Capítulo 8
Vera se presentó en el comedor de oficiales a la hora señalada. Sería la última cena que compartiría con el capitán y no perdería dicha oportunidad por culpa de Melisa. Esperaba que hubiera asistido a la comida de despedida. Ante la imposibilidad de reunir a todas las jóvenes en el comedor de oficiales, Taylor las había dividido en dos grupos. Uno se había despedido del capitán y los oficiales a la hora del almuerzo, mientras que la otra mitad lo haría durante la cena.
En el camarote, Melisa coqueteaba con el oficial Larry y Maison ni siquiera tuvo la educación de saludarla. El contramaestre no le perdonaría jamás la conversación que habían mantenido el día en que se conocieron. A su derecha, el capitán tomó asiento y alzó la copa. Las voces de las chicas se silenciaron.
—Quisiera hacer un brindis por las futuras esposas de nuestros valerosos soldados en la India. —La mayoría de las chicas se ruborizó, el resto emitió risas avergonzadas y algunas, como Vera y Melisa, se desafiaron en un duelo silencioso. Vera no estaba dispuesta a dejarse vencer de nuevo por la humillación a manos de una mujer como esa. El capitán continuó con su discurso de despedida—. Deseo que sus nuevas vidas estén llenas de amor y felicidad.
Tras las palabras del capitán, los camareros sirvieron la cena.
—Capitán Taylor, ¿cómo es la India? —preguntó una de ellas.
—Es indómita, salvaje, cruel y a la vez cálida, situada entre mares infinitos y con guapos soldados que pronto conquistarán el corazón de una dama.
Las chicas se rieron al oír la descripción tan romántica de Taylor.
—Es una tierra de infieles —dijo el contramaestre.
Taylor miró al hombre con ganas de asesinarlo. Era la última noche de las muchachas en el barco y no quería que se desencadenara una histeria colectiva. Tenía órdenes de entregar la mercancía —las futuras novias—, en buenas condiciones y no convertidas en temblorosas y asustadizas mujeres.
—Bueno, bueno… —añadió—: Las fiestas del gobernador las tendrán muy ocupadas.
Un sinfín de comentarios se extendió entre las mujeres: qué se pondrían, quién acudiría, dónde comprarían ropa, calzado y un sinfín de cosas que acallaron cualquier otra conversación o preocupación. Taylor le susurró al oído a Vera.
—A veces me sorprendo de la banalidad de algunas de estas jóvenes. Me alegra que usted no se comporte como ellas.
Vera sonrió agradecida por sus palabras, pero el capitán había salvado la situación, aunque no contaba con la tozudez de Melisa.
—Capitán, me han dicho que los indios llaman a las señoras memsahib.
—Es cierto.
El capitán se giró hacia otra de las jóvenes que le había preguntado sobre el clima de la India y dio por zanjada la conversación con la señorita Clayton.
—¿Cuántos criados tiene un soldado? —reanudó las preguntas la joven.
—Demasiados —respondió, incómodo, por su insistencia.
—Nunca se tienen demasiados.
—Los indios no son esclavos, sino trabajadores —intervino Vera, retadora.
—Estoy de acuerdo contigo —secundó Elena con el tono de voz que utilizaba su padre en las homilías—. Además, es poco cristiano acumular demasiadas posesiones. Seguro que piensas como nosotras.
Melisa curvó los labios y el gesto convirtió su bello rostro en una máscara perversa. Se limpió los labios con pequeños golpes de la servilleta y contestó:
—Por supuesto, pero es menos cristiano no dar trabajo a quien lo necesita.
—Lo que tú propones no es trabajo —añadió Pamela, con voz suave que hizo que el resto de la mesa guardara silencio—, es servilismo. Lo he visto en casa de mi padre y no es agradable.
—¡Por favor! Son indios, el servilismo forma parte de su esencia.
Varias de las jóvenes asintieron y Vera bebió un sorbo de agua, tenía que calmar la furia que las palabras de Melisa habían provocado en ella. El oficial Larry advirtió que una pelea verbal se produciría entre las damas al ver el rostro de la joven. Esta vez, apostaría por Vera, la señorita Clayton era cruel con sus comentarios, pero la señorita Henwick parecía dispuesta a no soportar un insulto esa noche.
—¿Cómo puedes decir algo así? —terció Pamela, escandalizada—. He sido testigo de hombres que se vieron obligados a besar las botas de otros para no perder el pan de sus hijos.
La joven había perdido el apetito y dejó la servilleta en la mesa. Melisa le hizo recordar a John y cómo trataba a veces a los trabajadores que estaban bajo su responsabilidad. Nunca le gustó su actitud, pero tampoco se la criticó y, en la distancia, había podido ver con más facilidad algunos de sus defectos.
—Creo que la señorita Clayton desearía establecer la esclavitud en nuestras tierras —afirmó Vera, y su rostro mostró una enemistad evidente.
—Sé que en la India no hay esclavos —se apresuró a decir Melisa.
—¿En serio? —respondió Vera con una fingida inocencia, sin soltar la copa de la que bebía.
—No soy tan inculta.
—No, supongo que no.
—Vera… —Elena no la dejó continuar, veía cómo su amiga pronto estallaría.
—Seguro que tu esposo no te lo echará en cara —continuó sin escuchar la advertencia de su compañera—. La naturaleza no podía ser tan generosa y regalarte, además, inteligencia.
Ya no había vuelta atrás, los años de soportar ofensas habían llegado a su fin.
Elena encogió los hombros con resignación, había intentado evitar una contienda y, por el contrario, había alimentado más el fuego con la que ardería. El silencio se extendió entre los comensales. Taylor dejó que continuara, hacía tiempo que no asistían a una buena pelea. Apreciaba a Vera y debía entender que el mundo en el que iba a vivir requería de coraje y valentía.
—Señoritas —se obligó a decir, y se puso en pie.
—Capitán, no se meta en esto —le interrumpió Vera con los ojos tan encendidos como un fuego fatuo.
Taylor alzó las manos y se sentó dispuesto a presenciar la disputa, había hecho todo lo posible para impedirla.
Melisa apretó la servilleta, dispuesta a dejarse llevar por su viperina lengua. Quería aparentar que era una dama y todos los asistentes a la cena sabían que representaba un papel. En un primer momento, Melisa Clayton ocultaba gracias a su belleza y encanto una procedencia oscura. Aunque la forma de tratar a la gente y los comentarios malintencionados no escondían la vulgaridad y falta de educación de una muchacha, que había luchado con uñas y dientes para salir del barro en el que nació. Hija de una prostituta, pronto supo qué querían los hombres y cuánto costaba conseguirlo. Su madre vio en ella a un filón de oro y pretendió entregar la inocencia de la niña al mejor postor. Sin embargo, Melisa no estaba dispuesta a prostituirse por unas cuantas monedas. Se escapó del burdel a los doce años y consiguió un puesto de friegaplatos en una casa elegante del centro de Londres. Su suerte cambió el día en que el amigo del dueño de la casa se fijó en ella cuando salía de trabajar. El caballero apreció la belleza de esa joven oculta bajo unas ropas mugrientas y una cara sucia. Terminó convirtiéndose en su protector y en su amante. Cuando Melisa contaba con la edad de quince años, sir Adams Walk, así se llamaba, murió y Melisa heredó la casa en la que se producían sus encuentros amorosos y una pequeña asignación que el caballero le dejó en su testamento.
—No tienes ni idea de lo vulgar que eres.
—¡Vulgar! —gritó Vera, había soportado durante más de siete años los insultos y las injurias—. ¿Yo soy vulgar?, ¿crees que nos engañas a todos con esos aires de grandeza? Se huele a mil leguas que te has criado en el barro.
Melisa se levantó de la silla, abría la boca y boqueaba como un pez fuera del agua. Le había costado mucho llegar hasta donde lo había hecho y nadie le recordaría todo lo que había dejado atrás. Con los ojos enrojecidos de odio escupió los improperios.
—Sí, no soy una dama, sino una superviviente. En cambio, tú serás una desgraciada y amargada que mendigarás el amor de tu esposo.
Vera había tenido muchos años para aprender a insultar, su tío había sido un excelente profesor.
—Al menos, no me casaré con un viejo comandante como el que has escogido —respondió con una clara insinuación.
El capitán, oficial y contramaestre comprendieron que el silencio era la calma que precedía a la tempestad. Melisa se abalanzó sobre Vera. Ambas se enzarzaron en una pelea entre los gritos de sus compañeras y la risa del oficial. Taylor y el contramaestre se apresuraron a separarlas, pero ambas se presentarían ante sus futuros esposos como dos marinos tras una dura refriega. Melisa gritaba improperios contra la persona de Vera y esta, con un ojo amoratado, tuvo que ser defendida por el capitán Taylor y el oficial Larry.
Dos horas más tarde, Vera, con un trozo de carne cruda sobre el ojo, no dejaba de llorar, arrepentida, por cómo se había comportado ante el capitán.
—Mi conducta no…, yo… no sé… —hipaba entre palabras sin que pudiera terminar una frase con coherencia.
—No la culpo. Le juro que en más de una ocasión hubiera sentado a esa joven sobre mis rodillas y le habría dado una buena azotaina.
—Pensará que soy un ser horrible, un monstruo por todo lo que le dije.
—Usted no es un monstruo. —Le quitó la carne de las manos y la dejó en un plato. El aspecto del ojo de Vera había empeorado—. Se lo merecía y sé muy bien lo que le ha hecho pasar a lo largo de la travesía. Mis marineros han escuchado muchas más cosas que las que esas jovencitas creen y sus comentarios han sido lamentables e hirientes —aseguró Taylor mientras cogía sus manos y añadía—: Además, debe aprender a defenderse. Imagino la vida que ha llevado con su tío y no debe permitir que su esposo, ni nadie, le hagan sufrir por lo mismo. —Taylor le levantó el rostro y le secó una lágrima que le caía por la mejilla—. Si alguna vez necesita un amigo, vaya al puerto y pregunte a cualquier marino inglés por El Alexander. Me harán llegar el mensaje.
Vera asintió y se abrazó al capitán, él le acarició el pelo como haría con una hija. Mientras, ella no dejaba de llorar por un proceder tan denigrante en una dama.
A la mañana siguiente, el trozo de carne no había impedido la aparición de una mancha oscura alrededor del ojo. Tampoco su peinado disimulaba el golpe. Se había recogido el cabello en un apretado moño que había separado el pelo en dos lados perfectamente simétricos, dejando al descubierto las consecuencias del incidente con Melisa. Luego, se alisó las arrugas de la falda y cogió la pequeña bolsa de viaje dispuesta a enfrentarse a las chicas y, sobre todo, a su futuro esposo.
En proa, las mujeres se preocupaban de que los marineros no dejasen ningún bulto de su equipaje en el barco. Se alejó de allí y buscó un sitio más tranquilo desde donde ver el puerto de Bombay.
—¿Sabe por qué se llama así la ciudad? —la voz del capitán a su espalda le hizo esbozar una sonrisa. Negó con la cabeza y el capitán continuó hablando—. En honor de Mumbadevi. La Gran Madre y diosa de los pescadores.
—¿Existe algún templo dónde se la venere?
—En el Mumba Devi Templo —aseguró—. Allí verá a una diosa de ocho brazos y cuerpo de color naranja, le aseguro que es muy idolatrada a pesar de su extraña forma.
—Dígame —la voz de la joven lo alertó de que Vera estaba asustada—, ¿qué voy a encontrar?
Taylor miró a los ojos de la muchacha y decidió que no le mentiría.
—Un país terrible, injusto, racista, gobernado por la religión y las castas, además de por un grupo de avaros incompetentes y sádicos que pertenecen a la Compañía de las Indias Orientales.
—Nada más… —dijo Vera controlando cierto temor que no quería mostrar al capitán.
—No solo eso. Aquí, los soldados suelen tener una doble moral y eso, mi querida niña, puede ser muy doloroso.
No hacía falta que dijera nada más, Vera comprendía muy bien al capitán. Su esposo podría tener una amante o cientos y sería bien aceptado en esas tierras. Eso tampoco le importaba, lo único que deseaba era un techo bajo el que vivir y que la tratara con cierta cortesía.
—Gracias, capitán, por su sinceridad.
—Mis palabras no parecen alarmarla —dijo tras comprobar que el rostro de la chica en vez de haberse crispado se relajaba.
—No deseo un esposo. —Sus ojos no estaban asustados, sino más bien aliviados—. Me alegrará que sus necesidades carnales las satisfaga en brazos de otras mujeres. En cuanto a lo que me encontraré en este país no difiere mucho de la mendicidad, injusticia y división de clases de cualquier ciudad de Inglaterra.
Taylor no respondió, ya se daría cuenta de que nada era comparable a la India y en cuanto a su esposo, deseaba que tuviera suerte.
—Vamos, nos esperan.
—Muchas gracias, capitán.
—Ha sido un auténtico placer. —Taylor le tomó una mano y se la besó en un gesto galante—. Le deseo la mayor de las suertes.
Ambos prefirieron despedirse en ese instante. El capitán tuvo el presentimiento de que jamás volverían a verse.
Vera fue una de las últimas en bajar por la pasarela del barco. En el puerto merodeaban marinos de diferentes nacionalidades y también un grupo de culis; según le había contado el capitán, eran una casta de porteadores. Vestían el dhoti, una especie de pantalones muy holgados de algodón. Cargaban sobre la espalda desnuda, todo tipo de bultos y equipaje, y deambulaban como un enjambre de moscas sobre la carroña en busca de clientes. Vera alzó los ojos al cielo, el sol brillaba con intensidad y se puso la mano en la frente. La temperatura era sofocante, pero lo que le llamó la atención era la cantidad de cuervos que revoloteaban sobre sus cabezas. Un intenso hedor inundó sus fosas nasales y las chicas se apresuraron a sacar pañuelos perfumados.
Varios soldados hindúes y un capitán eran los encargados de conducir a las mujeres hasta el acuartelamiento de Meerut. Las muchachas subieron a los carruajes que las llevarían hasta sus futuros esposos. Cuando dejaron el puerto se adentraron en unas calles estrechas y sucias. Vera observaba con interés todo lo que había a su paso, pero no disponían de tiempo para conocer la ciudad. En el camino vio a varios perros sarnosos que se mordisqueaban las patas en un intento de aliviar el dolor que les recorría el cuerpo. También a hombres con graves lesiones sentados en el suelo, delgados como briznas de hierba y con la piel tan oscura y arrugada como una fruta pasada. En cambio, se quedó sorprendida ante la gordura de las vacas sagradas que deambulaban con tranquilidad a su alrededor. Las gentes que recorrían esas calles mostraban cierto gesto de resentimiento que intimidó a Vera. Poco a poco se alejaron de la ciudad hasta avanzar por un camino en el que escaseaban los árboles. El trayecto hasta el acuartelamiento estaba recubierto de una tierra polvorienta, arcillosa y de un intenso color rojo. Los cascos de los caballos levantaban una polvareda que causó que todos los viajeros tosieran, menos los indios, quienes habían tenido la precaución de taparse el rostro con un trapo.
Vera contempló embelesada el acuartelamiento de Meerut. Nunca hubiera imaginado que viviría en un lugar tan propio de una historia de Las mil y una noches. Al traspasar las puertas comprendió que era mucho más que un espejismo. En el interior, habían construido varios bungalows, todos ellos ocupados por oficiales ingleses. Algunas casas más modestas pertenecían a los soldados de menor rango. Sin embargo, la mayoría de las viviendas de los oficiales eran ostentosas con la única intención de demostrar el poder de la Compañía en esas tierras. El cuartel principal ocupaba el centro y todo se había levantado alrededor de ese edificio primordial. Un comité de bienvenida, formado por varias mujeres y el propio coronel, las esperaba.
—Señoritas —dijo el coronel—, bienvenidas a la India y a Meerut. Los soldados a los que unirán sus vidas son los mejores…
—Por favor —le interrumpió una mujer vestida con elegancia y muy atractiva—, estas jóvenes necesitan asearse y ponerse bonitas, no aguantar un discurso, querido.
Varias risitas apagadas se escucharon ante el comentario de la mujer.
—Por supuesto, querida —respondió el coronel, molesto.
—Vamos, vamos —dijo la mujer, y agitó las manos como si condujera un rebaño de ovejas— acompañen a estas sirvientas indias a sus habitaciones.
Vera buscó a Pamela, la joven se había recuperado con rapidez. Su rostro aún estaba pálido, pero ya se movía con agilidad.
—¿Y si no le gusto a mi futuro esposo? —preguntó Pamela con un atisbo de miedo en los ojos.
—No digas eso, no hay caballero en el mundo que no desearía estar junto a ti. Eres muy bonita.
Vera bajó la cabeza hasta solo ver sus pies y se hizo la misma pregunta. ¿Y si no le gustaba a su esposo? Alzó el rostro y mostró una determinación férrea, daba igual si le agradaba o no, jamás la obligaría a regresar. Nunca volvería al lado de su tío.
Hoy era su cumpleaños. Después de bañarse y airear su mejor vestido, Vera se sintió un poco deprimida. No solo se enfrentaría a Melisa, sino también a su esposo y al resto de sus conocidos. La juzgarían como tantas veces lo habían hecho y el resultado no sería muy benévolo. Carecía de gracia natural y su altura era un tema que siempre creaba ampollas entre los hombres, por lo general más bajos que ella. Y qué decir de la falta de un vestido adecuado con el que acudir a una fiesta. Su ropa gris estaba desgastada y la sofocaba tanto que no dejaba de sudar. La temperatura esa noche había aumentado, abrió la ventana de la habitación que le habían asignado y en el exterior, escuchó el croar de las ranas. Antes del monzón parecían invadir el acuartelamiento; respiró el aire cálido, cargado de aromas de flores y cerró la ventana. Era absurdo retrasar lo inevitable, se miró una última vez en el espejo, el ojo morado era otra cosa difícil de disimular. Unos golpes en la puerta la obligaron a afrontar la realidad de ese momento. Debía asistir a una fiesta y Pamela había ido a buscarla.
La joven estaba preciosa con un vestido azul de gasa que acentuaba su belleza. Se había pellizcado las mejillas, lo que le otorgaba el aspecto de una rosa. Vera, en comparación, se veía como una solterona, triste y amargada.
—Estás preciosa —dijo con sinceridad.
Pamela asintió con tristeza y curvó los labios en un intento de imitar una sonrisa, aunque se parecía más a la de una máscara griega trágica.
—Me hubiera gustado dejarte uno de mis vestidos…
—No entraría en ninguno y daría la impresión de que habrían encogido —respondió, e imaginar el aspecto que tendría con la ropa de Pamela le levantó el ánimo.
—No quería ofenderte —se apresuró a contestar Pamela.
—No lo has hecho. ¿Preparada?
—¿Y tú? —Vera sonrió. Tomó del brazo a Pamela y ambas se dirigieron al club de oficiales donde se celebraría la recepción.
Era su primera fiesta y creyó majestuoso cómo habían adornado el salón de baile. Numerosas plantas decoraban los rincones; varios criados con ropajes de brillante satén y turbantes de colores servían bandejas repletas de copas de licor. Había mesas con canapés y típica comida inglesa de pícnic. Los soldados vestían sus trajes de gala. Vera buscó al capitán Owen Burke entre ellos, pero no lo vio entre el resto de asistentes. Lejos de preocuparse, su ausencia la tranquilizó. Algunas de las muchachas ya habían encontrado a sus prometidos y se retiraban a una parte menos concurrida del salón para conocerse.
—Tomemos una copa de licor —sugirió Pamela.
Vera asintió complacida, había probado el ron jamaicano de la petaca del capitán Taylor, pero no el Oporto. Se acercaron a la mesa y bebió su copa a pequeños sorbos. Entonces, como una marea de tules, gasas y encajes apareció en escena Melisa. La joven fue hasta ellas, ante la atenta mirada de la mayoría de los soldados y la envidia del resto de las mujeres.
—Pamela, tu vestido es muy bonito —dijo cuando llegó.
—Muchas gracias, el tuyo también es…
—Impresionante —se adelantó—, por supuesto es una creación de madamoiselle Laconçe, aunque le sugerí algunas variaciones en el diseño que lo han mejorado —añadió para vanagloria de su buen gusto—. Vera, ¿la conoces?
La intención de Melisa era ponerla en evidencia. Pamela comprendió que sus palabras la habían avergonzado. Varias personas se habían fijado en ella y empezaban a cuchichear por su inadecuada vestimenta.
—Yo sí —intervino Pamela—, aunque me gusta más madamoiselle Cosette. Sus creaciones son menos extravagantes y vulgares.
—Supongo que tu vestido es una de sus creaciones —Pamela asintió—, Vera, ¿el tuyo de qué modista es? Una que imagina que un traje de institutriz es adecuado en una fiesta.
—¡Basta! —exclamó Pamela, indignada—. Si no nos dejas en paz, le contaré a todo el mundo quién es en realidad Melisa Clayton y te aseguro que no le gustará a tu futuro esposo.
—No me amenaces —dijo, y la agarró del brazo con fuerza para susurrarle al oído—, no fue una serpiente lo que apareció en tu cuarto ni tampoco existe el mal de El Cairo que padecimos. Si te preguntas cómo lo sé —continuó con autosuficiencia—. Los hombres no saben tener la boca cerrada cuando una mujer bonita los interroga.
Pamela palideció tanto que Vera temió que se desmayara, pero la amenaza surtió efecto y Melisa se marchó sin montar un escándalo.
—¿Qué te ha dicho?
—Sabe que no fue una serpiente ni tampoco el mal de El Cairo.
—¿Cómo se habrá enterado?
—Sobornando a uno de los marineros del capitán.
—No vuelvas a defenderme, no te conviene que se convierta en tu enemiga —le pidió consciente de que Melisa sería una contrincante cruel y despiadada—. Estoy acostumbrada a los insultos y los de ella no me afectan —mintió.
Por una vez hubiera deseado tener un vestido que la embelleciese. Tomó otra copa para festejar su cumpleaños. No había comido en todo el día y el alcohol empezaba a relajarla en exceso. Cuando se había bebido una tercera copa, un sargento, de unos treinta y cinco años que cojeaba del pie izquierdo, se acercó a Pamela. La joven no necesitaba ver la fotografía para saber quién era.
—Señorita Sorwood —dijo el sargento mayor Spencer. Tenía unos ojos tranquilos y amables. Besó la mano de Pamela con galantería—. ¿Me concede un baile?
La joven permanecía en silencio sin aceptar ni denegar la invitación. Ante su indecisión, Vera le dio un pequeño empujón y Spencer la recibió en los brazos. Todas sus compañeras de viaje ya conocían a sus prometidos. Tomó otra cuarta y hasta una quinta copa de licor y se dirigió con pasos vacilantes al jardín. Se desabrochó un par de botones del cuello del vestido, eso la ayudó a respirar; rozó con los dedos algunas plantas y acercó el rostro a flores que jamás había visto y desprendían un olor intenso. Por primera vez, en mucho tiempo, se sentía feliz.