Capítulo 1

Londres, octubre de 1856

Vera tenía la esperanza de que tantos escalones disuadieran a su tío de visitarla, por eso había escogido una habitación en la última planta de la casa. Nada podía hacer frente a su legítimo tutor hasta que cumpliera la mayoría de edad. Retuvo las lágrimas en el momento en que Abel Henwick, el hermano de su padre, entró en el dormitorio. Esa noche, tenía los ojos enrojecidos, el cuerpo tembloroso y la ropa manchada de sudor por fumar opio. Cada vez necesitaba mayor cantidad para aliviar el dolor de la abstinencia y, también, mucho más dinero. Ella apenas contaba con una pequeña asignación por ser hija de un capitán de la armada, dicha renta era entregada a su tío todos los meses. Además, la herencia de sus padres hacía tiempo que se había gastado en The Goulden House. Todo Londres sabía que se trataba de un fumadero donde los caballeros, y algunos que no lo eran tanto, acudían a olvidar sus pecados pasados y a mejorar los presentes.

Abel Henwick alzó el rostro y clavó la mirada en los ojos verdes de Vera. La altura de la chica le desagradaba. No era propio de una mujer ser tan alta, pero a su favor la naturaleza la había dotado de una piel suave y blanca como la mejor porcelana inglesa. Su busto atraía la atención de los hombres y él no era inmune a ese pecaminoso deseo. Abel reprimía la lascivia hacia su sobrina castigándola. Golpeó las botas con la fusta. El cuero emitió un sonido silbante como el heraldo portador de malas noticias.

—Vera, arrodíllate. Rezaremos por tus pecados.

La joven obedeció sin pronunciar una palabra de oposición. Odiaba cómo su tío utilizaba la religión para ocultar su lujuria. Había intentado escapar de él en dos ocasiones, ambas habían terminado para ella de una manera muy lamentable. Abel se acercó a la muchacha y le rompió el camisón por la espalda.

—Por favor… —suplicó antes de que el primer golpe le arrancara un grito de dolor.

—Reza, ruega a Dios que te perdone por tentarme con tu… —dudó con los ojos cargados de deseo— voluptuosidad. —Un segundo golpe provocó las lágrimas que había retenido—. Reza por ti y cuando lo hayas hecho —dijo, y tiró de su pelo—, rezarás por mí.

Vera asintió, aterrorizada, al saber qué ocurriría después. El dolor era tan brutal que temió desmayarse. Muy pronto, su tío no se contentaría solo con golpearla; esta vez se detuvo al quinto latigazo. Abel se tumbó en la cama y esperó en silencio.

Vera aún recordaba aquel terrible día en que había llegado a esa casa. Imaginaba que encontraría un hogar, pero tras la primera paliza, comprendió que el destino le tenía preparado el peor de los infiernos. Cada noche, imploraba a Dios que la llevara junto a sus padres y le concediera la gracia de no despertar al día siguiente. Sin embargo, Dios no la escuchaba, nunca lo hacía.

Vera, sin levantar la vista del suelo, se postró ante él. Se soltó la melena castaña y el cabello, como una manta cálida y sedosa, cubrió su espalda. Abel posó la mano sobre su cabeza y susurró una oración. Vera evitó mirarle y se concentró en la tarea de desvestirlo. Despacio, la muchacha recorrió el cuerpo de su tío con los cabellos. Había sentido muchas veces deseo de cortárselo, pero le aterraba la reacción de Abel. En su lugar lo lavaría una, diez, cien veces; tantas como fuera necesarias para borrar cualquier odioso rastro de ese momento. En ese instante, Abel se dormía y ella se retiraba a la biblioteca donde estar a solas.

Los sirvientes, una cocinera que a veces ocupaba el puesto de doncella y un criado malicioso llamado Williams, no se inmiscuían en los asuntos de los señores de la casa. Pese a ello, Vera veía en el rostro del criado la satisfacción de conocer qué ocurría cuando el amo regresaba del fumadero. En esta ocasión, Abel no dormía.

—Mañana —le anunció con voz pastosa y sin moverse de la cama—, recibirás la visita del señor Lewis —dijo casi en un murmullo—, quiero que te comportes con amabilidad.

El señor Lewis era uno de los acreedores de Abel Henwick y la inquietó dicha petición.

—¿Por qué viene mañana? —se atrevió a preguntar, arrodillada a sus pies.

Abel se incorporó con dificultad, pero todavía tenía fuerzas para contarle cuáles eran sus intenciones.

—Porque tú pagarás mis deudas.

Negó con la cabeza la evidencia y como respuesta, Abel la abofeteó.

Vera se horrorizó al imaginarse casada con alguno de sus conocidos, la mayoría de sus amistades ya no eran respetables. No quería un esposo, sino escapar de esa casa y de su tío.

Al día siguiente, Vera se peinó el cabello en un recogido que endurecía sus facciones. También escogió un vestido gris que hasta la reina Victoria consideraría recatado. El señor Lewis la visitaría a las cinco en punto. Todo se había dispuesto para recibirle.

Bety dejó el servicio del té, cuyos platos y tazas estaban desportillados, en una destartalada bandeja sobre una mesa aún más destartalada. Vera contempló la sala a la que cada vez le faltaba más mobiliario. La casa que con tanto cuidado había decorado su madre, ahora, se mostraba ajada y desolada. La pared tenía dos manchas oscuras donde antes había colgados dos cuadros de cierto valor, Abel los había vendido. Faltaban los candelabros de plata, la caja de lapislázuli y dos sillones estilo Tudor. La atmósfera decadente de la habitación le aprisionó el pecho. No pudo evitar retorcerse las manos cuando su tío entró en el cuarto.

—Espero que no me decepciones y el señor Lewis se marche contento del recibimiento ofrecido en esta casa —dijo Abel, cuyas palabras sonaron a una advertencia mucho más peligrosa.

Vera guardó silencio sin levantar la vista del regazo. Su interior bullía como el agua en una tetera, pero no se opondría a lo que hubiera decidido su tío. No tenía adónde ir, ni ningún familiar a quien recurrir y, además, tan poco dinero que dudaba fuera suficiente para abandonar Londres.

—Sí —contestó con un hilo de voz, mientras su mente no dejaba de pensar cómo huir de esa terrible situación.

—Eres una joven tan diferente al resto. Demasiado orgullosa para que alguien pida tu mano; tampoco ayuda tu tamaño —le aseguró con desprecio—. El señor Lewis es tu oportunidad, en vez de mostrarte tan disgustada, deberías darme las gracias. Solo un imbécil como él, incapaz de distinguir a una verdadera belleza, se fijaría en alguien con una fealdad tan evidente como la tuya —dijo con voz firme, y se paseó con pasos largos y decididos por la habitación—. Dios en su infinita bondad me ha concedido la gracia de que otra mano se encargue de tu educación.

—Sí —dijo, acostumbrada a los insultos, pero una voz en su interior le pedía escapar.

Nunca se había considerado una mujer bella, su estatura desconcertaba a la mayoría de los hombres. Además, solo tenía un par de vestidos anticuados y el corsé se la había quedado pequeño hacía cinco años, pero su tío no estimaba necesario renovar su vestuario.

La entrada de Williams anunciando la llegada del señor Lewis la encogió en el asiento. Deudor y acreedor se saludaron con entusiasmo. Los dos se favorecían de una transacción en la que ella no tenía nada que decir. Después, Abel se dirigió a su sobrina.

—Señor Lewis, le presento a mi sobrina, la señorita Vera Henwick.

El señor Lewis era un anciano encorvado, de aspecto enfermizo que sonreía mostrando una hilera de dientes amarillos. Llevaba un traje de terciopelo azul, tan llamativo que, de haber sido otras las circunstancias, habría hecho reír a la joven. Se apoyaba en un bastón y tenía enrojecida la piel de debajo de los ojos, síntoma de padecer gota.

—Encantada de conocerle, señor Lewis —contestó, y aguantó las ganas de marcharse.

—Señorita, supongo que Abel le ha hecho partícipe de mis intenciones. —Él tomó una de sus manos.

Los ojos de Vera se agrandaron ante la sorpresa de escuchar unas palabras tan directas. Se tapó la nariz de forma disimulada al oler el ron que a esas horas el señor Lewis ya había bebido. Se mordió el labio y respiró una vez antes de responder a un hombre impaciente por zanjar el asunto y obtener su consentimiento.

En cambio, el silencio de la muchacha despertó en el señor Lewis una excitación que le animó a cogerle la otra mano. El acreedor a duras penas podía resistir las ganas de abalanzarse sobre la sobrina de Abel. Imaginar cómo sería dominar a una mujer de su constitución a fuerza de golpes, lo excitó. Según Henwick esa era la única manera de aplacar los impulsos pecadores de la chica.

—Creo que estarán mejor a solas —dijo Abel con los dedos encajados en la solapa de su mejor chaqueta.

—Sería lo mejor —insistió el acreedor sin soltar las manos de la muchacha.

Vera escuchó la aceptación de su tío y apenas pudo contener el temblor de las manos, hasta él conocía las normas de la decencia. Bajo ningún concepto una joven podía quedarse a solas con un caballero, aunque este fuera su futuro esposo.

Cuando la puerta se cerró, Lewis no se reprimió y se lanzó sobre ella. Al principio, incapaz de entender qué sucedía, no reaccionó con suficiente rapidez. Cuando vio cómo la lengua de ese hombre buscaba su boca, lo empujó con fuerza y el acreedor cayó al suelo. Lewis se incorporó de inmediato con una incuestionable expresión de rencor grabado en el rostro.

Vera contaba los días que le faltaban para cumplir la mayoría de edad. Ese día abandonaría a su tío y cobraría la pequeña asignación de su padre, hasta entonces, debía aguantar estas situaciones tan denigrantes. Temió la venganza de Abel al enterarse de la forma en que había tratado a Lewis, pero la situación había llegado demasiado lejos. Había despertado de una pesadilla y tenía que alejarse de su tío cuanto antes.

—Señor Lewis, no deseo casarme con usted…

—Parece que he de explicarle con claridad los términos de esta transacción que he pactado con Henwick —no la dejó continuar, mientras se pasaba las manos por la cabeza calva. Vera se apartó todo lo que pudo de él—. Señorita Henwick, yo ya estoy casado.

—Entonces…

El acreedor apreció la confusión en sus ojos y habló con más amabilidad.

—Su tío me debe una enorme suma de dinero —dijo, y dio unos pasos hacia ella—. Ambos sabemos que no puede pagarme. Lo único de valor que yo aceptaría para no enviarle a la cárcel y a usted a las calles de Londres es…

—¡Basta! —gritó. La furia se apoderó de ella, jamás se sometería a un chantaje tan vil como ese—. Me acostaría con una rata antes que con usted. —Vera alzó el mentón desafiante.

—¡Cómo se atreve! —le recriminó, ofendido—. Henwick me aseguró que usted estaba de acuerdo.

El acreedor parecía desconcertado por la actitud de la joven.

—Mi tío es un ser mezquino y un fumador de opio capaz de vender al mismo Dios por un poco más de droga. Le pido que si tiene una pizca de decencia olvide todo esto.

—Mi querida muchacha, hace muchos años que la decencia no es un término de mi vocabulario —dijo y, su voz sonó más relajada. Se acercó unos pasos con la intención de convencerla—. Conmigo, usted tendría todo lo que una joven pueda desear, a cambio, sacrificará muy poco.

—¿Qué le prometió mi tío? —preguntó con rabia.

—Que consentiría con placer el castigo divino que Dios, en su disposición, decida darle a través de mi mano —dijo, y la tomó de la cintura con la intención de besarla.

Vera apretó los puños y, sin controlar lo que hacía ni pensar en las consecuencias, lanzó un puñetazo al rostro de Lewis. Su padre le había enseñado un par de trucos para defenderse, además, su altura le dio la ventaja necesaria para deshacerse de él. En una ocasión, había pegado a su tío y prefería no recordar qué había ocurrido más tarde.

El acreedor, entre sorprendido y ultrajado, sacó un pañuelo de la chaqueta y se lo puso en la nariz ensangrentada.

—¡Lamentará lo que ha hecho! —gritó con el rostro rojo congestionado por la cólera—. Le aseguro que muy pronto me suplicará yacer en mi cama y, le prometo que recibirá una grata recompensa por lo de hoy. —Escupió en el suelo y se marchó bufando maldiciones.

Vera temblaba de los pies a la cabeza cuando Williams y su tío atravesaron la puerta.

—¡Cómo has podido! ¡Maldita, desagradecida! —Abel la abofeteó sin esperar una respuesta.

Ordenó a Williams con un gesto de la mano que la encerrara en su habitación. El criado la agarró del brazo y tiró de ella sin muchos miramientos. Vera no suplicó el perdón de Abel, mientras la empujaba escaleras arriba. No rogaría por algo que era del todo repugnante. El silencio de su tío la aterraba, había tomado algo de opio e intuía que más de una copa de brandy. De un puntapié abrió la puerta del dormitorio; el estruendo le atenazó el corazón. Williams la lanzó a la cama y buscó en uno de los bolsillos del pantalón una cuerda. Sin dejar de sonreír, le ató las manos a uno de los barrotes del pie de la cama. Después, como en una actuación bien ensayada, le rompió el vestido; entre sorprendido y satisfecho el criado observó las numerosas cicatrices de su espalda. Ni los convictos condenados a las colonias australianas sufrían tal castigo. Las heridas más antiguas aparecían blanquecinas y se cruzaban con las que el amo le había hecho la noche anterior.

—Vete —le ordenó Abel, con la fusta en la mano.

—No puede pedirme que me venda como una vulgar mujerzuela —dijo en un último intento de convencerle—. Se lo suplico, tío —imploró con lágrimas en los ojos—. En recuerdo de mi padre, de su hermano… —rogó.

—¡Te venderás cómo diga y a quién diga! ¡No iré a la cárcel! —gritó con la voz pastosa por el alcohol y la droga.

Abel alzó la fusta y empezó a golpearla. En esta ocasión, Vera no emitió un quejido. La joven retuvo las lágrimas y se juró que, si sobrevivía, escaparía de esa casa.

—Te dejaré que lo pienses —dijo sin aliento y la desató.

Dos horas más tarde, Bety, la cocinera, le llevó una bandeja de comida. Su tío había ordenado que no saliera del cuarto hasta recuperar la razón. Al día siguiente, recibiría al señor Lewis y, esa vez, Abel en persona sería testigo del cumplimiento de lo pactado.

Williams vigilaba la puerta como un perro adiestrado. Los ojos azules y el rostro aguileño mostraban un semblante despiadado. Mordisqueó un trozo de la comida de la bandeja de Bety y la dejó pasar.

—Señorita, ¿cómo se encuentra? —Vera esbozó una dolorosa sonrisa.

—Bety… —cogió la mano de la doncella y musitó—: Ayúdame.

Vera notaba cómo el dolor la obligaba a apretar los dientes. En oposición a lo que se prometió, había gritado piedad. Hasta que Abel no escuchó esas palabras no se detuvo. El precio que había supuesto su insolencia era demasiado alto, ahora, sentía todo el cuerpo dolorido.

—Señorita… no puedo… Williams —dijo, y desvió el rostro asustada hacia la puerta.

—Te lo suplico…

Nadie escucharía a una criada, aunque lo que sucediera entre esas paredes fuera terrorífico. Había intentado ayudarla en varias ocasiones, pero Williams no dejaba de vigilar a la señorita. Temía a ese hombre; era capaz de hacer cualquier cosa. Sin embargo, Bety poseía un buen corazón. Cuando dos semanas antes habían repartido en la iglesia una octavilla, pensó que eso ayudaría a la señorita Henwick. No había tenido la oportunidad de entregársela hasta ese instante. Mientras le limpiaba las heridas acercó la boca al oído de la joven con cierto disimulo para no llamar la atención de Williams.

—Quizá… —susurró.

—¡Por Dios!, Bety —dijo con un hilo de voz, se giró y la contempló esperanzada.

—Esto es lo único que puedo hacer por usted —aseguró, y sacó del delantal un trozo de papel arrugado—. Creo que debería ir.

El papel le temblaba en las manos y temió que Williams lo viera.

—¡Bety! —gritó el criado, y asomó la cabeza por la puerta. Vera ocultó la octavilla en los pliegues de la falda.

Vera inclinó la cabeza en un gesto de despedida antes de que la cocinera saliera de la habitación.

Cuando la puerta se cerró, Vera leyó con atención las palabras escritas en el papel. Al terminar, supo que era la única forma de escapar de su tío. Metió un vestido en una bolsa de viaje y varios libros. No había nada más en aquel lugar que quisiera llevarse. Además, carecía de nada de valor, salvo la cruz que pendía de su cuello. Se mordió los labios al vestirse, el roce de la tela supuso una tortura y le arrancó varias lágrimas. Necesitaba un plan para escapar de esa casa y solo se le ocurrió ir al excusado. Williams era un perro sagaz, un lacayo tan ruin que actuaba siempre en propio beneficio y no tenía nada con lo que sobornarlo. Llamó a la puerta y Williams abrió, en su rostro se apreciaba una arrogancia que irritó a Vera.

—Necesito ir al excusado —dijo, y procuró no mirarle.

—Hágalo en el orinal —dijo el criado y rozó su brazo con un dedo—. Si el amo no es lo bastante hombre para enseñarle modales yo puedo hacerlo. —William se tocó con obscenidad la entrepierna.

—Necesito ir al excusado —repitió, e ignoró el insulto.

—Creo que no es necesario, pero si quiere ayuda… —Williams la agarró del brazo. Los ojos de esa joven orgullosa le atravesaron como si fuera escoria, enfadado, añadió—: Cuando ese viejo baboso la manosee seguro que no es tan delicada. —Vera tembló al pensarlo.

Williams no se había propasado aún, pese a que intuía que tarde o temprano su retención se convertiría en una agresión.

—Necesito ir al excusado —insistió ella.

Esta vez, sus ojos mostraron una determinación férrea y William la soltó. El sirviente dudó un instante, solo un segundo de vacilación en que giró la cabeza hacia la escalera. Vera aprovechó ese momento y le golpeó con el diccionario de latín que ocultaba tras la espalda. Las tapas estaban forradas de latón. El golpe fue tan contundente que el criado se tambaleó hacia la derecha, Vera lo empujó y rodó por las escaleras. A esas horas su tío dormía consumido por el opio, nada en este mundo podría despertarlo. La respiración de Vera se debatía agitada entre la euforia de huir y el miedo a ser descubierta. Sigilosa, descendió las escaleras. Williams estaba inconsciente, pero respiraba. Durante un instante, pensó horrorizada que lo había matado. Abrió la puerta y corrió como nunca lo había hecho antes. Se dirigió a Bond Street, a las oficinas de la Compañía de las Indias Orientales. Según la octavilla de Bety, allí era donde buscaban esposas a los valerosos soldados destinados en la India. Esperaba que su decisión no fuera una locura y, si lo era, prefería morir loca que condenarse en el fuego de ese infierno.