Capítulo 9
Burke se había vestido para la ocasión. Al mirarse en el espejo pensó que era un bufón representando un papel. Solo esperaba que la joven en cuestión no fuera una muchacha estúpida y caprichosa. Recordó el día de su boda con Margaret, y especialmente, las palabras de ella al acabar la ceremonia: «Esta noche no acudas a mi alcoba, estoy cansada»; unas inesperadas palabras que jamás hubiera imaginado en boca de una recién casada. Decepcionado por el rechazo, sin embargo, aceptó su decisión al creer que los preparativos de la boda y del inminente viaje a la India la habían agotado. En aquel instante, su embelesamiento por Margaret le impedía ver más allá, pero tuvo ocasión de hacerlo poco después. Todavía ahora, ya muerta, era incapaz de controlar la rabia por su engaño hasta el punto de temer que la desconfianza que sentía por las mujeres, y que Margaret había sembrado bien en él, recayera sobre su nueva esposa. De todos modos, se confesó a sí mismo, con la espalda derecha y una expresión de dureza en el rostro, que ni la quería, ni le importaba, ni deseaba una auténtica esposa.
Ángela se acercó a él cuando entró en la fiesta. Su amante llevaba un vestido de volantes de tafetán rosa y el corsé acentuaba su estrecha cintura.
—Estás muy hermosa —le dijo. La esposa del coronel exhibía más piel de la necesaria y esa noche poseía una belleza incuestionable—. ¿Has visto a la señorita Henwick?
—¡Dios, qué mujer más insulsa! —Owen alzó una de las cejas ante la declaración de su amante—. Me alegra que así sea, esa joven no te distraerá mucho —dijo con coquetería—. Al menos, no tanto como yo.
Burke ignoró la respuesta y volvió a preguntar, molesto por aquellas insinuaciones tan inapropiadas estando tan cerca del coronel.
—¿Sabes dónde se ha metido? —Owen apenas podía disimular el descontento por ese matrimonio forzado.
—Sí —contestó Ángela, satisfecha—, está en el jardín. Te aseguro que te llevarás una sorpresa. —La señora Murray se giró y se dirigió hacia el coronel que había empezado a buscarla con la mirada.
Owen siguió las indicaciones de Ángela y salió al jardín. Al principio, no vio a nadie. Entonces, distinguió cerca de uno de los arcos de buganvillas una figura alta y vestida de oscuro que se tambaleaba unas veces a la derecha y, otras, a la izquierda. Se acercó con pasos decididos hasta la mujer con la que se había casado por poderes.
—¿Señorita Henwick? —preguntó.
Vera se dio la vuelta de improviso y se topó con el capitán Owen Burke. Alzó el rostro y sintió su mirada oscura y penetrante que la observaba con desconcierto. Vera notó cómo la sorpresa del capitán se transformaba de inmediato en incredulidad e incluso en desagrado. Vera retrocedió un paso e intentó recuperar la compostura, pero su aspecto marcial lejos de intimidarla le causó hilaridad, le recordaba a un soldadito de plomo. Aguantó la risa al pensar que ella no era una esbelta y bella bailarina.
—Sí… soy yo —consiguió pronunciar después de la sorpresa y de retener una carcajada.
Con manos impacientes se apresuró a sacar, de la cintura del vestido, la fotografía que había llevado con ella desde Londres. Mientras, intentaba mantenerse derecha y ordenar a sus pies que no se movieran tanto. Quiso disculparse porque el retrato estaba arrugado, pero solo consiguió balbucear una disculpa sin sentido. Vera se la puso delante de los ojos y el capitán con un dedo la alejó de su rostro.
—Soy yo, no hay duda —dijo, y alzó una ceja al ver el ojo morado de la joven—. Es un placer conocerla —se obligó a decir con tan poco entusiasmo que hasta ella, en su estado, pudo apreciarlo.
Vera se tambaleó hacia la izquierda y apoyó una mano en la cintura para mantener el equilibrio. Le costaba no reírse, aunque el rostro del capitán mostraba cualquier cosa menos que le hiciese gracia la situación.
—Lo mismo digo. —Dejó escapar una risa tonta y nerviosa.
—¿Qué le hace tanta gracia?
—Usted… y su… forma de presentarse.
Si antes su gesto le pareció serio ahora era casi belicoso. El capitán puso la espalda rígida y los hombros erguidos. Reconoció que no se parecía en nada a ninguna mujer que hubiera conocido con anterioridad. Tenía un ojo morado, juraría que por una pelea. Tampoco su vestuario era el más adecuado. Llevaba el vestido desabrochado y había bebido más de lo que se consideraría conveniente en una señorita. Dudaba que fuera una dama, pero si era la esposa que había escogido el mayor Shorke, no le quedaba más remedio que aceptarla.
—Lamento que le haga gracia…
—No me encuentro bien —le interrumpió Vera. La muchacha se giró deprisa y vomitó sobre una planta de buganvilla rosa. Owen le ofreció un pañuelo y la chica se limpió con él la boca—. Siento mucho… —intentó decir, pero una nueva arcada le impidió disculparse.
—Vamos —le ordenó—, la llevaré hasta su bungalow, será mejor que no vuelva a beber. No le sienta bien y me gustaría que mi esposa se comportara con decoro y no de esta forma tan inapropiada delante de la gente. Espero que no tenga que repetirle el consejo.
Vera enrojeció por la humillación que sentía y lamentó que se hubiesen conocido de esa forma. El capitán le ofreció el brazo y ella posó la mano con timidez sobre él. Durante todo el camino no pronunció una palabra e intentó mantener la compostura sin tropezar ni vomitar otra vez. Al final, consiguió llegar con cierta prudencia y comedido comportamiento al bungalow. El capitán inclinó la cabeza a modo de despedida y la dejó en la puerta. Cuando ya se había alejado unos pasos, Burke decidió que la señorita Vera Henwick haría el viaje de regreso a Inglaterra muy pronto.
Vera entró a su habitación con un fuerte dolor de cabeza y se miró en el espejo. Presentaba una imagen desastrosa, imaginó la mala impresión que se habría llevado el capitán al conocerla. Lanzó un suspiro de resignación y abrió la ventana. El croar de las ranas de la charca fue la sinfonía que se escuchó durante toda la noche. La canción de sus amigas anfibias le aumentó el dolor de cabeza mucho más. A la mañana siguiente, Pamela, con un rostro sereno y descansado, la visitó para averiguar cómo le había ido.
—¿Estás bien? —le preguntó, preocupada al verla con los ojos enrojecidos y el rostro pálido en el que destacaba aún más su ojo violeta.
—No demasiado —reconoció, y se sentó en la cama.
Pamela observó a Vera con un sencillo camisón blanco. Cuando no vestía de color oscuro y el cabello no lo peinaba con ese horrendo recogido, mostraba una belleza felina que sus ojos acentuaban aún más. Era una mujer alta, pero también tenía formas muy femeninas que cualquier hombre estaría encantado de poseer. Pamela dejó de observarla cuando Vera le preguntó:
—¿Cómo es el sargento mayor?
—Es bueno, tranquilo, muy amable y considerado.
La voz de Pamela carecía de emoción, había enumerado las cualidades de su futuro esposo como si hubiera confeccionado la lista del mercado.
—¿Pero…?
—Pero no es John, nunca será John… —dijo Pamela con un hilo de voz, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos sin que pudiera detenerlas—. Sé que no es justo para el sargento —ni siquiera era capaz de llamarlo por su nombre—, nunca amaré a otro, nunca seré una buena esposa.
—No digas eso —se apresuró a decir Vera y tomó a su amiga de las manos—. Debes contarle la verdad al sargento. Si tiene la mitad de las cualidades que has apreciado en él hasta ahora, tendrá la paciencia suficiente y el coraje de conquistar tu amor.
—¿Y si me envía a Londres?
—Entonces, pensaríamos en otra cosa, hasta que eso suceda, mejor intentamos ablandar el corazón del sargento.
Pamela esbozó una leve sonrisa de agradecimiento y se obligó a preguntar.
—¿Y el capitán Owen Burke?
Vera enrojeció tanto cuando Pamela mencionó al capitán que hubiera querido ocultar el rostro bajo una sábana.
—Bueno…, no fue un encuentro muy usual.
—¿A qué te refieres?
—Me reí de él y vomité a sus pies —consiguió confesar.
—¡Vera! Eso es muy…
—… muy inadecuado, desconsiderado y supongo que al capitán le parezco una mujer horrible, sin modales, sin gracia, sin vestuario, sin…
—No te atormentes. —Esta vez fue Pamela la que tomó sus manos—. Quizá vuestro primer encuentro no haya sido memorable —dijo con cariño y añadió—: Seguro que cuando te conozca, comprenderá que eres una muchacha con un gran corazón.
—No creo que eso le importe al capitán. —Vera no olvidaba la mirada de desagrado de ese hombre al conocerla.
—Pues tendrá que importarle, ya que eres su esposa.
Vera casi había olvidado que de todas las chicas, ella era la única que se había casado por poderes en Londres. Pamela tenía razón, Vera Henwick ya no existía, ahora era la señora Burke.
Pamela se puso en pie y Vera, después de vestirse, con resignación la siguió. Ambas se dirigieron a la iglesia. La señora Murray era la encargada de preparar las bodas de las jóvenes. También había asignado a cada una de ellas el orden de entrada en la capilla. Las primeras en contraer nupcias serían Melisa y después Elena, luego Pamela y así hasta que a todas les dijeron el orden de entrada en la pequeña capilla del acuartelamiento.
—Señorita Henwick, usted será la última.
—Eso no será necesario, yo…
—Sé que está casada por poderes con el capitán Burke, pero supongo que desea una boda como el resto de sus compañeras —dijo. Sus palabras provocaron murmullos entre el resto de las jóvenes que ignoraban que Vera ya estaba casada.
Ángela Murray se había informado sobre la esposa de Owen. El coronel le había contado que la Compañía había decidido, por cuestiones meramente confidenciales, casar a Vera Henwick con el capitán Owen Burke por poderes. Por mucho que intentó averiguar cuáles fueron los motivos, su esposo solo sabía que la muchacha había tenido problemas familiares que habían motivado dicha actuación por parte de la Compañía.
Observó de nuevo a Vera. Los rumores sobre la falta de vestuario apropiado y de los modales inadecuados de la muchacha le habían llegado casi antes de conocerla. También conocía toda la historia sobre la pelea con la señorita Clayton, a la que todos consideraban una joven encantadora. Para Ángela Murray la idea de ese matrimonio era algo inconcebible, aunque una sonrisa de triunfo se dibujó en su rostro mientras esperaba la respuesta de Vera. Era su forma de expresar su satisfacción ante aquella boda, sin duda inadecuada para él, y que le permitiría mantener a Owen a su lado. Al principio, solo había sido un mero entretenimiento, después, la orden la había pedido que se asegurara de que había cambiado y podía, como reclamaba Zacarhy, ingresar en ella. Akerman no estaba de acuerdo y pensaba que fingía, pero Zacarhy y ella creían que la muerte de Margaret le había abierto los ojos.
—No estoy segura de que el capitán Burke quiera…
—Tonterías —dijo Ángela con un gesto de la mano—, mañana usted y el capitán se casarán como es debido.
Vera guardó silencio ante la determinación de la esposa del coronel. La mujer siguió organizando los preparativos hasta el mediodía en que dio por concluido todo lo que sucedería al día siguiente.
Pamela se acercó por fin a Vera con un gesto cansado y apesadumbrado.
—¡Dios! Creí que esa mujer no se callaría nunca.
Vera asintió ante el comentario de Pamela. La señora Murray llevaba un vestido de gasa en gris perla adornado con pequeños botones nacarados que hacían su cuello más esbelto. En la cintura un lazo de color rosa le otorgaba una belleza etérea. Sus rizos caían a cada lado de sus mejillas enmarcando su rostro como en una rara pintura antigua. Durante un instante, la envidió.
—Intenta que tengamos una boda bonita.
—Unas más que otras —dijo entre dientes para que nadie la escuchara salvo Vera.
—¿Qué quieres decir?
—Le ha dado todo el protagonismo a Melisa, no me importaría tanto si no fueras la última.
—No te preocupes —le dijo sin pensar demasiado en lo que haría—, a pesar de la intención de la señora Murray, creo que el capitán Burke tendrá algo que decir al respecto.
—¿Piensas preguntarle?
—Por supuesto.
Vera dejó a Pamela en compañía de otras jóvenes y se dirigió al bungalow del capitán Burke. No le costó encontrarlo, todos a los que preguntó le dijeron que era la mejor casa del acuartelamiento. La magnificencia de esa construcción la intimidó, pero a partir de ahora, sería su hogar y debía comportarse como la futura esposa del capitán. Aunque en su interior, las dudas revoloteaban en su mente como un enjambre de abejas furiosas. Subió los escalones y se dirigió al soldado que había en la puerta.
—Perdone, soy la promet… —se corrigió—, la esposa del capitán Burke.
El soldado no mostró ningún gesto de sorpresa, pero su enorme bigote llamó la atención de Vera.
—¿A quién anuncio? —preguntó como si en vez de ser la esposa de su superior se tratara de otra visita cualquiera.
—Vera Burke —consiguió pronunciar algo intimidada por el aspecto imponente de ese hombre. Había visto algún dibujo de un cipayo y creyó reconocerle como tal.
—Espere un momento.
Vera fue conducida a un salón en el que un enorme cuadro de una mujer, supuso que la difunta esposa del capitán, presidía la habitación. La pintura mostraba a una bella joven con un hermoso vestido y un idílico jardín inglés. Pero en sus ojos había desprecio, insolencia y casi desdén hacía aquel que se dignara a contemplarla. Una voz a su espalda le hizo girarse con torpeza.
—Señorita Henwick, ¿qué hace aquí?
Vera apreció que en la voz del capitán no existía amabilidad.
—He de informarle una cosa —dijo con rapidez, antes que la mirada hosca del capitán la intimidara lo bastante y perdiera el coraje que la había llevado hasta allí—. Mañana se celebra nuestra boda, pero ya estamos casados. La señora Murray insiste en que tengamos una ceremonia como los demás y yo he pensado que quizá, usted… —se corrigió—, tú no desees una boda cuando no es necesaria.
—¿Por qué aceptaste casarte por poderes?
El capitán se sentó en un sillón y Vera se calló a la espera de que le ofreciera asiento, algo que no ocurrió. No dejaba de contemplarla como si fuera una estudiante pillada en una travesura por el director del colegio.
—Bueno, en realidad, la señora MacKalegan decidió esa cuestión por mí y no había ningún motivo para oponerse.
Vera se frotó las manos en un intento de disimular la mentira, pero Owen fijó aún más los ojos en ella evaluando la respuesta.
—¿Tanta prisa tenías en casarte?
La pregunta escondía una clara insinuación. Owen se preguntaba por qué le había mentido y de qué se escondía Vera Henwick.
—Si la señora MacKalegan realizó tal casamiento supongo que lo hizo con tu beneplácito —dijo ella e intentó mostrar que no se amedrantaría ante él.
—Más bien con el de la Compañía —respondió, y curvó los labios de tal forma que dibujó una mueca burlona como si recordara algo gracioso que no compartiría con ella—. ¿Qué edad tienes, señorita Henwick?
—Veintiún años recién cumplidos —contestó a trompicones. El capitán conseguía ponerla nerviosa.
—¿No deseas una boda como las demás?
—Sí…, claro, yo…, pero…
—¿Siempre tardas tanto en terminar una frase?
El comentario del capitán la avergonzó aún más.
—No, siempre termino mis frases, excepto cuando me observan como a un caballo al que comprar.
—¿Piensas que te miro así?
Ni siquiera le había pedido que se sentara y llegó a la conclusión de que le importaba muy poco la mujer que se casara con él.
—Sí, esa es la sensación que tengo —dijo, y clavó los ojos en los suyos.
En ese instante, Owen apreció los pequeños destellos dorados sobre el verde de sus pupilas y le recordó a los ojos de un tigre. La señorita Henwick no era tan retraída como él pensaba.
—¿Cómo te hiciste ese feo morado?
La pregunta desarmó por completo a Vera. El recuerdo de su comportamiento con Melisa hizo que sus mejillas enrojecieran y que Burke sintiera mucha más curiosidad por lo sucedido.
—Fue un accidente —mintió.
—¿Un accidente con forma de puño? —Owen esperaba que contestara con sinceridad y ella supo que si no lo hacía, él se daría cuenta.
—Fue una pelea —reconoció sin levantar los ojos del suelo.
—¿Con quién?
—Con Melisa Clayton.
—¿Por qué?
Vera no contestaría nada más, la vergüenza amenazaba con ahogarla. El capitán la estaba interrogando y el cariz que tomaba aquello no le gustaba.
—No tiene importancia.
—Si la mujer que participa en la pelea es mi esposa —dijo, y pronunció esposa con un tono más alto que el resto de palabras—, sí tiene importancia.
Vera alzó el rostro y clavó los ojos enfurecidos en los suyos. Por cortesía, ni siquiera debía haber preguntado; por consideración, no debería insistir en una respuesta. Por lo visto, su esposo carecía de esas dos cualidades.
—No soportaba un insulto más de esa mujer —terminó por confesar. No era toda la verdad, pero se acercaba bastante.
Ahora sí parecía un felino dispuesto a lanzarse sobre su presa. Owen se sorprendió ante el cambio, su rostro había adoptado una sensualidad que con seguridad la señorita Henwick desconocía poseer. Y su respiración agitada atraía la atención sobre un busto generoso y bien formado que parecía prisionero dentro de un corsé demasiado pequeño.
—¿Así solucionas los problemas, señorita Henwick?
—¿Cómo lo hubieras solucionado tú? —le respondió desafiante.
Owen curvó los labios en un gesto de fastidio y no contestó a la pregunta, en cambio, le dijo:
—¿Quién ganó?
—Ninguna de las dos, el contramaestre y el capitán Taylor nos separaron.
Owen se imaginó el combate entre esas dos mujeres y sus ojos se desviaron hacia el retrato de Margaret. Su esposa jamás hubiera protagonizado tal pugna, tampoco hubiera confesado su pecado de esa manera tan ingenua, sin guardarse nada, sin utilizar subterfugios que la mostraran como la víctima inocente. En Vera Henwick no se daba la capacidad de manipular, mentir o falsear en beneficio propio.
Vera siguió la mirada del capitán hasta el cuadro de Margaret. Había ido a por una respuesta y la había obtenido. El capitán Owen Burke no deseaba una boda en condiciones, como aseguraba la señora Murray. En realidad, el capitán Burke no quería una boda de ninguna clase. Había visto con qué devoción contemplaba el cuadro, y comprendió que seguía enamorado de la difunta señora Burke.
Ángela Murray observó cómo la nueva señora Burke salía de casa del capitán caminando con largas zancadas. Le pareció disgustada y se alegró de que fuera así. Owen era suyo y quería que siguiera siéndolo por mucho tiempo. Una mojigata insulsa como esa no se convertiría en un obstáculo. Había aguardado demasiado tiempo para que una muchacha de las características de Vera Henwick se lo arrebatara. Murray estaba en una reunión en El Cairo y esa noche visitaría a Owen. Necesitaba saber qué pensaba de su nueva esposa.
Mientras tanto, Owen aún permanecía sentado en el sillón. Hasta mucho más tarde, no fue consciente de que estaba solo. Vera se había marchado y él ni siquiera se había dado cuenta. Era demasiado joven, más de lo que había creído y le faltaba experiencia social. Dudaba que esa mujer le ayudara a entrar en la sociedad que le interesaba al mayor Shorke. Además, su forma de vestir era insulsa, anticuada y poco favorecedora. Y en cuanto a sus artificios, era una mujer sincera, lo que supondría que debía andar con mucho cuidado. No quería que sospechara y fuera con el cuento de sus acciones al reverendo ni a ninguna amiga. Owen aceptó que Vera Henwick era muy diferente a Margaret y, también, que no sabía qué hacer con ella. Había acudido a su casa para preguntarle si deseaba casarse como todos los demás. Si esa muchacha supiera que no quería casarse de ninguna forma seguro que habría llorado con desconsuelo. No era tan cruel, todas las jóvenes soñaban desde niñas con una boda y Vera no sería una excepción. Además, eso le permitiría relacionarse con el resto de matrimonios y quizás conseguir alguna información útil. Se acercó al escritorio y escribió una nota.
Querida señorita Henwick:
Me gustaría formalizar nuestro matrimonio en la ceremonia que se celebrará mañana.
Capitán Owen Burke.
Mandó llamar a uno de los sirvientes y le pidió que se la entregara lo antes posible.
Vera se paseaba de un lado a otro de la habitación, mientras Pamela la observaba con la boca abierta. La joven no pudo contener por más tiempo el estupor y exclamó:
—¡No puedo creerlo! ¿En serio te trató de esa forma?
—Ni siquiera me ofreció asiento —confirmó, abochornada.
Pamela lamentaba que un hombre tan rudo y sin consideración como el capitán fuera el esposo de Vera.
—¿Estás segura de que deseas seguir casada? Aún estás a tiempo de arrepentirte. El reverendo dijo que si no se consumaba el matrimonio podíamos anularlo. No creo que te convenga alguien como él.
—No tengo muchas opciones.
Vera no regresaría jamás a Londres. El capitán quizás no fuera amable ni de comportamiento cortés, aunque si la ignoraba a ella le bastaría.
—Memsahibs —dijo una voz desde la puerta—, han traído esta nota para la memsahib Henwick.
La chica india, a la que todos conocían con el nombre de Naisha, entró envuelta en un sari de color esmeralda y con los pies descalzos. Con una tímida sonrisa le entregó a Vera un sobre.
—Gracias.
La joven se marchó de la misma manera en que había entrado, dejando un aroma a flores e incienso en el ambiente.
Vera se apresuró a abrir el sobre y casi no creyó lo que estaba leyendo.
—Quiere formalizar nuestro matrimonio en la ceremonia de mañana.
—Eso es bueno —dijo Pamela ante la cara de estupor de Vera.
—No lo sé —dudó—. Te aseguro que no estaba dispuesto a hacerlo cuando fui a preguntárselo.
—Seguro que se ha dado cuenta de que una joven ha de casarse como es debido, como dice la señora Murray.
—Supongo… —Vera dudaba sobre cuáles eran las intenciones del capitán. No parecía un hombre cuyas decisiones fueran cambiadas con facilidad.
—Me alegro de veras. Así mañana no estaré sola. Esa mujer es horrible.
—¿Qué mujer? —Vera prestó atención a Pamela, sin embargo, no dejaba de recordar unos ojos que la habían juzgado de forma poco caballerosa.
—La señora Murray, quién va a ser. Dicen —susurró Pamela—que tiene un amante y, además, no lo oculta al coronel.
—La gente habla demasiado, seguro que es una invención.
—Quizá, pero si averiguo de quién se trata te lo haré saber.
Vera asintió, en nada le interesaba el posible amante de la señora Murray, pero dejó que Pamela pensara lo contrario.
—¿Y Melisa? —preguntó—. ¿Qué maldad andará tramando?
Pamela emitió una carcajada sincera y su rostro por primera vez se relajó desde que habían llegado al acuartelamiento.
—Está demasiado ocupada con su boda, no se habla de otra cosa entre las chicas.
—¿De qué?
—De su espectacular vestido, de su maravilloso velo y de lo bella que estará.
—Es muy bonita —reconoció Vera a su pesar.
—Sí lo es, pero tú también —dijo Pamela, y tomó las manos de su amiga—. Tu belleza no se marchitará nunca, pero la suya, muy pronto, dejará de existir.
Vera agradeció sus palabras, aunque en el fondo supiera que no eran ciertas. Reconoció a su pesar que el capitán Owen preferiría un cuerpo y una cara bonita en su cama a un alma noble.
—Muchas gracias —se obligó a decir—, ahora seguiremos con los ensayos.
—La señora Murray nos espera a las cuatro.
Ambas jóvenes se marcharon a la capilla. Andar entre soldados armados y batallones de sirvientes era demasiado extraño y desconcertante para Vera. La iglesia era un antiguo templo hindú reconvertido al anglicanismo. En el interior, aún se distinguían las pinturas de antiguos dioses de la religión hindú que ni siquiera las capas de cal habían conseguido tapar del todo. Varios bancos de madera ocupaban la planta principal, un confesionario a la izquierda y a la derecha un pequeño púlpito de madera donde el reverendo daba los domingos su sermón. La señora Murray las miró con impaciencia.
—Por favor, llegan tarde —les regañó.
—Señora Murray, tenía usted razón, el capitán Burke ha aceptado participar en la ceremonia mañana.
—Por supuesto, querida —dijo, y su voz sonó ácida.
—Se dice que es un capitán —susurró Elena a Pamela, cuando la señora Murray se giró en dirección al altar.
—¿Cómo lo has sabido?
—Melisa…
—Señoritas, por favor —dijo la señora Murray e interrumpió la conversación.
Pamela se acercó a Vera, la esposa del coronel no dejaba de observarla con reprobación.
—Es un capitán —le susurró.
Vera comprendió de quién se trataba mucho antes de que la señora Murray se lo confesara. La mirada de desaprobación y desprecio que le había dirigido en más de una ocasión era producto de los celos.
—Empezaremos formando una fila y entrando por el pasillo. Rose —dijo a una mujer mayor que tocaba el órgano—, cuando quieras.
La música empezó a sonar y Ángela se acercó a Vera, la tomó del brazo y la apartó del grupo.
—¿He hecho algo mal? —preguntó Vera, preocupada.
—Querida —comenzó diciendo la señora Murray—, no me andaré por las ramas. —Ángela achicó los ojos evaluando a su competidora, esa niña no sería un obstáculo para sus planes.
—No entiendo qué quiere decir.
—¡Dios! Eres una criatura tan simple, pero es mi deber informarte de la verdad. Sobre todo, porque Dios odia las mentiras. El capitán Burke necesita una esposa ante los ojos de Dios y no ante los hombres, ¿comprendes?
—Creo que sí…
—No hay una manera más delicada de decírtelo —Ángela sonrió con vehemencia—. Yo me considero su esposa y no dejaré de serlo porque se case con alguien como tú.
Vera no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos. Esa mujer acababa de confesarle que el capitán Owen Burke era su amante. Después de la sorpresa inicial, Vera, con una frialdad que desconcertó a Ángela, dijo:
—Usted habrá sido su amante, pero mañana seré yo quien esté en ese altar.
Se incorporó con toda la dignidad que fue capaz de reunir y salió de la iglesia ante las atónitas miradas de sus compañeras.