Capítulo 31

Pamela sentó a la niña en el suelo, la pequeña quería coger con las manos los rayos de luz que atravesaban la ventana. Tras la impresión al haber escuchado la confesión de Ahisma, paseó de un lado a otro del cuarto.

—Le aseguro que es cierto —insistió Ahisma, temerosa de que no la creyera.

—Debemos hablar con mi esposo.

—¿Confía en él? —se apresuró a preguntar la joven.

—Pondría mi vida en sus manos.

Pamela salió del cuarto en busca de Gilliam, mientras, Ahisma se sentó en el suelo y empezó a jugar con la niña. Unos minutos más tarde, Spencer abrió la puerta y encontró a la joven besando a Julia, como Pamela la llamaba. Ese sería su nombre si Burke no decidía que fuera otro. La mestiza poseía una belleza tan especial que, durante un instante, lo hechizó. Carraspeó dos veces y la joven se puso en pie.

Sahib Spencer…

—Mi esposa me ha contado tus sospechas. ¿Tienes pruebas? —le preguntó con brusquedad.

Pamela entró tras él. La actitud desconsiderada de Spencer con la joven, la desconcertaba. Su esposo no actuaba de esa forma tan autoritaria con los indios, pero estaba preocupado y no tendría consideración con la chica hasta convencerse de que no mentía.

—No, sahib, no tengo pruebas —confesó, apesadumbrada—, pero no miento —se apresuró a añadir—: Estoy segura de que el doctor Akerman no hace bien su trabajo con la memsahib Burke.

—Es una acusación muy grave.

—Lo sé, sahib Spencer. —Ahisma decidió confiar ciegamente en el sargento, parecía un buen hombre.

La rotundidad con la que pronunció esas palabras, terminó por convencer a Gilliam de su sinceridad. El sargento miró a Pamela y comprendió que la defraudaría, si no tomaba cartas en el asunto. Esa chica parecía muy segura de lo que decía y no era quién para arriesgar la vida de Vera. Gilliam asintió y las dos mujeres lo miraron aliviadas.

—Debe verla otro médico —dijo Ahisma—. Mis conocimientos en medicina son básicos, y temo que empeore. He logrado detener la infección, pero no me fío del doctor Akerman. La memsahib conoce al doctor Nasher, creo que podría ayudarnos si se lo pedimos… su esposa aprecia a la memsahib.

Spencer observó a la joven con atención, se notaba que había sido educada con niños ingleses. Su determinación y organización a la hora de tomar decisiones no era fruto de una cultura carente de formación.

—De acuerdo, dame la dirección y haré que venga.

Esa misma tarde, el doctor visitaba a Vera. Tal y como había profetizado Ahisma, la inglesa había empeorado. Ignoraba si se debía a su falta de pericia o por las visitas de Akerman. Tenía más fiebre y la herida presentaba unos bordes blanquecinos que la chica temió fuera una infección.

Nasher había acudido a la llamada por insistencia de su esposa, no por la petición del sargento Spencer. En su carta le pedía que, por motivos que aún no podía revelar, dijera que visitaba a la memsahib Burke en calidad de amigo y no de médico. Las noticias sobre el caso del capitán Burke ya eran conocidas por todos.

—Doctor Akerman, ¿cuál es el diagnóstico? —preguntó con la humildad que se esperaba de él.

—Mi querido doctor Nasher —respondió con pomposidad. Nasher odiaba a esos hombres que llevaban a otros a batallar mientras ellos permanecían sentados detrás de sus escritorios, sin mancharse las manos a que terminaran las contiendas que habían iniciado. Akerman era uno de ellos—. La herida de la señora Burke se ha infectado y solo nos queda rezar y esperar.

Nasher permaneció pensativo. No había visto la herida de la joven, pero Ahisma se la había descrito con minuciosidad. El proceso de infección había comenzado, aunque no era tarde si se utilizaba algún método alternativo más efectivo que rezar. Esbozó una sonrisa de asentimiento y dejó que el doctor Akerman creyera que aceptaba como cierto el diagnóstico.

—No entiendo por qué Akerman no hace nada por su paciente —dijo de forma pensativa a Ahisma cuando salieron de la habitación—, así morirá en un par de semanas. No me gusta inmiscuirme en asuntos de otros doctores, y menos si son ingleses, pero este está equivocado. Toma —le dio un tarro de gusanos blancos—, lávalos en agua templada, ponlos en la herida y véndasela para que hagan su trabajo. Espero que no sea tarde. Sin duda, lo mejor para esa muchacha es alejarla de aquí.

Ahisma asintió y se guardó el tarro en el sari. Se dirigió con pasos rápidos en busca del sargento. El matrimonio Spencer la esperaba en la biblioteca.

—¿Qué ha dicho el doctor Nasher?

—No entiende el tratamiento de Akerman. Me ha dado otro remedio con el que confía lleguemos a tiempo. Además, me ha pedido que la llevemos a Meerut, lejos del doctor Akerman.

—Entonces, estabas en lo cierto, intentan matarla.

—¿Qué podemos hacer por ella? —preguntó Pamela, angustiada por la vida de su amiga.

—Debemos regresar a Meerut. En la casa de Carter no está segura —propuso Spencer.

—Si hacemos eso, levantaremos sospechas.

—No lo haremos, si decimos a todos que ella no quiere estar donde está el sahib por miedo a que intente matarla otra vez.

—Eso nadie se lo creerá. Burke está en una celda y por lo que sé, no sería capaz de matar ni a una mosca.

—Eso no importa, la memsahib está enferma y, a veces, los enfermos tienen peticiones ridículas.

—De acuerdo —aceptó el sargento—, prepáralo, partiremos a primera hora.

Ese día, la suerte los acompañó. Ángela no se marcharía hasta ver cómo ahorcaban a Burke. Akerman fue reclamado en calidad de testigo ante la acusación que había vertido sobre el capitán por el maltrato continuado a su esposa. Solo Zacarhy se había marchado tras declarar que había visto a Burke empuñar el arma. Su declaración ya había sido presentada ante el juez.

En el camino de regreso a Meerut, Spencer le confesó a Ahisma que no había averiguado nada sobre el paradero de Narayan. Su corazón se encogió ante el temor de que hubiera muerto. Prefería mil veces pensar que había desertado a que el capitán Dunne tuviera algo que ver en su desaparición. Las dudas, sobre si lo que le había contado aquel joven cipayo era cierto, la llevaron a tomar la decisión de visitarlo. Temía el encuentro con ese hombre, pero se dijo que debía tener valor. Cuando Pamela se encontraba en la habitación de la memsahib Burke cuidando de ella, Ahisma le escribió una nota a la memsahib Spencer, contándole que visitaría al capitán Dunne. Sin embargo, Pamela no la leería hasta el día siguiente.

Ahisma subió los escalones del porche del bungalow del capitán Dunne con tanto temor que los dientes le castañeaban. Zacarhy la recibió con una sonrisa triunfal cuando la mestiza se presentó ante él. Elevó una ceja, sorprendido de la belleza de esa mujer, pero ya no se parecía a la asustada y tímida chica del Bibighar que había conocido. Sus ojos mostraban toda su determinación por conseguir aquello que había ido a buscar. Su juguete había vuelto y tendría que recuperar el esplendor que había perdido a manos de ese cipayo; lograr que se desvaneciera ese orgullo que detectaba en ella, le proporcionaría mayor diversión.

Sahib…

—Soy el señor Dunne y tú eres Eva, ¿recuerdas? —sus palabras eran una advertencia de que no había olvidado que le pertenecía.

—No, señor Dunne. No lo he olvidado.

—Muy bien, Eva —dijo, y se sentó en un sillón. Cruzó las piernas y empezó a fumar.

Ahisma se acercó a él y le siguió el juego.

—No es de caballeros no ofrecer asiento a una dama.

Zacarhy comprendió que aceptaba sus normas. Aquello le llenó de satisfacción.

—No, no lo es. Tampoco es propio de una dama dejar que un indio la posea. —Con un gesto le sugirió que se sentara cerca de él.

Ahisma apretó los dientes. Narayan era diez mil veces mucho mejor que ese inglés. Se mordió la lengua para no cometer una imprudencia que pusiera en peligro la vida de Narayan.

—Tiene razón. ¿Qué podría hacer para volver a ser una dama ante sus ojos?

Zacarhy acarició el rostro de la joven. Ahisma se obligó a permanecer sentada. Su corazón la instaba a retroceder, pero antes debía averiguar el paradero de Narayan.

—Obedecer y decirle a ese cipayo que ya no le amas.

Ahisma tragó saliva por la impresión, pero era su oportunidad de ver a Narayan.

—Así lo haré, se lo prometo.

Ahisma vio cómo Dunne reaccionaba con una sonrisa burlona. Elevó una petición a todos los dioses que conocía para que el capitán no hubiera maltratado a Narayan. Dunne se puso en pie y dijo unas palabras a un sirviente. Luego, le tendió la mano. Ahisma temblaba cuando Zacarhy la atrajo hacia él y metió las manos bajo el sari y tocó sin delicadeza su pecho. Aguantó las ganas de escapar de ese hombre y soportó sus caricias solo por la necesidad de ver a Narayan. Dunne se detuvo cuando dos sirvientes arrastraron al cipayo hasta su presencia. Le habían golpeado; su rostro mostraba la dureza con la que lo habían hecho. Se contuvo de acercarse a él y retuvo las lágrimas.

—Esto ocurre a los que se cruzan en mi camino —dijo, y acarició su mejilla.

Narayan escupió más sangre y Ahisma casi se lanza en su ayuda. Comprobó que debía tener un par de costillas rotas que, con seguridad, le presionaban el pulmón. Si no lo asistía pronto, podría morir. Con toda su fuerza de voluntad, se mantuvo rígida y con la espalda muy derecha. Incluso la reina Victoria habría considerado dicha postura digno ejemplo de cualquier dama que se preciara de serlo.

—¿Por qué no lo has matado?

—Por diversión —sonrió Zacarhy, y tiró del cabello negro y largo del cipayo.

Ahisma se acercó al capitán y rozó su pecho con una mano. Su corazón lloraba por el trato al que lo habían sometido, pero su mente no dejaba de estimar el alcance de las heridas y si alguna era mortal. No permitiría que maltratasen de nuevo al hombre que amaba, haría cualquier cosa por evitarlo.

—Querido —dijo, y tomó el brazo del capitán—, me apetece una taza de té y continuar con el juego que dejamos a medias —le sugirió, con la voz cargada de deseo—. No perder el tiempo con esta escoria.

Narayan observó a Ahisma, le dolía el pecho y respirar se había convertido en un castigo. Pero el daño que padecía no era comparable con lo que sentía al ver a esa mujer, por la que se había condenado, entregarse a un bastardo como el capitán Dunne.

Ahisma se quitó el velo que le cubría el pelo y comenzó a danzar. El baile estaba cargado de lujuria.

—¡Zorra mestiza! —consiguió pronunciar Narayan.

Ahisma se detuvo, dolida por sus palabras. Le faltó muy poco para demostrarle que lo hacía por él, para evitar que lo castigaran de nuevo. Continuó danzando para no decirle que seguía amándole y siempre lo haría.

—Sí, es una zorra mestiza —dijo Zacarhy, Ahisma se detuvo cuando añadió—: pero mi zorra mestiza.

El capitán rodeó la cintura de la joven con sus fuertes manos, la atrajo hacia él y se apoderó de su boca. Sus besos eran bruscos, posesivos y crueles. Ahisma se sentía tan sucia que a duras penas se resistía a alejarse de él.

—Capitán, compórtese como un caballero —le regañó ella, cuando la apartó de su lado para acariciar sus senos.

Narayan cerró los ojos, la traición dolía tanto que anulaba el dolor de las heridas.

—Llevas razón, aunque —respondió Zacarhy mientras tiraba de su cabello—, ya no quiero ser un caballero con una zorra mestiza que se ha entregado a ese perro negro. ¿Crees que no me he dado cuenta de que intentas salvarlo?

Zacarhy la abofeteó y la empujó al suelo. El capitán intentaba quitarse los pantalones, mientras con un pie la retenía. La joven batía los brazos como una mariposa aprisionada con un alfiler. Zacarhy se tumbó sobre ella, le subió el sari e intentó forzarla. Ahisma, con los ojos muy abiertos y asustados, se resistió luchando con todas sus fuerzas.

—¡Zorra asquerosa! ¡Estate quieta! —le gritó, cuando la joven le arañó.

Zacarhy la abofeteó con fuerza y la sangre surgió de los labios de la chica.

—¡No tiene por qué ser así! —gritó, cuando él alzó la mano de nuevo para golpearla—, por favor —suplicó.

Zacarhy la sujetó de las muñecas y permaneció inmóvil sobre ella. Ver cómo se sometía sería mucho más excitante que forzarla.

—Entonces, será a mi manera —aseguró el capitán. Ahisma asintió sin mirar a Narayan. No se enfrentaría a su mirada de repulsa y dolor—. Abre las piernas —le ordenó, y le dio un lametazo en la mejilla.

Ahisma obedeció, pero el miedo y el asco la obligaron a girar la cabeza y buscar con desesperación a Narayan. Las lágrimas brotaron de sus ojos cuando Zacarhy la forzó.

Narayan emitió un grito de rabia, pero las manos de los dos sirvientes que lo sujetaban, le impidieron ayudarla. El dolor por haber faltado a su promesa de protegerla le rompió el alma. Ella había ido a buscarle y solo había conseguido ser ultrajada por ese diablo inglés. Juró que lo mataría con sus propias manos.

—No ha estado nada mal —dijo, cuando terminó. Ahisma permanecía inmóvil en el suelo sin emitir sonido alguno y con los ojos fijos en Narayan—. Tu amante correrá la misma suerte.

Los sirvientes lo arrastraron hasta colocarlo sobre una mesa. Narayan gastó todas sus energías en intentar defenderse, pero Zacarhy le dio dos patadas en las costillas rotas y el dolor le dejó sin respiración. Sin poder resistirse, el capitán le bajó el dhoti, se quitó el cinturón y golpeó las nalgas morenas del soldado. Ahisma presenciaba la escena como si no estuviera sucediendo. Su propio dolor le impedía ver con claridad lo que acontecía a su alrededor, hasta que la voz de ese monstruo, la hizo reaccionar.

—¿Crees que disfrutaré igual que contigo?

Narayan rogó a los dioses que no le dejaran vivir después de esa humillación.

—¡Algún día te mataré! —gritó Narayan con las últimas fuerzas que tenía.

—Hasta ese día disfrutaré de tu mujer y de tu trasero —le susurró, y mostró su hombría, dispuesto a sodomizar al soldado.

Ahisma no podía permitirlo. En ese instante, algo en ella se quebró en su interior y miró a Zacarhy con los ojos fríos y llenos de odio.

—¡No! —gritó.

Zacarhy dio un puñetazo en los riñones a Narayan. No quería que se revelara cuando lo poseyera. Le marcaría a fuego y lo haría sin ninguna consideración, consciente del dolor que le infligiría y que a él lo excitaría aún más. Muchos no lo soportaban y se suicidaban. Esperaba, sin embargo, que el cipayo fuera más fuerte que todos esos perros con los que había jugado antes. Le gustaría repetir la experiencia de someterlo hasta aniquilar su orgullo. El error del capitán fue pensar que Ahisma era una débil mujer; pero Zacarhy nunca fue bueno juzgando a nadie y no advirtió que la joven cogía el atizador de la chimenea y se acercaba a él. Ahisma alzó el brazo y le golpeó con todas sus fuerzas una y otra vez, hasta que solo dejó un amasijo de carne y sangre donde antes había estado la cabeza pelirroja del sahib.

Ahisma respiraba con dificultad. Estaba tan impresionada por lo que había hecho que el atizador se le cayó de las manos. Los dos sirvientes huyeron, asustados. No sentían simpatía por el burra sahib y no querían problemas. Narayan consiguió vestirse y, después, la estrechó entre sus brazos.

Ahisma temblaba sin poder controlarse. Ni siquiera las palabras de Narayan conseguían tranquilizarla. El cipayo pensó con rapidez que debían huir, lo antes posible, de Meerut. El sahib Carter había hablado del oeste de América, había dicho que en ese lugar nadie hacía preguntas, además, él era soldado, sabría afrontar cualquier contratiempo en esas tierras.

—Debemos irnos —dijo, sosteniéndole el rostro entre las manos—. Por favor, Ahisma vuelve en ti, ahora no me abandones.

Sus palabras hicieron regresar a la realidad a la muchacha. Después, habría tiempo de lamerse las heridas y de enfrentarse a sus conciencias.

—No puedes montar a caballo. El estado de tus costillas te perforaría los pulmones.

Narayan besó su frente, esas pocas palabras le demostraban que ella había regresado del abismo al que ese bastardo la había lanzado.

—¿Piensas robar un carro? —le preguntó, y la sujetó del brazo cuando ella intentó salir de la habitación.

Era una mujer fuerte y no podía mirarla a los ojos. Le había fallado y no había podido ayudarla cuando ese bastardo abusó de ella. Nada repararía ese sufrimiento y, sin embargo, rogó a los dioses que después de la experiencia que había vivido no lo rechazase. La había insultado y traicionado y tampoco había creído en su amor. Narayan se prometió que si salían con vida de aquello se ganaría cada día su perdón.

—Haré lo que sea necesario para ponerte a salvo —le dijo Narayan, y besó sus labios.

El esfuerzo le costó un par de punzadas en las costillas que le dejaron sin respiración.

Hari acudió al escuchar unos ruidos extraños en el interior del salón. Ahisma cogió el atizador y Narayan lo miró con fiereza, dispuesto a morir si atacaba a la muchacha.

—¿Lo habéis matado?

—Sí, lo hemos hecho —dijo Narayan. Si los apresaban no abandonaría a su suerte a esa mujer, la acompañaría hasta el final.

—Me alegra que lo hayáis hecho —dijo, y escupió en el suelo, después se apartó para dejarlos pasar.

Ahisma asintió, agradecida y se apresuró hacia la salida.

—Ese bastardo guardaba un coche en el cobertizo —dijo Hari sin dejar de contemplar al hombre destrozado que yacía en el suelo y que tantas veces lo había maltratado.

—Gracias —respondió Ahisma.

Era una noche estrellada y cálida. Hari se sentó en el porche y fumó uno de los habanos del sahib Dunne. Ordenó a los dos sirvientes que habían sido testigos del crimen que visitaran a sus familias. Al día siguiente, avisaría a las autoridades de lo sucedido, eso daría tiempo a la pareja para huir.

Tras la muerte de Zacarhy enviaron a un regimiento en busca de los culpables, pero no lograron encontrarlos. No era extraño, Narayan era un buen rastreador y un mejor soldado, no sería fácil dar con ellos si el cipayo ocultaba sus pasos. Con su desaparición, Burke perdía a alguien en quien confiaba para ponerse en contacto con el mayor Shorke. Narayan sabría cómo hacerle llegar el mensaje de que le habían tendido una trampa. Burke no podía fiarse de nadie más.

Dos semanas más tarde, Vera aún seguía sin recordar nada de aquel día y eso empezaba a atormentarle.

—¿En qué piensas? —preguntó Pamela a Vera.

—En Ahisma y Narayan. Espero que donde se encuentren, hallen la felicidad.

—Apreciabas mucho a esa chica.

—Sí, era mi amiga.

Vera parecía más triste que el día anterior.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Pamela al ver que estaba pálida.

—No muy bien —reconoció Vera.

—Deberíamos llamar a Nasher. Sé que es un viaje largo, pero seguro que al doctor no le importaría verte de nuevo. —En esta ocasión, fue Vera quien guardó silencio.

Pamela veía que Vera estaba muy desanimada y pensó que necesitaba más un gurú espiritual que un médico. De nuevo, la lluvia silenció a sus amigas anfibias y la melancolía se apoderó de ella.

—¿Podrías dejarme sola? —le pidió.

—No creo que sea buena idea, yo…

—Por favor —insistió con los ojos cargados de tristeza.

—Está bien, como quieras.

Esa noche, durante la cena, Pamela hizo saber a Spencer lo preocupada que estaba por su amiga. El problema del capitán Burke y Vera había establecido entre ellos una tregua que les había permitido conocerse mejor. Pamela esperaba enterrar para siempre su imperdonable comportamiento.

—Creo que Vera está empeorando —le dijo sin probar la comida.

—¿Quieres que vaya a buscar al doctor Nasher? —preguntó.

—Te lo agradecería tanto…

Pamela lo miró con los ojos inundados de afecto. Spencer deseaba a su esposa mucho más cada día. Creía que hasta que no la poseyera, hasta que no le demostrara que él y solo él era su esposo, no podría perdonarla. Era un pensamiento egoísta e infantil, pero estaba perdiendo la cabeza por esa mujer.

Spencer se puso en pie, dispuesto a marchar a Nueva Delhi en ese mismo instante. Necesitaba alejarse de ella, pero Pamela lo detuvo al decir:

—Antes, tenemos un asunto pendiente.

Pamela se acercó a él y Spencer suspiró ante su cercanía. Esa mujer no se daba cuenta de que su olor era un afrodisíaco tan potente, que temía no controlarse y hacer valer sus derechos maritales.

—Lo resolveremos cuando volvamos —dijo, y se giró con intención de marcharse.

—No —le retó ella, y acarició su rostro con las yemas de los dedos.

—No lo hagas —suplicó él.

Pamela había tomado una decisión, conquistaría el amor de su esposo.

—¿Amarte? —preguntó, y besó sus labios.

—Sí, si es una mentira —respondió él con los ojos llenos de pasión, rígido como un trozo de cuero reseco por el sol y con el corazón a punto de salir del pecho.

Pamela no contestó, su cuerpo y su boca lo hicieron por ella. Gilliam la acercó a él y supo que no saldría hasta el amanecer. Lo lamentaba por Vera y Owen; primero resolvería su matrimonio.

Al día siguiente, Gilliam abandonó a Pamela entre besos y caricias. Cabalgó todo el día y parte de la noche para hablar con el doctor Nasher. Esa mañana, el médico viajó al acuartelamiento; Gilliam no le acompañó, iría a ver a Burke a la prisión.

Dos guardias lo condujeron hasta la celda del capitán. Al sargento le costó acostumbrarse a la oscuridad y al olor nauseabundo del penal. Al principio, solo distinguió un bulto en un rincón. La celda estaba en silencio y su amigo no hizo ningún movimiento.

—Owen… —dudó, no estaba seguro de que siguiera con vida.

—Gilliam… —dijo Burke—, me alegra ver una cara amiga.

Se puso en pie con dificultad. Los grilletes y cadenas emitieron un sonido que estremeció a Spencer. Todavía entraba en la celda un minúsculo haz de luz por la estrecha ventana y pudo ver su cara desfigurada por los golpes. No le habían despojado del uniforme, pero sí de los galones de capitán, al menos hasta que el juicio determinara o no su culpabilidad. Carter le había contado que unos presos lo habían golpeado y que Akerman, en calidad de médico y comandante, pretendía visitarlo, algo a lo que Burke se había negado. Su aspecto no era bueno, aunque habían vivido momentos peores.

Cada dos días, Carter le enviaba alimentos a la prisión. Owen temía ser envenenado y Gilliam no comprendía la desconfianza del capitán.

—Burke, no sabía que…

—No importa —interrumpió al comprender el gesto de desagrado del sargento al verlo—. ¿Cómo está Vera?

—Mejor, aunque se recupera con lentitud —al comprobar el gesto intranquilo de Burke, añadió—: Es menos grave de lo que el doctor Nasher pensó en un principio.

Burke se sentó en el camastro y se mesó el pelo.

—No sabes lo feliz que me hace oír eso. He estado tan preocupado, todos estos días sin saber de ella, pensando que quizá estuviese muerta. Esos pensamientos han sido más horribles que permanecer aquí.

—Pronto saldrás de este asqueroso lugar.

Una rata se escabulló por uno de los agujeros que comunicaba una celda con otra y se limpió las patas, Burke le lanzó una de sus botas para ahuyentarla.

—Las muy bastardas intentan mordisquear mis pies por la noche —comentó con una sonrisa irónica de resignación el capitán.

—No deberías estar aquí —Burke asintió, aunque no pronunció una respuesta. Tanto uno como otro conocían la ley. No podía juzgarlo un tribunal militar, el delito era civil y por lo tanto el penal donde esperaría la condena, también. Una situación lamentable, los penales civiles de la India y, en particular, el de Nueva Delhi eran infrahumanos—. Mañana me quejaré al comandante.

—No te molestes, ya estoy condenado.

—Vamos, anímate. Nadie puede creer que tú intentaras matar a tu esposa —Gilliam se obligó a mentir.

Las noticias que le había dado Carter sobre el juicio de Burke eran del todo desalentadoras.

—Necesito un favor —pidió, y Spencer apreció en su voz la desesperación.

—¿Qué quieres?

—Me cuesta pedirte esto, pero no me queda tiempo y me atormenta la idea de morir pensando que ella cree que intenté matarla. Dile… —Owen dudó un instante, no era un hombre que expresara sus sentimientos ante los demás—, dile que la amo.

—Tú se lo dirás.

Spencer se calló cuando escuchó unos gritos de dolor. Los dos sabían que se trataba de un interrogatorio.

—No, Gilliam, jamás se lo diré. Nunca saldré vivo de aquí, ellos no lo permitirán.

—¿Ellos? —preguntó Gilliam sin comprender.

—Olvida lo que he dicho, solo quiero que le digas a Vera que la amo, que he sido un imbécil al no darme cuenta de que es una mujer valiente, sincera y con buen corazón…

—No deberías…

—Deja de interrumpirme, por favor —Burke recordó cómo él lo hacía con Vera. Los recuerdos eran lo único que aún conservaba e impedían que perdiera la cabeza en ese lugar—. Me resulta muy difícil decir todo esto.

—Te sacaremos de aquí —aseguró Spencer.

—Pero si no lo hacéis, quiero que le digas a Vera que es la única mujer a la que amo y he amado.

Burke se tumbó en el camastro y cerró los ojos. Sentía que se había librado de un gran peso. Spencer le contaría la verdad a Vera.

Gilliam comprendió que Owen necesitaba estar solo y golpeó la puerta. El carcelero la abrió enseguida. Se juró que haría lo necesario para demostrar que Burke no era un asesino. Después de la confesión sincera que había escuchado era imposible que intentase matar a Vera. El problema era que nadie lo creería cuando Ángela y Akerman, los principales testigos de la acusación, asegurasen que el capitán Owen Burke maltrataba a su esposa.