Capítulo 19
Vera disfrutaba de la compañía de Ran, la esposa del doctor era una mujer instruida que hablaba varios idiomas. Tenía dos hijos, de quince y diecisiete años, ambos estudiaban en un internado en Londres. Los chicos llegarían a finales de julio y pasarían las vacaciones escolares en casa de sus padres. Ran no dejaba de hablar de ellos, mientras la sirvienta colocaba sobre la mesa un juego de porcelana inglesa. Vera reconoció el sello de la fábrica de Charles Pickman, las piezas eran de una extrema delicadeza. La anfitriona sonrió al observar la reacción de Vera al verlas.
—Es un regalo de mi padre, vive en Londres junto a su esposa y sus dos hijos.
Vera guardó silencio y bebió del té que le habían servido.
—¿Le ha gustado nuestra casa? —preguntó Nasher.
—Es muy acogedora y diferente a lo que he visto hasta ahora.
—Es usted muy perspicaz, Vera, ¿puedo llamarla así? —preguntó Ran.
—Por supuesto.
—Lo que ha visto se debe a que me costó aceptar que pertenecía a dos mundos. Cuando lo hice —dijo, y miró a Nasher con cariño—, todo fue más sencillo, incluso la decoración de mi hogar.
Vera sonrió complacida ante la valentía de una mujer como Ran. No era fácil ser aceptada en la comunidad nativa por su origen británico ni tampoco lo sería en la comunidad británica por su procedencia india.
—He de decirle que el resultado es magnífico.
Una casa amueblada con el color y la alegría india y la austeridad inglesa. Esa mezcla originaba un estilo indefinido, como si dos mundos se hubiesen enfrentado, y ninguno ganase. El desenlace de la contienda fue que ambos se habían obligado a ceder parte de sí mismos como tributo al otro.
—La cena ya está servida —anunció uno de los criados.
Ran se puso en pie y tomó el brazo de Vera, seguidas de sus esposos, la condujo hasta el comedor; decorado al más puro estilo inglés. La joven nunca se había sentado ante una mesa tan bien preparada y contempló, preocupada, los diferentes cubiertos. Sabía cómo utilizar algunos, pero ignoraba cuál era la función de otros. Ran había recibido la educación de una señorita inglesa, pero no era insensible a la educación de otros.
—Rashi retira todos estos cubiertos y deja solo los principales.
Vera, avergonzada, miró a Ran con ojos agradecidos. Había aprendido muchas cosas en los libros, pero qué cubierto utilizar no era una de ellas; aunque conocía las reglas básicas de comportamiento, nunca había asistido a ninguna cena que requiriera tanta formalidad.
El primer plato consistía en una comida típica india. Ran le dijo que se llamaba Chana masal, un plato de garbanzos bastante especiado con cítricos y al que la cocinera añadía arroz. Vera nunca había probado algo tan condimentado y sintió que la boca se le llenaba de sabores indescriptibles. Tuvo que beber agua para calmar el picor.
—¿Quizá le apetezca algo menos fuerte? —le preguntó Nasher—. No todos los paladares ingleses se acostumbran a nuestra comida. Aunque el capitán no tiene ningún problema.
—Nasher, le aseguro que está delicioso, felicite a la cocinera de mi parte —dijo Owen.
Ran inclinó la cabeza, complacida por el halago. Dio dos palmadas, y de inmediato, apareció un sirviente.
—Retira el plato de la memsahib.
Vera bebió más agua y un nuevo criado trajo otro plato cuyo contenido no reconoció.
—Se llama Naan Shiva con curry, es una especie de pan blanco, creo que le gustará —dijo Ran al ver el rostro desconcertado de su invitada.
Vera pellizcó un trozo. Tenía una esponjosidad que le agradó mucho. Después, le sirvieron un plato de arroz.
—Está muy bueno —dijo Vera, aliviada porque entre los ingredientes no se encontrara el picante.
—Se llama Biryani, el arroz está mezclado con especias, son menos fuertes que las empleadas en Chana masala.
—¿Cuáles son?
—Clavo, cardamomo, canela, coriandro, hojas de laurel y menta. Lleva unos trozos de pollo y pimiento y esa salsa es yogur.
Vera había oído hablar de él, pero jamás lo había probado.
—Es delicioso —dijo.
Burke observó cómo la comisura de sus labios se manchaba de yogur. Ella lo retiró con la punta sonrosada de la lengua. Vera ignoraba por su inexperiencia lo provocativo que había sido el gesto. Owen habría recorrido cien millas solo por verlo de nuevo. Se obligó a concentrarse en la comida, no era momento de pensar en su esposa, sino en el resultado de esa reunión con Nasher.
—Señora Burke —preguntó Nasher—, el capitán me ha dicho que tiene a su servicio una doncella mestiza.
—Se llama Ahisma —respondió Vera con una sonrisa forzada.
—Mi esposa colabora con el orfanato Ankur, pertenece a un matrimonio mixto. Ella es inglesa; él, hindú. Se llaman Susan y Akilesh.
—¿Quiénes? —preguntó Vera, y su tono de voz hizo que Owen clavara los ojos en ella con curiosidad.
—Susan y Akilesh, ¿los conoce? —preguntó el doctor.
—No… no, solo que en el barco que me trajo, el contramaestre tenía una hija que se llamaba Susan y se había casado con un hindú y pensé que quizá fueran ellos.
—Debería visitarlos o, al menos, Ran podría llevarles una carta de su parte.
—Eso será lo mejor —terminó por reconocer para que no siguieran prestándole atención.
Evitó la mirada escrutadora de Owen, aunque no la de Ran. Vera se vio en la obligación, después de haber conocido al contramaestre Maison, de avisarles de que los buscaba y cuáles eran sus intenciones. No sería muy difícil que alguien fuera con el cuento de que en Nueva Delhi había un orfanato de mestizos dirigido por una inglesa casada con un indio.
—Seguro que Susan estaría encantada de recibir noticias de su familia. Tiene demasiado trabajo en el orfanato y los ayudamos cuando nuestras obligaciones nos lo permiten.
—Ran, ¿usted cómo colabora?
—Hago un poco de todo. Baño a los pequeños, enseño a leer a los mayores y Jamir cada semana los visita y se asegura de que ninguno enferme.
—Algunos morirán pronto —dijo Nasher entristecido, luego cambió de conversación—. ¿Capitán, desea fumar uno de mis habanos?
Owen asintió, era la forma en que Nasher le pedía entablar de nuevo las conversaciones. Ambos se levantaron de la mesa y se dirigieron a una pequeña sala contigua al comedor.
—Nosotras tomaremos el postre en mi cuarto de invitadas.
Vera siguió a Ran y entraron en una habitación decorada al estilo indio, allí no había nada británico u occidental. Las telas de colores y los cojines en el suelo, junto con las alfombras persas y hermosos tapices de diferentes diosas le recordaron a Vera el templo que había visitado con Owen. Al fondo, había un pequeño altar con varias ofrendas bajo las que Ran había colocado las fotografías de sus hijos.
—Por favor —le dijo, y la invitó a sentarse en el suelo.
Vera guardó silencio, esperaba a que su anfitriona empezara a hablar.
—He notado su tensión cuando mi esposo mencionó a Susan y Akilesh.
La joven sonrió y en su rostro Ran leyó que no se atrevía a contarle lo que le preocupaba. Llamó a uno de los sirvientes, en esta ocasión, se trataba de una joven muy bonita y casi de la misma edad que Vera, también era mestiza.
—Sí… es que…
—Vamos, querida —le animó—. Si las mujeres no confiamos unas en las otras, no cambiaremos nada en este mundo.
—Bueno… conocí al padre de Susan.
—A Susan le alegrará recibir noticias de su padre.
—¡Oh! No —se apresuró Vera a añadir—: El contramaestre Maison no está de acuerdo con esa boda y creo que la busca para castigarla —terminó por confesar.
Omitió decir que si encontraba a la pareja, llegaría a mucho más. Ran comprendió muy bien lo que ocultaban sus palabras.
—Entonces —dijo, y golpeó de forma afectuosa las manos de Vera—, será mejor que le comuniquemos esa noticia lo antes posible.
Vera asintió aliviada de quitarse un peso de encima. Su anfitriona quiso enseñarle algunos retratos de sus hijos cuando, las voces de los hombres alertaron a las dos mujeres. Ran fue la primera en entrar en la biblioteca, de donde provenían las amenazas de Owen y los gritos de Nasher.
—¡Es inaudito! ¡Una vergüenza!
A ninguno de los dos les importó que hubiera alguien escuchando. El desacuerdo sobre cómo debían actuar les había conducido a no ser precavidos.
—Lo siento —dijo Owen. Esta vez su voz se calmó lo suficiente y consiguió controlar la furia.
—¿Sabe lo que me pide?
—Sí y no tiene otra opción o las consecuencias serán terribles para su familia.
—¿Está amenazándome? —preguntó con incredulidad Nasher.
—No —dijo con la voz acerada el capitán—, solo le advierto de la transcendencia que puede alcanzar su decisión.
Las palabras sonaron mucho más amenazadoras de lo que Burke pretendía que fueran.
Un ruido a su espalda hizo que Owen se diera la vuelta. Vera lo contemplaba con los ojos muy abiertos.
—Owen… —dijo, con la intención de apaciguar los ánimos de su esposo.
Su comportamiento ante los anfitriones era inaudito y del todo embarazoso.
—¡Maldita sea! No te metas en esto —gritó, y a pesar de que purgaba en su esposa el hecho de no haber convencido a Nasher de que le ayudara, su frustración le llevó a insultarla—, solo eres una niña, tonta, ingenua y disfrazada para complacer a esta gente e incapaz de comprender un mundo de hombres.
Vera apretó los puños dolida por sus palabras. No supo qué le molestó más, si que la considerara una niña o que la menospreciara por ser mujer. Ambas cosas consiguieron enrojecer sus mejillas y humillarla delante del matrimonio Nasher.
—Al menos, tengo la educación de no insultar a mis anfitriones en su hogar —dijo con una voz tan dura que hizo que Owen enmudeciera—. Creo que les debes una disculpa.
Owen reprimió su enfado, le había regañado como a un niño pequeño y tenía razón. Su comportamiento era imperdonable. Necesitaría mucho tiempo antes de que Nasher le concediera verle de nuevo.
—Lo siento —logró pronunciar a regañadientes.
—Lamento lo ocurrido —añadió Vera ante el silencio tenso que se había instalado entre los cuatro. La joven se volvió hacia Ran—. Si me lo permite, me gustaría visitarla de nuevo.
Ran estudió el rostro de la inglesa, parecía sincero y la joven no tenía la culpa de estar casada con un inglés como aquel. Sonrió y la tomó de las manos de forma afectuosa.
—Por supuesto, siempre será bienvenida —dijo, y sus palabras dejaban muy claro que solo se refería a ella y no al capitán.
—Muchas gracias.
Owen se marchó sin despedirse, había sido más que suficiente disculparse cuando Nasher era quien debía hacerlo, cometía un grave error. Si el Nuevo Orden se alzaba en el poder acabaría convirtiendo a los indios en esclavos. Nasher no lo veía así, pensaba que con ellos quizá contasen con una oportunidad de acceder al gobierno. Debía entender que si las clases dirigentes, como el maharajá, se unían con el Nuevo Orden eso nunca sucedería. Habían hablado de que el maharajá tenía planes para la gente más pobre, que quería apoyar medidas en favor de la educación y la sanidad. Burke creía que el maharajá engañaba a Nasher o era igual de crédulo, y pronto averiguaría que no se podía confiar en nadie del Nuevo Orden. Abrió la portezuela del carruaje y ayudó a subir a Vera, su esposa ni siquiera le dirigió una mirada de reproche.
—Conduciré yo —dijo.
El cochero se bajó del pescante y entregó las riendas al capitán. Vera se asomó por la ventanilla del coche y notó cómo el aire era mucho más fresco y aliviaba un poco el olor a basura y excrementos de las calles. No quería pensar en su esposo, en ese hombre que a veces era considerado y otras irrespetuoso y descortés. Un hombre que avivaba en ella sus emociones más secretas. Suspiró cuando el carruaje se adentró en las calles de Nueva Delhi y se concentró en escuchar a las familias en sus casas, a los perros aullar por el hambre y a los niños llorar.
Cuando llegaron a casa de Carter, Owen bajó de un salto del coche, abrió la portezuela y de nuevo le tendió la mano para ayudarla a salir. Ella rehusó su ofrecimiento con una mirada lacerante.
—Siento haberte hablado de esa forma —reconoció Owen.
—¿Qué sientes? ¿El haberme llamado niña o estúpida?
Vera se bajó del carruaje sin esperar a que nadie la ayudara y tan enfadada que habría gritado hasta quedarse afónica. Sus palabras habían sido insultantes, a pesar de que se había disculpado y, para alguien como el capitán Burke, eso era más de lo que nunca hubiera esperado, pero ella quería más que una disculpa. Esa noche, le demostraría que no era ninguna niña. Después de que la hubiera besado en el templo y despertado en ella a la mujer que existía en su interior que la considerara una niña, le irritaba. Con rabia, se despojó de la capa, la dejó sobre uno de los sillones de la biblioteca y se apretó las manos con fuerza. Caminó de un lado a otro del cuarto ante la atenta mirada de las cabezas de ciervos, osos y búfalos que colgaban de las paredes de la habitación e imaginó que la de Owen quedaría perfecta entre ellos. Carter era un cazador y un bebedor de whisky, en el mueble bar no había Oporto así que se sirvió una copa y se la bebió de un trago, el alcohol le hizo atragantarse.
Mientras tanto, Owen había quitado el arnés a los caballos. Tenía que mantenerse ocupado para no entrar en aquella casa y enfrentarse a Vera. Se había disculpado, aunque no bastaría para lograr su perdón. Pateó un cubo y se dijo que a él qué le importaba lo que pensara una mocosa de veintiún años recién cumplidos, recordó con sorna. No le importaba nada en absoluto. Acarició el lomo de uno de los caballos y se sentó en el suelo, aún sentía la excitación que Vera había avivado en él al besarla en el templo. Su olor a vainilla se había arraigado en lo más recóndito de su mente. Desde el día anterior, cada vez que la veía quería recorrer con las manos cada rincón de su cuerpo. Esa noche y vestida con ese sari había supuesto un auténtico ejercicio de contención. Había intentado que nadie advirtiera que esa mujer le incitaba a mandar al cuerno sus escrúpulos, cuando solo quería apoderarse de la inocencia de su esposa. No podía retrasar de manera indefinida el encuentro con Vera, era soldado y se había enfrentado a situaciones mucho más peligrosas. A grandes zancadas llegó a la puerta de la biblioteca, se puso firme y entró en el campo de batalla.
Vera sostenía un vaso de whisky y tosía con la cara colorada. Owen se aproximó a ella y le dio con fuerza dos palmadas en la espalda como si fuera uno de los muchachos más jóvenes del regimiento.
—¡Dios! —dijo con resignación—. Si no aguantas la bebida, no bebas —le aconsejó con acritud.
—Si tú no soportabas a una esposa, no haberte casado —le respondió Vera con los ojos encendidos e intentando recuperar la compostura.
Decidió que el whisky no le gustaba y que jamás volvería a beberlo, dejó el vaso con cara de asco en una mesa.
—Por favor —dijo Owen, hastiado por un comportamiento tan infantil—. ¿Ahora te vas a comportar como una niña malcriada e histérica?
Vera había tolerado mucho esa noche, tanto que si liberaba su cólera habría prendido fuego a la mitad de los libros de la biblioteca.
—Mi esposo aún no se ha dado cuenta de que no está casado con una niña —respondió Vera con una voz afilada, y sin dejar de alzar el mentón en un gesto que Owen había empezado a reconocer cuando estaba nerviosa o enfadada.
Owen achicó los ojos y la contempló de arriba abajo como si evaluara una mercancía que hubiese comprado. Vera, al toser, se había desprendido de la tela que cubría su estómago y tapaba sus pechos. Ahora, veía su ombligo desnudo y un busto que sin el corsé pedía a gritos ser acariciado. Él se acercó a ella con la única intención de intimidarla. Estaba seguro de que la señora Burke saldría corriendo como un ratón asustado, sin embargo, Vera no era de las que huían, no después de todo lo que había sufrido con su tío. La joven levantó la cabeza y clavó los ojos en los de él. Owen empezó a rodearla y eso la puso nerviosa.
—No, ya veo que no —dijo, y le quitó una de las flores que llevaba en el pelo. Con la yema de los dedos descendió muy despacio por su cuello—. Supongo que debo actuar en consecuencia —sus palabras hicieron que a Vera se le encogiera el estómago, sobre todo, cuando le quitó una de las horquillas—. Quizá no te guste dejar de ser una niña a mis ojos —al terminar de hablar se detuvo frente a ella. El rostro de Owen mostró una sonrisa aterradora.
—No entiendo qué quieres decir, en el templo no pensabas igual —fue lo único que articuló a pronunciar.
A Vera una voz en su interior la apremiaba a que tomara las riendas de la situación y no se dejara arrastrar por los instintos. Le demostraría a su esposo que no era ni su amante ni una mujer del Bibighar; pero cuando sintió las manos de él en la cintura y su boca apoderarse de la suya, Vera tuvo que hacer un gran esfuerzo para apartarlo. Al principio, la sorpresa le impidió reaccionar.
—¿Qué eres, Vera Henwick? —Alzó una ceja de manera inquisitiva y el gesto convirtió su rostro en el de un peligroso adversario— ¿Una mujer o una niña?
Vera quiso marcharse, pero Owen no le permitió hacerlo. Recorrió con la yema de los dedos su piel desde la espalda hasta el ombligo. Vera hubiese condenado su alma en el infierno por que no se detuviera. Pero, él la utilizaría como hacía con el resto de mujeres y dejó muy claro qué pensaba de ella en casa de Nasher.
—No soy una de tus mujeres —le dijo con desprecio—. Pero, yo sí sé qué eres y eres despreciable. Aunque fueras el último hombre en esta tierra no me rendiría a lo que pretendes.
Owen sintió que la rabia y la desilusión se entremezclaban, y en esta ocasión, la rabia ganó la batalla. Le demostraría que no era tan fácil vencer al deseo y podía leer en los ojos de Vera que sucumbiría tarde o temprano. Solo necesitaba domarla, no dejaría que ninguna mujer lo tratara como a un perro, no lo rechazaría como tantas veces lo había hecho Margaret. Sujetó a Vera por los brazos y la atrajo de nuevo hacia él. Esta vez, la rigidez de su esposa le demostraba que no le agradaban sus besos, pero él siguió intentando derribar unas murallas que Vera se empeñaba en defender a toda costa, no podía ceder al ataque, estaba en juego su corazón. La ofuscación de Owen le impedía ver que Vera no le rechazaría como Margaret, pero le dio igual lo que deseara ella y empezó a tocarla sin mucha consideración. La joven no movía un músculo y eso lo enardeció. Hubiese preferido un enfrentamiento o su entrega, no esa inmovilidad despreciativa con la que revivía más aún el rechazo de Margaret. Owen escuchó a su espalda un carraspeo que le advirtió que ya no estaban solos.
—Carter —dijo Vera carente de emoción.
Notaba los labios hinchados por los violentos besos de Owen. Su esposo la sujetaba con fuerza y en su intento por poseerla le había rasgado el sari en uno de los hombros.
—Vera —respondió Carter, avergonzado, ante el comportamiento de Owen con su esposa—. ¿Está bien? —se obligó a preguntar.
—Si me disculpa, estoy cansada y me gustaría retirarme a mi habitación —se apresuró a decir, al ver que la aparición del americano le concedía una salida.
—Claro —dijo, y se apresuró a añadir—: Burke, quiero hablar contigo.
Owen aún la sujetaba y la intromisión de Carter hizo que recuperara la cordura que había perdido delante de su esposa esa noche. Se apartó de Vera, no sin antes apreciar las marcas que sus dedos habían dejado en la suave y blanca piel.
Owen eludió la mirada de Carter, pero no sería tan fácil eludir sus preguntas. Su amigo había sido testigo de cómo había tratado a Vera y leyó en el rostro del americano que le había decepcionado. El anciano se dijo que no era asunto suyo la vida conyugal de Burke, pero le gustaba Vera y esa mujer no se parecía en nada a Margaret. Cuanto antes se diera cuenta Owen de ese hecho, antes solucionaría sus problemas.
Cuando Vera salió de la habitación, Carter sirvió dos copas de whisky. El capitán se sentó en uno de los sillones y se la bebió de un trago. Era consciente de lo que habría sucedido si Carter no hubiese aparecido en la biblioteca. Owen se acercó a una de las ventanas, no podía enfrentarse a ese americano excéntrico sin despreciarse. Pensó en qué le habría hecho a Vera esa noche y apretó los puños. La discusión con Nasher, la misión de la Compañía y el deseo por su esposa casi lo habían convertido en un monstruo.
—¿Qué te ocurre?
—No lo sé —dijo con sinceridad, y se mesó el cabello con las manos.
—Ella no es Margaret.
—Lo sé —dijo, y apoyó la frente en el cristal y cerró los ojos.
Carter recordó otros días, cuando Margaret lo visitó durante un tiempo. Al principio, le alegró tener compañía femenina, pero pronto comprendió que esa mujer era una arpía sin corazón. Carecía de humanidad ni sentimientos. Había muchas cosas que Burke ignoraba sobre su hermosa esposa, como que la había sorprendido en el lecho con uno de los administradores más influyentes de la Compañía. Eso nunca se lo confesó a Owen, pero intuía que él también lo sabía. Miró la puerta por donde unos minutos antes Vera había salido y pensó en la joven. Luchar frente a alguien como Margaret no sería una tarea fácil, alzó la copa y le deseó buena suerte. Luego, salió de la biblioteca. Hacía mucho que había dejado su vida de cazador. Aunque habría dado cualquier cosa por una buena pelea, una buena caza y una buena mujer como Vera, lástima que el tonto de ese joven no supiera apreciarlo. Esperaba por su bien que algún día no tuviera que lamentarlo.