Capítulo 12
Los criados habían preparado un pequeño refrigerio en el salón, consistía en frutas confitadas, platos típicos indios, canapés dulces como salados, además de una botella de champañe. Vera se acercó a la mesa, cogió un trozo de fruta que fue incapaz de comer y la dejó en el plato. En el camino de regreso al bungalow había decidido poner en claro varios puntos. El de su hija era uno de ellos, pero dudaba si debía ser el primero en tratar.
—Capitán Burke —dijo, y Owen frunció el ceño por cómo lo había llamado—, Owen —rectificó.
—Sí, Vera.
Burke se sentó en uno de los sofás y cruzó las piernas. Se había desabrochado la chaqueta y empezado a fumar un habano. El humo ascendía en ondas hacia el techo. Durante un segundo, Vera quedó hipnotizada por las figuras que el capitán construía en el aire. Hubiera querido ver en él al hombre con el que había bailado y bromeado en la fiesta, pero examinó su rostro y no encontró rastro de él.
—Debemos hablar —se atrevió a decir.
—Es lo que estamos haciendo.
Tenía la esperanza de que su esposa no se comportara como una histérica. Cualquier mujer montaría una escena desagradable tras la confesión de Ángela y aún debía humillarla en una noche de bodas de pesadilla.
—Sí… bueno…
—¿Qué ocurre?
Vera odiaba esa forma que tenía de interrumpir las frases. Empezó a caminar por la habitación, apretó los puños y fue al grano.
—He hablado con la señora Murray…
—Me han dicho que has hecho más que eso.
De nuevo se adelantaba a sus comentarios, la paciencia de Vera se estaba agotando.
—Si te refieres a nuestro desagradable encuentro…
—Y a qué si no.
Las mejillas de Vera se cubrieron de un rubor que Owen achacó al bochorno que había pasado ese día, cuando en realidad, el color encarnado de su rostro era la consecuencia del enfado por sus interrupciones.
—Si a una mujer se le informa de que su esposo tiene una amante y la persona encargada de comunicárselo es la amante en cuestión, creo que es del todo lógico que se moleste…
—Nadie me dirá a quién meto en mi cama.
—Ni pretendo hacerlo —dijo y se detuvo—. Es del todo razonable y conveniente.
Owen se quedó sin palabras al oír las de su esposa: “razonable”, “conveniente”… pero ¿a qué demonios se refería con eso? Había esperado reproches, llantos, súplicas, incluso, alguna que otra lamentación por haber recorrido miles de millas y encontrarse en una situación como aquella, pero Vera Henwick pensaba que la situación era razonable y conveniente.
—¿Por qué lo consideras razonable y conveniente? —se obligó a preguntar, e intentó controlar el malestar que la respuesta le había causado.
Vera comenzó de nuevo a caminar por la habitación. Owen la observaba a través de la nube de humo del habano. Su rostro tenía bellos rasgos, sus ojos parecían dos gemas verdes y doradas que brillaban mucho más si se alteraba. Su cuerpo vestido con esas hermosas telas había ganado en porte y belleza. La señorita Henwick no era la cándida y pueril muchacha que había creído ver la primera vez que se conocieron.
—Somos dos extraños —continuó Vera con su discurso—. No pretendo alterar tu vida y pienso que es mejor que tengas una mujer que acuda a tu cama y no alguien obligada a hacerlo. —Miró al capitán con decisión antes de añadir—: No seré un obstáculo entre dos personas que se aman…
—No amo a la señora Murray, solo es sexo.
Vera enrojeció aún más y se detuvo en mitad de la habitación. El capitán mostraba una frialdad calculada con cuyas palabras solo pretendía escandalizarla.
—Entonces, mucho mejor —Vera recuperó de nuevo la entereza—. Eso te ayudará a liberar tensiones y a ser mucho más amable y mejor esposo.
Owen casi se atraganta con el coñac, ¿qué esposa hablaba así a su marido en la noche de bodas? Además, le había dado su consentimiento para mantener una amante.
—¿Algo más que debas decirme?
Owen la dejaría hablar, al menos, sintió que no le haría tanto daño cuando interpretara el papel de crápula delante de ella.
—Sí, hay una cosa que has olvidado contarme.
—No te entiendo.
—Tienes una hija.
—Ahora, es mejor no tratar ese tema. —El rostro de Owen se endureció tanto que Vera se aferró a la tela de la falda.
—Creo que es un tema del que sí debemos hablar.
Owen se puso en pie y se acercó a ella. Se detuvo a escasos centímetros de su rostro y le clavó la mirada de la misma forma en que lo hacía a sus hombres cuando erraban. Cuando esto sucedía, sus soldados temblaban de pies a cabeza. En cambio, su esposa elevó el mentón y se encaró a él sacando pecho. Esa parte de su anatomía lo distrajo lo suficiente para olvidar el enfado, pero los ojos de la chica mostraban un desafío que no podía pasar por alto.
—No es un asunto del que te convenga inmiscuirte —sus palabras sonaron a amenaza.
Vera se había enfrentado a su tío y nadie le daba más miedo que él. No conocía a la hija del capitán, sin embargo, no dejaría que un ser inocente pagara por los pecados de un hombre que no era capaz de entender lo que era no ser querida.
—No estoy de acuerdo. Tendría que vivir con nosotros, eres su padre y yo estaré encantada de cuidarla. El capitán Dunne me ha contado que era uno de los motivos por los que decidiste volver a casarte —insistió, conciliadora.
Owen ante las palabras de Vera perdió la paciencia, la sujetó por los hombros y la acercó a él. Nadie le diría cómo comportarse con la hija de Margaret.
—No solo me he casado por eso —dijo y la intensidad de su mirada fue tan reveladora que Vera creía que ardería en llamas en ese instante.
—Comprendo —se obligó a pronunciar—, pero yo sé lo que es no ser querida y puedo…
—¡No vuelvas a mencionarla! —le interrumpió—. Ocúpate de ella si es lo que quieres, pero esa niña nunca pondrá un pie en esta casa —dijo con los ojos enloquecidos por el odio.
Owen había tenido bastante por una noche, el encuentro de Ángela lo había enfadado y, ahora, esa chiquilla lo desafiaba con una obra de caridad. De repente, deseó besarla, sí, unas ganas irresistibles de besarla y comprobar si no era tan falsa como Margaret o Ángela. El aroma a vainilla que desprendía le recordó su niñez, un tiempo feliz, un mundo olvidado y deseó mandar todo al diablo, pero en vez de eso, la apartó de él y con voz ronca le dijo—: ¡Ve a tu dormitorio! ¡Prepárate para recibirme!
—Pero… tú… —intentó tranquilizarlo—, tienes a Ángela…
—Si te has creído que voy a ser el hazmerreír del acuartelamiento estás muy equivocada.
A Vera la proximidad de Owen la perturbaba y temía que sus palabras hubieran encendido la mecha de algo muy peligroso. Apesadumbrada, se dirigió a su cuarto. La recargada decoración con cortinas de sedas, brocados, lámparas de cristal, cuadros y una enorme cama con dosel eran la adecuada para una princesa hindú prisionera, no para ella. Una joven mestiza la esperaba para ayudarla a desvestirse. Vera sonrió con tristeza y la muchacha respondió de igual forma.
Ahisma quitó las plumas de la cabeza de la memsahib. Realizó el trabajo con mucho cuidado, aún recordaba los días en casa de su padre. Cuando se sentía menospreciada por aquellos que eran sus hermanos, sobre todo, por Adela. Su hermana mayor era una niña desconsiderada y caprichosa que la martirizaba cada vez que estaban a solas. Charles, en cambio, era un joven noble y de buen corazón que intentó acercarse a ella. Una caída de un caballo le rompió el cuello y su padre jamás superó la pérdida de su heredero. A veces, Robert Priston, que así se llamaba, la observaba en la distancia, como un ornitólogo haría con un bello ejemplar de un pájaro. Si alguien le sorprendía se giraba molesto y le decía cualquier palabra descortés para dejar claro cuál era su posición en aquella casa. La esposa de su padre, una mujer que consideraba a los hindúes simples animales de trabajo, no soportaba a su madre y le encargaba las tareas más pesadas.
Ahisma se sentía dividida por sus dos razas. Amaba la religiosidad hindú, su mundo y su concepto de la vida, también amaba el pragmatismo inglés, la cultura organizada contraria al caótico mundo hindú. No pertenecía a ninguno de los dos y ninguno le perdonaría su otra mitad. Así que Ahisma no disponía del consuelo de una familia ni un lugar al que pertenecer. Tampoco imaginó que terminase en un burdel. La mujer de su padre las arrojó a la calle al morir su padre. Y, su madre nunca se recuperó de la pérdida. Aunque verse sin un techo ni comida no fue lo peor, sino que Adela la vendiera a Maan Chandra, la dueña del burdel. Esa mañana, temió que la hubiera comprado ese soldado. Durante el camino no dijo una palabra, solo la había mirado una vez cuando llegaron al bungalow de un inglés en el acuartelamiento de Meerut. Narayan esperó a que bajara del carro, pero para Ahisma estaba demasiado alto.
—¿Puedes ayudarme? —preguntó sin atreverse a levantar los ojos del suelo.
Narayan se puso rígido y se mantuvo firme, aunque no hizo ningún movimiento.
—Sabes que no puedo tocarte —confesó a regañadientes.
Ahisma clavó los ojos en los suyos y vio el desprecio en ellos; para él era una impura, una criatura contaminante y si la tocaba debería hacer un ritual de purificación. Un ritual con el que limpiar cuerpo y espíritu. Bajó del carro sin ayuda y le costó un desgarro en el sari y un pequeño corte en la pierna. Narayan apretó los dientes al verla sangrar. La chica se había lastimado por su culpa y sus ojos disimularon el dolor que le causaba la herida. Era un buen creyente, pero a veces detestaba serlo y ese era uno de esos momentos.
—¡Vamos! —le ordenó.
Ahisma lo siguió en silencio. Las miradas de los criados eran de sorpresa y desprecio. No había nada peor en la India que ser un mestizo y ella no podía disimularlo.
—¿Qué debo hacer? —preguntó, preocupada.
Maan Chandra y el resto de las chicas le habían explicado qué se esperaba de ella. Le habían dicho que no temiera a los clientes, ya se acostumbraría; pero Ahisma sentía pavor ante lo que le sucedería esa noche.
Siguió a Narayan con la cabeza gacha. El cipayo parecía enfadado y avanzaba por la casa a grandes zancadas.
—Esta noche, asistir a la señora —terminó por contestar.
Narayan había hecho más que suficiente obedeciendo al capitán y no sería quien daría explicaciones a esa joven. Si el burra sahib quería una amante india en su noche de bodas que fuera él quien se lo explicara. Furioso con el capitán, molesto con la joven y enfadado consigo mismo se dio la vuelta. Con la espalda recta y el aire marcial que lo caracterizaba salió de la habitación dejando sola a Ahisma. No pasó mucho tiempo, cuando una mujer le pidió que fuera a la cocina. La sentaron aparte, como si tuviera algo contagioso, y después le sirvieron una cahppattis; una especie de torta que antes habían troceado. Ahisma comió en silencio; estaba acostumbrada. Más tarde, los sirvientes se desharían de la escudilla para no contaminar a nadie de la casa.
—¿Cómo te llamas? —Ahisma levantó la cabeza y miró a la señora.
—Ahisma —contestó.
—Yo soy Vera. Encantada de conocerte, Ahisma.
Vera extendió la mano y Ahisma no supo muy bien qué esperaba que hiciera. Sabía cómo se saludaban los ingleses, pero nadie en mucho tiempo la había tocado. Imaginó que la nueva esposa del capitán desconocía cuál era la condición de los mestizos en la India. Era inglesa y los ingleses no distinguían entre castas, para ellos todos eran escoria, así se lo hizo ver la esposa de su padre. De todos modos, Ahisma tomó la mano de la memsahib y sonrió.
—¿Ha sido una boda bonita? —preguntó con cortesía.
—Sí, muy bonita. —Vera reconoció que la señora Murray había realizado un buen trabajo en la iglesia y en la fiesta.
—No he visto su ropa de dormir.
—No tengo —respondió Vera, avergonzada.
Ahisma guardó silencio, sacó un camisón ajado de uno de los cajones de una ostentosa cómoda y lo dispuso en la cama con cuidado. Los movimientos de la joven eran delicados, danzaba en vez de moverse. Vera reconoció que era muy bella y, sin esos ropajes, pasaría por una inglesa de modales educados. Además, su pronunciación del inglés era perfecta. Estaba a punto de preguntarle sobre su vida cuando la puerta del dormitorio se abrió. El capitán se había quitado el uniforme y vestía una bata de seda negra que anudaba con un cordón gris a la cintura. Ahisma hizo una inclinación dispuesta a retirarse. Owen la sujetó del brazo y le impidió que se marchara.
—No tan deprisa —le dijo, sin dejar de mirar a Vera.
Narayan había comprado a una mujer tan hermosa que sintió remordimientos. Era mestiza y muy joven, más inglesa que india. Su esposa lo miraba sin comprender y la chica lo observaba con temor.
—Deja que Ahisma se retire —le pidió Vera ante la cara de terror de la joven.
—Ahisma… bonito nombre —dijo Owen, y acarició el suave rostro de la muchacha con uno de los dedos.
—¿Qué haces? —preguntó Vera, asqueada.
—Disfrutar de una noche de bodas —dijo, y atrajo a la chica hacia él—. Mejor con alguien al que no le desagrade ir a mi cama. Seguro que Ahisma no es tan delicada.
Owen omitió el rostro de horror de la joven y se maldijo por lo que Ángela le obligaba a hacer. Notó el cuerpo rígido y pétreo de la muchacha y pensó que algo no andaba bien. Era una prostituta, debería actuar con más solicitud, sin embargo, parecía que nadie la hubiera tocado antes. Burke se apoderó de su boca y Ahisma se reveló como una serpiente amenazada.
—¡Suéltala! —gritó Vera—. ¡Eres un monstruo!
Owen la alzó en brazos y la condujo a la cama. Ahisma golpeó su pecho con los puños, pero nada de lo que hiciera la defendería de alguien con la fortaleza del burra sahib. Owen no iría más lejos, suponía que Vera, ofendida, se marcharía de la habitación. Luego, pagaría a la chica para que dijera que había pasado la noche con él. Así, Ángela estaría satisfecha y él un paso más cerca de lograr sus objetivos. Pero ni Ahisma era una chica del Bibighar ni Vera una buena esposa inglesa. Al ver lo que el depravado del capitán pretendía con su doncella cogió uno de los jarrones y le golpeó la cabeza. Owen cayó sobre el cuerpo de Ahisma desvanecido. Aliviada, comprobó que tenía pulso. Ahisma lloraba y salió de debajo del cuerpo del inglés ayudado por su esposa. Vera la abrazó para calmarla y le dio un poco de agua que había en una jarra.
—Todo ha terminado… —le dijo, entonces unos golpes en la puerta interrumpieron a Vera.
—Memsahib, si es el cipayo me matará —dijo Ahisma con lágrimas en los ojos.
—¿Te refieres a Narayan? —preguntó Vera sin entender muy bien de qué iba todo eso. De nuevo, unos golpes alertaron a la joven—. Sí… —dijo Vera con voz temblorosa—, ¿qué ocurre?
—Memsahib —respondió al otro lado Bashi.
—¿Por qué me molestas a estas horas?
Mientras tanto, Vera y Ahisma metieron al capitán Burke en la cama y le taparon hasta el cuello. Permanecía aún inconsciente.
—El sargento Spencer desea verla.
—No son horas de recibir visitas —respondió con sequedad.
—Memsahib, se lo he dicho e insiste en que lo reciba. Se trata de la memsahib Spencer.
Vera abrió la puerta y salió sin que el criado viera qué sucedía en el interior. Bashi no era un viejo estúpido y supuso que el burra sahib estaba entretenido con la mestiza. Ese no era asunto suyo, ni tampoco si la memsahib daba o no su consentimiento. La nueva esposa del capitán no se parecía en nada a la antigua. A pesar de los años que llevaba al servicio de los ingleses, su comportamiento siempre le sorprendía.
—Deme cinco minutos y después hágalo pasar a la biblioteca.
Vera se sentó y contempló las estanterías repletas de libros. Desde que llegó apenas había leído ninguno. Ojeó deprisa algunos títulos interesantes. Un criado anunció la entrada del sargento. El hombre vestía su uniforme de manera impecable, se cuadró ante Vera como si fuera el capitán y, al darse cuenta de su estupidez, se mesó los cabellos.
—Señora Burke… —comenzó a hablar—, usted es amiga de mi esposa.
—Sí, sargento Spencer, somos amigas. Siéntese, por favor. —Le indicó con un gesto de la mano una de las sillas.
—No sabía a quién acudir, y Pamela no deja de llorar.
—¿Por qué?
Vera se puso en pie y escudriñó el rostro del sargento. Esperaba que no le hubiera hecho daño a Pamela. El soldado correspondió a su mirada con sorpresa. Esa mujer parecía dispuesta a clavarle el abrecartas en el cuello.
—No le he puesto una mano encima… —se apresuró a decir.
—No entiendo qué hace a estas horas en mi casa. —Vera se sentó de nuevo, preocupada por lo que pasara en su cuarto.
—Señora Burke, mi esposa no desea mi contacto.
El sargento se removió incómodo en la silla.
—Será mejor que mantenga esta conversación mañana con mi esposo, quizá entre caballeros…
—No soy un ingenuo —añadió Spencer—. Sé que no soy el primer hombre que ha tocado a Pamela.
Vera palideció ante las palabras del sargento. Guardó silencio a la espera de que Spencer retomara la conversación y, al no hacerlo, añadió:
—No lo es, pero eso no significa que con el tiempo…
—No me consuele como a un niño. —Spencer se puso en pie y comenzó a andar de un extremo a otro por la habitación—. Ella ama a otro, no intente negarlo. Eso lo comprendo, nunca pretendí que la mujer que me eligiera se enamorara de mí por una fotografía. —Bajó la barbilla y su actitud conmovió a Vera—. Es estúpido, tenía la esperanza de que al conocerme, me aceptara. Pero Pamela está aterrorizada, me evita de todas las maneras posibles y esta noche… —Vera pensó que si había forzado a su esposa, Pamela jamás se lo perdonaría—. Esta noche… no es fácil para mí hablar de ello… esta noche ni siquiera me ha permitido besarla. Se ha encerrado en su habitación y no deja de llorar. Solo repite que lo siente, que lamenta haberse casado conmigo y que no la merezco. —Se detuvo y apretó el puño de la espada que colgaba del cinto del traje de gala que aún vestía—. Le juro, señora Burke, que no soporto verla en ese estado.
—Sargento Spencer, ¿qué quiere que haga? —preguntó Vera con cierta reticencia.
—Hable con ella, por favor —rogó—. Comprendo que el capitán Burke no esté de acuerdo, dada la noche que es, si quiere puedo hablar con él y…
—No se preocupe —se apresuró a decir Vera—, el capitán me ha dado permiso, imaginamos que se trataba de Pamela —mintió—, y me ha permitido acompañarle si era necesario. Espéreme unos minutos, he de cambiarme de ropa.
—Por supuesto, señora Burke.
Vera aún llevaba puesto el vestido de novia.
—Ahí tiene una botella de brandy —dijo, y señaló a una pequeña mesa de licores que estaba al fondo de la habitación—, seguro que al capitán Burke no le importa que se sirva una copa.
Vera subió las escaleras que conducían al primer piso de dos en dos. Llamó tres veces a la puerta de la habitación, tal y como había acordado con Ahisma. La chica abrió y se retorció las manos en un gesto nervioso.
—¿Cómo está? —preguntó Vera con preocupación.
—Aún no se ha despertado.
—Mejor —afirmó con una seguridad que estaba muy lejos de sentir—. Ahora, tenemos que ir a casa del sargento Spencer. Ayúdame a quitarme este vestido.
—Señora, yo no soy una buena compañía…
—Tonterías, más tarde me explicarás a qué te refieres. Debemos darnos prisa. Si mi esposo —dijo, y la palabra se le atragantó en la garganta— despierta, no estoy segura de cómo se tomará lo que hemos hecho.
—Temo por usted —dijo la muchacha con un hilo de voz.
—No te preocupes —mintió.
Vera observó el rostro del capitán y lanzó un suspiro de resignación. Cuando dormía, perdía esa agresividad que había mostrado hasta entonces. Se dijo que no debía engañarse por las apariencias. Ese hombre era mucho peor que su tío, al menos, Abel Henwick tenía la excusa de la droga. Se preguntó cuál sería la de su esposo.