Capítulo 18

Esa tarde, Burke se encontró con Time, quien acudía al club todos los días antes de la hora del té. Después de abandonar el templo, Owen llevó a Vera a la casa de la costurera Florence, donde la esperaban Ahisma y Narayan.

Madamoiselle Florence era una francesa afincada en Nueva Delhi que había visto un gran negocio en confeccionar vestidos para las damas de los oficiales y demás empleados de la Compañía. Sus creaciones eran magníficas, según Margaret, y los precios, también.

—Capitán Burke —dijo la mujer al recibirle—. ¡Cuánto tiempo!

Madamoiselle Florence era delgada, tenía una nariz larga y unos labios finos. Owen sospechaba que tenía más ascendencia egipcia que francesa. Suponía que ocultaba su procedencia, ya que como francesa atraería más clientes. Miró a Vera con ojo crítico y Burke se sintió incómodo; estaba seguro de que comparaba a sus dos esposas.

—Le presento a la señora Burke.

La costurera inclinó la cabeza a modo de saludo y envolvió su rostro en una sonrisa calculadora. La joven que tenía delante era más alta, más robusta y dedujo que no sería tan exigente como la anterior señora Burke.

Madamoiselle Florence, encantada de conocerla —dijo Vera, cohibida. Nunca había acudido a una modista de la categoría de la francesa.

—Encontraremos un vestuario maravilloso que se adapte a usted como un guante —dijo con más simpatía.

Rodeó la cintura a la joven y la condujo hasta el interior del taller donde le tomaría medidas y elegirían telas.

Owen abandonó la tienda situada en el barrio europeo de Nueva Delhi, una zona de casas blancas y cuidados jardines. En nada se parecía a la pobreza que Vera y él habían visto mientras visitaban la ciudad. Había tenido que retirar a varios niños que tocaban el vestido y las manos de su esposa para conseguir unas monedas. Vera le había pedido que repartiera algunos annas entre esos pilluelos que sabían escoger muy bien a sus víctimas. Después, otros más intentaron la misma jugada, pero la mirada de Burke los ahuyentó. Margaret jamás habría permitido que esos niños se le acercaran. Esa era otra de las cualidades que le había sorprendido de Vera, su humanidad.

Fuera de la tienda, Ahisma esperaba sentada en el suelo. Narayan no dejaba de observarla y su gesto evidenciaba un rencor tan evidente que Owen se preguntó qué le habría hecho esa muchacha. Desde que le castigó, había surgido entre ellos una relación tensa que a Burke le hacía sentirse despreciable.

—Me tomaré una copa en el club. —El cipayo se dispuso a seguirle y añadió—: Espera a la memsahib, luego acompáñala a casa del señor Carter.

—Sí, capitán.

Burke no quería ningún testigo del encuentro con Time. En el club no dejaban entrar a indios, aunque había aprendido que Narayan conseguía enterarse de todo. Tenía un don especial para sonsacar información y no se arriesgaría a que sospechara que tramaba algo.

A esa hora solo había algunos comerciantes de té y especias en el comedor donde había comido con Vera. Discutían sobre el precio que alcanzarían sus mercancías y sobre lo mal que los había tratado el tiempo. La llegada de la lluvia arruinaría los cultivos y, con seguridad, los precios se dispararían y en Inglaterra eso no gustaría demasiado. Pasó al salón de fumadores. A esa hora del día, cuando los negocios empezaban a funcionar, no había muchos parroquianos. Enseguida, reconoció al hombre que fumaba un habano y bebía una copa de brandy al fondo del salón. Burke se sentó a su lado y cogió uno de los periódicos, algunos eran de semanas anteriores y otros pertenecían al The Bombay Times and Journal of Commerce. Owen pidió al sirviente una copa de brandy. Time, como si no le conociera, continuó leyendo el periódico.

—¿Qué puros son los que fuma? —preguntó Owen.

Time sacó de la chaqueta otro y se lo ofreció. Owen se lo pasó por la nariz y distinguió un olor a tierra, dulce y ácido a la vez.

—Habanos, capitán.

—Son buenos puros —dijo, y le devolvió el que le había dado.

—Puede quedárselo —Owen lo guardó en la chaqueta, lo fumaría en una mejor ocasión—. Estoy de acuerdo con usted, son los mejores, pero el tabaco de aquí tampoco es malo.

—Desde luego. Sin embargo, como usted, prefiero los de Cuba.

—Entonces, tiene buen gusto —añadió, y dobló el periódico.

—¿Ha terminado con él? —dijo—. Este es de la semana pasada. —Señaló el de la mesa.

—Por supuesto, me queda alguna columna por leer de la página diez, pero no tengo prisa, puedo hacerlo después.

Burke cogió el periódico y con cuidado lo abrió. Estuvo leyéndolo un buen rato. Time se acercó a otro caballero y le ignoró por completo. En la página diez había una nota en la que le indicaban que debía visitar en compañía de su esposa, para no levantar suspicacias, la casa del profesor Jamir Nahser, donde se le haría entrega de una información importante sobre la posibilidad de que el maharajá de Kapurthala perteneciera al Nuevo Orden. El doctor estaba lo bastante cerca de él, al ser el médico personal del secretario del maharajá, para recabar información importante sobre las ideas de su majestad. También debía asegurarse que las lealtades del buen doctor eran hacia la Compañía. Owen metió un trozo de papel en la décima página como le había ordenado Time. Luego, lo dejó sobre la mesa.

—Señores —dijo, y se despidió con una inclinación de cabeza.

Cuando el capitán salió de la sala de fumadores, Time cogió el periódico de nuevo, se sentó y pidió otro brandy. Al pasar a la décima página, encontró la hoja que el capitán había ocultado.

«Uno de los hombres es Akerman. Robo de armas perpetrado por los oficiales. Informe de inmediato al mayor».

Time evaluó la información y pensó que Burke había hecho un buen trabajo al averiguar la identidad de Akerman. Alguien más movía los hilos en esa trama y no solo era el médico de un acuartelamiento a varias millas de Nueva Delhi. De todos modos, haría llegar el mensaje de inmediato al mayor. Arrugó la hoja con las manos, después, miró para la derecha y luego a la izquierda, hasta asegurarse de que nadie le prestaba atención; entonces, prendió fuego a la nota. No se marchó hasta que el último trozo de papel quedó convertido en cenizas.

Mientras tanto, en casa de la modista, Ahisma se preguntaba cuándo terminaría la memsahib. El cipayo estaba a punto de acabar con sus nervios si seguía mirándola como un perro rabioso.

—¿Por qué me odias tanto? —le preguntó, sin levantar el rostro—. Sé que soy impura, pero no te he hecho ningún mal.

Narayan se sorprendió por la pregunta. No la odiaba e incluso habría dado cualquier cosa por cambiar su situación, pero su religión le impedía relacionarse así con ella.

—No lo hago.

—No me mientas, no necesito tu compasión —dijo, y de pronto clavó los ojos en los suyos.

Narayan creyó ver todo el universo en esa mirada y sintió que había entregado el corazón a una mujer que sería su perdición. Pese a ello, lucharía hasta lograr desterrarla del pensamiento para no condenar su alma ni avergonzar a su familia.

—No lo hago…

La llegada de uno de los sirvientes de la modista acalló la conversación. El muchacho, no mucho más joven que Ahisma, entregó a Narayan un cuenco con comida, en cambio, no dejó nada para Ahisma.

—¿Y ella? —preguntó el cipayo, molesto.

—No damos de comer a escoria como esa, después tendríamos que hacer un rito de purificación —añadió con fastidio—, incluso habrá que hacerlo por su sola presencia.

Ahisma apretó los puños. En esta ocasión y delante de Narayan sintió que una parte de la coraza que la protegía de los insultos se resquebrajaba y no lo soportó. Se puso en pie y con el paso de una reina se alejó de la tienda.

Narayan no hizo nada para defenderla, nada para demostrarle que le importaba. Se dijo que era un cobarde, un maldito cobarde. Apesadumbrado, entregó el cuenco al chico.

—No tengo hambre —farfulló con rabia.

Una hora más tarde, Vera había terminado. Después de todo, madamoiselle Florence había sido muy amable y habían diseñado un par de vestidos que le quedarían muy bien. También había comprado uno que con un par de arreglos de Denali sería perfecto.

—¿Y Ahisma? —preguntó al cipayo cuando no la vio en la puerta.

—Se ha marchado.

Narayan supuso que no tardaría mucho en volver, pero había pasado más de una hora y aún no había regresado. Una intranquilidad que no supo explicar se apoderó de él, aunque no podía hacer nada.

—Supongo que es absurdo esperarla.

Narayan asintió y condujo a la memsahib hasta la casa del señor Carter, en todo el trayecto el cipayo no dejaba de pensar en la joven. Se preguntaba si le habría sucedido alguna desgracia. Se sentía tan preocupado que casi atropelló a un par de hombres con el carruaje. Vera emitió un grito y Narayan desvió a tiempo los caballos. Cuando llegaron a casa de Carter, Vera preguntó si Ahisma se encontraba allí, pero nadie la había visto.

—Narayan, estoy preocupada por Ahisma —reconoció.

—A lo mejor se ha entretenido en el camino —mintió él. En el fondo, se sentía tan preocupado como la memsahib.

—No importa la hora, cuando llegue, quiero saberlo.

Narayan asintió, Vera se giró y entró en la casa. El soldado se movió a un lado y al otro del porche como un tigre enjaulado. Dos horas más tarde, Owen volvió del club y su aspecto era mucho más relajado.

—¿Capitán, Ahisma ha estado con usted? —le costó trabajo preguntar por lo que implicaba la respuesta.

—No la he visto desde que os dejé, ¿le ha pasado algo?

—Solo que no ha llegado aún.

—Quizá se ha entretenido en algún puesto callejero.

—Supongo que sí.

Owen entró en la casa y pensó en Vera, seguro que estaba intranquila por la tardanza de la muchacha. El que sí estaba al borde de levantar cada piedra de Nueva Delhi para encontrarla era Narayan. Se atusaba el bigote una y otra vez; había limpiado su arma dos veces y también el sable. Ya había decidido buscarla cuando distinguió a lo lejos una sombra que se escabullía por el camino que conducía al cobertizo. La siguió y esperó a que entrara.

Ahisma se sentía dolida, le habían lanzado piedras culpándola de contaminar una fuente. En la huida se había caído. Tenía magulladuras por todo el cuerpo y estaba mareada ya que apenas había comido en todo el día. Aunque lo que más le atormentaba era que aún notaba el odio del cipayo sobre su persona. Al oír unas pisadas a su espalda se tapó aún más el rostro con el sari, asustada.

—¿Quién es? —preguntó, con temor. No lo soportaría otra vez.

—¿Dónde estabas? —la voz gélida de Narayan la estremeció.

—Quiero acostarme, estoy cansada —le dijo con la clara intención de que se marchara.

Narayan la sujetó por los brazos y la zarandeó. Ahisma apretó los dientes a causa del dolor, pero aguantó el quejido que pugnaba por salir de su boca. Las manos del cipayo la retenían sin consideración.

—Creía que te había sucedido algo malo. Qué… que… —tartamudeó.

Ni siquiera Narayan sabía por qué lo hacía, qué le importaba una mujer como esa, lo peor que había en la sociedad. Una mestiza era tan indigna o más que una intocable. Imaginó a su madre avergonzada y llorosa por la sola idea de que su hijo se relacionara con alguien como ella; a su padre, comprensivo, por la belleza de una mujer como la mestiza. Él le pediría que pusiera fin a su deseo acostándose con ella y, después, que realizara un ritual y la olvidara para siempre. Sus compañeros de regimiento se burlarían de un hindú de sangre pura subyugado por alguien como esa mestiza. Ahisma intentaba liberarse de sus manos, pero no tenía fuerzas suficientes para conseguirlo. Narayan pensaba en las consecuencias de claudicar ante ella y su honor y rectitud a su familia pudieron más, de todos modos, habría matado con sus propias manos a cualquiera que le hubiese lastimado.

—Por favor —dijo Ahisma con un hilo de voz—, suéltame. Me haces daño —terminó por reconocer y alzó el rostro bañado en lágrimas.

Ahisma tenía una brecha en la frente, la sangre había bajado hasta la mejilla y sus ojos estaban rojos por el llanto. Ella retrocedió un paso, esperaba que las sombras del cobertizo ocultaran el resto de las heridas. Se mordió los labios para no dejar escapar un gemido, pero los brazos le dolían demasiado.

—¿Por qué te escondes de mí?

Ahisma no resistió más la angustia en la que estaba inmersa. Hubiera dado cualquier cosa porque alguien la abrazara y la consolara. Su cuerpo empezó a convulsionarse por el llanto y el dolor reprimido.

Narayan se acercó a ella, con cuidado, no quería que se asustara. Se estaba volviendo loco imaginando qué le había sucedido. Cogió el quinqué y con un dedo alzó el mentón de Ahisma. El sari estaba sucio y desgarrado en algunos lugares de los brazos. Narayan lo levantó y cuando vio su piel llena de moratones violáceos habría arrasado el mundo solo por deshacerse de la furia que le consumía.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó entre dientes.

—Todos y ninguno —respondió Ahisma, y se zafó de sus manos.

—¿Quiénes son? —insistió Narayan.

Un ligero temblor le recorría el cuerpo al imaginar lo indefensa y asustada que habría estado la joven.

—No te incumbe. Solo soy una mestiza.

—¿Por qué? —se obligó a preguntar Narayan. Aunque luchó con el deseo que sentía de abrazarla, de curarle las heridas, de brindarle el refugio que necesitaba.

—Por ser diferente, por ser blanca o por ser negra —dijo, resentida y se apartó de él—. También, por ser una muchacha del Bibighar, por ser una impura, por no ser nadie.

Las palabras de Ahisma estaban tan cargadas de dolor que Narayan, incapaz de poder consolarla y avergonzado por no aceptar lo que sentía por ella, se giró en silencio y se marchó. Narayan escuchó a su corazón pedirle que se quedara y aliviara el dolor de esa mujer, pero su mente le instaba a huir lo más lejos para no contaminarse. No podía tomar una decisión y, estar cerca de ella, tampoco le ayudaría a tomarla.

Ahisma lo vio irse, desconcertada ante la actitud de un hombre que parecía odiarla cada vez más. Fue una estúpida al alejarse de la memsahib, al menos, a su lado contaba con protección. La joven se tapó con la cebada de los animales y se adentró en un profundo sueño en el que vestía ropas inglesas, en el que nadie la insultaba y la trataban como a una persona. Ahisma sonrió en sueños, sin darse cuenta de que el cipayo la vigilaba, oculto entre las sombras, en un rincón del cobertizo.

Al día siguiente, Vera visitaría la casa de un auténtico hindú. Le extrañó que la invitación viniera de su propio esposo, pero prefirió considerarlo como una ocasión perfecta para conocer la realidad de un país que se había convertido en su hogar. Vera se vistió con el sari que el capitán le había regalado. Ahisma la ayudó a hacerlo, la chica mostraba en el rostro un gesto serio y preocupado. El chunri —un enorme echarpe— se lo puso sobre la cabeza y de esa forma ocultó la herida de la frente a la memsahib.

—Espero no cometer una torpeza por vestirme de este modo —Vera dudó ante el espejo de la decisión que había tomado—. Pensé que sería una forma de demostrarle al señor Nasher que me gusta su país.

Ahisma asintió ante las palabras de la memsahib.

—No se preocupe, no atentará la hospitalidad del señor Nahser, todo lo contrario, se sentirá halagado de que una ciudadana inglesa se vista según las costumbres de la India.

—Muchas gracias, Ahisma.

—De nada, memsahib —dijo la joven y evitó mirar a los ojos de la inglesa—. Ahora, póngase un par de pulseras en los tobillos y algunas en las muñecas.

—No tengo nada de eso.

—Tome las mías —le ofreció Ahisma—. Es el único recuerdo de mi madre —se las quitó—. Esta noche, me gustaría que las llevara.

—Gracias, muchas gracias, Ahisma —dijo Vera, emocionada.

Se miró en el espejo y sonrió. La imagen que reflejaba, le mostraba a una joven muy distinta a la que había salido de Inglaterra. Incluso sus ojos se habían oscurecido gracias al color de la tela.

—No sé —dudó, temerosa de no contar con la aprobación de su esposo—. No es decoroso mostrar tanta piel —dijo, y presurosa, añadió—: para una inglesa.

—No se angustie por ello, puede ponerse el sari de esta forma —le dijo, y cubrió su estómago sujetando la tela con un alfiler al hombro del choli—, así no se le verá casi nada.

Vera asintió aliviada por los consejos de Ahisma. Luego, se calzó las sandalias plateadas y bajó al salón.

Al verla, Carter tomó sus manos, mientras el rostro de Burke se contrajo en un gesto adusto y frío.

—Señora Burke, está encantadora esta noche.

—Espero no cometer una indiscreción por asistir a una cena vestida de esta forma.

—Los indios alaban mucho a aquellos que son capaces de aceptar e incluso adoptar sus costumbres. Le aseguro que durante mucho tiempo hablarán sobre la bella esposa del capitán vestida con un sari.

Vera enrojeció ante el comentario de Carter. Burke aún no había dicho nada y aguardaba alguna palabra bien de condena o aceptación.

—Vamos —dijo, y le ofreció el brazo.

Burke no tenía palabras con las que describir la excitación que Vera había despertado en él vestida con ese sari. A pesar de que la tela ocultaba a la vista su piel, la trasparencia de la seda le hacía imaginar cómo sería acariciarla de nuevo. Incluso fantaseó con verla bailar como una de las danzarinas del Bibighar y la imagen le resultó perturbadora. Esa noche, Ahisma había maquillado a Vera como una mujer india y sus ojos se veían mucho más grandes y expresivos; sus labios carnosos eran una auténtica tentación y las manos, repletas de pulseras y adornos de gen, la hacían parecer una diosa. El busto sin la presión del corsé se veía redondo, delicado y tan tentador que el recuerdo de cómo se adaptaba a sus manos lo hizo sentirse incómodo. Tragó saliva para olvidar la imagen de su esposa en el templo de la diosa de la fertilidad.

—Si quieres —se atrevió a decir Vera—, puedo cambiarme.

—No tenemos tiempo —se apresuró a responder como excusa por el deseo que su esposa había avivado en él.

Vera se sintió desilusionada, hubiera preferido una oposición a la indiferencia de Owen, pero guardó silencio y se dispuso a disfrutar de esa noche. Su mal humor no estropearía la ilusión que tenía por conocer a sus anfitriones.

La casa del doctor y profesor, Jamir Nasher, se encontraba entre el barrio ocupado por los ingleses menos privilegiados y la zona habitada por la casta de comerciantes, a los que Burke, explicó, llamaban Bania. El profesor Nasher trabajaba en la Compañía y se había casado con una mestiza, la hija de una maharaní y un alto cargo de la Compañía. Se llamaba Ran y era delicada y pequeña como una flor de loto. En cambio, el profesor Nasher era delgado y enjuto, de nariz afilada sobre la que llevaba unas lentes redondas que convertían su cara en la de un ratón y su piel era tan oscura como una noche sin estrellas. El doctor se sorprendió al verla vestida de esa manera, pero reaccionó haciendo una gran reverencia.

Namasté, sea bienvenida a mi casa —dijo—. Me halaga que haya decidido usar esta noche el tradicional sari. Es todo un honor.

Namasté —respondió Vera.

La joven se quitó los zapatos y entró descalza, como le indicó Ahisma. Nasher sonrió de nuevo y Vera miró a Owen, el capitán se vio obligado a imitarla.

—Ella es mi esposa, Ran —la presentó el doctor—, quizá nuestra invitada desea ver la casa.

Ran la invitó a seguirla con un gesto de la mano y Nasher hizo otro para que el capitán lo acompañara.

—Una mujer muy especial y valiente —le dijo.

—Sí, lo es —asintió, orgulloso—, lo bastante para complicar las cosas, se lo aseguro.

—Todas las mujeres complican las cosas, amigo mío.

A Burke le gustó el doctor, parecía un hombre culto y con un pensamiento más abierto que el de algunos de sus compatriotas.

—Time…

El médico se llevó los dedos a la boca indicándole que guardara silencio. A pesar de las precauciones, las paredes de cualquier construcción en la India eran demasiado delgadas.

—Sé que su esposa desea contribuir con el orfanato de mestizos. Incluso, su doncella es una de ellas, la chica se llama Ahisma, ¿verdad?

Burke no se sorprendió de que contara con esa información, todo lo contrario, le habría decepcionado si no lo hubiera hecho. Ahora, entendía la insistencia de Time en que Vera lo acompañara. La excusa para que Nasher se entrevistara con él sería el interés de Vera, que ella ignoraba aún poseer, en un orfanato de niños mestizos. De esa manera camuflarían la conversación que en realidad se llevaría a cabo: sobre el interés o no de cierto grupo de hindúes a pertenecer a la Compañía o a sublevarse.

—Así es —le siguió el juego—, ella quiere ayudar y contribuir a que mejore la situación de esos niños.

—Toda ayuda es indispensable, aquí tiene una lista de las cosas que necesitamos, verá que es detallada, pero no siempre contamos con la ayuda de una dama tan generosa.

Burke abrió el papel y leyó que Nasher no había hallado indicios que culparan al maharajá como insistían los ingleses. No había documentos que lo probaran, lo que suponía un problema para la Compañía. No saber si podían confiar en el maharajá significaba renunciar a muchas empresas comerciales y una gran pérdida de dinero. Además, el asunto que se planteaba era otro: si el maharajá no era la cabeza visible de los rebeldes, ¿quién demonios lo era?

—Quizá lo del tejado sea algo más complicado de resolver a corto plazo —se obligó a decir Owen. El doctor Nasher, también había escrito que debían convencer a su gente con algo de dinero para ganarse una lealtad que corría el riesgo de perderse—, hay que esperar a que deje de llover. Imagino que lo ha previsto y realojarán a los niños en otro lado.

—No crea, capitán, es difícil encontrar gente caritativa en estos tiempos. El dinero es el causante de todo y sin él, no conseguiremos nuestros objetivos.

—Los libros y el material escolar no son tan complicados de obtener —continuó Owen. Estaba dispuesto a conceder ciertas garantías monetarias, pero no suministraría fusiles ni armas sin estar seguro de que dicha lealtad era hacia la Compañía.

—Algunos sí, comprenda que la mayoría no sabe escribir y debemos enseñarles —dijo, y dio un sorbo de su copa con una tranquilidad que Owen envidió—. Si la señora Burke quisiera hacerlo, suplantaríamos a una de nuestras profesoras más queridas, y que ha muerto no hace mucho.

Nasher había sido muy claro en su petición, los indios podían decidir estar de un lado u otro de la balanza y no lucharían solo con las manos, si el Nuevo Orden poseía los fusiles y prometían mejor vida. Ante esas expectativas, la mayoría no defendería los intereses de la Compañía. Si una de sus profesoras había muerto y, la alusión era claramente a la Compañía, otra podía ocupar su lugar. Si decidían unirse a esos traidores sería un terrible desenlace no solo para Inglaterra, también para toda la India.

—Lo siento —dijo, mientras Nasher le ofrecía una segunda copa de brandy, era uno de los mejores que Burke había probado en la India.

—Ahora está en un mundo mucho mejor. De todos modos, le aseguro que son muchas las almas que desean ayudarnos. Tenemos que aceptar que la enseñanza es lenta y algunos temen al resultado. Son niños mestizos.

Burke entendió a qué se refería: no todos querían la sublevación. Contaban con hombres leales, pero carecían de armas. Burke mostró un gesto serio al recordar las palabras del coronel Murray: El ejército que tenga estos fusiles será el que venza en la batalla. Arriesgaba mucho si confiaba en Nasher, sin embargo, era una decisión importante que no tomaría a la ligera.

—Hagan lo que hagan, siempre salen perdiendo —admitió el capitán, casi como una advertencia.

—Lo saben —Nasher tenía el rostro bañado por gesto calculador y autosuficiente que en cierta forma irritó al capitán—. Pertenecen a dos mundos distintos y solo ellos deben escoger en cuál quieren vivir.

—Quizá el mundo no les deje —dijo el capitán.

Se miraron uno al otro de forma belicosa. Era una amenaza en toda regla.

—Entonces, pelearán por ello, aunque el resultado sea un ojo morado. —Nasher se puso en pie—. Creo que será mejor que regresemos al comedor, nuestras esposas nos esperan.