Capítulo 28
Esa tarde, Narayan se aseguró de que el capitán estaba en la biblioteca y ninguno de los criados anduviera cerca para ver cómo Ahisma entraba en la habitación de la memsahib. Creía que a la esposa del capitán no le quedaba mucho de vida. Tenía profundas ojeras y miraba al techo con los ojos abiertos e inmóviles; un hilo de saliva le bajaba por la comisura de los labios, había perdido mucho peso y respiraba con dificultad. Ahisma le tomó el pulso, examinó sus ojos y le abrió la boca para ver la lengua. Después, acercó la nariz y olió su aliento.
—¿Dices que el doctor no ha encontrado el motivo?
—No —afirmó Narayan, y aguzó el oído por si alguien se acercaba—. Ahisma debemos darnos prisa —le urgió Narayan.
Ahisma aprendió de su madre el arte de los venenos, la enfermedad y la cura. Nada más reconocer a Vera había comprendido que la estaban envenenando. No conocía cuál era el veneno, solo que era lento y agónico.
—Debemos decírselo al capitán —dijo Ahisma.
—¿Decirle qué? —La tomó del brazo y le impidió que saliera de la habitación.
—Que hay alguien en esta casa que intenta matar a su esposa.
—¿Estás segura de ello?
—No he estado tan segura de algo en toda mi vida —confirmó a la vez que se soltaba de su brazo.
—Está bien. Espera aquí, a estas horas solo el capitán está despierto.
Ahisma asintió y se sentó al lado de Vera.
Narayan salió del cuarto y se cercioró que ningún criado lo viera hablar con el capitán. Después de lo que le había contado Ahisma no se arriesgaría a que el asesino hiciera daño a la muchacha. Golpeó la puerta de la biblioteca y pasó sin esperar permiso para hacerlo. Burke miraba por la ventana y se giró al escuchar que alguien entraba en la habitación. El capitán había adelgazado y sus mejillas se hundían en los huesos dándole un aspecto más severo. Narayan tragó saliva antes de decirle lo que Ahisma le había confesado. Le preocupaba su temperamento irascible y que terminara culpando a Ahisma. No estaba dispuesto a que pagara su rabia contra la mujer que amaba. Si el capitán tomaba una decisión equivocada acabaría con él. Se tocó el costado para asegurarse que tenía el puñal y se saltó el protocolo militar sin realizar ningún saludo.
Burke, gracias al rostro serio del cipayo, adivinó que alguna cosa no iba bien. Pensó en Vera y sus ojos se agrandaron por el horror.
—Vera…
—¡Oh! No. Ella está igual. Siéntese, lo que tengo que decirle no es bueno.
Burke estaba demasiado cansado para discutir ni para pensar en el motivo que había llevado a Narayan a la biblioteca. Nada ayudaba a Vera a recuperarse, al contrario, cada día empeoraba un poco más.
—¿Qué ocurre? —Burke se mesó el cabello con un gesto derrotado.
—Ahisma está aquí. —Burke suspiró ante su confesión.
—Me alegro por ti, Narayan. Ahisma será una buena esposa y es muy bella.
—No he venido a hablar de Ahisma —su tono de voz hizo que Burke le prestara atención—. Ella está con la memsahib ahora mismo. Su madre era curandera y cree saber lo que le ocurre.
Burke, esperanzado, se puso en pie y se dirigió a grandes zancadas a la puerta, pero el cipayo le interceptó el paso.
—No he terminado —dijo. Burke clavó los ojos en Narayan y supo que aún no le había dicho lo peor—. La están envenenando.
El capitán, ante la confesión de Narayan, palideció y el soldado vio la viva imagen de la muerte en su tez cadavérica.
—¿Podrá salvarla? —articuló a pronunciar con voz temblorosa.
—Lo intentará, pero si no lo consigue —dijo con una clara animadversión—. Prométame que no castigará a Ahisma.
Burke jamás haría daño a la muchacha, aunque comprendió la preocupación de Narayan después de todo lo que le había hecho. El capitán colocó las manos sobre los hombros del cipayo.
—Narayan, no sabes cuánto lamento lo que te hice, no me lo perdonaré jamás. Mi comportamiento era una tapadera para una misión que aún estoy cumpliendo y temo que acabe con la vida de la mujer que amo.
—¿Misión? —La confesión del capitán sorprendió a Narayan.
—No es el momento de explicaciones —Burke bajó la voz—. Quiero saber qué opina Ahisma de lo que le sucede a Vera. No confío nada más que en vosotros. ¿Tú puedes confiar en mí hasta que pueda aclararlo?
Narayan estudió el rostro del capitán y reconoció de nuevo al hombre que le había salvado la vida dos veces. Al menos, le concedería el beneficio de la duda. Asintió y ambos subieron a la habitación de Vera.
El capitán llevaba casi una semana a los pies de la cama de su esposa. Agradecía a Dios su mejoría, pero aún no había disminuido el peligro. Desde que Narayan le contara sus sospechas, Burke no ocultaba el colt y nadie atravesaba esa puerta a excepción de Ahisma. Al cuarto día, el cansancio ganó la batalla al capitán y cerró los ojos vencido por el sueño. Un ruido le despertó y apuntó con el arma a quien había entrado. A Ahisma se le cayó la palangana de agua a los pies por el susto. El estruendo alertó a Narayan. El cipayo entró dispuesto a matar a cualquiera que hubiera hecho gritar de esa forma a la joven.
—Lo siento —se disculpó el capitán, y guardó el arma en el bolsillo de la chaqueta—. Me he quedado dormido y me he sobresaltado.
Ahisma se agachó para recoger la palangana y Narayan emitió un gruñido de disconformidad sin dejar de mirar al capitán. Burke veía cuánto amaba a esa mujer y se alegró por él. El cipayo era un buen hombre. Se había convertido en su mejor aliado. Mientras él hacía guardia al lado de Vera, Narayan se mantenía alerta en la puerta. Acarició la frente de su esposa con ternura, el color ceniciento de su rostro se había convertido en un tono más natural. Su respiración había recuperado un poco la normalidad, la fiebre había disminuido y era capaz de ingerir algo más que unas cuantas tazas de té.
—Debería descansar —dijo Ahisma, después de tomarle el pulso a Vera y comprobar que ya no tenía fiebre.
—No la dejaré sola.
Ahisma pasó una toalla limpia por la frente de la inglesa.
—Si usted enferma, estará sola —le dijo para convencerle. La tozudez del capitán solo lo convertiría en una carga.
—Ahisma, no sabes cuánto te agradezco lo que has hecho.
La joven asintió y se giró para atender a Vera. En la puerta, Narayan observó el andar cansado del capitán cuando se dirigía a la biblioteca. Una hora antes, Burke le había confesado todo sobre su misión.
—La misión… —dudó Owen—. Si te hablo de ella, ambos estaremos en peligro y pondremos en peligro a Vera y a Ahisma.
—¿Si no lo hace, estaremos más seguros? —preguntó Narayan.
Debía evaluar la situación. Si solo peligraba su vida, no le importaría. Era soldado y se la jugaba cada vez que dejaba los muros de Meerut, pero no arriesgaría la de Ahisma.
—No —dijo con rotundidad el capitán—. Desde el instante en que decidisteis ayudarme os pusisteis en peligro. Lo siento.
Narayan se mantuvo pensativo un instante, luego miró al capitán y con un gesto de la mano le incitó a hablar.
—¿De qué se trata?
—Todo está relacionado con el Nuevo Orden.
—¿El Nuevo Orden? —preguntó Narayan, sorprendido. Jamás había oído ese nombre.
—Es un grupo que intenta hacerse con el poder. Si lo consiguen, la vida será mucho peor para los hindúes y musulmanes que con la Compañía de las Indias.
—Perdone que lo ponga en duda —dijo Narayan con fiereza.
Burke dibujó una sonrisa de comprensión al escuchar las palabras del hindú.
—Cuando alcancen el poder piensan esclavizar este país.
—¿Cuál era su misión? —preguntó a regañadientes Narayan, ante la certeza de que cualquier extranjero tenía la intención de dominar la India y a sus habitantes.
Burke se acercó a la ventana desde donde se veía el jardín. Esa tarde, la luz era un despliegue de rosados que intensificaba el color terracota de la arena que ocupaba la mayor parte de las calles del acuartelamiento. Sin darse la vuelta, empezó a contar cómo el mayor Shorke le había encomendado la misión, el por qué necesitaba contraer matrimonio y tener una amante.
—Debía descubrir quién pertenecía a ese grupo ya que se sospecha que alguno de los cabecillas se esconde en Meerut. Además, están detrás del robo de los fusiles y municiones. —Burke se sentó en la silla y se mesó los cabellos con un gesto cansado—. Debía ser uno de ellos, ganarme su confianza a cualquier precio.
—Entonces, ¿el día que me castigó? —preguntó Narayan apretando los dientes.
—Te aseguro que es lo más duro que he tenido que hacer nunca —dijo sin atreverse a mirarlo a la cara—, cada latigazo me convertía en uno de ellos y a la vez me alejaba de todos mis principios.
Burke guardó silencio ante una confesión que menguaba parte de su culpa.
—¿Por qué la memsahib Murray?
—Ella conoce a varios de los miembros de esa panda de locos. El doctor Akerman y el capitán Dunne pertenecen al Nuevo Orden. Ahora quieren que mate al gobernador o Vera y yo estaremos muertos.
—¿Cree que ha sido la memsahib Murray la que ha intentado envenenar a su esposa?
—No solo lo creo, apostaría mi cuello a que es la culpable, aunque no sé cómo lo ha hecho. Ahisma asegura que es un veneno lento y se necesita una dosis todos los días para que la víctima enferme y muera. —Burke se sentó en uno de los sofás—. Tu esposa tiene razón —dijo medio adormilado, esa palabra llenó de orgullo a Narayan. Juró que si salían con vida de aquello le pediría a Ahisma que fuera realmente su mujer—, necesito dormir o no le serviré de ayuda a Vera.
Narayan salió de la habitación sin dejar de pensar en lo que le había confesado el capitán. Repasó una por una las personas que, durante esas semanas, habían servido a la memsahib y siempre surgía un mismo nombre.
Vera entreabrió los ojos y sintió que el mundo giraba a su alrededor como una peonza. Se sujetó la cabeza con las manos con la intención de detener ese movimiento que la volvería loca. Entonces, escuchó la voz de Ahisma y sus manos suaves y pequeñas sobre los hombros.
—Memsahib, despacio —le ordenó.
—¡Ahisma! ¿De verdad eres tú? Estaba tan preocupada —consiguió decir, apenas, sin voz.
—Tranquila, memsahib, todo está bien.
Vera alcanzó las manos de Ahisma y las lágrimas surgieron de sus ojos al comprobar que la muchacha estaba bien.
—Pensé que habías muerto, yo… —dijo, e intentó esbozar una sonrisa, pero un fuego abrasador le impidió continuar hablando—. Tengo mucha sed.
—Aquí tiene —La muchacha le acercó un vaso de agua y Vera se lo bebió de un solo trago. Después de unos minutos el mareo empezó a desaparecer.
—¡Me alegra mucho verte! He estado muy preocupada por ti. Desde que desapareciste, me sentía culpable —confesó Vera sin dejar de hablar y de forma atropellada. Ahisma le dio unas palmadas cariñosas en la mano—. ¿Por qué te marchaste? ¿Qué ocurrió?
Ahisma dejó el vaso en la mesilla de noche y mojó una toalla en una jofaina de agua para limpiar la frente de Vera.
—Es una historia muy larga y usted debe descansar, pero le aseguro que no tiene de qué preocuparse. Nunca he estado mejor —aseguró, y miró la puerta.
—¿Narayan? —La joven asintió y Vera no insistió, se sentía demasiado cansada, pero preguntó—: ¿Qué me ha pasado?
Los tres acordaron que no le dirían nada sobre su envenenamiento hasta que no averiguaran quién o quiénes eran los culpables.
—Ha estado muy enferma. Creímos que la perderíamos. El sahib no se ha retirado de su lado durante estas dos semanas. Narayan tuvo que obligarle a descansar o habría enfermado.
Vera no daba crédito a lo que le contaba, pensar que Burke se preocupaba por ella le llenó de esperanza el corazón.
—¡Él está enfermo! —exclamó, e intentó levantarse.
Ahisma se lo impidió y negó con la cabeza.
—¿Cuándo empezó a sentirse mal? —preguntó con una estudiada inocencia.
—Unas horas más tarde de regresar de Nueva Delhi.
Ahisma le ahuecó los almohadones y abrió las cortinas. El tiempo había mejorado, pero seguía lloviendo. Pronto la lluvia sería desterrada por un sol abrasador.
—Ahora, todo está bien —dijo, y la obligó a tragar una bebida amarga que le recordó al aceite de ricino que alguna vez había tomado en el colegio.
—Me gustaría salir de aquí y darme un baño —dijo Vera.
—Todo a su tiempo —contestó Ahisma con autoridad—, aún no tiene fuerzas.
Vera notó cómo la oscuridad se apoderaba de ella de nuevo. En sus sueños vio a Burke sujetar su mano entre las suyas y besarlas con devoción. Ahisma cerró las cortinas y salió del cuarto. Narayan hacía guardia en la puerta.
—Regresa al cuarto de la memsahib. El capitán ha salido y debo hacer unas cuantas preguntas.
Llevaban varios días hablando sobre quién sería el responsable y habían llegado a una conclusión: solo Bashi tenía el poder, los conocimientos y el acceso a la memsahib.
—Se sintió enferma unas pocas horas después de llegar de Nueva Delhi —le contó Ahisma.
—Ese viejo tendrá que ser muy convincente.
Narayan se atusó los bigotes. Ese gesto le resultaba conmovedor a Ahisma, que se puso de puntillas y le dio un suave beso en los labios. El cipayo sonrió de dicha, cada día amaba más a esa mujer.
El anciano estaba sentado en la cocina y tomaba una taza de arroz con algunos trozos de pollo. Al contrario que el resto de los sirvientes, que se sentaban en el suelo, él lo hacía en una pequeña mesa. Narayan vio cómo el viejo intentaba disimular su inquietud sin apartar los ojos del cuenco.
—Bashi. —Cogió un pequeño taburete y se sentó frente a él.
—Narayan —contestó el viejo sin alzar el rostro.
—Quiero hablar contigo.
—Estoy muy ocupado —mintió.
El anciano pretendió levantarse, pero Narayan sacó su cuchillo del cinturón y lo clavó en la mesa. Bashi se quedó a mitad de camino en su intento de ponerse en pie.
—Mejor te sientas —le advirtió el cipayo.
—¿Qué quieres? —preguntó, y con un gesto despidió al resto de sirvientes.
—Sabes muy bien qué quiero —sonrió como lo haría un guerrero despiadado—. Respuestas y conoces muy bien las preguntas.
Bashi miró a Narayan y después al cuchillo. El cipayo no lo cogió y se balanceaba de derecha a izquierda en un movimiento hipnótico y cegador.
—No sé lo que dices.
Narayan sujetó una de sus manos y con la otra libre sacó el cuchillo de la mesa y lo hundió en la del viejo sirviente. Bashi gritaba como un poseído por Khali en un sacrificio humano.
—¡Eres peor que ellos! —gritó—. Te acuestas con esa puta mestiza que su madre debió ahogar al nacer y sirves a una memsahib metomentodo que mejor estaría muerta.
Narayan nunca había apreciado tanto odio en ningún hindú o inglés. Le liberó del cuchillo y el viejo se cubrió la mano ensangrentada con un trapo. Narayan controló las ganas de matarlo allí mismo por las palabras que había pronunciado. Tan solo lo zarandeó.
—Si vuelves a insultar a mi esposa, te juro que no verás otro amanecer y nadie echará tus cenizas al Ganges.
Esa era la peor amenaza para un hindú. Bashi asintió y pensó que era muy capaz de cumplir su promesa.
—Fue la memsahib Murray —confesó al fin—. Ella dijo que el sahib y esta casa estarían mejor sin la nueva esposa del capitán.
—¿Qué has utilizado?
—Belladona.
La esposa del capitán había estado a punto de perder la vida a manos de un miserable. Le debía a esa mujer que Ahisma no hubiera regresado al Bibighar. Pocos eran los ingleses que se ganaban su aprecio, pero la memsahib era una de ellos. Le dio un puñetazo a Bashi y perdió el sentido. Luego, se lo echó al hombro y fue en busca de sus compañeros. Varios preparaban los pertrechos para marchar hacia el sur, un lugar inhóspito y peligroso. No permitiría que el sahib se manchara las manos de sangre con ese despojo. El capitán le había salvado dos veces la vida y, ahora, le devolvería el favor salvando la de su esposa. Pidió a sus compañeros que no lo desataran hasta que llegaran y, si por desgracia moría en el camino, podían enterrarlo en cualquier sitio. Eso sería un destino digno de un traidor.
Regresó al bungalow y buscó a Ahisma. Le propondría matrimonio. Había comprendido que era una mujer extraordinaria y con un corazón hermoso. También que le daba igual condenarse y el desprecio de su familia. Ahisma era su familia, su hogar, su otra mitad, sin ella el mundo estaba sumido en la oscuridad y carecía de sentido. Se atusó los bigotes, colocó su mejor pose militar y a pasos decididos buscó a su futura esposa.
Dos días más tarde, Owen regresaba de la oficina de Murray, preocupado por Vera y porque la rebelión se estaba convirtiendo en una insurrección, según había leído en los últimos informes que enviaron de Nueva Delhi. Las noticias no eran alentadoras. Tenía apenas unos días para acompañar al coronel a la reunión con el gobernador. Le daba igual si después se enfrentaba a un consejo de guerra, no dejaría en el acuartelamiento a Vera. La llevaría a Nueva Delhi, a casa de Susan, allí estaría segura. Al ver al cipayo, el gesto adusto de su rostro le advirtió que tenía malas noticias que comunicarle.
—Ha sido la memsahib Murray. Ella le ordenó a Bashi que la envenenara con belladona.
Burke apretó los puños. Gracias a su entrenamiento como soldado se contuvo para no sacar el colt y dirigirse a casa del coronel. Le daba igual si esa víbora era una mujer, había intentado matar a Vera y eso no se lo perdonaría jamás. Pero, ahora, lo más importante era llevar a su esposa a un sitio seguro. Más tarde, ajustaría cuentas con Ángela Murray.
—Narayan, creo que las cosas se van a complicar —le confesó, mientras abría el mueble en el que guardaba las armas.
Le lanzó un par de fusiles que el cipayo cogió en el aire y varios cartuchos de munición. Algunas de ellas se las había comprado a Carter. No eran de la Compañía y podía usarlas sin ningún permiso. Esa mañana se había cruzado con Zacarhy y, lejos de parecer descontento, detectó en él cierto regocijo como si esperara un acontecimiento que muy pronto le llenaría de satisfacción. A pesar de sus amenazas había estado esquivo en sus respuestas.
—¿Qué ocurre?
Narayan pensó que si al capitán le preocupaba más salir de allí, que enfrentarse a la posible asesina de su esposa, era que temía algo mucho peor.
—Sospecho que los rumores se transformarán muy pronto en ciertos y no me quedaré aquí para comprobarlo. Si fuera uno de los rebeldes tomaría esta plaza, es un lugar estratégico y no lucharé contra mi propia gente. He intentado decírselo al coronel, incluso descubriéndome, pero ha ignorado mis consejos. Ahora más que nunca, debo irme, ¿me acompañarás?
—Eso es deserción.
Narayan era indio y soldado de la Compañía. Había hecho un juramento que cumpliría hasta el último día de su vida.
—Sí, lo es, pero si crees que ese juramento te ata a un puñado de bastardos como estos, lo lamentaría de veras.
Narayan asintió, no solo debía pensar en él, también en Ahisma. No correría el riesgo de que la entregaran a Zacarhy.
—De acuerdo.
Burke se alegró de veras, apreciaba al cipayo y a la muchacha mestiza.
—Cogeré un carruaje para las mujeres. Haz que Ahisma prepare a Vera. No deben llevar nada, solo es un día de paseo con Vera. Ahisma es la doncella de la memsahib y tú y yo vamos a hacer prácticas de tiro con los nuevos fusiles.
—Nadie creerá que utilizaré esos cartuchos.
Burke dudó si confesarle lo que se rumoreaba entre la tropa de cipayos. Pero sus vidas corrían peligro y no se andaría con sutilezas. Si no sabía encajarlo, no era bueno para Ahisma.
—Narayan —dijo, y puso una de las manos en su hombro—, lo siento amigo, todos dicen que ya no eres un auténtico hindú y que te has condenado gracias a esa chica.
—Ahisma…
—Sí, por ella.
Narayan se puso firme, se atusó el bigote y sonrió.
—Le juro que iría al infierno de Naraka por ella, así que adelante.
—Gracias —dijo Burke, y le dio unas palmadas amistosas en el hombro—. Nadie mejor que tú para luchar a mi lado contra esos bastardos si nos impiden salir. No perdamos más el tiempo.
Burke se apresuró con el carruaje y, salvo una cesta de pícnic en la que guardaron provisiones y unas mantas bajo las que ocultaban los fusiles y municiones, no llevarían nada más. Nadie debía darse cuenta de lo que pretendían.
Mientras tanto, Ahisma intentó disimular la enfermedad de Vera con una gran pamela que la memsahib había comprado en Nueva Delhi. Le entregó una sombrilla y pintó con colorete las mejillas de la inglesa. Vera se veía enferma, pero podía ponerse en pie. Ahisma le explicó la necesidad de abandonar el acuartelamiento para recuperarse cuanto antes.
—¿Listas? —preguntó Narayan.
El soldado no hubiera apostado ni una rupia por la memsahib, parecía a punto de desmayarse.
—Sí —respondió Vera con una leve sonrisa, fatigada por el esfuerzo de abandonar la cama.
Había perdido bastante peso y ahora se la veía mucho más alta. Las dos mujeres esperaron en el porche, mientras Burke, sin prisa y como si estuviera dispuesto a asistir a un pícnic, se acercaba a ellas. Owen ayudó a Vera a subir al coche y ella permaneció callada, aún no sabía qué decir, después de lo que le había confesado Ahisma sobre cómo se había preocupado por ella durante su enfermedad; temía confiar en él y que la traicionara de nuevo. Entonces, no le quedaría ningún pedazo de corazón que recoger.
Narayan se subió al pescante. Ahisma iba a su lado y se tapaba el rostro con el sari. Burke montaba un caballo, habría querido llevar otro para Narayan, pero llamaría la atención. Sin prisa, se dirigieron a la salida. Vera saludaba a todos aquellos que se acercaban a preguntarle cómo se encontraba. Burke vigilaba la entrada, sentía en el aire que algo estaba a punto de suceder y se removió incómodo en la silla de montar. Narayan también compartía sus malos presagios. El cipayo miró el cielo, los cuervos nunca se equivocaban, los cuervos sabían dónde buscar la comida.
—¡Los cuervos! —gritó.
Las palabras se silenciaron con la primera bala que mató al centinela que hacía guardia en la puerta. Burke se apresuró a ayudar y ordenó con un gesto a Narayan que llevara a las mujeres a un lugar seguro.