Capítulo 24

El acuartelamiento era un hervidero de carruajes, damas y soldados dispuestos a emprender un viaje hasta Nueva Delhi para asistir a la fiesta del gobernador. Se celebraba el cumpleaños de la reina y era un momento especial para cualquier británico. Además, no eran muchas las ocasiones que los oficiales británicos acudían a fiestas tan distinguidas. El gobernador había invitado también a personalidades indias destacadas, entre ellos al maharajá de Kapurthala. Time le había encomendado que averiguara todo lo que pudiera sobre ese hombre. A pesar de que Nasher le había descartado como traidor, el mayor Shorke deseaba comprobar que el doctor no se había equivocado en su diagnóstico. Todos en Nueva Delhi conocían la historia sentimental que el maharajá había protagonizado con la esposa de un alto cargo de la Compañía. La mujer había conseguido el divorcio y un billete de regreso a Inglaterra, mientras que Su Alteza solo había obtenido un par de semanas de diversión y una leve amonestación verbal por parte del gobernador; un gran amigo de su difunto padre. Burke ayudó a Vera a subir al carruaje, pero durante todo el trayecto no se dijeron una palabra. Gracias al cielo compartían coche con otra pareja y eso impidió que discutieran o se dijeran palabras más dolorosas de las que se habían dirigido esos últimos días. Algunos de los soldados de la Compañía y sus esposas se alojarían en el club o en casa de conocidos; ellos lo harían en la casa de Carter. Ambos habían levantado un muro infranqueable que Owen consideraba su mejor aliado.

—Vera, querida, ¿cómo ha sido esta vez el viaje?

—Mucho más agradable —mintió.

Carter tomó el brazo de la joven y la llevó hasta la biblioteca.

—Querida, mientras preparan la cena reanudaremos nuestras enseñanzas de póquer —Carter se acercó más a ella y le susurró—: quiero saber qué ha hecho ese búfalo esta vez.

—Carter…

Vera estaba a punto de derrumbarse delante del anciano.

—Comprendo, querida —dijo, y le dio dos palmadas en las manos—, mejor ordeno que le sirvan algo frío en su dormitorio.

—Siento ser una molestia y me gustaría reanudar mis enseñanzas de póquer.

—Vamos, querida, eso puede esperar.

—Muchas gracias —dijo, y besó el rostro del anciano.

Burke se había mantenido en un segundo plano, cerca de la mesa de bebidas. No intentaba escuchar la conversación, pero el americano imaginaba que hubiera dado cualquier cosa por saber qué susurraban.

En el rostro de Burke podía leerse que el trayecto hasta Nueva Delhi había sido de todo menos agradable. Carter no era estúpido, había visto cómo esos dos tontos se trataban e intuía que la culpa era más de Owen que de su esposa. Cuando Vera se marchó de la biblioteca, Carter propuso a Owen tomar una copa.

—Te aceptaré dos.

Burke sirvió la primera y se la ofreció a su amigo.

—Veo que las cosas no han mejorado —se atrevió a decir.

—No y dudo que lo hagan. Es testaruda y… corren rumores sobre ella.

—¿Rumores? —preguntó Carter, y alzó una ceja a la espera de que continuara, aunque se atrevió a defender a la joven—. No es Margaret.

—¿Tan seguro estás de que no es como ella?

Las palabras quedaron en el aire, pero Carter golpeó de forma amistosa la espalda de Burke.

—Amigo, una vez conocí a un indio Omaha, vivía cerca de Nebraska, se llamaba Serpiente Blanca. Era un hombre sabio que conocía los proverbios de su tribu. Un día, me dijo: Haz preguntas desde tu corazón, y te serán respondidas desde el corazón.

Las vivencias de Carter eran intensas, pero en raras ocasiones las compartía. El viejo se giró para mirar por la ventana.

—¿Qué fue de él?

—¿De Serpiente Blanca? —Se volvió, y Owen advirtió el dolor en el rostro del americano—. Lo maté. —El semblante de Carter cambió y, de nuevo, volvía a ser el excéntrico americano jugador de póquer—. Muchacho, tendrás que confiar en ella.

—Me cuesta hacerlo —reconoció Owen—, temo que sea tan embustera como Margaret.

Confesar eso le había quitado un peso de encima, sin embargo, no esperaba la reacción del americano.

—¡Dios! A veces creo que los jóvenes sois tan duros de mollera como un bisonte de Alaska.

Burke no entendía a qué se refería y, menos aún, la comparación, pero su tono lo irritó.

—No es gracioso. Ella… es una…

—Ni se te ocurra decirlo en voz alta —le advirtió Carter—. Tu esposa es una dama y espero que algún día te des cuenta. Crees que todas las mujeres son Margaret y estás muy equivocado.

Burke se bebió la copa de un sorbo y colocó los brazos tras su espalda. Estaba tan rígido como una madera reseca por el sol. A Owen no le había gustado su opinión, el problema era que, en el fondo, deseaba que tuviera razón.

La fiesta era el acontecimiento más importante que ocurriría en Nueva Delhi en mucho tiempo. Vera se había comprado un vestido en seda de color verde oscuro. Tenía cuatro volantes que caían hasta sus pies y la tela mostraba un brillo tornasolado que con cada movimiento cambiaba de color. El corsé se ajustaba a la cintura y el escote estaba bordeado de encaje. El vestido era sobrio y elegante; como adorno se puso una flor blanca en el pelo y no utilizó ninguna joya, salvo una cruz, la de su madre.

—Estás preciosa —le dijo Carter, la tomó de las manos y la hizo girar—. ¿Tú qué opinas, Burke?

Owen retiró la vista de su esposa y miró el reloj de pie que había en la habitación.

—Llegaremos tarde —dijo sin contestar a la pregunta del americano con fingida indiferencia.

Vera no había esperado una galantería, pero tampoco tal grosería delante del señor Carter.

—Si quieres puedo poner su cabeza encima de la chimenea —le susurró al oído al ver que Burke se dirigía al hall.

Vera sonrió y besó el rostro del americano. Nunca hubiera imaginado que en su primera fiesta la acompañara un esposo taciturno, pero tenía una misión: conseguir fondos para el orfanato.

Burke era consciente del comportamiento tan infantil que había tenido hacia su esposa, a pesar de ello, creía que el muro empezaba a resquebrajarse. Estaba muy hermosa con ese vestido y apenas pudo resistir la tentación de estrecharla entre sus brazos. No había olvidado la imagen de su desnudez y ese recuerdo le hizo apretar las riendas del carruaje que él conducía. No se dejaría vencer por una mujer que pronto devolvería a Inglaterra.

A Vera le costaba acostumbrarse al mutismo al que la sometía su esposo a modo de castigo, pero tampoco ella pronunció una palabra. Carter no había sido invitado, ya que era americano, de todos modos, confesó a Vera, podría facilitar su nombre a determinados caballeros y estos abrirían los bolsillos y la ayudarían en su obra de caridad.

Burke no era importante y no fue recibido por el gobernador. Su presencia, al igual que la de muchos de los invitados, era, simplemente, protocolaria. En el hall le ofreció el brazo y ella apoyó la mano en él. Varias esposas de los soldados habían formado un corrillo y criticaban los vestidos de otras invitadas. Esa noche, Melisa sería un blanco perfecto para comentarios indiscretos. Su exagerado modelo no pegaba mucho con la discreción del resto de las mujeres. Por una vez, se sentiría vapuleada y, eso, lejos de agradar a Vera le hizo sentir pena por la muchacha. Ella sabía muy bien lo que era ser vituperado por el aspecto y se acercó a Melisa.

—Buenas noches.

—¡Oh! —exclamó, sorprendida de que la saludaran los Burke—. Vera, capitán —se obligó a decir con las mejillas enrojecidas por el bochorno de ver cómo la criticaban.

—Buenas noches —dijo el capitán, y luego añadió—: y su esposo, ¿dónde está?

—Con aquellos caballeros. —Señaló con el abanico a un grupo de soldados.

—Si me disculpan, quiero saludarlo.

El capitán había visto que en el grupo también se encontraba Akerman y necesitaba averiguar si la protección de Ángela aún le salvaguardaba del médico y de su posible traslado.

—¿Qué tal la vida de casada? —preguntó Vera por romper el silencio que se impuso entre las dos.

—Muy bien, ¿y la tuya? —Vera abrió la boca con intención de responder, pero Melisa continuó hablando—: Supongo que no es tan idílica como la mía ya que todos saben que eres la amante del capitán Taylor. —Vera se arrepintió de haber hecho una obra de caridad con esa mujer cuando escuchó sus terribles palabras.

Vera enrojeció de vergüenza. Se sentía estúpida por haberse comportado con amabilidad con una muchacha tan malvada, tanto que la contestación fue igual de dañina.

—Si me disculpas, creo que me uniré al grupo de señoras que critican tu ordinario y horrible vestido.

Esta vez, fue Melisa la que enrojeció de rabia, pero no era tan tonta como para montar una escena en esa fiesta y dejó que se marchara sin replicar.

Vera se dirigió al grupo de señoras, y durante un buen rato, se limitó a escuchar sus comentarios, mientras asentía con una sonrisa. Carter la había instruido sobre quién era quién en esa fiesta y procedió a lanzar la red. Se aseguró unas buenas capturas y pensó que Susan estaría contenta. Deambuló hasta que dio con un pez muy interesante, se trataba del maharajá.

Owen no le había quitado los ojos de encima, su esposa había pasado de un grupo a otro con naturalidad. Parecía que le agradaba a todo el mundo; cuando se acercó a Su Alteza, acompañada del señor Cobb, sus alarmas se encendieron como un faro en alta mar. El maharajá de Kapurthala era un príncipe educado en las mejores escuelas inglesas. Vestía un turbante de color salmón adornado con una pluma que sujetaba un enorme rubí. Su vestimenta bordada en oro y perlas le otorgaba una magnificencia que su comportamiento solía desmentir. Llevaba barba y un cuidado bigote que le concedía más edad de la que tenía en realidad. Vera se acercó a él con una determinación que habría puesto en evidencia a cualquier otra mujer, pero Burke ignoraba que su esposa, unos minutos antes, había solicitado la ayuda del señor Cobb.

—Señor Cobb —dijo Vera, e interrumpió la conversación que tenía con uno de los comerciantes—, si me permite presentarme, soy la señora Burke.

Los caballeros que formaban el grupo la miraron desconcertados aturdidos por la intromisión. Vera contaba con ello y guardaba un as en la manga.

—Señor Cobb, el señor Carter me aseguró que usted me presentaría al maharajá. —Sus palabras alertaron al comerciante que alzó las cejas, arrugó la frente, abrió la boca y la cerró de inmediato mientras fruncía los labios en señal de temor y permanecía callado a la espera de que esa joven, que jamás había visto, terminara de hablar—. Aún le debe una botella de whisky y una partida de cartas, algo que quedaría zanjado si es tan amable de hacerme este favor.

Vera había sido más delicada que Carter. El viejo zorro le había confesado que no le debía una botella, sino una caja, y tampoco era una partida, sino mil libras.

Cobb asintió avergonzado, no quería que nadie se enterara de que tenía deudas pendientes con ese americano.

—Señora Burke, será un honor.

El comerciante disimuló el desconcierto con un carraspeo y le ofreció el brazo. El príncipe conversaba con el gobernador. Vera hizo una reverencia y ambos caballeros la observaron con curiosidad.

—Su Alteza —empezó el señor Cobb cohibido por incumplir el protocolo—, le presento a la señora Burke. Esta joven es…

—Soy la esposa del capitán Owen Burke, del Regimiento 53º de Infantería —intervino Vera y sonrió.

—Señora Burke —se apresuró a decir el gobernador, antes de lanzar una mirada de reprobación al señor Cobb—, no entra dentro del protocolo —carraspeó, incómodo— ser presentada a Su Alteza.

—Lo sé y debo disculparme, pero es conocida la generosidad del maharajá hacia las obras de caridad. —Vera tenía una sola oportunidad y no la desaprovecharía—. Alteza, ¿conoce el orfanato de Ankur? Pronto llegará el invierno y carecen de lo imprescindible. Necesitan fondos para…

—Señora Burke, no es el momento, ni el lugar para abordarnos con obras de caridad —interrumpió con voz dura el gobernador.

—Gobernador, le reclaman —dijo el maharajá, sin duda, una forma muy diplomática de indicarle que seguiría escuchando a la señora Burke.

—Es cierto —se apresuró a decir el gobernador—, si me perdonan —dijo, y el señor Cobb siguió su ejemplo y se retiró con discreción.

—¿Cómo se llama? —preguntó el maharajá al quedarse solos.

Poseía una voz cautivadora y aterciopelada, además de unos impresionantes ojos negros que la observaban con tal intensidad que le hicieron olvidar su discurso.

—Vera —consiguió responder.

—Usted ha venido aquí esta noche por algo más que una fiesta, ¿me equivoco?

—No, alteza, tengo una misión —dijo en un tono confidencial—, necesito reunir fondos para que esos niños pasen el invierno.

—Entonces, no la haremos fracasar —dijo, y le ofreció el brazo.

Burke no prestaba atención a la conversación que mantenía con el esposo de Melisa. En cambio, no dejaba de observar a Vera que parecía pavonearse delante de todo el mundo del brazo del maharajá. Había sido tan estúpido de pensar que quizá Carter tenía razón: ella no era cómo Margaret, era mucho peor. Su difunta esposa no hubiera pensado pescar un pez tan grande. Pronto, el comportamiento de Vera se convirtió en la comidilla de algunos grupos de damas y se mortificó al pensar que sus esposos lo tomarían por un imbécil, una segunda vez. Estaba dispuesto a borrar del rostro del maharajá esa autosuficiencia, mientras daba dos palmadas a la mano de Vera, cuando Akerman dijo:

—No siempre contarás con la protección de esa zorra manipuladora que ha conseguido que el estúpido del coronel anule tu traslado. Esta vez has conseguido librarte, pero cuando esa arpía se canse de ti, yo te estaré esperando. ¿Eres amigo o enemigo, capitán Burke? Ya no falta mucho para saberlo.

El médico se giró y se marchó sin darle la oportunidad de responder. Al menos, había conseguido averiguar dos cosas en esa fiesta: una, que Akerman estaba esperando la ocasión de matarle y, otra, que las habladurías sobre su esposa eran ciertas.

Vera se sentía satisfecha, había obtenido el compromiso de varios de los invitados que donarían una suma generosa a su proyecto. Su felicidad solo se vio empañada por la forma en que Owen la había mirado durante toda la cena anterior a la fiesta. También ella tenía motivos para estar enfadada: no había dejado de hablar con la señora Murray y no tenía ningún derecho a tratarla como si fuera Eva y hubiera causado que descendiera del Paraíso. Por cuestiones protocolarias no se había sentado junto al capitán y lo agradeció, con su reprobatoria observación habría perdido el apetito. Su compañero de mesa, un comerciante de té y amigo de Carter, le estuvo contando anécdotas sobre su vida en el interior de la India. Vera escuchaba por educación y con el rabillo del ojo no dejaba de vigilar a Owen. Al concluir la cena, los caballeros pasaron al salón y las damas se quedaron en el comedor. Vera salió al jardín, el calor era sofocante. Hasta que anunciaran el baile, prefería no estar entre esas paredes y no fue la única en tomar esa decisión. Al detenerse junto a una fuente, fue abordada por la señora Murray.

—Buenas noches, no he tenido ocasión de saludarla, señora Burke.

Vera respondió a su saludo con una sonrisa forzada que ni siquiera se molestó en disimular demasiado.

—No importa —dijo–, ya lo hizo con mi esposo.

Vera estaba dispuesta a irse cuando Ángela la retuvo con unas palabras.

—Me ha mencionado que no está muy contento con su nueva adquisición y que piensa devolverla muy pronto.

Vera se giró con los ojos enfurecidos, ya tenía suficiente con las acusaciones infundadas de su esposo, y no aguantaría los insultos de su amante.

—No se moleste, sé quién es mi esposo y cuál es mi lugar, solo espero que usted sepa cuál es el suyo.

Los ojos de la joven intimidaron a Ángela. Esa muchacha podía ser un formidable contrincante si se dejaba llevar por sus sentimientos.

Vera inclinó la cabeza a modo de despedida y se encaminó al salón. Los caballeros empezaban a entrar y, entre ellos, se encontraba el capitán. No pudo disimular el enfado y Burke vio en ella a una mujer apasionada y con una sensualidad que, también, otros podían apreciar. Esa ropa la convertía en un bocado muy apetecible que el maharajá no estaba dispuesto a soltar con facilidad. Se le conocía por ser un hombre de gustos extravagantes en su vida y con las mujeres, y Vera resultaba ser un plato exótico. Encendió uno de los cigarrillos y bebió una copa de brandy sin dejar de observarla. Su Alteza se acercó a hablar con ella cuando la vio entrar del jardín.

Burke se encaminó hacia su esposa, pero unos dedos se aferraron a su brazo.

—No tan deprisa, mi semental —susurró Ángela con voz pastosa.

Su instinto le urgía a librarse de ella como si se tratara de una serpiente, pero Akerman no dejaba de vigilarlo como si esperara la oportunidad de atacarle de un momento a otro.

—No me llames así —le dijo, disgustado.

—Te llamaré como yo quiera —la voz de la mujer le sonó diferente a Owen, mucho más dura—. ¿Te gusta tu esposa?

—¡No! —se apresuró a responder. Owen dudó un instante y eso fue suficiente para que ella se diera cuenta de que mentía—. Esa insulsa no puede gustarme cuando tú estás en mi cama.

Burke quiso arreglarlo sin mucho éxito, pero Ángela clavó las uñas en su brazo.

—Por tu bien, espero que así sea.

Ángela no le dejó hablar; se dio la vuelta en busca del coronel Murray.

Burke se sentía atrapado entre dos mujeres. Una era como una araña, peligrosa y cruel que tejía una red a su alrededor y que lo mataría si no se comportaba según su antojo; la otra era mucho más peligrosa: si se dejaba apresar, le entregaría el corazón. Lo había hecho en una ocasión y el resultado fue lamentable; terminó humillado y convertido en el hazmerreír de todo el acuartelamiento. Enfadado consigo mismo, se dirigió a un camarero que deambulaba con bandejas llenas de bebidas y cogió una, y no fue la última.

Vera vio al capitán hablar con la señora Murray y cómo Ángela le demostraba a todo el mundo que seguía siendo su amante. La furia le hizo estar más pendiente del maharajá, aunque no pensó que su comportamiento encendiera los celos del capitán, al menos, a Su Alteza le interesaba más su persona que a su propio esposo. Cuando la música empezó a sonar, Burke se acercó a ella.

—Maharajá —dijo, luego intentó realizar un saludo militar, pero había bebido bastante y no fue todo lo marcial que pretendía.

—Supongo que usted es el capitán Burke. —El maharajá inclinó la cabeza y añadió—: Tiene suerte de tener una esposa tan encantadora.

—Sí, mucha suerte —respondió con acritud, y se bebió el contenido de la copa que llevaba en la mano—. Pero no tanta como usted.

—¿A qué se refiere?

—Vamos, alteza, todos conocen su relación con la esposa del alto cargo de la Compañía.

—¡Owen! —exclamó Vera.

—No importa, Vera —dijo el maharajá. El que tuteara a su mujer no calmó al capitán, sino que encendió más sus celos—. Lleva razón, no le mentiré. He tenido una relación con la esposa de un alto cargo de la Compañía, por desgracia se ha marchado de Nueva Delhi.

Vera pudo apreciar en el príncipe que aún albergaba algún sentimiento por esa mujer.

—No es lo único que se ha marchado de Nueva Delhi.

—Owen, creo que has bebido demasiado —se apresuró a decir Vera ante el gesto de incomodidad que había apreciado en el maharajá.

—Si desea acusarme de algo, dígalo —dijo el príncipe con soberbia.

Owen se mordió la lengua, no podía atacar directamente a Su Alteza, pero ver cómo trataba a su esposa le había inducido a comportarse con insensatez.

—Los fusiles —se atrevió a pronunciar.

La reacción del maharajá fue de desconcierto.

—No sé de qué está hablando…

—¿No es partidario de las armas y la sublevación de clases?

—Nunca llevaría a mi pueblo a una guerra. Creo que la construcción de un futuro está en la enseñanza y en la mejora económica de sus gentes —añadió, y Vera asintió complacida por sus palabras.

—Claro y esa gente no piensa que la Compañía y los ingleses somos un estorbo.

—Algunos ingleses sí. —El maharajá miró a Vera con una clara insinuación—. Pero son una gran nación de la que es necesario aprender.

—Disculpe a mi esposo, creo que ha bebido demasiado. Está trabajando en un caso de robo —aclaró Vera decidida a no provocar un problema diplomático si Owen seguía acusando al maharajá de sublevar a su pueblo contra la Compañía— y creo que eso le obsesiona.

Burke dejó que Vera lo defendiera, había visto que Su Alteza parecía no estar implicado, no había mostrado ningún indicio de preocupación o culpabilidad. Y su desconocimiento sobre el robo parecía cierto.

Un silencio tenso se extendió entre los tres. Podía apreciar la rivalidad entre ambos. Vera pensó que los dos se comportaban como niños. Advirtió que Owen estaba borracho, el maharajá también se dio cuenta y pasó por alto, debido a Vera, que le hubiera acusado de ladrón. Entonces, la aparición de uno de los camareros con una bandeja de copas de champagne hizo que viera una salida a esa situación.

—Nunca he probado el champagne.

Burke le indicó al camarero que se acercara. Vera abrió el abanico y empujó la bandeja que sostenía el sirviente. Al hacerlo, un par de copas se cayeron y mancharon su vestido. El muchacho, preocupado por la situación, tomó la servilleta que llevaba colgada del brazo e intentó limpiar el destrozo que había causado en el vestido de la memsahib.

Burke estaba confuso y se sentía ridículo por comportarse de esa manera delante de Vera, además, el alcohol encendió la cólera que habitaba en su interior. La rabia prendió en él como el fuego en los matorrales y lo pagó con un inocente. De todos modos, era una estrategia para comprobar qué de cierto había en los modos tan civilizados del maharajá.

—¡Maldito perro! —gritó balbuceante—¿Cómo te atreves a tocar a mi esposa?

Vera no daba crédito y, con una súplica en los ojos, intentó convencer al capitán de que se detuviera cuanto antes. El maharajá juntó las cejas ante el comentario descortés que el inglés había dicho en su presencia. No era la primera vez que los ingleses se mostraban como bestias salvajes por errores de los criados.

—¡Owen!, ¡por favor! —le rogó, mientras se interponía entre el sirviente y su esposo—. No tiene importancia. El chico ni siquiera me ha rozado. Te lo suplico.

Observó cómo todos la miraban, pero Burke la apartó sin escucharla y agarró al chico por la chaqueta. A empujones lo sacó de la sala. El maharajá no intervino, no se rebajaría, pero Vera leyó en su rostro que alguna vez se lo haría pagar muy caro. El resto de los caballeros observaban sin comprender por qué el capitán maltrataba a uno de los criados. Vera intentó impedírselo, no entendía ese comportamiento.

—¡Owen! —suplicó de nuevo—. ¡Por favor, detente! —Le sujetó del brazo.

Burke se zafó de sus manos y la empujó. Akerman miró a la señora Murray y esta le lanzó una sonrisa de conformidad. El médico advirtió cómo varios de los compañeros del capitán lo sujetaban para impedir que golpeara más al muchacho. Burke, con la camisa fuera de los pantalones y las manos manchadas de sangre, buscó con los ojos a Vera. La joven le dio la espalda. Su esposo era un monstruo mucho peor que su tío.

Vera le pidió a uno de los caballeros que le facilitara un carruaje. Tenía que marcharse cuanto antes de allí, cuando aún tenía la entereza para hacerlo sin derrumbarse. El jardín se había llenado de invitados que murmuraban barbaridades a la vez que ella se marchaba. Antes, se acercó al maharajá; el rostro del soberano mostraba el esfuerzo que hacía por controlarse.

—Siento mucho el comportamiento bárbaro de mi esposo. Me gustaría hacerme cargo de los gastos médicos y todo lo que pueda necesitar ese hombre. Por favor, le agradecería que se la hiciera llegar. —Vera se quitó la cruz del cuello y se la entregó—. Sé que usted se la dará y él sacará bastante dinero por ella.

—No será necesario —le dijo el maharajá.

Él intentó devolvérsela, pero Vera denegó su gesto, a pesar de que era el único recuerdo de una vida feliz que jamás regresaría.

—Sí, lo es —respondió a punto de llorar—. Si me disculpa, debo marcharme ahora o no podré retener las lágrimas —confesó, mientras apretaba los puños presa de la rabia y la tristeza. Cómo había sido tan estúpida para creer que su esposo podía ser un buen hombre.

—Le acompaño hasta el coche.

El maharajá le ofreció el brazo y ella se apoyó en él.

—¿Podría hacerme otro favor? —le pidió.

—Por supuesto, ¿usted dirá?

—Discúlpese en mi nombre con el gobernador y su esposa. Me veo incapaz de hacerlo en este instante.

—No se preocupe, comprenderán por el trance que está pasando. Yo les haré llegar sus disculpas.

—Gracias —dijo Vera, y Su Alteza la ayudó a subir al carruaje.

Burke apretó los dientes al comprobar cómo el maharajá se comportaba con tanta amabilidad con su esposa. Algunos de sus compañeros fueron a por su carruaje. Cuando el coche de Vera se había marchado, el maharajá se dirigió a él.

—Si su esposa no fuera una dama, le aseguro que esta noche conocería cómo hago justicia. ¿Entiende por qué es necesario la educación?, usted haría bien en recibirla. Su comportamiento ha sido deplorable y bochornoso para su esposa.

—Aléjese de ella —le dijo, ante la sorpresa del maharajá.

Se soltó de las manos de sus compañeros y se estiró la chaqueta. Su Alteza había reaccionado con entereza, no parecía ser un hombre violento ni partidario de la violencia. No le había descartado del todo, pero parecía no ser un candidato idóneo para el Nuevo Orden. Evitó mirar a nadie en concreto, excepto al gobernador. Por alguna razón, Su Excelencia no había pedido su cabeza. Se preguntó por qué, pero ya tenía bastantes preguntas a las que dar una respuesta. Ignoraba que el gobernador había solicitado un informe detallado de lo sucedido. Subió al pescante del coche y se dirigió a casa de Carter. No olvidaría el rostro de Vera, ni su mirada de repulsión, tampoco las palabras de Ángela sobre su esposa. Ni tampoco cómo había sonreído al maharajá ni sujetado su mano al ayudarla a entrar en el coche.

En casa del americano, un sirviente esperaba en la puerta. Owen le entregó las riendas y bajó de un salto. Su aspecto no era el de alguien que hubiera asistido a una fiesta. La ropa manchada de sangre era un duro recordatorio de lo que había hecho. Quería cambiarse, pero antes se tomaría otra copa. Todos creían que el alcohol le había llevado a cometer esa locura, pero en el fondo, no estaba tan borracho. Necesitaba una excusa para convencer a Ángela de que podía confiar en él, un motivo que provocara al maharajá y, por qué negarlo, una manera de librarse de los celos que había sentido al ver a su esposa junto a Su Alteza. A pesar de sentirse despreciable por su comportamiento, esperaba que su desmedida actuación hubiera convencido a Ángela. Entró en la biblioteca, y durante unos segundos, permaneció inmóvil en la puerta. No esperaba encontrarla allí.

—Mañana me marcho —le anunció Vera sin darse la vuelta. Ella contemplaba el jardín iluminado con enormes lámparas de barro de la casa de Carter.

Su silueta a la luz de las velas era mucho más seductora que en la fiesta. Burke no contestó, antes de hacerlo, se sirvió un vaso doble de whisky y se sentó en el enorme sofá Chester de piel marrón que Carter había traído de América. Por una vez, agradeció que el americano no dispusiera de ninguna otra bebida.

—No harás tal cosa —le dijo con una voz tranquila y autoritaria.

Se bebió de un trago un segundo vaso de alcohol. Las palabras de Vera eran lo que había deseado oír casi desde que la conoció, y ahora, no estaba seguro de querer que se marchara. Vera se giró enfurecida, no permanecería al lado de un hombre como ese más de lo necesario. Burke le dio la espalda y se sirvió el tercer vaso de whisky.

—¡Maldito borracho! —gritó, le recordaba a su tío y eso era más de lo que podía soportar esa noche—. ¡No serás tú quien me diga qué debo hacer! —le retó, mientras apretaba los puños.

Estaba dispuesta a arrancarle los ojos y eso lo excitó. Después de los comentarios de Ángela, no estaba seguro de contenerse. Vera era tan falsa y embustera como Margaret. Recordó el día en que le había confesado la existencia de su amante, cómo comparó a ambos y se burló de su hombría. Pero el dolor fue mayor cuando descubrió que su hija no era suya; también, al comprender que su amor había sido una farsa. Todos esos recuerdos le llevaron a contestar con rabia.

—¡Oh! Sí, señora Burke…

—No soy la señora Burke ni quiero serlo por más tiempo.

Vera alzó el mentón y reveló una furia contenida que amenazaba con ahogarla. Entonces, se quitó la alianza y se la lanzó a la cara.

—Lo siento por ti —gruñó Burke—. Hasta que yo lo diga, seguirás siéndolo —dijo, sin molestarse en recoger el anillo.

Vera supo que estaba atrapada y no lo permitiría de nuevo. Su tío era cruel, pero el capitán parecía un demente. El comportamiento de esa noche había sido desmedidamente irracional, no lograba entenderle. A veces, parecía otra persona. No permanecería más tiempo a su lado sin perder la cordura.

—La cláusula sirve para los dos —le recordó Vera, intentó marcharse, aunque sus palabras la detuvieron.

—También, sabrás que esa cláusula deja de ser válida si se consuma el matrimonio.

Aquellas palabras la alertaron y se dirigió con paso rápido a la puerta, Burke la atrapó del brazo.

—¡Suéltame! —ordenó ella con decisión, y sus ojos no disimularon el temor que sentía por su contacto—. ¡Estás borracho! —exclamó con todo el desdén que pudo expresar en esas dos palabras

—No tanto, querida.

Vera vio que era cierto y el pánico por no comprender su actitud fue evidente para Owen.

—¿Piensas forzarme? —preguntó con desprecio.

—No creo que tenga que hacerlo —dijo él de manera cínica y burlona—. Tú lo deseas tanto como yo. —Burke acarició su mejilla con la yema de los dedos.

—Gritaré —le amenazó.

—¿Crees que alguien acudiría? —Vera sintió que se le acababa el tiempo.

—Carter…

—Te recuerdo que no está esta noche. Tenía una partida de cartas y los criados no se atreverían a interrumpir al sahib y a su esposa.

El rostro de Burke se oscureció ante lo que sus pensamientos imaginaban.

—¡Eres un bastardo! —le escupió.

—Y tú una zorra muy bien educada —le replicó él—, ¿crees que no me he dado cuenta de cómo te ofrecías al maharajá?

—No sabes lo que dices —dijo Vera con los ojos muy abiertos por lo que sugería.

—Supongo que el maharajá es mejor trofeo que un capitán de barco.

Vera no pudo reprimirse más y le asestó una bofetada. Burke la atrajo hacía él y se apoderó de su boca. Esta vez, nada ni nadie podrían detenerle.