Capítulo 5

Después de la fiesta, Owen había sido consciente de su responsabilidad en cuanto a averiguar quién estaba detrás de la venta de armas. El mayor Shorke tenía razón. Los indios estaban descontentos y cualquier mecha, por muy pequeña que fuera, podía provocar un levantamiento. Así que debía complacer a Ángela en todos los sentidos y, tras dos semanas viéndola, solo había conseguido un par de datos que pasar al mayor, sin apenas ningún interés. Necesitaba información veraz e importante para descubrir quiénes suministraban las armas y formaban ese grupo de traidores. El mayor no había sido muy explícito en su carta sobre la señora Murray. A veces, parecía una mujer sin más pretensiones, con el único deseo de disfrutar de la vida junto a él. En otras, por el contrario, se comportaba de manera fría y calculadora y le observaba como a un extraño ser que se coloca bajo un microscopio. En esos momentos, Owen utilizaba su apetito sexual y acallaba cualquier duda al respecto, pero presentía la leve y afilada hoja de un sable sobre su cuello; una espada de Damocles invisible, tan real como peligrosa.

Al amanecer, Narayan lo esperaba en la puerta. El coronel había ordenado realizar unas maniobras en las que intervendrían todos los miembros del ejército, hasta el último de los oficiales británicos.

Zacarhy, aún soñoliento, salió presuroso del bungalow hasta unirse con los oficiales en el patio. Con seguridad, su amigo había pasado la noche en compañía de alguna bonita nativa de su séquito de criados. No le reprochaba su comportamiento, pero tampoco lo aprobaba. Owen no abusaría de una mujer, fuera o no nativa; usar su posición de poder con los indios atentaba contra el uniforme que un día había jurado proteger.

El acuartelamiento de Meerut era una fortaleza que antes había pertenecido a un príncipe indio. La rodeaba una muralla que mantenía a los habitantes protegidos del exterior. El acuartelamiento contaba con varias casas o bungalows, como se llamaban, de diferentes tamaños y Owen tenía una de las mejores, gracias a Margaret. Pensó en su nueva esposa y cómo era un peón en aquella partida, un peón que no precisaba ni deseaba tener bajo su responsabilidad. El recuerdo de Margaret y la carne de Ángela eran más que suficientes para él.

—¿Qué demonios pretende el coronel? —preguntó Zacarhy abrochándose los botones de la chaqueta del uniforme.

—Hay rumores de que quiere mostrarnos…

—Siempre hay rumores e imagino qué puede ser —le interrumpió su amigo.

Owen miró con suspicacia a Zacarhy, aunque no pudo preguntar a qué se refería. El coronel se dirigió al centro de la plaza y acaparó toda la atención de las tropas. El marido de Ángela era un hombre de mediana edad, con una barriga prominente y de aspecto acorchado. El coronel carraspeó dos veces y empezó el discurso.

—Oficiales y soldados —gritó, y alzó el cuello—. Hemos de estar preparados frente a un enemigo común. Un enemigo que quizá muy pronto llegue a nuestras puertas. Desde la madre patria nos han enviado el nuevo fusil Enfield Modelo 1853. —Un soldado le acercó uno y el coronel lo levantó para que todos lo vieran bien—. Les aseguro que este fusil es la puerta a la victoria. El ejército que disponga de él será el ganador y nosotros lo tenemos. Oficial Zacarhy, indique al resto de sus compañeros cómo utilizar el arma.

El nombrado avanzó a grandes zancadas hasta el centro del patio, cogió uno de los fusiles y lo mostró, como había hecho el coronel, a los soldados.

—Primero rasquen con los dientes uno de los cartuchos —gritó con voz clara—, luego viertan la pólvora dentro del cañón, baqueteen el cartucho, la bala está incluida —Zacarhy conocía el manejo del arma y Owen se preguntó dónde había aprendido—. Pongan el martillo en posición intermedia, ajusten el alza y sin demora coloquen la cápsula fulminante en la chimenea. Por último —dijo, y puso una rodilla en el suelo— disparen.

Owen había oído hablar de esos fusiles, alcanzaban distancias muy superiores a los antiguos, incluso hasta novecientas yardas. Varios hombres empezaron a repartirlos entre los soldados.

Narayan cogió uno de los cartuchos, se lo acercó a la nariz con desconfianza y reconoció el olor a cerdo. Él era hinduista y muchos de sus compañeros de armas musulmanes.

—¿Capitán Burke, los cartuchos están bañados con grasa de cerdo? —preguntó.

Owen no supo qué contestar. No estaba seguro, pero intuía que la respuesta traería complicaciones. También se acercó uno de los cartuchos y olió a grasa de un animal, aunque ignoraba si se trataba de un cerdo o una vaca. Tenía tres compañías a su cargo, compuestas por hinduistas y musulmanes, quienes se negarían a utilizarlos si corría el rumor de que los cartuchos se engrasaban con el sebo de esos animales. Necesitaba comprobarlo antes de responder.

—Lo averiguaré —dijo—. Haz que los repartan, pero que no los usen hasta que sepa qué hay de verdad en todo esto.

Narayan asintió en silencio. Owen avanzó unos pasos y se dirigió al coronel.

—Sí, capitán Burke.

—¿Puedo hablar, señor?

—Desde luego, ¿qué ocurre con sus hombres? ¿Por qué no han iniciado el entrenamiento?

—Señor, temen que los cartuchos se hayan engrasado con sebo de alguno de los animales prohibidos.

—¡Qué tontería!

El coronel miró con los ojos enojados a las tres compañías del capitán.

—Señor, su religión…

—Capitán Burke —le interrumpió con voz gélida—, cuando usted no había nacido, yo ya luchaba junto a estos cipayos.

—¿Entonces, señor?

—Entonces, nada —contestó, esta vez, el enfado le hizo enrojecer—. No tengo ni la menor idea de con qué se engrasan estos cartuchos, pero aunque fuera con la misma Sangre de Cristo han de usarlos —aseguró con furia—. Haga lo que sea necesario para que disparen o le haré a usted responsable.

—¡Señor! No puedo obligarlos a ir en contra de sus principios religiosos.

—¡Capitán Dunne!

—Sí, señor. —Zacarhy se adelantó unos pasos ante la llamada del coronel.

—Ordene el inicio de las maniobras, y si no obedecen, tiene mi permiso para castigarlos como considere oportuno.

—Sí, señor.

—Señor —intervino Burke—, no será necesario. Me encargaré de que mis hombres hagan las prácticas.

Owen creyó ver un leve gesto de burla en el rostro de su amigo. Ahora no se pondría en evidencia. Tenía una misión que cumplir. Sabía que los hombres del Nuevo Orden carecían de escrúpulos, y tampoco los tendrían con sus soldados. Apretó los dientes frente a la certeza de que perdería la confianza de la mayoría, sobre todo, lamentaba perder la de Narayan.

—¡Jefe de regimiento! —gritó.

—Sí, señor —contestó un hindú cuya tez se asemejaba a la de una tortuga arrugada.

—Ordene que carguen las armas y realicen la instrucción.

—Señor… —dijo, y evitó a Narayan con la mirada.

El cipayo se acercó al capitán. Antes de que dijera una palabra, Burke clavó los ojos desafiantes en él.

—¡Es una orden! —gritó—. Quien la incumpla, recibirá veinte latigazos y se le quitará el salario de un mes.

Zacarhy se sorprendió ante un castigo tan ejemplar. Quizá la muerte de Margaret le había vuelto más duro y receptivo a la causa. Siempre había pensado que Owen debía formar parte del Nuevo Orden, sin embargo, su debilidad hacia esos perros negros le impedía pertenecer a un nuevo grupo de dirigentes que pronto se daría a conocer.

—Señor —respondió Narayan—, no utilizaré esos cartuchos.

Owen sabía a qué se arriesgaba al dictar la orden. Todos los oficiales presenciaban lo que sucedía, pero no podía arrepentirse. Estaba seguro de que alguno de ellos era uno de esos traidores. Solo deseaba que su sacrificio y el sufrimiento de Narayan no fueran en vano.

—¡Sargento Spencer! —gritó.

—Señor —contestó un soldado algo mayor que Burke.

—Un látigo. —El sargento desvió la cabeza hacia el coronel y este asintió. Spencer se lo entregó—. Ate a este hombre al poste —le ordenó.

Narayan se soltó de las manos del sargento y se dirigió con la dignidad de un emperador hacia el lugar en el que recibiría los veinte latigazos. Burke se sentía despreciable y se juró que haría pagar a toda esa panda de traidores por lo que le iban a obligar a hacer. Jamás había castigado a nadie de esa manera, lo consideraba cruel y cobarde, pero la misión le exigía comportarse con crueldad.

Lanzó un latigazo al aire que le sonó como un trueno en la lejanía. Narayan se quitó la chaqueta, se deshizo de la camisa y del cinturón. Sin vacilar extendió los brazos para facilitarle al sargento Spencer la tarea de atarle al poste. El silencio se propagó entre los regimientos. Owen avanzó unos pasos y alzó el brazo, el primer latigazo rasgó la espalda de Narayan y la sangre brotó de una fina línea de carne sonrosada. El capitán apenas recordaba nada de los siguientes, su conciencia estaba a punto de impedirle que siguiera cuando el sargento pronunció en voz alta: «Veinte». Narayan no emitió ni un solo grito. Cayó de rodillas y dos de sus compañeros lo ayudaron a ponerse en pie. Burke estaba sudoroso y sentía los ojos de los soldados en él. Ante la sorpresa de los oficiales y la rabia del coronel los cipayos se quitaron la chaqueta y la camisa para recibir el mismo castigo. Burke no soportaría maltratar a otro hombre de esa forma, sin embargo, la intervención del coronel impidió que tuviera que hacerlo.

—Capitán Burke —le llamó—, veo que su regimiento desobedece una orden directa y que el del capitán Dunne muestra igual comportamiento.

—¡Puedo conseguir que estos patanes obedezcan! —aseguró Zacarhy.

—No nos enfrentaremos a un enemigo con la duda de que nuestros soldados disparen o no sus armas. No —dijo, pensativo—, averiguaré cómo han engrasado los cartuchos.

El coronel se giró y se retiró unos pasos de dónde estaban los oficiales. Zacarhy aprovechó el momento para susurrar entre dientes a Burke.

—No imaginé que fueras capaz. Siempre pensé que actuabas como un blando con estos perros negros.

A Zacarhy los soldados de su regimiento le temían. El capitán Dunne infundía respeto a fuerza de mano dura, aunque hasta ese día, Burke no se había dado cuenta de que poseía unos pensamientos tan racistas.

Dos horas más tarde, Burke fustigaba con todo su vigor masculino a la esposa del coronel. Era una pequeña venganza que la señora Murray disfrutaba con placer.

—¡Dios! ¿Qué te ocurre hoy? —preguntó sin aliento.

A Ángela los rizos le caían en desorden sobre el rostro enrojecido y sudoroso por la pasión que ambos compartían. Burke no había esperado a desabrocharle los lazos del corsé y con su cuchillo los había cortado, tampoco tuvo la paciencia de desvestirse. El capitán le había subido la falda hasta la cintura y de la misma forma que cortó las cintas del corsé desgarró su ropa interior. Ángela había ascendido al cielo y desearía que esos momentos de arrebato que parecían dominarlo, se repitieran más veces. No era estúpida, la utilizaba en un juego amoroso y ella era una forma de desahogarse. Un trozo de carne en el que verter su semilla sin muchas complicaciones. Nunca sentiría por ella nada más que una atracción sexual que quizá terminara, se dijo temerosa, cuando la nueva esposa ocupase su lugar en esa cama. Ángela se subió a horcajadas sobre su amante y dejó que los pechos salieran del corsé. La imagen era sensual, también vulgar, lo que desagradó a Burke.

—Nada —contestó de mala gana.

Ella intentó besarle, pero él le sujetó la cabeza con las dos manos para evitarlo. Despacio, se acercó a su rostro, sin llegar a rozarlo.

—Bésame —pidió ella.

Owen la obedeció, aunque sus encuentros cada vez le proporcionaban menos satisfacción. Debía averiguar qué sabía sobre el Nuevo Orden y tenía que hacerlo antes de verse implicado en alguna otra cosa como la de los cartuchos.

—He oído rumores —le dijo, mientras le acariciaba el pezón con las yemas de los dedos.

—¿Qué rumores? —preguntó Ángela.

La mujer del coronel emitió un gemido.

—Sobre el Nuevo Orden.

Durante un instante, Owen apreció la rigidez de su amante, luego ella recorrió con los dedos su torso desnudo.

—Eso son solo rumores, no existe ningún Nuevo Orden

—No soy estúpido —le interrumpió. Burke apretó sus hombros con fuerza y la obligó a que lo mirara a los ojos—. No me trates como hacía Margaret.

El capitán tiró del pelo de Ángela y mordisqueó uno de los pechos de la esposa del coronel. La mujer tembló de placer.

—Mi semental, no cometería el error de tratarte como ella —le aseguró con una sonrisa.

—Quiero pertenecer a ese Nuevo Orden y ser alguien. —Metió las manos bajo la falda.

—¿Por qué?

Ángela sintió las manos de Burke oprimir sus nalgas y, en respuesta, le clavó las uñas en los hombros.

—No quiero morir siendo un don nadie ni obedecer al cerdo de tu marido. Quiero que tú y yo seamos libres para hacer lo que deseemos.

—Ya hacemos lo que deseamos —dijo ella, y besó su rostro.

—No me conformo con ser tu amante —sus palabras eran una burda mentira, pero Ángela prefirió creerlas. Owen la giró sobre sí y la obligó a quedar aprisionada bajo su cuerpo.

Ella le rodeó la cintura con las piernas. Ángela lo notó en su interior y supo que no habría otro hombre, ni soportaría al coronel cuando le exigiera cumplir sus obligaciones maritales.

—¡Dios! —gritó de placer cuando el capitán comenzó a moverse a un ritmo endiabladamente lento que le hacía perder el juicio—. No todos son aceptados —se le escapó con un hilo de voz.

Burke se concentró en seguir proporcionándole satisfacción, necesitaba que hablara.

—¿Por qué?

—Owen… —gimió, cuando él se detuvo.

—¿Por qué? —insistió, y se alejó de ella para que mendigara su dosis de gozo.

—No seas cruel —le suplicó, e intentó atraerlo con las piernas, pero la resistencia de Owen era tan fuerte que no podría vencerle.

—Dímelo —exigió, y le mostró solo una pequeña porción de placer antes de continuar.

—Querrán pruebas que demuestren que eres uno de ellos —dijo, mientras se aferraba a él con desesperación por llegar una segunda vez al clímax.

—¿Qué pruebas?

Ángela se retorcía cautiva de su propia satisfacción, en cambio, la frustración de Owen por no averiguar nada más, llenaba de desazón al capitán. La esposa del coronel quedó lánguida entre sus brazos, pero Burke se había propuesto averiguar esa noche cómo infiltrarse en las filas del Nuevo Orden. Respiró hondo y lanzó un nuevo ataque.

Al amanecer, abandonó la cama de Ángela con una triste sensación de hastío. A pesar del esfuerzo, y había sido mucho, no había conseguido ningún dato importante. Burke salió de la habitación, sus pasos lo llevaron hasta el salón, se sirvió una copa y observó el hermoso retrato de su difunta esposa. Margaret había insistido en que debía poseer uno que le recordara su vida anterior y, pese al gasto que eso supuso para Owen, este aceptó, incapaz de negarle un capricho. Estaba magnífica con un vestido de terciopelo azul que resaltaba su belleza, sentada en un banco de un jardín inglés. Exhibía una sonrisa cínica y parecía mirarlo con desprecio, como tantas veces le había demostrado tras su matrimonio. Hasta después de su muerte, no pudo reconocer esa faceta de su esposa, aunque siempre había estado delante de sus ojos, pintada en un enorme lienzo. Pensó que quizá eran imaginaciones suyas o los recuerdos de tantas cosas amargas que se habían dicho unos meses antes de su muerte. Desterró a un rincón, alejado de su mente, esos agrios pensamientos y se dirigió al despacho. Necesitaba escribir una nota al mayor; utilizaba las cartas que escribía a su hermana Victoria como forma de comunicarse con Shorke. Las cartas escritas con tinta azul eran para el mayor, en cambio, las escritas con tinta negra eran enviadas a Victoria. Las cartas se interceptaban en El Cairo, donde el correo hacía primero escala para después cargarlo en un barco con destino a Inglaterra. Era tanto el peligro que corría, que la carta escondía una segunda intención que esperaba que el mayor descifrara.

«Querida hermana:

Aquí los días pasan sin que pueda olvidar a mi amada esposa. Sigo intentando encontrar respuestas a por qué me dejó. Sé que Dios la llamó a su lado y creo que he hallado la forma de solventar esta pena. Aún es pronto, debo tener paciencia, pero me cuesta mantener la voluntad de no naufragar en el mar de la desesperación. Ahora que estoy en el camino de recuperar la paz podré seguirlo y espero que dentro de poco, mis cartas sean mucho más alegres. Me resulta muy difícil escribirte, perdona que sean un par de líneas y no me exceda en palabras.

Tu hermano que te quiere.

Owen.»

Burke escribía la dirección de Victoria en el sobre cuando un ruido a su espalda le hizo girarse. Intentó sacar el colt del cajón del escritorio, pero no tuvo tiempo de defenderse, dos hombres le golpearon y lo dejaron inconsciente.

Tres horas más tarde, despertaba con un fuerte dolor de cabeza y atado a un poste, en mitad de una choza en la que jamás había estado. Notó un fuerte olor a boñiga de vaca y un calor sofocante; eso le indicó que ya era mediodía. Aguzó el oído y creyó reconocer varios gallos y algunas voces de niños. De algo podía estar seguro, no estaban dentro del acuartelamiento. Cuatro hombres con los rostros encapuchados, aunque vestidos con chaquetas rojas de distintos rangos, le observaban. Gracias a los uniformes distinguió entre ellos a tres oficiales y a un sargento.

—Creo que ha despertado —dijo uno de los cuatro.

Burke intentó reconocer la voz, pero por mucho que se esforzó no logró recordar a quién pertenecía. El sargento se acercó y cortó con un cuchillo las cuerdas que presionaban con fuerza sus muñecas. Owen notó que el tipo olía a sudor y a curri.

—Entonces, comencemos —contestó otro, y uno de los oficiales le dio una patada en las costillas—. ¿Estás despierto? —le preguntó, y por su actitud supuso que era el más belicoso de los cuatro.

Mareado, Owen asintió. Tenía la boca seca y un pequeño hilo de sangre le bajaba por la frente. Se restregó las muñecas doloridas y quiso levantarse. Un nuevo mareo lo obligó a sujetarse al poste del que lo habían liberado.

—Tiene un buen golpe en la cabeza —aseguró el tercero, más bajo que el resto, al ver el intento de Burke de incorporarse.

—Se recuperará —sentenció el cuarto. Owen había oído esa voz con anterioridad, pero ignoraba dónde la había escuchado.

—¿Quiénes sois? —consiguió preguntar.

—¿Por qué nos andas buscando? —respondió el que le había pateado.

Burke escondió su satisfacción bajo una capa de cinismo, al menos, la señora Murray había cumplido con su trabajo, aunque le sorprendió que lo hiciera con tanta premura. Entonces, imaginó otra posibilidad mucho más alarmante y peligrosa: lo vigilaban.

—¿Quién dice que os busco? —De nuevo, el más violento lo golpeó en la mandíbula y Owen no emitió una queja, aunque se limpió con el brazo la sangre del labio que le había partido—. No nos tomes por imbéciles. Podemos matarte ahora mismo y nadie averiguaría jamás dónde están enterrados tus huesos.

Owen mantuvo la sangre fría, debía convencerlos de que era uno de ellos.

—Tengo tres regimientos a mi cargo y esos hombres me seguirían a cualquier sitio. Doscientos cincuenta soldados dispuestos a luchar por una causa más noble y beneficiosa que al servicio de la Compañía. —Owen escupió en el suelo—. Estoy harto de obedecer a esta panda de vejestorios débiles y ciegos. La India necesita un nuevo orden social, un orden dirigido por hombres capaces de impartir justicia implacable —Owen soltó su discurso lo más convincente que pudo—. Estos perros negros desconocen qué es el respeto hacia sus superiores y han de ser educados.

—No creo ni una palabra —dijo el oficial que le había golpeado—. Está mintiendo. ¿No os dais cuenta? Todos conocemos al blandengue del capitán Burke y porque haya muerto la zorra de su esposa no podemos tragarnos todo lo que nos suelte. —Owen se habría lanzado contra ese traidor si hubiese tenido fuerzas. No era tan ingenuo y sabía que no vencería, tan solo distraería al resto de lo que le importaba: convencerles de que estaba entregado a la causa.

—Esta tarde ha castigado a uno de los negros en el patio, casi lo mata a latigazos —intervino el sargento—. Además, si cuenta con doscientos cincuenta hombres, sabes que muy pronto…

—¡Cállate! —dijo el más belicoso y golpeó al compañero en el estómago.

Burke apretó los puños y sonrió con una fingida malicia. Prefirió ignorar sus palabras, no quería que lo asesinaran por saber demasiado.

—Ojalá lo hubiera matado —dijo, para desviar la atención a otro tema menos peligroso para él—. Desobedecer una orden de un oficial británico debería castigarse con la horca.

Se extendió un silencio entre los presentes, estaban estudiando su sinceridad. Se jugaba la vida en ese instante y decidió tomar cartas en el asunto.

—Haré lo necesario —les retó, y miró a los ojos a cada uno de ellos— para demostraros que no miento.

—Está bien —sentenció la voz que había escuchado con anterioridad y que parecía ser del que tenía más poder de los presentes—. Dispones de seis meses para ganar nuestra confianza. —Tiró de su pelo con fuerza y le obligó a mirarlo—. Si es una trampa, te mataremos; si no eres digno, te mataremos y si intentas huir de nosotros, te mataremos.

—¿Qué queréis que haga? —preguntó Owen.

El capitán contuvo su emoción por haber llegado hasta allí, pues no podía evitar el temor que le inspiraba la respuesta.

—Sorpréndenos —respondió el que le había pateado, y le dio un puñetazo en el pecho.

Burke tosió un par de veces y escupió en el suelo un poco más de sangre, cuando levantó la cabeza, sus nuevos amigos habían desaparecido.