

Vera se sujetó del brazo de Spencer y rehusó el de Owen. No quería tener ningún contacto con él y su comportamiento lo enfureció. No ignoraba que era el culpable de la situación, sin embargo su corazón se revelaba por ese hecho.

Los invitados empezaron a girarse cuando el gobernador, en compañía de una mujer y tres hombres, entró en el salón de verano donde los asistentes esperaban el discurso de Su Excelencia. Uno de ellos era el excéntrico señor Carter; el otro, un sargento que cojeaba; y el tercero provocó más de una mirada de repulsa. Burke desprendía tal olor que algunos de los presentes se tapaban la nariz a su paso, además, la barba y los golpes le concedían un aspecto violento que algunas damas no soportaban ver. El gobernador hizo un gesto a varios soldados hindúes para que cerraran las puertas. Nadie saldría ni tampoco entraría en el salón de verano hasta que él no lo ordenara.

—Por favor, sargento —dijo a un soldado con barba y turbante de color azul índigo propio de alguien de religión sikhs— haga que cualquier invitado que esté en el exterior entre ahora mismo.

El soldado hizo un saludo militar y se dispuso a cumplir la orden. Después de diez minutos que fueron una larga espera, regresó acompañado de una pareja de ancianos y un grupo de muchachas.

—Ahora que estamos todos —anunció el gobernador para sorpresa de todos y de su esposa que se acercó a él preocupada por la fiesta y a quien tranquilizó con una palmada en la mano.

El gobernador comenzó un discurso sobre la Compañía, mientras Burke buscaba con los ojos a Akerman, y descubría a la señora Murray en un rincón. En cambio, Vera solo prestaba atención al gobernador.

—Akerman está allí —susurró a Spencer.

El sargento se soltó del brazo de Vera y se dirigió hacia allí por la derecha. Owen lo hizo por la izquierda.

—Debo comunicar que el capitán Burke ha sido injustamente acusado de un delito que no ha cometido —anunció el gobernador, y alzó la voz para que todos lo escucharan bien. Señaló al capitán con la mano, pero le vio rodeando, junto al sargento Spencer, a un hombre. Lo identificó como el médico que atendió a la señora Burke y comandante de Meerut—. ¡Arresten al comandante Akerman por traición! —gritó, mucho más enérgico.

Un coro de voces de los caballeros, junto a varios gritos y desmayos de las damas, hizo que nadie estuviese pendiente de Vera salvo Ángela. En ese momento de desconcierto, agarró el brazo de la joven y se la llevó a rastras hasta una de las salas contiguas. Se las apañó para abrir una de las puertas, mientras el soldado que guardaba la salida intentaba convencer a una dama anciana de que no podía abandonar la habitación. Vera estaba dolorida y demasiado cansada por la herida para oponer resistencia.

—Todo ha terminado —le dijo Vera.

—¿Eso crees? ¡Maldita zorra! —le gritó a la vez que la abofeteaba.

Vera quiso devolverle la bofetada, pero Ángela la empujó al suelo. La joven emitió un grito de dolor que la dejó sin aliento cuando el peso de su cuerpo cayó sobre el costado. La herida se abrió y empezó a sangrar de nuevo. Durante un segundo, ni siquiera fue capaz de ver con claridad a la esposa del coronel.

—¿Crees que has ganado?, ¿qué has conseguido a Owen y me has destruido? ¡Pero, qué equivocada estás! Te juro que lo lamentarás. Lástima que el imbécil que contraté no acabase contigo.

Vera había logrado incorporarse e intentaba analizar las palabras de esa mujer.

—¡Tú! ¿Tú querías matarme?

—Sí, querida —le dijo, y sujetó a Vera de los brazos y le clavó las uñas en la carne—, dos veces. Eres como la mala hierba.

Ángela empujó a Vera y en esta ocasión terminó tumbada en el sofá. Se abalanzó sobre la joven y presionó su cuello con la intención de ahogarla. Vera luchó con todas sus fuerzas para librarse de las manos de la señora Murray, aunque no lograba escapar de ella. Recordó el arma que guardaba en el bolso, y a tientas consiguió cogerla. Apenas siendo ya capaz de respirar y habiendo perdido casi la visión, acertó a apretar el gatillo justo cuando el rostro de la esposa del coronel estaba frente al arma.

Melisa se encontraba cerca de esa sala, un joven pretendiente intentaba convencerla de que le diera un beso. Después de comprender la vida que había llevado, no quería convertirse en una viuda por mucho tiempo y el capitán Jorge Staikson era un caballero y tenía la juventud que se requería de un buen esposo. Melisa ya no era la chica casquivana que había llegado a la India, pero tampoco había perdido del todo sus pícaros juegos con los hombres. El sonido de un disparo en el cuarto contiguo interrumpió al capitán y a Melisa.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Melisa, temerosa ante el recuerdo del ataque en el acuartelamiento.

—No se preocupe, señora Aliston —dijo el capitán—, solo ha sido un disparo.

—¿Un disparo? —Las manos de Melisa se aferraron al brazo del capitán.

Staikson abrió las puertas correderas que separaban ambas habitaciones y se encontró un espectáculo dantesco.

—¡Dios! ¿Qué demonios ha ocurrido…?

Melisa comprendió qué había sucedido y dejó el cuarto con tanta rapidez que el capitán ni siquiera terminó la frase. Buscó a algún conocido, y encontró entre la multitud al sargento Spencer. Todos estaban atentos al combate que se sucedía entre el capitán Burke y Akerman. Owen tenía una cuenta pendiente con Akerman; el comandante había sacado la espada e intentaba defenderse contra todo aquel que se le acercara.

—¡No soy ningún traidor! —gritaba al ver que ya no tenía escapatoria.

Por unas de las puertas, varios invitados empezaron a sacar a las damas y Burke le quitó la espada del cinto a Spencer y se enfrentó al médico.

—Ten cuidado por el flanco izquierdo, creo que es zurdo —le aconsejó el sargento.

Burke estaba en desventaja, pero ver a Vera le había dado la energía suficiente para combatir a esa escoria.

—Déjenlos —ordenó el gobernador al sargento sirkh—, el capitán Burke está en su derecho.

Su Excelencia se sirvió una copa y ofreció otra al americano. Carter enfundó el revólver con el que había apuntado a Akerman, por si recorría al juego sucio. Spencer vio cómo Melisa se le acercaba y empezaba a contarle qué había ocurrido. Deprisa, siguió a la joven hasta un cuarto. Vera estaba inmóvil en un sofá, mientras Ángela chillaba e intentaba detener la sangre que emanaba de su hombro.

—¿Estás bien, Vera? —le preguntó.

—Creo que debería ver al doctor Nasher —respondió con un esbozo de sonrisa mientras una mancha rojiza se extendía cada vez más por su costado.

Melisa rompió sus enaguas y colocó la tela sobre el corsé de Vera, miró a Spencer y este leyó en sus ojos que debían darse prisa. Seguido de la joven, el sargento la cogió en brazos y salió de la habitación, escuchando los gritos de rabia y dolor de la esposa del coronel.

—¡Yo soy la herida! ¡Me ha disparado!

Spencer se dirigió a casa de Nasher, desde la casa del gobernador apenas tardaría una hora. El vendaje improvisado que le había hecho Melisa apenas contenía la sangre. Rogó que se recuperara o Burke nunca lo haría. Había visto cómo la miraba cuando ella no se daba cuenta. Ese hombre amaba a su esposa.

Dos semanas después, Akerman fue embarcado hacia Inglaterra. El mayor Shorke se encargaría de su interrogatorio. En cuanto a la señora Murray, esta desapareció una noche del penal en el que fue encarcelada por traición. Burke imaginaba que todo había sido orquestado por el Nuevo Orden. Dos meses más tarde, Owen recibió una carta del mayor Shorke donde le felicitaba y relevaba de sus obligaciones en esa misión. El mayor le agradecía los servicios prestados, pero Burke no se sentía satisfecho. Había causado tanto dolor a la gente que apreciaba y para qué, para haber fracasado. Sin embargo, el mayor le agradecía que hubiera limpiado Meerut de esos traidores e impedido un intento de asesinato del gobernador. Si lord Ellenborough hubiera muerto los acontecimientos se hubieran precipitado inexorablemente hacía una revuelta. Akerman había confesado que el hombre que manejaba los hilos, al que apodaban el Amo, era un inglés, hijo de lord Norfolk, principal accionista de la Compañía de las Indias Orientales. Tras interrogar a su padre, lord Norfolk confesó que el único propósito de su hijo no era otro que el de hundir a la Compañía y a él. Shorke aseguraba que Akerman le había conducido a varios miembros del grupo. Eran menos de lo que se había imaginado al principio con un nombre tan pomposo como el Nuevo Orden. Pero según lord Norfolk, su hijo siempre había tenido delirios de grandeza y cuando dieran con él lo ingresarían en el sanatorio mental llamado Beldman. Había causado un incidente de proporciones desmesuradas por su animadversión contra su padre y el lord no estaba dispuesto a perdonárselo. Burke se alegraba de que todo quedara en una rencilla entre padre e hijo. La India ya no volvería a ser la misma y creía que este incidente era la pieza de dominó que haría caer el resto de fichas. Esperaba que las consecuencias no fueran demasiado sangrientas. Pensó en la muerte de Zacarhy, para él fue una sorpresa desagradable. En su juventud habían sido como hermanos. Le dolía reconocer que se había corrompido de una forma que nunca hubiera imaginado. Bebió un vaso de whisky de Carter y brindó por el alma de su antiguo compañero de armas. Allá dónde se encontrase esperaba que pagara por sus culpas, era lo único que le deseaba.

—¿Cuándo piensas volver? —le preguntó Carter.

Las palabras del americano lo devolvieron a la realidad.

—No lo sé.

—Si no te conociera, diría que tienes miedo —sonrió el viejo, y se llevó un habano a la boca.

Burke guardó silencio y siguió mirando por la puerta acristalada que daba al jardín. Después de las lluvias todo estaba iluminado por el sol. Las flores mostraban los colores más hermosos y el aire estaba limpio.

—Soy un cobarde —terminó por aceptar, y se sentó en el sofá frente a Carter.

—Deberías hablar con Vera, tiene que escuchar tus explicaciones. Lo que has hecho ha sido por la Compañía, por encontrar a unos traidores despiadados.

—No todo lo he hecho por eso —reconoció Burke.

A veces, se había comportado como un bastardo con ella y, en la mayoría de las ocasiones, no hubiera sido necesario.

—Si aceptas un consejo de un viejo como yo —dijo Carter, y esperó a que Burke asintiera—, cabalgaría hasta Meerut antes de que sea demasiado tarde y, sobre todo, no perdería a una mujer de la valía de Vera. Te salvó incluso cuando todas las pruebas te señalaban como culpable. Recorrió durante dos días esos caminos polvorientos para liberarte de la horca y te defendió a pesar de que todo el mundo te creía responsable. —Burke quiso intervenir, pero su amigo le interrumpió con la mano—, no he terminado —dijo, y escudriñó su rostro con fiereza—. Si tuviera menos años, te juro que sería capaz de matarte en este momento y de casarme, después, con tu mujer.

Burke abrió la boca y la cerró de nuevo ante las palabras de Carter. El americano se acomodó en el sillón como si no hubiera dicho nada y aspiró el humo del habano. Esas palabras suponían un recordatorio de su cobardía, sí, temía perder a Vera, encontrarse frente a ella y que no le perdonara todo lo que le había hecho padecer. También la perdería si no hacía nada. Se puso en pie, hizo un saludo militar a Carter, en América había sido comandante y, después, se marchó sin decir nada más. El americano sonrió complacido, esperaba recibir en breve buenas noticias.

En Meerut, Vera, tras dos meses de descanso, casi estaba restablecida del todo. No le quedó más remedio que seguir los consejos de Nasher y hacerlo casi la volvió loca. No dejaba de pensar en Owen, en cómo se despidieron, en la frialdad con la que lo trató. En el dolor que sus mentiras le habían causado, en el sufrimiento en el que había dejado envuelto a su corazón. Durante la novena semana y, en contra de la opinión de Spencer, se incorporó de la cama. Necesitaba aire fresco y dejar de pensar en ese hombre y en su dolor. Esa tarde, Pamela le servía un té en el mismo lugar en el que le había contado que pronto ahorcarían a Owen. Vera se sentía una inválida, no estaba acostumbrada a tantos cuidados ni a estar ociosa; eso la desquiciaba.

—¡Un día más sin hacer nada y me volveré loca!

Pamela sentía pena por ella, sabía muy bien qué le sucedía. No era la ociosidad ni tampoco la herida, era que amaba al capitán Burke. El amor era algo complejo. Sonrió para sí misma al pensar en Gilliam. Jamás imaginó que los brazos de Spencer le proporcionarían tanto placer, tanto, que ya ni siquiera recordaba el rostro de John. Ahora anhelaba, como una tonta adolescente, que su esposo la besara y la deseara como el día que regresó de Nueva Delhi. El llanto de su hija, como ya consideraba a la pequeña, le alertó de que estaba soñando. De nuevo, centró su atención en Vera y pensó en cómo el capitán Burke y su amiga se habían despedido. Gilliam le contó que la frialdad existente entre ellos era tan cortante como la hoja de su mejor sable. También, le aseguró que Vera había intentado disimular las lágrimas y el dolor durante todo el viaje a Meerut.

—Creo que lo que te ocurre es que no dejas de pensar en tu esposo.

—¡No! —exclamó, contrariada, para reconocer poco después su derrota—, sí, creo que sí.

—Bien, y ¿qué piensas hacer? No puedo creerme que hayas cruzado la mitad del planeta para casarte y te marches sin luchar.

Vera suspiró, qué podía hacer cuando ni siquiera se había dignado a regresar a su lado.

—Pamela, todo está perdido.

—No digas eso, no todo está perdido aún —dijo al considerarse un claro ejemplo de lo que decía.

—Se te ve feliz —le dijo, y tomó sus manos.

—Lo soy, Vera, soy feliz.

—Me alegra mucho saberlo, siempre te he considerado una hermana y tu felicidad es la mía.

—¿Has pensado ya lo que quieres? —preguntó Pamela con un tono tan serio que hizo que Vera respirara hondo antes de contestar.

—Marcharme lejos de aquí, buscar un lugar donde pueda olvidar.

—¿Lo amas mucho? —se atrevió a preguntar.

—Más de lo que mi corazón puede resistir. No soy lo suficientemente fuerte…

Vera enmudeció cuando creyó divisar, al principio del sendero de la casa, a Owen. La joven soltó la barandilla y su rostro palideció de tal modo que preocupó a Pamela.

—¿Es él? —articuló a pronunciar.

—¿Quién? —preguntó Pamela y al girarse, lo vio.

El capitán Burke se había detenido y miraba a su esposa. Ambos parecían haberse abstraído de todo lo que les rodeaba. Pamela quiso quedarse con Vera, ayudarla a superar ese trance, pero comprendía que era algo que solo ella debía hacer. Cogió a la niña en brazos y, sin despedirse de ninguno de los dos, se retiró en silencio. Solo esperaba que el capitán no le hiciera más daño, Vera ya había sufrido bastante a manos de ese hombre.

Vera aún no creía del todo que Owen hubiera regresado. Casi de manera inconsciente, clavó las uñas en la suave madera barnizada de la barandilla para asegurarse de que no soñaba. El capitán anduvo los pocos pasos que lo separaban del porche sin dejar de mirarla.

—Vera —dijo—, ¿cómo estás?

—Mucho mejor —respondió con voz trémula por la emoción de verle. No quería dejarse influir por los ojos de su esposo.

Había perdido esa rigidez con la que lo conoció, aquella capa de frialdad había dado paso a un rostro amable y afectuoso. Aún se notaba en él el paso por el penal, pero había engordado. Los dos se observaron en silencio, conscientes de que seguía existiendo un muro que los separaba. Había demasiadas mentiras en aquel matrimonio para poder rescatarlo.

—Me gustaría asearme y después hablar contigo, si te parece bien —dijo sin acercarse a ella para evitar asustarla, pero su deseo era, sin duda, abrazarla.

Estaba mucho más delgada, más pálida y se la veía triste. Él era el causante de que no quedara nada de aquella muchacha que llegó a la India. Eso le carcomía, quería recuperar a esa chiquilla que deseaba tener paz.

Vera asintió, no podía negarse ni estaba en condiciones de hacerlo, pero no era capaz de imaginarse lo que podían decirse todavía.

Algo más tarde, Vera y Burke se reunieron en la biblioteca. Vera no pudo evitar recordar aquella tarde de confesiones que compartió con este hombre que ahora era un auténtico desconocido para ella. Burke no se sentó. Contempló a su esposa envuelta en una bata de color azul pálido y le pareció mucho más joven e inocente.

—Vera —comenzó—, sobre mi comportamiento, me gustaría aclararte…

—No es necesario —dijo, y le impidió seguir hablando.

Owen luchaba por no acercarse a ella, tomarla entre sus brazos y dejar que sus besos y caricias hablaran por él. Sabía que ella merecía una explicación.

—Sí, lo es. No siempre me he comportado de forma honorable contigo y lamento que…

—No hay nada que lamentar —aseguró Vera, y se quitó un par de arrugas de la bata para disimular la tristeza y la desazón que sentía—. Era tu trabajo.

—Sí, lo era —reconoció Owen—, pero no siempre fue trabajo.

—¿Cuándo no lo fue? —preguntó con rabia, mientras sus ojos verdes lanzaban destellos dorados—. ¿Cuándo te acostabas con Ángela?, ¿cuándo forzaste a Ahisma?, o ¿cuándo me engañaste haciéndome creer que te importaba?

Burke intentó cogerla de las manos, aunque los ojos fríos y la mirada retadora de Vera lo detuvieron.

—No forcé a Ahisma. Nunca la toqué —confesó sin muchas esperanzas de que lo creyera—. Solo le pedí que dijera que lo había hecho, porque nuestras vidas estaban en peligro. Ángela me ordenó hacerlo y no tenía otra manera de ganar su confianza —reconoció, apesadumbrado.

Vera estudió su respuesta. Parecía sincero, pero de todos modos, ya no se fiaba de él.

—¿Y Ángela?

Vera se puso en pie, no podía permanecer más tiempo a su lado sin derrumbarse y era lo último que deseaba que ocurriese.

—Fueron órdenes, tenía que convertirme en su amante y, hacerlo, supuso más insatisfacción que placer. Jamás amé a Ángela, yo solo amo a…

—Tu esposa Margaret, lo sé —le atajó, derrotada—, nunca seré como tu difunta esposa. Pero no debes preocuparte, pronto estarás libre de mí. He pedido a Carter que me compre un billete en el primer barco que parta rumbo a Inglaterra. Ya nada me retiene aquí, yo… —la voz se le quebró e intentó por todos los medios que las lágrimas no brotaran de sus ojos, sin lograrlo.

—¡No puedes marcharte! —le pidió Owen.

Burke la acercó a él y besó una de sus sienes. Vera, enfadada, intentó zafarse de su abrazo. Esta vez, no la convencerían unos besos y unas caricias, no se conformaría con unas migajas. Lo quería todo, la reina, la banca y hasta la misma mesa de póquer como le enseñó a jugar Carter, en una de sus visitas.

Burke se ahogaba de desesperación. No podía obligarla a que se quedara, ni se veía con fuerzas para rogarle que le diera una oportunidad. Por no saber no sabía qué hacer para evitar que esa mujer, la única que le había enseñado qué era el amor, no lo abandonara.

—Por favor, deja que conserve al menos mi dignidad —dijo ella casi entre sollozos.

—Margaret era mezquina, una embustera incapaz de amar…

—No quiero escuchar nada, yo… —le interrumpió, y sus ojos eran un pozo de aguas turbulentas que Burke estaba dispuesto a atravesar a nado, aunque le costara la vida.

—¡Tienes que escucharme! —Owen la atrajo contra sí y le habló al oído. Vera poco a poco dejó de resistirse, lo notaba en cómo sus músculos se relajaban—. Me destrozó por dentro y me siento despreciable por no ser capaz de aceptar del todo a su hija —confesó, avergonzado—. Si no hubiera encontrado esa carta…, pero descubrí que me engañaba con otro hombre y, cada vez que veo a esa niña, recuerdo el engaño de Margaret, la forma en que pisoteó mi amor. Necesitaba tiempo para olvidar. —Burke besó su rostro con delicadeza, no quería asustarla—. Ahora sé que nunca la he amado, no como se debe amar. Mi amor era una obsesión enfermiza, un espejismo de felicidad que solo yo creía. Te amo, Vera Henwick con veintiún años recién cumplidos. Te amo y no sabes cuánto me alegro de que no seas como ella —dijo, y la besó en la frente—, tú tienes corazón, ella jamás lo tuvo.

Burke besó sus labios y Vera se lo permitió, aunque no reaccionó como él esperaba. Le había mentido tantas veces que no quería entregarse. Temía que volviera a destruirla. Owen sintió cómo la desesperación se apoderaba de su mente. Si ella no lo perdonaba, si ella se marchaba, si ella… hasta que vio el cuadro. El rostro de Margaret le decía que había ganado, su difunta esposa se había encargado de que no recuperara el amor de Vera. A pesar de todo, Owen vio con claridad qué debía hacer. Apartó a Vera de sus brazos y se dirigió al comedor, seguido por una joven perpleja por su comportamiento. Owen descolgó el cuadro y se encaminó al jardín. En ese corto camino su corazón se desprendió, por completo, del hielo que lo envolvía. Vera no era la única que lo miraba sin entender qué pretendía. Los criados y el sargento Spencer, que entraba por la vereda del jardín, observaron con curiosidad lo que hacía el capitán. Pamela le había pedido que se acercara para comprobar que Vera se encontraba bien. Le aseguró que una visita masculina sería mejor recibida que una femenina. Sin embargo, cuando vio a Burke cargar con el cuadro de Margaret, lamentó que se marchara y abandonase a Vera. Burke, ante la sorpresa de todos, lanzó el retrato al suelo y volvió a entrar en la casa. Unos minutos más tarde, salía con una vela encendida. Vera se sujetó a la barandilla cuando vio a Owen prenderle fuego. Ese gesto para ella era mucho más que cualquier confesión. En ese instante, sintió cómo ellos y la casa se libraban de la presencia de esa mujer. Mientras las llamas consumían el bello, pero perverso rostro de Margaret para siempre, Burke notó algo parecido a lo que sentía su esposa. La liberación de un hechizo que le mantenía esclavizado a una mujer que no lo amaba.

Vera sonrió. Para Owen su sonrisa era un principio, el inicio de todo. Ahora, tenía una nueva misión bajo el cielo de Meerut. Debía ganar la confianza de su esposa y demostrarle todo su amor. Esta vez, se juró que no fracasaría.