Capítulo 27
Vera releyó la carta que Susan le había enviado contándole la visita de su padre. Por sus palabras dedujo que el encuentro no había sido todo lo agradable que debiera, ni tampoco lo peligroso que imaginaba que fuese. La joven deseaba ver a Susan y asegurarse de que estaba bien. Llegó al orfanato cuando los niños y Akilesh sacaban cubos de agua del interior, sin duda, el tejado necesitaba una buena reparación. El esposo de Susan recogió su bolsa de viaje e hizo un saludo tradicional hindú. El mal tiempo en la India era, incluso, mucho más vivo; la lluvia entonaba un latido que no había escuchado en ningún otro lugar. Durante el camino, recordó los besos de Owen, las caricias y la pasión que había sentido entre sus brazos. Se lo había dado todo y solo había recogido unas cuantas migajas. No estaba segura de poder vivir a su lado y conformarse con tan poco. No, después de haber visto qué podía tener. Cuando saludó a Susan no pudo contener por más tiempo las lágrimas y lloró con la misma violencia y entrega que el monzón sobre el tejado. Su amiga no dijo una palabra y esperó a que la tormenta amainara. Vera, con la nariz roja y mocosa, los ojos hinchados por el llanto e hipando como si hubiera bebido dos toneles de ron, la miró a los ojos.
—Lo siento, a veces el amor duele —aseguró Susan—, pero no siempre será así. —Se acercó y la abrazó con cariño.
Sus palabras lejos de aliviarla hicieron que recobrara con más fuerza el llanto. La condujo a su habitación. Esa noche, Vera no los acompañaría a cenar.
—¿Está bien? —preguntó su esposo.
Akilesh esperó a que Susan hablara antes de empezar a comer.
—Tiene roto el corazón.
—Entonces, el trabajo duro hará que se recobre —sentenció con su acostumbrada mentalidad lógica y analítica.
—Sí… —suspiró su esposa—, aquí no le faltará de eso.
Akilesh adoraba a Susan. Ella lo había sacrificado todo por él y por eso la amaba tanto. Había tenido un hijo y agradecía a los dioses que el encuentro con su suegro no hubiera terminado en una tragedia. Era un hombre pacífico y consideraba que la violencia no conducía a ninguna parte, pero habría matado al padre de Susan si hubiera agredido a su esposa.
Al día siguiente, Vera despertó avergonzada por su comportamiento, se vistió y bajó al comedor. Susan no se encontraba bien esa mañana y Akilesh había preparado el desayuno de los niños.
—Ve al lado de Susan —le propuso Vera—, yo serviré el desayuno.
—¿Estás segura? Son muchos —dudó Akilesh ante la olla de arroz que había cocido.
—Claro que sí, pero deberías llamar a un médico —le aconsejó.
Su amiga lejos de engordar con el embarazo, había adelgazado y se veía demasiado cansada. Vera se dijo que haría los trabajos más duros, eso le ayudaría a no pensar en la decisión que muy pronto debía de tomar.
—Vendrá el doctor Nasher. Susan me comentó que ya lo conocías.
Vera asintió y sonrió al escuchar la noticia, le alegraba que Ran acompañara al doctor. Se remangó el vestido, sirvió el arroz en los pequeños cuencos y llevó unos cuantos hasta el comedor. Los niños la observaban con una curiosidad que, pronto se convirtió en risas, cuando ella comenzó a contar una historia sobre dragones, princesas y caballeros de resplandeciente armadura. El desayuno dio paso a un sinfín de cuencos sucios que Vera se dispuso a limpiar con esmero. Después, llegó Ran, ambas se saludaron con entusiasmo y la señora Nasher se encargó de la clase de los niños, lo que le permitió a Vera tomarse un té y preparar otro para Susan. Lo puso en una bandeja con un par de galletas y llamó a la puerta de la habitación. Akilesh le agradeció con un «Namasté» la atención que tenía con Susan.
—Os dejo solas —dijo, y guiñó un ojo a Vera—, seguro que tenéis muchas cosas de qué hablar. Además, esos diablillos tienen clase de matemáticas.
Akilesh besó a su esposa en la frente con gran cariño y se acercó a la cuna de su hijo. El niño dormía.
Vera puso la bandeja sobre las piernas de su amiga cuando Akilesh se marchó.
—¿Estás mejor? —preguntó Vera.
—Mucho mejor. Necesitaba descansar, solo era eso. Tras la visita de mi padre, lo necesitaba aún más.
—¿Cómo fue?
—Terrible, Vera, nunca imaginé que almacenara en su interior tanto odio y dolor —respondió, mientras cogía con las dos manos la taza y soplaba el té caliente.
Susan, peinada con una trenza y vestida con un sencillo camisón, se veía más joven. No era mucho mayor que Vera, pero le habían surgido pequeñas arrugas alrededor de los ojos a causa de sus vivencias. La joven contuvo la respiración ante sus palabras al recordar que el contramaestre Maison parecía dispuesto a cortar en dos a Akilesh.
—Lo siento mucho, Susan.
—Pensé que mi padre me quería. Yo nunca dejé de hacerlo. Esperaba que aceptara a mi esposo, en vez de ese odio sin sentido que le profesa. No nos ha concedido ni una oportunidad de explicarle que nos amamos. —Susan puso la taza sobre la bandeja emocionada por los recuerdos—. Creí que al conocer a su nieto olvidaría ese rencor que lo ha transformado en alguien al que apenas reconozco, pero fue horrible. —Dos gruesas lágrimas descendieron por sus mejillas—. Él vociferó palabras que prefiero no repetir, palabras insultantes que jamás podré perdonarle.
—¿Qué dijo Akilesh?
—Estaba dispuesto a saltar sobre él como un tigre si nos hacía el menor daño. Pero solo nos insultó. Me arrojó a la cara todo lo que había hecho por mí, lo desagradecida que había sido y la vergüenza que le había causado. Y renegó de mí, juró que para él había muerto.
—Susan…
—No importa, sabía desde que me casé con Akilesh que mi padre no me perdonaría nunca lo que él consideraba una traición. De forma ilusa, imaginé que habría cambiado y seguía queriéndome, así que cuando me encontró, a pesar de tus advertencias, no pude negarme a verle. Akilesh había ido al mercado y si algún día llegara a descubrirlo, creo que lo mataría; pero me golpeó. Vera, mi padre me pegó hasta que pedí clemencia. Se comportaba como un demente y temí que cumpliera su amenaza de matarme. Estaba sola y asustada. Solo pensaba en proteger a mi hijo. Pero nunca podré olvidar que ese día traicioné el amor de Akilesh. Supliqué a mi padre el perdón por haberme casado con alguien como mi esposo por miedo, por el dolor que sus golpes me causaban, por cobarde.
Susan terminó por derrumbarse y comenzó a llorar. Vera la abrazó para consolarla, conocía muy bien lo que era tener miedo. Tras un rato de silencio en que ambas mujeres no pronunciaron una palabra, Vera se sinceró con Susan.
—No debes avergonzarte, yo sé muy bien lo que es tener miedo. ¿Sabes por qué estoy en la India? —Vera se apartó de Susan y la joven disintió la pregunta con un gesto de la cabeza—. Mi tío me maltrataba todos los días, me insultaba y golpeaba.
A Vera le costaba mucho hablar de esa vida que pretendía olvidar.
—Vera…, yo… —Susan quiso decir algo que aliviara el dolor que veía en sus ojos.
—Cuando perdí a mis padres —le interrumpió—, pensé que encontraría un hogar en brazos de mi tío, pero no imaginé que en su lugar encontraría un verdadero infierno. Así que no pienses que eres una cobarde. Nadie mejor que yo sabe lo bajo que puedes caer cuando se tiene miedo. Por eso vine a la India. Huía de mi tío y de esa vida.
Vera pronunció las palabras con tanta rabia que unas lágrimas brotaron de sus ojos. Susan, tras unos minutos tensos en los que su amiga había ido a la ventana y miraba a través de ella, se atrevió a decir:
—Deberías regresar y arreglar las cosas con el capitán Burke —dijo, limpiándose las lágrimas con la manga del camisón. La confesión de Vera había cerrado en parte su herida, y abierto una mayor, al comprender que otros habían sufrido mucho más que ella.
—¿Arreglar? Si eso fuera tan fácil. —Vera se giró. Caminó por la habitación con grandes zancadas. Susan aguardó paciente a que expulsara de su interior lo que la había empujado a huir del capitán Burke—. Trata a los indios como escoria, le he visto casi matar a un muchacho por derramar sobre mi vestido una copa de champañe. Sigue amando a su difunta esposa, según me ha demostrado en multitud de ocasiones y, por si fuera poco, tiene una amante. —Alzó los brazos y no era ella la que hablaba, sino el dolor y la frustración que habitaba en su corazón—. En nuestra noche de bodas intentó forzar a una mestiza en mi presencia —dijo entre sollozos, y se tapó el rostro con las manos—. Es un monstruo y lo peor de todo…
Vera guardó silencio. Había hablado demasiado, confesado cosas que le dolían y aunque no estaba acostumbrada a desnudar su alma, sintió afinidad con Susan desde que la conoció.
—Es que te condenarías al infierno porque él te amara —dijo Susan—. Quizá deberías alejarte de él o te destruirá.
—En eso te equivocas. —Se acercó a la ventana y le dio la espalda—. Ya lo ha hecho, ya me ha destruido.
—Vera…
—No te preocupes. —Se giró y sonrió a su amiga—. Mi padre decía que el trabajo lo cura todo y voy a darme un atracón de ello.
Vera salió de la habitación sin darle tiempo a Susan de compadecerla. Sentía que estallaría como un cartucho de pólvora y no quería hacerlo delante de nadie. Necesitaba utilizar ese dolor en algo útil, por lo que, casi convulsivamente, cogió un cubo y empezó a limpiar las habitaciones de los niños. Cinco horas más tarde, quince habitaciones relucían como un espejo. Tenía las manos despellejadas como el corazón, pero había conseguido olvidarse del dolor durante ese tiempo. La imagen de Owen en brazos de Ángela y la sonrisa de Margaret, en ese maldito cuadro, la acompañaron hasta que se metió en la cama, agotada, pero sin lágrimas que derramar.
Transcurrieron tres semanas para Vera donde el trabajo sin descanso apaciguó su ánimo, pero aún tenía que hacer frente a su esposo y decirle que lo abandonaba. Si quería conseguir la paz, debía ser sincera. Susan ya se encontraba mucho mejor y, de una manera muy directa, como todo lo que hacía esa mujer, le sugirió o, más bien le ordenó, que regresara a casa y pusiera en orden su matrimonio. «Su casa», aquella nunca había sido la suya, sino la de la antigua y difunta esposa del sahib Burke. Bashi se encargaba de recordárselo todos los días.
Vera bajó del carruaje y se sacudió la falda. El viejo sirviente salió a recibirla.
—¿Memsahib, ha tenido un buen viaje?
—Muy bueno —mintió. Ambos sabían que no era cierto. —No ha dejado de llover, pero el calor no ha sido tan sofocante.
—¿Le gustaría tomar un baño? La difunta memsahib Burke siempre lo hacía cuando venía de Nueva Delhi. Lo acompañaba con una copa de champañe—. Vera estaba tan furiosa que apretó los puños, pero no se rebajaría a discutir con Bashi delante del resto de los sirvientes.
—Los gustos de la difunta señora Burke no son los míos.
—Comprendo, memsahib Burke, usted es mucho más joven y…
—¡Basta! —terminó por gritar fuera de sí—. Yo prefiero el té.
Bashi hizo una inclinación servicial, aunque falsa. Luego, ordenó a uno de los sirvientes más jóvenes que cogiera la bolsa de viaje de la memsahib.
—Lo que ordene la memsahib —respondió Bashi con indiferencia.
Vera tenía la certeza de que con cada equivocación de ella, el odio de ese hombre hacia su persona se acrecentaba. Decidió que no resistiría un enfrentamiento y aceptó el ofrecimiento de tomar un baño. Una de las chicas le ayudó a desvestirse y se metió en la bañera; otra, le trajo un té. Le supo más dulce, pero la reconfortó. Se sentía cansada y se fue a la cama sin cenar.
Desde que se marchara Vera, Burke había volcado su frustración en la misión. Había indagado sobre las armas, pero la investigación había llegado a un punto muerto que le irritaba. Solo había conseguido averiguar que los hombres que hacían guardia esa noche habían recibido, de forma inesperada, una herencia de un familiar lejano. Todo era tan sospechoso que resultaba ridículo. La farsa era tan burda que hasta el más imbécil se daría cuenta. Burke se tuvo que contentar con cerrar una investigación sin presentar un resultado fiable, y consciente de que todo era un engaño. Esa mañana, se había encontrado con Akerman. Ambos se miraron a los ojos tratando de evaluarse. No contaba con ninguna prueba sustancial que condenara a ese trío de traidores. Era su palabra contra la suya y Time le había asegurado que si había un enfrentamiento público estaría solo. No alertarían al resto de los integrantes del grupo. El médico no hizo ningún comentario que le indujera a pensar que había cambiado de opinión sobre él. Tras informar al coronel delante de Akerman, Burke regresó a casa.
Allí, recibió la noticia de que Vera había vuelto del orfanato. Su primera intención fue verla, sin embargo, debía ser cauto con lo que le diría. No estaba dispuesto a dejar que se marchara pensando que era un monstruo sin corazón. Había hecho todas esas cosas con las que no comulgaba por una razón: para evitar que la India fuera esclavizada aún más. Durante esas semanas, se había dado cuenta de que Vera era lo más importante en su vida. La dejaría descansar e intentaría hablar con ella al día siguiente. Quería enmendar su matrimonio y esperaba que le concediera dicha oportunidad.
El olor a huevos revueltos y las ganas de ver a su esposa dibujaron en el rostro del capitán una alegría contagiosa que hacía mucho que nadie había visto en él.
—¿Y la memsahib, aún no se ha levantado? —preguntó a Bashi, mientras se servía una ración doble de beicon.
—La memsahib aún duerme.
Burke asintió y, tras terminar el desayuno, se marchó a trabajar. Debía presentar unos nuevos informes al coronel sobre la investigación. Odiaba la burocracia a pesar de ser parte de su trabajo.
Al mediodía, Vera entreabrió los ojos. Estaba desconcertada, y ni siquiera adivinó dónde había despertado. En la mesilla había una taza de té, alargó el brazo y la cogió con manos temblorosas. Se la acercó a los labios y de nuevo notó un sabor mucho más dulce. El té estaba frío, pero no le importó. Intentó incorporarse. Se sentía débil, hacía casi dos días que no había comido nada y su cuerpo protestaba por ese maltrato. Se puso una bata, la anudó a la cintura y adormilada y descalza, bajó al comedor. Pediría que le sirvieran una fruta, estaba convencida de que su estómago no resistiría nada más. Casi había llegado al comedor, cuando tropezó con Burke. El capitán se había acercado a la casa con la intención de verla. No imaginó que se encontraría a una Vera ojerosa y mucho más delgada, con evidentes signos de estar enferma.
—Deberías regresar a la cama. No tienes buen aspecto —le sugirió, e intentó besarla en la mejilla. Vera retiró el rostro y Burke se sintió ridículo ante la negativa.
—¿Qué te importa a ti mi aspecto? —le contestó.
No se sentía bien, y estaba harta de disimular en un matrimonio que ese hombre no quería. Se soltó de las manos de Owen, abrió la puerta del comedor y tuvo que aferrase a la manilla para no caer.
—Un té y un poco de mango —pidió a Bashi.
—Enseguida, memsahib —respondió solícito el sirviente antes de marcharse.
—Vera, quiero hablar contigo —le pidió con amabilidad el capitán.
—No hay nada de qué hablar. Ya me has dejado muy claro cómo será nuestro matrimonio y no viviré de esa forma. No puedo aceptar cómo eres, yo…, yo…
Vera enmudeció de pronto. El suelo pareció moverse bajo sus pies e intentó sujetarse a la silla, pero la oscuridad se apoderó de su cabeza y, después, la envolvió en la nada.
Burke se acercó a ella con rapidez al ver que se desmayaba. El único médico en el acuartelamiento era Akerman y no sentía ninguna confianza en él. No era solo cansancio, le tocó la frente y estaba ardiendo. Subió con ella hasta el dormitorio y la acostó con mucho cuidado.
—Vera, lo siento. Si supieras… —Owen acarició su mejilla.
—No me pegues, lo haré, haré lo que quieras. —Vera estaba sumida en un estado febril y recordaba otras vivencias—. Rezaré, te juro que rezaré…
Cuando ella le permitió ver sus cicatrices comprendió el sufrimiento y el maltrato que había padecido desde la infancia. No le había confesado quién era responsable de esa atrocidad y no insistió en averiguarlo. Esos recuerdos eran tan dolorosos que Vera prefería olvidarlos, pero en sus delirios, le estaba mostrando las piezas que necesitaba para componer el rompecabezas que había sido su infierno. Esa noche, juró que si alguna vez se cruzaba con ese sádico, lo mataría.
—Tranquila, Vera. Soy yo, Owen —le susurró con cariño, mientras le acariciaba el pelo.
El capitán envió a Bashi a por el doctor. El médico ni siquiera le saludó cuando entró en el cuarto. Akerman actuó con una arrogancia y un desprecio que Owen le habría borrado de un puñetazo.
—¿Cómo está?
Akerman le tomó el pulso y no diagnosticó una enfermedad, todo parecía ser un cuadro febril que la señora Burke podía o no superar.
—Reza, Burke, es lo único que se puede hacer. Eso y confiar en la voluntad de Dios, aunque creo que no debes tener esperanzas.
Owen se habría lanzado al cuello del médico y le habría demostrado la voluntad de Dios, pero se contuvo y asintió temeroso de que Vera muriera esa noche. Cuando estuvo a solas, la cogió en brazos y la meció como a una niña. No rezaba tanto desde hacía mucho tiempo. De pronto, la puerta se abrió y una Pamela, con el gesto iracundo, seguida del sargento se dirigió hacia él como si fuera el culpable del Apocalipsis.
—¡Madre de Dios!
—Pamela, se muere.
—¡No, si yo puedo impedirlo! —exclamó con una fortaleza que hizo que Spencer viera en ella a la mujer de la que se había enamorado—. ¡Gilliam! Ordena que preparen una bañera llena de agua fría, debemos bajarle la fiebre. —El sargento salió de la habitación para cumplir las órdenes—. Capitán Burke, ayúdeme a desnudarla.
—Lo haré yo solo —se apresuró a decir. Si Vera sobrevivía esa noche, quizá no le perdonara que su amiga descubriera el maltrato al que había sido sometida.
—Capitán, he visto las cicatrices. —Pamela colocó una mano sobre el hombro de Burke—. No necesita ocultarlas de mí.
El capitán asintió con tristeza y procedió a desnudarla. El cuidado con lo que lo hizo y la desesperación que reflejaba su rostro, demostró a Pamela lo mucho que amaba a Vera. Haría todo lo posible para que superara esa noche, esperaba que los baños de agua fría le bajaran la fiebre. Durante los dos días siguientes, Pamela y él trabajaron unidos para bajarle la calentura, pero lo peor eran las noches. La temperatura se disparaba y Vera deliraba hablando de su vida en Londres. Owen cosió varios retazos a cuales más desgraciados. Se dijo que si se recuperaba y volvía a confiar en él, la haría feliz.
El corazón de Ahisma se detuvo cuando escuchó cómo alguien se acercaba a la cueva. Las lluvias habían sido una pesadilla. El suelo mojado la hacía tiritar y, a pesar de las mantas y el fuego, el frío se introducía en su cuerpo con insistencia por la noche. Se puso en pie y salió, pero al ver de quién se trataba corrió en su busca. Narayan abrió los brazos y ella se refugió en ellos. Cada noche, recordaba el día en que se había entregado por completo a ese hombre entre aquellas rocas inmemoriales. Rocas que habían dado protección a otros antes que a ellos. Ahisma nunca había sentido las caricias de un ser humano, salvo las de su madre. Narayan fue tan delicado, tan paciente con su torpeza que consiguió aumentar su amor por él aún más.
Narayan besó su frente, mientras su corazón latía de nuevo al verla. No había un segundo del día que no pensara en si estaba bien.
—¡Narayan! —exclamó, luego Ahisma lo besó.
Él rodeó su pequeña cintura, la cogió en brazos y se dirigió al interior de la cueva. Ya habría tiempo para contarle los nuevos acontecimientos, antes se amarían. Había soñado con ello durante toda la semana. Ahisma le sonrió y le dio permiso para continuar. Los dos sentían la misma necesidad. Mucho más tarde, la muchacha se cobijó bajo su brazo y jugueteó con el vello rizado del pecho de Narayan. El cipayo dudó en contarle lo que le ocurría a la memsahib, pero si llegaba a enterarse no le perdonaría que no se lo hubiera contado.
—La esposa del capitán Burke está muy enferma.
Ahisma se incorporó y lo miró a los ojos repletos de preocupación. El pelo sedoso y brillante de la joven ocultó uno de sus pechos. Narayan rozó con las yemas de los dedos el que no estaba escondido detrás de su cabellera. Bajó con la mano hasta su estómago y descendió de forma peligrosa a su entrepierna. Ahisma sentía que el mundo se tambaleaba bajo sus pies cuando la tocaba.
—¡Túmbate! —le pidió con afecto.
Ahisma obedeció y dejó que su cuerpo respondiera a las caricias del cipayo.
—¿Cómo de enferma? —preguntó, cuando sintió en su interior a Narayan balanceándose en una danza ancestral y primitiva. —¿Qué dice el médico? —insistió en saber entre jadeos que retumbaban en la cueva como voces milenarias.
—No sé qué dice el médico —respondió, mientras sus cuerpos se entrelazaban y luchaban por alcanzar la máxima satisfacción.
Ahisma se sentó a horcajadas sobre él y apoyó la cabeza en el pecho de él. Narayan no era inmune a su preocupación por la esposa del sahib.
—El capitán está como loco —dijo, y le alzó el mentón con cariño—. Si no se tranquiliza, cometerá una estupidez. Cree que Akerman intenta matar a su esposa. No lo ha dicho, pero veo cómo lo mira cuando se marcha. Hasta le he oído jurar que lo matará si ella no sobrevivía.
Ahisma lo apartó de ella con decisión y se puso en pie. Ante la sorpresa de Narayan empezó a vestirse.
—¿Qué haces?
—Debo ver a la memsahib —aclaró.
—Ni hablar —le ordenó, y su rostro demostraba que no la dejaría hacerlo.
—¡No eres mi esposo! —gritó con las manos en las caderas. Ahisma terminó de vestirse.
A Narayan le dolieron sus palabras, aunque tenía razón. No era su esposo y lamentaba no serlo. No resultaba tan fácil casarse con una mestiza. Las dudas se dibujaron con claridad en sus ojos e hirieron el corazón de Ahisma.
—Te arriesgas a que ese bastardo te reclame.
—Lo sé, pero me parece extraño que el sahib desconfíe del doctor.
Para Narayan había sido una sorpresa descubrir que Ahisma no había sido la amante del capitán ni de ningún otro. Ser el primer hombre en su vida le llenaba de orgullo y también de culpa. No se casaría con ella. Si la convertía en su esposa sería despreciado por su familia y deshonraría su nombre. Además de mancillar su cuerpo también condenaría su alma. En cambio, ella se había entregado a él como si fuera su verdadera esposa. Narayan asintió y aceptó su decisión.
Bashi llamó a la puerta de la memsahib Burke. Owen ni siquiera escuchó los golpes. Ante el silencio, el viejo sirviente abrió la puerta y asomó la cabeza.
—La memsahib Murray ha venido a verle.
—No quiero ver a nadie…
—Sahib, quizá la señora se ofenda si no la recibe…
—¡Está bien! —Burke estaba demasiado preocupado por su esposa, pero aún tenía entre manos la misión de Shorke y ya había ofendido bastante a Ángela—. Que nadie entre en la habitación.
—Así se hará, sahib.
El viejo sirviente hizo una inclinación y esperó a que Burke cerrara la puerta. La habitación estaba en penumbras y la inglesa se agitaba presa de la fiebre. Se acercó a ella, sacó una pequeña botella con un líquido negruzco con un intenso olor y obligó a la joven a bebérselo. El color del rostro de Vera palideció aún más, pero sus temblores desaparecieron. Después de ingerirlo, se mantendría en una inmovilidad vegetativa con los ojos abiertos y la respiración agitada. Cada inspiración escondía una lucha titánica para seguir viviendo.
Mientras tanto, en la biblioteca, la señora Murray era recibida por el capitán Burke.
—Agradezco que hayas venido a interesarte por la salud de mi esposa —se obligó a decir Owen.
—No es ninguna obligación, sino el deber de una amiga —Bashi no le había dicho que Melisa también la acompañaba.
—¿Cómo se encuentra su esposa, capitán Burke? —preguntó la joven, más interesada en observar la casa de Margaret que en el estado de Vera.
—No muy bien —reconoció.
—¡Oh! Lo siento mucho, nunca pensé que Vera enfermara. En nuestro viaje desde Londres era la más fuerte —dijo como si fuera la mejor amiga de Vera—. Resistió todo aquel infierno sin desfallecer.
—Lleva usted razón, mi esposa es una mujer fuerte y saldrá de esta.
—Seguro que sí, capitán, seguro que sí. ¿Podemos verla? —preguntó Melisa.
—No pueden hacerlo. No sabemos si lo que tiene es contagioso —dijo Owen como excusa para que no visitaran a Vera. Ángela alzó una ceja, Owen estaba seguro de que sabía el diagnóstico gracias a Akerman. Ángela casi había obligado a Melisa a acompañarla. Prefirió quedarse en un segundo plano y observar a su amante. Lo que vio le confirmó que no dejaría que esa mojigata le robara a ese hombre—. Si me disculpan —se excusó—, debo regresar a su lado, mi criado les servirá un té o cualquier otra cosa que prefieran.
Las dos mujeres esbozaron una sonrisa forzada. Ángela al comprender que Owen se había enamorado de esa muchacha y Melisa por envidiar una casa como la que disfrutaba Vera.
Owen ordenó a Bashi que atendiera a las invitadas y regresó al lado de Vera. Su estado era mucho más preocupante y su desesperación, también. No sabía cómo aliviar su dolor. Además, su agonía por respirar la consumía cada vez más. Burke tomó sus manos entre las suyas y le habló con afecto. Rogó a Dios que la salvara. Si lo hacía, la compensaría por todo el daño que le había hecho padecer.