Capítulo 4

Todos se giraron para verla.

Los marineros, el contramaestre, el oficial y el capitán. Todos y cada uno de los miembros que formaban la tripulación de El Alexander se volvieron para admirar a la joven más bella que jamás había pisado ese barco. Melisa Clayton era lo que todo hombre deseaba y la mayoría no tendría nunca. De tez tan blanca que ni una mácula se apreciaba en su rostro. También tenía unos labios de color sonrosado que le concedían una descarada sensualidad. Taylor disimuló su asombro cuando ella posó la mirada sobre él con aquellos ojos almendrados de grandes pestañas. Su hermosura se multiplicaba gracias a un pelo castaño, brillante y rizado que adornaba su cabeza como una aureola. Vera creyó presenciar la reencarnación de Afrodita, aunque no era la única. Larry acudió con rapidez a la pasarela y le tendió la mano para ayudarla a subir a bordo. El resto de los marineros revoloteaban a su alrededor sin una misión definida con el único propósito de contemplarla un poco más. Taylor carraspeó dos veces para llamar la atención de sus hombres. Los marineros se apresuraron a marcharse a sus puestos de trabajo entre miradas hoscas y maldiciones varias.

Pronto, toda la cubierta se llenó de sombrillas multicolores con las que las damas intentaban protegerse del fuerte sol que caía sobre El Alexander. Vera se mantuvo inmóvil, alejada del grupo. Al ver que nadie se acercaba a la joven, el capitán Taylor acudió en su ayuda y la condujo hasta el grupo en el que estaba Melisa Clayton.

—Si me lo permiten —dijo Taylor—, me gustaría presentarles a la señorita Henwick.

Vera notó cómo todas las miradas se clavaban en ella y se sintió tremendamente incómoda por ello.

—Encantada —respondió una joven pequeña y de ojos dulces—, me llamo Pamela Sorwood.

—Si me disculpan —interrumpió de nuevo el capitán—, he de atender los asuntos del barco.

Como un coro bien ensayado, las cuatro inclinaron la cabeza en señal de asentimiento y el capitán se marchó.

El grupo era heterogéneo, un ramillete de diferentes flores formado por Melisa Clayton —Afrodita—, Pamela Sorwood, la joven de estatura pequeña cuyo rostro mostraba una angelical bondad; Lisa Harrons, una muchacha muy delgada y por último la señorita Elena Forms, una pelirroja de caderas estrechas, pero con un gesto de autoridad en el rostro que le recordó al que había visto en los ojos de su reverendo durante las homilías dominicanas.

—¡Estoy deseando partir! —dijo Pamela.

La joven cerró el paraguas y sonrió con timidez al resto de sus compañeras.

—Yo también —respondió Lisa.

—Quizá no todo lo que nos han contado sea cierto —añadió Elena.

La joven se colocó las manos en la cintura y miró de derecha a izquierda sin fijarse en nadie.

—¿Qué os han contado? —preguntó Vera con curiosidad.

Aún no terminaba de creerse que hubiera escapado de las manos de su tío. Ni siquiera preguntó al capitán Taylor, o a la señora MacKalegan qué era lo que se esperaba de ella, y menos aún, lo que encontraría al llegar a su destino.

—Que nuestros prometidos son caballeros de honor y harán una gran carrera en el ejército —dijo Melisa, mientras se retocaba el peinado con un gesto coqueto que provocó más de un silbido entre la marinería.

—¿Y si no lo fueran? —preguntó Vera de nuevo.

El temor se reflejó en su rostro al imaginar que su esposo fuera un hombre cruel e insensible. La voz de Melisa la obligo a disimular sus miedos.

—Entonces, nos habrían engañado y regresaría a Londres en el primer barco que tornase a nuestra amada patria.

Melisa se protegió el rostro del sol bajo la sombrilla.

—No creo que el lugar a donde vamos sea ni siquiera habitable —añadió Elena, y dio una patada a un trozo de cuerda enredado a sus pies.

—¡Dios!, ¿cómo puedes decir algo así? —Melisa cerró de golpe la sombrilla—. Inglaterra jamás enviaría a sus mujeres a un lugar salvaje.

—No estés tan segura. —Elena se colocó la mano en la frente para que el sol no le dañara los ojos—. Inglaterra es un monstruo con ganas de comer y nosotras podemos ser esa comida.

—No seas melodramática —la interrumpió Pamela—, me asustas.

Vera guardó silencio, pero opinaba como Elena, quizá solo fueran carnaza fresca para alimentar a unas fieras. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal al recordar cómo Abel la había tratado. Sacó de la cintura del vestido la fotografía del capitán Burke y la enseñó al resto de las chicas.

—Él será mi marido, el capitán Owen Burke —dijo, y omitió contar que ya era su esposo para evitar que le preguntaran los motivos de su boda por poderes.

Las cuatro jóvenes se abalanzaron sobre Vera para ver la fotografía. Melisa fue la primera en hablar.

—Es muy atractivo, de gran porte y parece muy seguro de sí mismo. —Sus ojos repasaron con desvergüenza la figura de Vera—. Felicidades y mucha suerte con un caballero como ese —añadió con una perversa sonrisa.

—¿A qué te refieres?

—¡Por favor! ¿Crees que un caballero de esas características se conformará con alguien como tú?

Un silencio incómodo se apoderó del grupo. Pamela enrojeció de vergüenza. Lisa abría tanto la boca que la mandíbula se le descolgaría si no la cerraba de inmediato. Elena, por su parte, apretó los puños, mientras la furia acaloraba sus mejillas por unas palabras insultantes y desconsideradas.

—¿Alguien como yo? —Vera había alzado la barbilla en un firme desafío—. Supongo que te refieres a alguien que domina el francés, se defiende con el alemán y está aprendiendo algo de indostano. También toco el piano y un poco el violín. Juego al ajedrez y soy capaz de mantener una conversación de filosofía igual que un hombre —y aunque sabía que tenía que detenerse, la rabia le obligó a continuar—. No he estado jamás enferma, sé cocinar y gobernar una casa—. La miró de forma retadora—. Si insinúas eso, sí, creo que el capitán Owen Burke se conformará con alguien como yo.

Las mejillas de Melisa se ruborizaron con tanto fulgor que parecía una antorcha. Elena no dejaba de reír con carcajadas sinceras y contagiosas. Las demás no pudieron evitar imitarla.

La mañana que llegaron a Calais, el sol se ocultó de repente. Alguno de los más veteranos marineros lo consideró un mal presagio. El resto de la tripulación de El Alexander, salvo el capitán, un oficial y cinco de los marineros, esperaría en el puerto a que regresaran de la India, unos ochenta días más tarde. Ninguno envidiaba a sus superiores, imaginaban que acompañar a esas muchachas sería agotador. Primero debían llegar hasta Marsella, donde tomarían un barco con destino a Suez. El capitán esperaba que el tiempo fuera favorable; no era alguien que soportara los retrasos y la puntualidad era una de sus mayores virtudes. Apuntaba en una pequeña libreta, que siempre llevaba encima, horarios, rutas y demás datos necesarios para conducir a su destino, sin ningún tipo de contratiempo, a ese grupo de jóvenes que estaban bajo su responsabilidad. Le preocupaba el recorrido entre Suez y El Cairo. Había escuchado que existían problemas con algunas tribus en esa zona. Una vez llegara a El Cairo el viaje sería mucho más tranquilo. Observó a las jóvenes, entre las chicas surgieron tensiones por el miedo a que alguno de sus baúles se olvidara en el barco. También aparecieron rencillas al establecer el orden de bajada a tierra. Taylor se acercó a Vera. La chica esperaba en un rincón, alejada del resto. La joven tan solo llevaba una pequeña bolsa de viaje.

—Capitán, no envidio su tarea —dijo con sinceridad al ver el alboroto que había en cubierta.

El capitán rio por su franco comentario y le ofreció el brazo para que bajara a tierra. Mientras, el resto de sus compañeras se afanaban entre maletas, baúles y discusiones vanas.

—Agradezco al cielo que usted me acompañe. De lo contrario enloquecería. —Esta vez, fue Vera quien sonrió—. Aún hay tiempo de visitar Calais, nuestro tren saldrá a las cuatro de la tarde. ¿Le apetece recorrer sus calles medievales del brazo de un viejo marino?

—Me encantaría —respiró, aliviada—. Le confieso que tengo muchas ganas de conocer la ciudad.

El capitán detuvo a un carruaje y la ayudó a entrar, ambos se alejaron ante la mirada atenta de Melisa.

Antes de la hora del té, Vera estaba sentada en el tren con destino a Marsella, donde les esperaba un nuevo barco de vapor llamado El Valetta. Taylor se sentía orgulloso de esa hermosa embarcación y de la tripulación, en su mayoría francesa, que capitanearía hasta Suez. Desde allí atravesarían el desierto en unos carruajes propiedad de la Compañía. Eso emocionó a la joven, pero a Taylor le preocupó la travesía en compañía de tantas mujeres y no todas del talante de la señorita Henwick. En total, escoltaba a veinte jóvenes casaderas que tenían que reunirse con sus prometidos en la India. Salvo Vera, que a causa de sus circunstancias ya se había casado, el resto eran las prometidas de los valientes soldados destinados en el acuartelamiento de Meerut. Cuando aceptó el trabajo no imaginó que conducir un puñado de mujeres exigiera tanto esfuerzo. Los marinos, algunos con veinte años en la mar, habían cometido multitud de equivocaciones a causa de algunas de esas chicas. Pensó en la señorita Henwick. Esperaba de corazón que fuera feliz. Esa joven se lo merecía.

La mayoría de las muchachas se adormecieron después de tomar una cena frugal en el tren, víctimas del alocado desembarco en Calais. Gracias al cielo, Melisa Clayton era una de ellas; con sus comentarios sobre Vera tarde o temprano terminarían enzarzadas en una pelea. En el fondo, se dijo con cierta satisfacción, deseaba presenciar dicho enfrentamiento. Creía que era la única forma de que Vera se liberara por completo de ese caparazón de continencia que, los años pasados con su tío, había construido en torno a ella.

Cinco horas más tarde, el oficial se encargó de organizar el traslado de los baúles desde la estación de ferrocarril de Marsella al puerto, allí los esperaba El Valetta. El barco estaba presto a partir, para el capitán el cumplimiento del horario era esencial o perdería un tiempo precioso para la Compañía. Vera necesitó unos minutos para serenarse, se dijo que ya estaba lo bastante lejos de las manos de Abel, pero la opresión en el pecho no desaparecía. Temía que su tío la arrastrara a esa vida que tanto detestaba. Buscó entre la gente del puerto su rostro, aunque sabía que él no abandonaría Londres. De todos modos, subió al barco con prisas. En cubierta, Melisa regañaba a uno de los miembros de la tripulación.

—¡Dios!, ¡es un inútil! ¡Un imbécil incapaz de llevar unos baúles! —El pobre muchacho apretaba la gorra con las manos y la hacía girar, avergonzado, mientras la joven lo insultaba delante de sus compañeros—. ¡Además, está sordo! ¡Le he dicho que recoja todas esas cosas! ¡Maldito imbécil!

Varios vestidos y pañuelos se habían esparcido por cubierta. Al torpe marino se le había caído de los hombros uno de los baúles de Melisa. Vera buscó con la mirada al capitán o algún oficial que pusiera fin a esa humillante situación, pero todos sus posibles salvadores estaban ocupados en organizar la partida. Por su parte, los restantes marinos que rodeaban a la joven permanecían ajemos a la bochornosa escena sin atreverse a intervenir.

—¡Basta! —gritó Vera, y varios pares de ojos se giraron hacia ella.

En un primer instante, Melisa no la oyó.

—¡Estúpido!

—¡Melisa Clayton! —gritó de nuevo Vera y se obligó a tranquilizarse ante las miradas de los compañeros del marino—. No es propio de una dama exhibir sus malos modales. Por favor, recoge tus cosas y no ofendas más a ese hombre.

El rostro delicado de Melisa se transformó en una máscara diabólica cuando fue consciente de quién la había increpado y de qué palabras había escuchado. La cólera se convirtió en un rojo intenso que cubrió sus mejillas. Abrió la boca y contestó con ferocidad.

—Tampoco es propio de una dama usar un corsé tres tallas más pequeñas.

El comentario hizo que todos los marineros se fijaran en el busto de Vera. La joven habría lanzado al agua a su compañera de viaje vestida con un corsé como el suyo. En vez de eso, llenó los pulmones de aire antes de hablar:

—Señorita Clayton, su comentario además de falto de modales es insultante.

Melisa apretó la sombrilla de color rosa ribeteada con encajes hasta que los nudillos se le quedaron blancos. Cualquiera de los marineros habría apostado la paga de un mes a que esa chica se lanzaría en un ataque mortal contra la señorita Henwick; la intervención de Elena Forms impidió que llegaran a las manos.

—Vera —le pidió—, por favor, olvídalo.

Elena la tomó del brazo y la alejó de cubierta. Los marineros hicieron de nuevo un círculo alrededor de Melisa.

—Ella ha insultado a ese pobre chico —se justificó por su vergonzante comportamiento.

—Lo sé, pero no es necesario que ganes una enemiga. Mira —le dijo—, todos la ayudan a guardar sus cosas.

—¿Cómo es posible? Los trata tan mal… —dijo, con una inocencia que sorprendió a Elena.

Elena Forms había crecido en Irlanda. Era la hija de un vicario empobrecido que a su muerte no fue capaz de dejarle ni un techo bajo el que dormir. Elena era aún lo bastante joven para casarse y lo suficientemente lista para abandonar Irlanda. Observó a Vera, dudaba que hubiese cumplido la mayoría de edad. Su inocencia y la defensa de los necesitados la conducirían a más de un problema. Le recordaba a su padre, un hombre bueno empeñado en enmendar los males del mundo. Pero, solo consiguió su propia ruina y la de su hija. Esperaba que Vera actuara con más inteligencia o sufriría mucho en un país como la India. De todas las chicas, Elena era la que conocía la verdad sobre esa tierra, aunque prefería no demostrarlo. Gracias al puesto de su padre había recibido numerosas cartas de las misiones, en las que explicaban, de forma clara y concisa, la situación de los indios a manos de los miembros de la Compañía de las Indias Orientales. Todas ellas pensaban que viajaban a un país maravilloso, un país de cuento de hadas. En cambio, se enfrentarían a un país sangriento y empobrecido; un país donde para sobrevivir debías endurecer el corazón.

—Vayamos a popa —le sugirió con una sonrisa compasiva—. Dejemos que la ayude su ejército de admiradores, si así lo desean.

Vera aceptó, más humillada por el comportamiento de los marineros que por el de Melisa.

El Valetta arribó a puerto sin ninguna dificultad considerable, salvo algún mareo entre el cargamento de mujeres que el capitán deseaba desembarcar cuanto antes en su destino.

A partir de ese día, Vera solo abandonaba el pequeño camarote, durante la noche, cuando las temperaturas eran más soportables. El mar se mantuvo en calma y pasó muchas de esas horas nocturnas contemplando las estrellas, soñando con una nueva vida y dando gracias a Dios por escapar de su tío. Las horas diurnas las dedicaba a estudiar indostano y las costumbres de un país que pronto se convertirían en suyas.

Quince días tardaron en llegar a Alejandría. Cuando El Valetta entró en el puerto viejo de la ciudad, Vera sintió que al fin había viajado a Oriente, la antesala de la India. Desde la cubierta del barco comprobó que el sol quemaba con intensidad y llenaba de vivos colores todo lo que iluminaba. El aire arrastraba, junto a los olores del puerto, otros a especias y a flores desconocidas que se transformaban en la nariz en un aroma agridulce difícil de describir. El capitán había ordenado a las muchachas que formaran una fila en cubierta y que, custodiadas por varios marineros, bajaran al puerto. Desde allí, subirían a los coches que las esperaban para ir a la estación de ferrocarril y, después, tomarían el tren con destino a El Cairo. Los equipajes quedaron al cuidado de un grupo de hombres asignados por el capitán.

—¿Cuándo terminará este infierno? —preguntó Pamela Sorwood.

La joven había pasado la mitad del viaje mareada y tenía las mejillas y los ojos enrojecidos. La chica se limpió la frente con un pañuelo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Vera.

Ella tampoco se encontraba bien, la ropa empezaba a pesarle demasiado y el calor sofocante que hacía dentro del tren todavía empeoraba su malestar.

—No… —la respuesta quedó sin concluir, ya que Pamela vomitó el desayuno.

Las compañeras que ocupaban el resto de asientos en el vagón abandonaron a la enferma a su suerte. El calor y el olor del vómito obligaron a Vera a aguantar sus propias náuseas, pero ayudó a Pamela. Después, buscó a uno de los hombres del capitán y le pidió un poco de arena.

—¿Puede abrir la ventana, por favor? —le dijo al marino antes de que regresara a su asiento.

El marino, solícito, así lo hizo y la brisa calurosa y cargada de humedad fue recibida por ambas con una sonrisa de alivio.

—¿Desde cuándo estás enferma? —le preguntó Vera.

Pamela la observó con desconfianza, luego se relajó y contestó:

—Supongo que al final me acostumbraré a viajar.

Sus palabras no convencieron del todo a Vera, pero poco podía hacer, salvo darle un par de manzanas, como remedio contra el mareo, según aconsejaba el capitán.

—¿Por qué no viajas con Melisa?

—Porque ya no soy bastante buena para ella. Además, no comparto ciertos comentarios que pueden dañar a determinadas personas.

—Lo lamento —dijo Vera.

—No lo hagas, es una chica mezquina. He llegado a pensar que te odia.

—¿Por qué? —inquirió incapaz de comprender el motivo.

—Tú representas todo lo que ella no será nunca.

—¿Yo?… Si es bellísima.

Vera no entendía el motivo de su envidia, nada en ella podía provocar dicho sentimiento en una mujer como Melisa Clayton.

—Melisa quiere ser una dama y con tan solo verla se advierte que no lo es. Debería aprender que las conversaciones no deben girar siempre sobre sí misma.

—Eso no es un problema para los hombres —respondió Vera, y ambas rieron.

—Si su esposo es quien dice, necesitará algo más que una cara bonita para no avergonzarlo en futuros actos sociales.

—Si es capaz de sonreír, no abrir la boca y vestirse con propiedad será sencillo —dijo Vera, pensativa—. Su belleza esconderá el resto de sus defectos.

—Tienes razón, pero a veces eso no es suficiente —dijo con pesimismo, y cerró los ojos dando por terminada la conversación.

Vera observó a su compañera con curiosidad, Pamela parecía triste, demasiado triste. Las demás jóvenes sentían cierta inquietud por las cosas extrañas que se comentaban sobre la India. Pero Pamela mostraba tal serenidad que se preguntó qué motivo tendría para aceptar un matrimonio que la condenaba a alejarse de su familia. Abrió la boca con una pregunta que pugnaba por salir de sus labios, sin embargo, guardó silencio al oír la respiración acompasada de su compañera. Pamela se había dormido y no dejaba de repetir un nombre: «John».

Consiguieron llegar a El Cairo quince horas después de lo previsto, gracias a que una caravana de camellos decidió descansar tranquila sobre las vías del tren. El capitán y varios de los marineros ayudaron a las chicas a bajar. Una leve protesta surgió entre las jóvenes cuando el capitán ordenó continuar el viaje. Algunas, incluso, se negaron a moverse de la estación, si no se les concedían un mínimo de descanso. Taylor había previsto dicha situación, no era su primer viaje, pero sí para algunos de los marineros que lo acompañaban. En fila y custodiadas por la gente del capitán atravesaron la estación y pasaron a las calles de El Cairo. La multitud se acercaba intentando vender mercancías variopintas. Había mujeres que portaban cántaros sobre la cabeza, hombres sentados en el suelo que fumaban pipas de las que salía un humo espeso y con un olor agradable; niños que se asombraban de la procesión de mujeres con trajes blancos, menos una, que destacaba por el color de la ropa y altura. Vera se sintió como un animal enjaulado al que pudieran exhibir previo pago de unos cuantos peniques.

Varias telas atadas de un balcón a otro protegían a los habitantes de los inmisericordes rayos del sol. Las chicas miraban todo horrorizadas, con ese característico sentido de superioridad británico. En cambio, Vera a pesar de ser observada, disfrutaba de cada olor, sensación y cosa que veía con un entusiasmo infantil. No sabía muy bien qué contemplar, había tantas tiendas que exponían diferentes mercancías que todas eran un auténtico regalo para los ojos. Los bellos colores de las telas, el brillo de los cacharros metálicos de cocina, el olor intenso de las especias y el enrevesado dibujo de las alfombras que se entrelazaban con intensidad. Era el perfecto escenario de un cuento oriental para el extranjero que veía esas calles por primera vez.

Tras andar por varias callejuelas llegaron a la escalinata de un edificio. Entraron a un patio de mármol donde la temperatura bajó lo suficiente para que Vera, por las ropas de lana, recuperara la respiración con normalidad. El patio estaba rodeado por varios arcos y una pequeña fuente en el centro le otorgaba un aire de relajación a todo el conjunto. Además, la imagen de tranquilidad aumentaba gracias a las numerosas macetas que lo cercaban como soldados en formación. Un joven con una chilaba se aproximó al capitán y pronunció unas palabras. Taylor asintió complacido y varias muchachas nativas aparecieron en el patio haciendo gestos para que las siguieran las chicas inglesas. Desde el incidente en el tren, Pamela se había convertido en su inseparable compañera.

—Báñate tú primero —le propuso Vera.

—Te lo agradezco, no resisto este calor —dijo la joven con la frente cubierta de sudor.

Vera se desabrochó el cuello del vestido, se acercó a una jofaina de un azul brillante y tomó una de las toallas blancas de lino que habían dejado al lado. El calor era insoportable, pero resistiría con gusto temperaturas infernales si eso la alejaba de su tío. Mojó la toalla y se la pasó alrededor del rostro. A causa del calor la piel estaba enrojecida. Se quitó los botines, se tumbó en la cama y repasó con felicidad cada una de las imágenes que había visto. Hasta que escuchó un grito y unas palabras en árabe.