Capítulo 23
Ahisma y Narayan cabalgaron durante toda la noche. Nadie en el acuartelamiento los echaría de menos. Para la mayoría de los oficiales ingleses todos los cipayos eran iguales. Pidió a uno de sus compañeros que hiciera la guardia por él; eso le daría tiempo para ayudarle a huir. En una aldea, robaron un sari; un hindú junto a una mujer inglesa era un comentario que llegaría a cualquier lugar si alguien tenía los oídos lo bastante atentos. Narayan no sabía muy bien qué hacer con la chica, no podía ocultarla en el acuartelamiento y su familia no la aceptaría. Había pensado llevarla a unas cuevas que había encontrado el año anterior persiguiendo a un grupo de sublevados con el capitán Burke. El acceso era imposible a caballo y suponía graves dificultades hacerlo a pie. Temía que cuando Ahisma supiera dónde pensaba dejarla, no colaborara. Después de tantas horas cabalgando, ordenó a la joven continuar a pie. Tras sortear un bosque, en el que los monos se habían nombrado reyes absolutos, Narayan se detuvo ante un claro que daba paso a un grupo de rocas.
—Hemos llegado —le anunció.
La ayudó a subir una pequeña cima, aunque Ahisma podía ascender sin problemas, ahora Narayan utilizaba cualquier excusa para tocarla.
—¿Dónde estamos?
—Nadie conoce estas cuevas —aseguró Narayan—. El año pasado el capitán Burke y yo las encontramos. Aquí nadie te buscará, estarás bien.
—Gracias —respondió, aún con timidez.
La joven miró intimidada la extensa roca que presentaba una forma amenazante.
—Ven, te las enseñaré. —Narayan la tomó de la mano. Ahisma pensó que eran fuertes, cálidas y, su simple contacto, la tranquilizaba—. Recorrimos un par de yardas, son demasiado grandes, no debes adentrarte o te perderás y nunca te encontraría.
Ahisma asintió y observó cómo la mole de roca se extendía ante ella con caprichosas y grotescas formas. Entraron por una de las aberturas y el silencio estremecedor acalló cualquier sonido del exterior. Sentía la presencia de muchas almas alrededor y entonó una plegaria en señal de respeto.
Mientras tanto, Narayan, que había extendido una esterilla, dejó una bolsa con provisiones en el suelo y varias mantas; después, encendió una hoguera y le mostró un arma.
—Tienes que aprender a usarla —ordenó con voz autoritaria.
Ahisma lo miró con asombro. No había tocado un arma jamás y, ahora tampoco lo haría. Narayan comprendió que la chica no la usaría y la dejó en un rincón. Pronto oscurecería y debía volver a Meerut. Nadie debía darse cuenta de su ausencia para que Dunne no le acusara de haber liberado a Ahisma. No le resultaba fácil abandonarla en mitad de la nada, pero creía que era el lugar más seguro en el que ocultarse.
—He de marcharme —anunció, sin atreverse a mirarla.
Ella guardó silencio y se acercó a él. Narayan no estaba preparado para recibir ese abrazo de la muchacha con una entrega que le desarmó el corazón. Desde que la rescatara apenas habían pronunciado una palabra; ella no le había preguntado por qué lo había hecho y él no le había contado los motivos de su acción. Narayan acarició su melena y sintió cómo las sedosas hebras de pelo marcaban las yemas de sus dedos como hierros ardientes. Sus brazos aprisionaron el cuerpo delicado de la joven y notó los pechos de Ahisma presionar su torso. Narayan la abrazó aún más fuerte, no necesitaban las palabras. Se apoderó de su boca y ella se entregó al beso con desesperación. Narayan nunca había imaginado que pudiera sentir lo que estaba sintiendo. En tan solo unos instantes ella se había adueñado de su voluntad. Sabía que de haberle pedido que se quedara, lo habría hecho, pero Ahisma se apartó de él.
—Debes marcharte —le pidió con una sonrisa que llenó de calidez el corazón de Narayan.
—Ahisma…
Era la primera vez que la llamaba por su nombre, y la palabra le sonó dulce como el sabor de sus labios, como el olor que desprendía y del que no se olvidaría hasta que la muerte le concediera tal beneficio.
—Vete, no es seguro para ti. Yo estaré bien —mintió—. Si tardas demasiado en aparecer ni siquiera el capitán Burke te librará del castigo.
—No te preocupes —dijo, e intentó acercarse, pero ella alzó la mano y le rechazó. Si la abrazaba de nuevo, sin duda, le rogaría que se quedara con ella.
Ahisma era consciente de que aquello destruiría a Narayan, si no lo había hecho ya. Temía que fuera expulsado de la carrera militar e imaginaba que las dificultades de una vida juntos acabarían por volverla amarga. No le haría eso al hombre que había arriesgado la vida por salvarla y del que estaba enamorada.
—¿Estás segura?
Narayan miró al cielo y luego a la joven.
—Sí, lo estoy.
—Está bien, traeré provisiones dentro de una semana —le prometió.
Ahisma evitó pensar que se quedaba sola, sonrió y él la besó de nuevo. La joven se entregó a su beso como si fuera el último que recibiera de él. Había tenido una idea cuando Zacarhy la vistió como a una inglesa, quizá, si ella hiciera lo mismo, los engañaría. Todos decían que su aspecto era más británico que indio, tenía una educación esmerada y hablaba un perfecto inglés. No sería difícil camuflar su procedencia en una ciudad tan grande como Nueva Delhi. Mientras pensaba todo eso, Narayan había recogido el arma.
—¿Podrás soportarlo? —le preguntó temeroso de que en su ausencia cometiera una estupidez.
—No te preocupes, te estaré esperando.
Ahisma lo vio partir en la oscuridad de la noche y después entró en la cueva. El sonido de los animales que vivían en esos bosques era el recordatorio de que se había quedado sola. Contempló, como habrían hecho miles de años antes los habitantes de esas cuevas, las paredes decoradas con pinturas de cazadores y guerras. Se acurrucó en un rincón cerca de la hoguera. Su mente empezó a trabajar con ahínco, su idea dio paso a un plan. Si tenía éxito y la contrataban de institutriz tendría una oportunidad de vivir en paz. Le gustaban los niños y con esa idea se adentró en el sueño, también con un hombre con bigote y rostro oscuro que la había besado.
Tras la desaparición de Ahisma, Vera se mantuvo alejada de su esposo. Aún recordaba su último encuentro con él y desde ese día había descubierto que el capitán Owen Burke podía tener corazón.
—¿Y Ahisma? —le preguntó.
Owen disintió con la cabeza a su pregunta. La imagen de Vera con la niña en brazos le desarmó por completo. No tenía suficiente valor para negarle lo que estaba seguro iba a pedirle. Parecía una madonna italiana y él estaba demasiado cansado de mentir para enfrentarse a la determinación que leía en los ojos de Vera. Observó a la hija de Margaret, era una hermosa criatura que en nada se parecía a su madre.
—¿Está bien? —Owen señaló a la niña mientras se servía un vaso de brandy.
—Sí, solo tenía hambre y sueño. Pero pronto recuperará su peso y será una niña feliz. No se parece a Margaret —dijo con la intención de que ese hecho apaciguara el rencor que Owen sentía por su madre. El capitán se acercó a la ventana y empezó a beber su copa con lentitud. Estaba cansado de fingir lo que no era, cansado de mostrarse ante Vera como un monstruo sin corazón—. Owen, ella ocupará la habitación del fondo, ni siquiera te darás cuenta de que está en la casa —le dijo con una determinación que no aceptaba discusión.
El capitán no se giró, asintió con la cabeza. Desde que Vera Henwick había entrado en su vida nada estaba saliendo cómo él había planeado. Pero si enviaba a la niña de nuevo a casa de Maan Nirali perdería su poca humanidad que la misión y Margaret aún no habían destruido. Además, quería que Vera se sintiera orgullosa de él, que viera a un hombre de honor en su esposo y no un monstruo despreciable y vengativo. Ante el silencio y aceptación de Owen, Vera esbozó una sonrisa feliz.
—Gracias —dijo ella.
Owen se dio la vuelta y la miró fijamente a los ojos. Vera contuvo la respiración al ver en su mirada tanto dolor por las mentiras de su difunta esposa, también apreció la rabia que Margaret había sembrado con su infidelidad. Aunque lo que más le sorprendió fue su resignación ante lo que ella había decidido y el cansancio por algo que no supo identificar. Todas esas sensaciones que Vera había visto en el rostro de su esposo le hicieron tomar la iniciativa de acercarse a él y acariciar su mejilla.
—Vera…
Vera sabía que había librado una batalla en su interior, desgarradora, pero al final esa parte considerada, atenta, honorable y buena que a veces mostraba, había ganado la contienda. Owen, sorprendido, no supo cómo reaccionar ante ese gesto de ternura que nunca había provocado en una mujer.
—Si me disculpas, estoy cansado y mañana tengo que madrugar.
Vera asintió con una tímida sonrisa. Nunca hubiera imaginado que su esposo fuera tan cobarde ante unas muestras de ternura. Pero había huido de ella por miedo a abrir su corazón.
—Hasta mañana —le dijo ella.
—Vera, eres una buena mujer.
Vera se sintió decepcionada por sus palabras. No quería ser una buena mujer, quería ser su mujer, su compañera, su amante. Esta vez, fue ella la que se dio la vuelta para que no viera su dolor.
Después de una semana, Vera no se daba por vencida en encontrar a Ahisma. Dejó el cepillo sobre el tocador y se dijo que Owen no había hecho nada por averiguar dónde se encontraba. Por su parte, Narayan contestaba con monosílabos e ignoraba la mayoría de sus preguntas. Se sentía culpable de ser la responsable de que algo le hubiese ocurrido. Si ella no la hubiera enviado a casa de Nirali no habría terminado de nuevo en el Bibighar. Pese al calor, se vistió con uno de sus antiguos vestidos grises. No estaba segura si al presentarse en un prostíbulo apaciguaría las diferencias que existían entre ella y el capitán. Lamentaba malograr el pequeño acercamiento que ambos habían tenido. Era consciente del esfuerzo que su esposo había hecho para que la hija de Margaret se quedara con ellos. Y ese gesto le había conmovido tanto como para pensar que su amor por él era posible. Pero estaba resuelta a remover hasta la última piedra para dar con Ahisma. No la dejaría en manos de esa terrible mujer. Owen le había dado dinero para sus gastos, contó las monedas y consideró que la cantidad era casi una fortuna en la India. Decidida a conseguir su objetivo, se dirigió a la casa de Maan Chandra.
No esperaba ver un lugar tan exótico y a la vez tan vulgar. En casa de los Nasher, la decoración india era mucho más colorista y, sin esculturas de mujeres con pechos desnudos ni cabezas de tigres o elefantes. Las cortinas de seda caían sobre el suelo de manera lánguida sin importar a nadie el derroche de tela. Maan Chandra disimuló el disgusto tras una sonrisa de bienvenida que no la engañó.
—Por favor, me honra con su visita, memsahib Burke.
Vera se sentó donde la mujer le indicaba y Maan Chandra ordenó a una joven sirvienta que trajera un té.
—Maan Chandra, sé lo inusual de mi visita —empezó a decir Vera—, pero usted posee algo que me gustaría comprar.
—Tiene razón. Es inusual que una memsahib visite un Bibighar —repitió, y colocó la mano bajo la barbilla en un gesto estudiado—. Sobre todo, porque es posible que encuentre alguna cosa que no le agrade, como ver a su esposo.
Esta vez fue Vera la que mantuvo la calma y contestó con un descaro que pocas veces se apreciaba en una inglesa.
—Solo he venido por negocios, los asuntos de mi esposo son solo suyos —dijo, e ignoró el comentario— si no le interesa, entonces…
—No, por favor —se apresuró a decir la mujer, y le indicó con un gesto de la mano que se sentara de nuevo.
Vera no sonrió. Había presenciado muchas veces cómo su tío negociaba y, sin el opio, hubiera sido un buen comerciante. Adoptó el gesto serio y profesional que había visto en él, en las pocas ocasiones en que estaba lo bastante lúcido para pensar con claridad.
—Me interesa una joven.
Maan Chandra no se sorprendió, quizá esa inglesa tuviera gustos más refinados que los del capitán Burke.
—¿Quién?
—Ahisma.
—¡Vaya! —exclamó con fastidio—. No es la única.
—¿Quién más se ha interesado por ella?
—Un cipayo y el sahib Dunne.
Vera intentó disimular su consternación, bajo una capa de falsa calma, la sorpresa que le había provocado las palabras de la mujer. Narayan no había conseguido su objetivo y, por la forma en que la miraba, creía que Zacarhy era quien lo había logrado.
—No tengo esa pieza –dijo, y luego añadió—: quizá le interese otra, mucho más preparada y dispuesta.
—Le agradezco la oferta, pero no estoy interesada en nadie más.
Maan Chandra alzó los hombros y sonrió con más falsedad. Vera se puso en pie y salió sin despedirse. Si Ahisma estaba en poder de Zacarhy, el dinero no serviría para liberarla. Temerosa de que la joven se encontrara en manos del capitán se dirigió a su casa. No sabía cómo afrontar esta nueva situación, pero Owen era amigo de Zacarhy, si él le pedía que le concediera la libertad a Ahisma, quizá en pos de esa amistad lo hiciese. Sin embargo, Vera no sabía cómo reaccionaría cuando se lo pidiera. Ya había cedido con la hija de Margaret, pero debía intentarlo.
Vera llamó a la puerta de la biblioteca, Burke estaba trabajando sobre unos papeles y ella se sentó en la silla que había frente a él. Los separaba la mesa de caoba. Burke dejó la pluma en el tintero y miró a su esposa.
—Owen… necesito que hables con el capitán Dunne.
—¿Por qué?
—Porque ha comprado a Ahisma.
Owen se removió inquieto en la silla y prefirió evitar mirar a Vera. Sabía muy bien lo que pretendía, pero no podía inmiscuirse en ese asunto. Shorke le había pedido que desenmascarase a Zacarhy, había sido su amigo de juventud, quizá todavía fuera capaz de confiar en él. Pero si le arrebataba el juguete del que se había encaprichado, eso los separaría aún más. Owen estaba en una encrucijada: si ayudaba a su esposa corría la suerte de distanciarse de Zacarhy.
—Lo siento, Vera. No puedo hacer nada por impedir esa compra.
—Me dijiste que en la India no hay esclavitud. ¿Cómo puedes quedarte de brazos cruzados cuando Ahisma, la chica a la que convertiste en tu amante, es comprada como un animal?
Vera se había puesto en pie y sus ojos brillaban con tal intensidad que Owen hubiera querido demostrarle el hombre que era en realidad. Habría deseado salir de allí y rescatar a Ahisma, convertirse ante sus ojos en el héroe que le pedía ser. Pero en su lugar, se llenó de aire los pulmones y con calma contestó:
—Intentaré hablar con él —era una burda mentira, pero Vera lo ignoraba—, pero no te prometo nada. Zacarhy nunca se ha dejado convencer por nadie.
Vera rodeó la mesa y se abrazó a él. El abrazo fue tan espontáneo que sorprendió a Owen. El capitán no rodeó su cuerpo con sus brazos, no podía hacerlo cuando le había mentido.
—Gracias —dijo Vera, feliz.
—Iré ahora mismo a hablar con él.
Vera se separó de él y rogó al cielo que consiguiera su objetivo. Lo vio ponerse la chaqueta y salir de la biblioteca. Ella cogió un libro, lo esperaría allí hasta que regresara, aunque era incapaz de concentrarse en la lectura. Dos veces había cedido a sus peticiones, dos veces le había mostrado que podía ser algo más que un tipo egoísta y miserable. A ella, por ahora, eso le bastaba para que la pequeña llama de amor que aún existía en su corazón no se extinguiera.
Owen esperó en el salón a que Zacarhy lo recibiera. Su amigo si se sorprendió de la visita, no lo demostró.
—¿Para qué querías verme, Owen?
Zacarhy le sirvió una copa y él también se sirvió una a la espera de que Owen le contara cuál era el motivo de presentarse a esas horas en su casa.
—Vera quiere que liberes a la mestiza.
—¿Y tú? —preguntó con una sonrisa malévola—. ¿Tú qué deseas?
Zacarhy sabía que Owen no había tocado a la chica, aunque ignoraba porqué había hecho creer a todo el mundo lo contrario.
—A mí me da igual. Puedes hacer con ella lo que te guste —mintió.
—Entonces, ¿para qué has venido?
—Sé que perteneces al Nuevo Orden —Owen no se andaría por las ramas, Akerman no confiaba en él y Ángela se había dado cuenta de que sus sentimientos hacia Vera eran más de lo que ella había imaginado, solo le quedaba Zacarhy y sabía que era tan astuto como para detectar falsedad en cualquiera de sus acciones. Solo era posible acercarse a él y a ese grupo de traidores directamente, sin subterfugios ni juegos—. Zacarhy, por nuestros años de amistad te pido que dejes a esos locos. Nunca conseguirán sus objetivos y muchos quedarán en el camino. Eres un gran militar, un hombre que puede llegar muy alto sin necesidad de recurrir a esos bastardos.
—¿Eso crees? —Zacarhy se tomó su copa y se sentó en el sillón con tanta tranquilidad que exasperó a Burke—. No quiero tener la edad del coronel Murray para disfrutar del poder. Además, yo no soy como tú, un hombre honorable y leal. Yo soy…
—… una señorita Molly. —Zacarhy se levantó del sofá—. Lo sé desde hace mucho tiempo, pero creí oportuno no comentarte nada.
—¿Qué piensas hacer con esa información? —Por primera vez en mucho tiempo, Zacarhy parecía asustado.
—Nada, si tú me ayudas. —Owen hubiera querido conseguir a Ahisma en ese trato, pero tuvo que sacrificarla por la información—. Necesito nombres, direcciones, lugares.
—Si se enteran de que te los he dado, me matarán.
—Si se enteran de lo que eres, ¿qué harán? —le amenazó.
Los miembros del Nuevo Orden no permitirían una debilidad como esa entre sus miembros.
—Está bien —aceptó Zacarhy, resignado—. Ahora, déjame. Tengo que domesticar a una mestiza.
Owen apretó los puños, no tenían nada más que hablar. Debía enfrentarse a Vera y eso le atormentaba.
Vera se sintió muy decepcionada cuando su esposo le contó que Zacarhy se había negado. No podía enfrentarse a un capitán por una india, si alguno de los dos salía herido, eso les llevaría a un consejo de guerra. Vera comprendió la situación de su esposo.
—Has hecho lo que has podido —le dijo, entristecida, pero tomó sus manos. Owen las retiró con premura. No se sentía nada orgulloso de haberle mentido tan vilmente.
—Vera, necesito trabajar —se excusó—. Te veré en la cena.
—Claro —Vera le besó en la mejilla antes de marcharse.
Owen se rozó el rostro con las yemas de los dedos y tensó la mandíbula. Si alguna vez su esposa descubría qué había hecho, lo odiaría y, después de ver sus muestras de cariño no soportaría presenciar su odio.
Desde el instante en que Owen le había contado la voluntad de Zacarhy, ella había tomado una decisión. Cogió su chal y salió sin que nadie advirtiera su ausencia. Tenía un par de horas antes de la cena. Llegó a casa del capitán Dunne sin aliento y le ordenó a Hari que anunciara al sahib que quería verle. El joven le indicó que esperara en la biblioteca. Unos minutos más tarde, Zacarhy la recibía.
—Señora Burke. —Le había sorprendido la visita de la esposa de Owen, pero a falta de la mestiza, tal vez Vera Burke se prestara a sus juegos—, un placer verla en mi casa.
—No he venido para verle a usted, solo quiero saber si Ahisma está aquí, en contra de su voluntad.
—Me desilusiona, creía que éramos amigos.
Zacarhy la observó como si fuera un insecto a punto de ser cazado.
—Conteste —insistió.
—No, ella se marchó con Narayan.
—Está equivocado. Narayan no sabe nada, se lo aseguro.
—Quizá —dudó un instante para después con desprecio añadir—: aunque esos perros son unos embusteros.
—Niega que ella esté en esta casa —insistió—. A Owen le ha dicho que estaba aquí y no quería dejarla marchar.
—Le mentí —sonrió—. Le aseguro que no sé dónde está esa mestiza.
—Entonces, si me disculpa —dijo, y se giró para retirarse.
—Señora Burke —Vera se detuvo sin darse la vuelta al notar que la sujetaba del brazo—, ¿quizá Burke…?
La visita de su amigo lo había alterado. No le gustaba ser amenazado, y menos aún, por alguien como Burke. Había sido su amigo, pero ahora le había traicionado. Tal vez debía pagar su insolencia con su esposa.
—Mi esposo ignora dónde está —le defendió ante la clara insinuación de Zacarhy. Vera con desprecio dijo—: ¡Suélteme!
—¿Eso es lo que quiere? Podría enseñarle muchas más cosas que el capitán Taylor, cosas que nunca hubiera imaginado poder sentir. Además, creo que el honorable capitán Burke aún no la ha probado.
Zacarhy había bebido mucho y jugó sus cartas demasiado pronto y con demasiada prisa.
—¡Es un bastardo! —Vera le abofeteó.
Zacarhy alzó el brazo dispuesto a corregir la conducta de la esposa de su amigo, pero se contuvo a tiempo. Vera lo miró desafiante. Si quería golpearla no podría impedírselo, pero lucharía con uñas y dientes; nadie volvería a doblegarla.
—Sahib —anunció Hari—, el coronel ha enviado esta nota, dice que es urgente.
Zacarhy la soltó, pero al oído le susurró:
—Será mejor que se vaya, señora Burke, si no quiere que le enseñe a comportarse —invitó con una sonrisa amenazante.
Vera no contestó, salió de la casa agradecida porque Ahisma hubiese huido de ese hombre. Cuando entró en su dormitorio, Vera tenía varias cartas pendientes por leer que habían llegado esa mañana. Echó una ojeada y entre ellas había una de Nueva Delhi. La abrió deprisa, era la respuesta a la carta que había envidado a Susan, la mujer la invitaba a que la visitara y conociera su trabajo, además, estaba ansiosa por tener más noticias sobre su padre. Creía que era una buena idea, no soportaba más la mirada acusadora de Owen. Habían tenido dos momentos de acercamiento, pero no era tan ingenua para no apreciar que no la había abrazado cuando le pidió que ayudara a Ahisma y que le solicitó que se marchara de la biblioteca aludiendo que tenía que trabajar. Una excusa diplomática porque no soportaba su presencia. Ni siquiera contaba con la compañía de Ahisma y pensó que unos días alejada de Meerut serían reconfortantes. El único escollo era su esposo, pero se dijo con determinación que no necesitaba su permiso.
A la hora de la cena, se arregló con esmero, aún no habían hablado sobre la niña. Una de las sirvientas se encargaba de ella, mientras la presencia de su hija no fuera visible para el capitán, todo iría bien. Después, intentaría poco a poco hacer que Owen aceptara a la hija de Margaret en otros lugares de la casa. El capitán no levantó los ojos del plato de arroz y pescado que comía. Su indiferencia era mucho más ofensiva que cualquier palabra que le hubiera dirigido.
—He decidido aceptar la oferta de Susan de visitarla. De todos modos, debo probarme los vestidos de madamoiselle Florence y así no molestaría al señor Carter ni a ningún otro —dijo con una clara intención.
—Me parece bien, haz lo que te guste —respondió Burke.
—La nodriza que he contratado se encargará de la hija de Margaret —confesó, prefería no tensar demasiado la situación. Había dado instrucciones de que no molestaran al sahib.
Owen asintió y continuó comiendo. Vera no merecía la frialdad ni tampoco el malhumor con que la trataba; pero esa mujer había despertado en él un sentimiento que no quería hallar de nuevo y, hasta que pudiera desprenderse de esa sensación, prefería no tenerla revoloteando alrededor. Cuando terminó, alegó que tenía mucho trabajo y se retiró. Vera observó cómo salía de la habitación sin importarle nada de lo que hiciera. Su comportamiento le había quitado el apetito, dejó la servilleta sobre la mesa y subió a su cuarto; tenía que preparar el equipaje.
En esta ocasión, el viaje hasta Nueva Delhi carecía del estímulo y la pasión con los que había disfrutado la primera vez que viajó con Owen. Ahora, solo veía la pobreza de unas calles habitadas por gente mucho más pobre cada día; la dejadez de las construcciones que parecía que iban a derrumbarse de un momento a otro como un castillo de naipes. Los animales deambulando como reyes de un mundo al revés; niños abandonados y sucios que no dejaban de llorar por el hambre; mendigos mutilados, hombres y mujeres que se afanaban en llegar a unos puestos de trabajo miserables. Vera dejó las calles donde vivía el señor Carter y se adentró en otras muy diferentes. Cuando llegó al orfanato, estaba a punto de llorar. Había estado toda la mañana disfrutando de las compras y tras ver tanta miseria se sentía culpable de su comportamiento egoísta.
—Bienvenida, señora Burke —le dijo una chica algo mayor que ella, tenía el pelo rubio y mostraba un avanzado estado de gestación.
—Señora Lalwani —dijo Vera con una sonrisa.
—Llámame Susan, yo preferiría llamarla Vera.
—Sí, por favor.
Susan la tomó de las manos y la acompañó al interior de una casa a la que le faltaba una capa de pintura y algunos muebles.
—Mi marido está con los niños y el doctor Nasher. —Susan se puso la mano en la cintura y con dificultad consiguió sentarse—. ¡Dios! Ahora parezco una de esas vacas sagradas.
Vera contuvo la risa por educación. La joven guardó silencio un instante y Vera comprendió que estaba deseando saber sobre su padre.
—El contramaestre Maison goza de buena salud.
—Siempre ha sido un hombre rebosante de vitalidad —respondió Susan, y se acarició el enorme vientre con cariño.
Vera apreció el dolor que reflejaban sus ojos al mencionarlo.
—Él… bueno, él…
La joven ignoraba cómo contarle que el contramaestre no le perdonaba el haberse casado con un indio y que si los encontraba, según le contó el oficial Larry, la situación podría ser muy peligrosa para todos.
—Supongo que mi padre ha mostrado su disconformidad sobre quienes no son ingleses. Considera a los indios gente incivilizada y carente de humanidad.
—No quise decir, yo… —Vera azorada no sabía cómo intentar que Susan no malinterpretara sus palabras. No pretendía avivar el rencor entre padre e hija, solo avisarle de que tuviera cuidado.
—Sé muy bien lo que no quieres decir. Es más, estoy segura de que mi padre habrá prometido ser el brazo vengador y ejecutor para la redención de su hija, pero no le temo, él siempre me ha amado.
—Las personas cambian —se atrevió a decir. Su tío era una clara muestra de lo que una persona podía cambiar.
—Lo sé —afirmó Susan—, pero no puedo olvidar el amor de mi padre. Ruego a Dios que le conceda la sabiduría de comprender que amo a Akilesh y que vea el hombre que es, mucho más allá que a una raza.
—Por lo que pude hablar con él —continuó Vera con delicadeza— aún no ha conseguido alcanzar dicho razonamiento.
Le pido que tenga cuidado si lo ve.
—No temo a mi padre, Vera.
Vera esperaba por el bien de todos que tuviera razón y el contramaestre no ejecutara de forma sangrienta todo lo que pensaba sobre el matrimonio de su hija.
—Susan, me gustaría ayudar de cualquier modo.
—Toda ayuda es poca. —Susan la miró con atención, ambas eran conscientes de que habían terminado la conversación ocultándola bajo un tupido velo de silencio—. Aunque preferiría ayudas económicas, ¿puedes conseguirnos fondos? Sé que has venido a por ropa para la fiesta del gobernador.
—Te aseguro que después de lo que he visto me siento avergonzada tan solo de pensarlo.
—¡Oh! ¡No! ¡Debes ir! Necesito a uno de mis agentes en el campo enemigo —Vera se sentía como una niña inventando personajes e historias que ella protagonizaría—. Consigue que esa gente influyente nos ayude. Necesitamos que estén al lado de nuestra causa. Sé que es vergonzoso que me comporte de esta forma ya que apenas nos conocemos, pero el invierno llegará pronto y necesito ropa, alimentos y libros. —La joven se mostró muy enérgica en el discurso, luego, con una seriedad que conmovió a Vera, añadió—: No puedo ser delicada.
—Lo entiendo y seré tu mejor recluta —declaró, y se puso en pie haciendo un saludo militar.
Los días en casa de Susan y Akilesh se sucedieron con tanta rapidez, que ambas lamentaron que pasaran tan pronto. Vera le prometió a Susan que regresaría a conocer al recién nacido, y ambas se comprometieron a escribirse cada semana.
Tras la visita al orfanato, Vera pensó que también enseñaría a los niños del servicio a leer y a escribir. Eso la distraería de imaginar las cosas atroces que podían haberle sucedido a Ahisma. Se intentaba convencer de que había hecho todo lo posible por ayudarla, pero la sensación de fracaso era tan corrosiva como el ácido. Se concentró de nuevo en la carta de Susan. Creía al igual que ella que la educación era fundamental para que los nativos mejoraran sus vidas. Dos días más tarde de su llegada, reunió a toda la servidumbre y expuso la idea. Al principio, no entendieron muy bien que sus hijos perdieran el tiempo en algo que no les aportaría ningún beneficio. Susan la había preparado para su oposición y procedió a leer el discurso que su nueva amiga le había escrito para tal fin. Al final, todos comprendieron la importancia de esa enseñanza. Todos, menos, Bashi. Veía en el rostro del sirviente la oposición y el disgusto dibujado con total claridad. Se dijo que ese viejo tonto no le estropearía el día. Colocó un par de bancos en una habitación, ni siquiera contaba con una pizarra. Mientras tanto, usaría el papel de carta para que los niños realizaran prácticas, por supuesto, había encargado en la tienda del sargento Sparry un papel mucho más barato. Después, repartió entre los alumnos una hoja y una pluma. Por fin, se sentía útil y la experiencia fue tan gratificante que no dejó de sonreír, incluso mucho más tarde de que los pequeños alumnos se marcharan.
Vera se estiró del delantal blanco que se había puesto para no mancharse el vestido de tinta, recogió las plumas y las cuartillas de papel y se dirigió a la biblioteca en busca de un diccionario. Creía que había visto uno en alguna de las estanterías. Entró sin llamar y se quedó inmóvil al ver a Bashi en la habitación. El anciano hizo una reverencia y se marchó. No tuvo que esperar mucho para averiguar que había ido a quejarse de las clases que impartía a los niños.
—¿Y bien? —preguntó su esposo, con las palmas de las manos cruzadas sobre el estómago.
—Supongo que Bashi te ha contado qué es lo que hago —dijo, y se concentró en buscar el diccionario.
—No deberías inmiscuirte en nada relacionado con la servidumbre, para eso está Bashi. Él necesita un orden y yo, paz en esta casa.
Owen estaba pagando con su esposa la frustración de esa mañana. Le habían informado que en breve sería trasladado a una zona al sur de Nueva Delhi. Sabía lo que significaba ese emplazamiento y necesitaba conseguir más información para salvar el pellejo. Zacarhy le había dado dos nombres, uno era el de un comerciante, un tal Kalu. El comerciante se había encargado de la distribución de las armas, pero no sabía a quién ni a dónde habían ido a parar. El otro nombre era el de un contable de la Compañía. El señor Hunter se dedicaba a blanquear fondos del Nuevo Orden. Time había averiguado que alguien en Inglaterra era el encargado de recibir dividendos por una gestión tan importante. El pobre señor Hunter había cantado como una soprano nada más caer en las manos de Time. Enviaba la información a una dirección en Londres. El mayor no había averiguado nada más, pero la vigilaban a la espera de cazar a su dueño. Owen olvidó sus inquietudes y se concentró en Vera. Su esposa había cogido un diccionario y lo apretaba contra el pecho.
Vera se aferraba aún más a ese diccionario con la única intención de no lanzárselo a la cabeza de su esposo. Necesitaba calmarse. No inmiscuirse, se dijo con el gesto fruncido por la irritación. ¿Qué se había creído?, ¿que podía decirle qué hacer y qué no? Había aguantado más de siete años obediencia absoluta a su tío y no dejaría que alguien como el capitán, con dos amantes y una vida disoluta, le dijera que debía o no, inmiscuirse en las actividades de la servidumbre.
—Pues voy a hacerlo —dijo, y Owen se removió incómodo en la silla.
Él no veía su rostro, pero intuía que tendría un gesto belicoso, algo que no supo si le excitaba o disgustaba de igual forma.
—¿Qué te importa? Cuando te vayas, olvidarán lo que les hayas enseñado.
Vera no se volvió, y disimuló el dolor cogiendo otro de los libros del estante. ¿Así que pensaba devolverla? Eso la enfureció aún más. Si su intención era esa, no entendía qué hacía allí todavía. No era necesario atormentarla.
—Pues hasta que me vaya, aprenderán.
Vera se giró y clavó sus ojos felinos en los de Burke. El capitán observó que se habían transformado en un mar profundo y embravecido por una tormenta.
—Harás lo que yo te diga —ordenó.
A Owen le daba igual que enseñara inglés o latín a un grupo de mocosos. Si eso la distraía hubiera aceptado, de hecho, le dijo a Bashi que si la memsahib quería hacer esa obra de caridad, seguro que los muchachos aprendían algo bueno para después mejorar en la vida. Sin embargo, la actitud de Vera le había provocado hasta el punto de enfrentarse a ella cuando había aceptado su decisión.
—No, no haré lo que tú me digas —le retó, y alzó el rostro de manera desafiante.
Vera retrocedió un paso cuando lo vio ponerse en pie y rodear la mesa del escritorio. Su postura denotaba que estaba enfadado.
—Supongo que si te lo pidiera el capitán Taylor, le harías caso —su tono de voz irónico y frío hizo que Vera retrocediera un paso más y chocara con la estantería.
—No metas al capitán Taylor en esto.
—Creo que ya se ha metido, y mucho —sus palabras soeces provocaron que Vera lo abofeteara.
—Cómo te atreves a pensar que… que…
—… que te entregaste a él.
—¡Nunca me entregué a él!
—Vamos, Vera, confiésalo —dijo, y clavó los ojos en ella con una mirada lasciva que incomodó a la joven. Nunca ningún hombre la había mirado con tanta intensidad.
—No soy una… una…
—… cualquiera —terminó la frase con satisfacción—. Eso debería juzgarlo yo.
—¡No! Y me da igual lo que pienses de mí.
Vera intentó escapar de él, pero Burke colocó las manos sobre la estantería y quedó aprisionada entre sus brazos. Ni siquiera la rozaba, pero no podía evitar la excitación de su proximidad.
—¿No te tocó así? —preguntó y, de pronto, se vio con una de las manos de Burke en el pecho, le abrió las piernas con las suyas y pegó su cuerpo tanto a Vera que no le cupo la menor duda de que el capitán estaba dispuesto a comprobar la veracidad de sus palabras. Con la otra mano apretó su trasero y la atrajo hacia él con violencia.
Vera lo empujó con fuerza, no la trataría como a una de las mujeres del Bibighar o, peor aún, como a su amante. A pesar de desear que la amase no se rendiría cuando pensaba que era una mujerzuela. Burke acercó el rostro a ella y ambos sintieron la respiración del otro. Vera deseaba que la besara, tanto, que ese pensamiento le hizo decir:
—Eres un bastardo.
Burke ignoró las palabras de su esposa y se apoderó de sus labios. Fue un beso salvaje, duro, sin consideración, un beso que removió los cimientos del pensamiento en el que se sustentaba la vida de Vera. Un beso dominante y tan bárbaro que arrasó su corazón como Gengis Kan las praderas de Mongolia.
—Y tú, una sucia embustera, como Margaret —dijo y, después, la soltó con desprecio.
No podía creer que la hubiera dejado así. Él era consciente de lo que había hecho y no sentía remordimientos. Vera intentaba controlar la rabia y, también, el fuego que ardía en su interior que amenazaba con convertirla en cenizas. Fueron tantos los años de insultos que el muro que contenía esa barrera se desplomó como si fuera de arcilla.
—Si tan disgustado estas con nuestro matrimonio, prepararé mis cosas y me iré a Nueva Delhi.
—Cuando no te necesite, te lo haré saber.
—¿Necesitar? Tú no necesitas a nadie.
Vera tenía razón. Había aprendido a no necesitar a nadie desde la muerte de Margaret. No quería entregarse de nuevo y tampoco se conformaría con las migajas que esa mujer estuviera dispuesta a darle tras entregarse a Taylor.
—Márchate, Vera —le pidió, y se sentó en el escritorio alejado de ella. Había observado su ardiente deseo y, si la tocaba otra vez, no se comportaría con caballerosidad, ni tampoco le detendrían sus ruegos—. No quiero hacerte daño —su tono de voz mostraba un abandono que sorprendió y preocupó a la joven
Vera había padecido muchos maltratos y, a pesar de la amenaza de Burke, creía que no era cierta, no actuaba como Abel y tenía la certeza de que jamás lo haría. No le pondría la mano encima, le había abofeteado y no le había devuelto el golpe como hubiera hecho su tío. De todos modos, obedeció. No quería pelearse con él, no quería marcharse de allí y no quería perderle. Al cerrar la puerta de la biblioteca apoyó la espalda en ella y desde allí vio el cuadro de Margaret. Sonrió con tristeza antes de decir:
—¡Enhorabuena! Has ganado.