Capítulo 15

A Vera se le cayó el libro de las manos cuando Burke la sorprendió en la biblioteca. Había pasado el resto de la tarde leyendo, ni siquiera había acudido a cenar; Owen tampoco. El capitán, con un gesto disgustado, se dirigió a la mesa de licores.

—¿No es un poco temprano para beber? —preguntó ella.

El hecho de que Owen bebiera no le importaba, pero imaginar que al igual que su tío se emborrachara, la alertaba. Prefería no repetir en su matrimonio los insultos y discusiones que había padecido con Abel.

—Lo es —dijo, y se sirvió una copa de brandy sin dar otra explicación.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Vera, al ver cómo fruncía el ceño y se abstraía en sus propios pensamientos, ignorándola.

—Han robado unos fusiles y bastante munición.

Vera se sentó en una de las butacas y apretó el libro contra el pecho.

—¿Ha habido heridos?

—Todavía no, pero no tardará en haberlos. —Owen se sentó en el otro sillón—. Cuando Zacarhy los atrape —sabía que eso no ocurriría. Su amigo apresaría a algún desgraciado y lo culparía de lo sucedido—, les sacará la piel a tiras.

Durante un instante, Owen no dijo nada más. Se tocó las sienes con la mano libre y Vera decidió que era hora de retirarse.

—¿A dónde vas?

—Es tarde, pero…

—Vera, por favor, esta noche termina tus frases —dijo con acritud.

La joven no contestó una réplica sarcástica como pensaba hacer. Pero quería decirle algo importante, así que se mordió la lengua. Prefería no comenzar una discusión.

—Me gustaría que me prometieras que no vas a molestar a Ahisma, ahora es mi doncella.

Vera ignoraba que la decisión que había tomado sobre Ahisma implicara un problema para ella o su esposo. Burke supo que tendría más de uno y no solo con Maan Chandra. Debía convencer a Ángela y no había hecho nada que satisficiera a una mente tan retorcida como la de la señora Murray, exceptuando que Vera lo dejara en ridículo delante de una sirvienta mestiza.

—Llámala —ordenó.

—¿Para qué? —preguntó ella desconfiada.

Owen la miró con tanta intensidad que Vera supo que no aceptaría una negativa. Despacio, se dirigió hacia la puerta; fuera, un sirviente montaba guardia a la espera de que los señores lo solicitaran.

—Por favor, dile a Ahisma que deseo verla en la biblioteca.

El joven, que no tendría más de quince años, se apresuró a cumplir la orden. Vera se sentó de nuevo frente a su esposo y guardó silencio. Varias posibilidades atravesaron su mente y ninguna de las que barajó pronosticaba nada bueno para ninguna de ellas. Cinco minutos más tarde, unos débiles golpes en la puerta anunciaron que Ahisma estaba allí.

—Pasa —dijo Vera sin dejar de pensar en los motivos del capitán.

La mestiza entró, y su sonrisa desapareció cuando vio a Burke. Vera intentó tranquilizarla, pero ella misma no sabía muy bien para qué requería su presencia.

Burke permanecía sentado en la butaca con los pies extendidos. El dolor de cabeza era persistente y aumentó al ver los ojos asustados de Ahisma y los de desconfianza de su esposa.

—¿Eres una chica del Bibighar? —preguntó, e ignoró su propia conciencia en pos de su obligación de soldado.

—Sí, sahib, lo era —añadió con premura Ahisma.

—¿He pagado por un servicio que no he obtenido?

Los ojos asustados de Ahisma miraron a Vera y los suyos a su esposo. Ninguna de las dos mujeres había esperado una pregunta de ese tipo.

—Sí, así es.

—Entonces, quiero lo que he gastado —exigió y después ordenó—: ¡Ven!

Ahisma alzó el rostro con orgullo, nunca había estado tan bella. Esta vez, Vera no lo solucionaría golpeándole. Debía aceptar que su marido era un depravado, un canalla sin corazón, un monstruo. La joven había prometido a Ahisma que no la tocaría, que nadie lo haría sin su consentimiento y había fracasado. El sentimiento de derrota por fallarle hizo que las lágrimas le brotaran de los ojos.

—Te lo suplico —dijo, y se interpuso entre Ahisma y su esposo—, ¿quieres que me arrodille?

Quizá fuera como su tío y, verla humillada lo calmara y le haría olvidar sus intenciones.

Burke clavó los ojos en ella entre sorprendido y avergonzado. Su comportamiento era tan falto de dignidad que le impresionó. El silencio de Burke fue interpretado por un sí y Vera se arrodilló ante él. Owen pensó en lo que iba a hacer y cómo su esposa lo miraba. Cerró los ojos para no verle el rostro ante la certeza de que jamás se lo perdonaría. Pero Burke se mantuvo imperturbable.

Memsahib —dijo con un hilo de voz Ahisma al comprender que nada de lo que dijera o hiciera convencería al capitán de lo contrario—, está bien, espere fuera. —La ayudó a levantarse—. No se preocupe, no sufra por mí.

—Lo siento —dijo Vera con un hilo de voz.

—Soy una chica del Bibighar, estaré bien —mintió.

—¡Basta! —gritó Burke, y se puso en pie, irritado.

Esas palabras hicieron reaccionar a Vera. Alzó los hombros con orgullo, se acercó al capitán y le escupió en el rostro. Owen no movió un músculo, se limpió la saliva de su esposa y esperó a que saliera de la habitación sin decir una palabra. Vera apoyó la espalda en la puerta que acababa de cerrar, en esta ocasión, no le importó que el joven sirviente la viera llorar. El capitán Taylor tenía razón, tenía que endurecer el corazón o la India acabaría con ella.

En el interior de la biblioteca, Ahisma comenzó a quitarse el sari. La joven temblaba de pies a cabeza y apenas podía desnudarse sin que los dedos se enredaran en la tela.

—Detente —le ordenó—, quiero hablar contigo. —Owen se jugaba mucho al confiar en la chica. Jamás había abusado de ninguna mujer y a pesar de su misión, tampoco empezaría ahora. Ahisma lo miró sin entender, pero obedeció su orden—. Siéntate.

Owen le señaló la butaca donde, un instante antes, Vera había estado sentada. Las paredes eran de papel y no se arriesgaría a que los escucharan.

—Sí, sahib —respondió Ahisma, confusa.

—Mi vida está en peligro, también la de la memsahib si no me ayudas.

Ahisma se puso pálida al escucharlo, pero el capitán parecía distinto, como si se hubiera desprendido de una máscara y, mostrara su verdadero ser, un ser menos brutal. Parecía no estar interesado en tocarla como había hecho creer a su esposa.

Sahib, haré todo lo que esté en mi mano para ayudar a la memsahib.

Burke sonrió. Le complacía la posibilidad de que la chica aceptara, de buen grado, su propuesta.

—Debes decir a todo el mundo que te has entregado a mí delante de mi esposa.

Ahisma se puso la mano sobre la boca para no emitir un grito de horror.

—Eso dañará a la memsahib, es su esposo y yo…

—Sé lo que parece —reconoció Burke mirando a la chica a los ojos—. Te aseguro que no me queda más remedio que hacerlo. No me obligues a comportarme como un demonio inglés, no quiero hacerte daño. —Owen, con voz amenazante, aseguró entonces–: Si no convences a los demás de lo que te pido, tendrás que darme lo que he comprado.

Burke intentaba asustarla y sus palabras dieron resultado; Ahisma aceptó. El capitán le sirvió una copa de Oporto, la chica no dejaba de temblar. Owen se sentó en la silla detrás del escritorio, lo bastante alejado de ella para que comprendiera que no la engañaba y cerró los ojos. Necesitaba que todo el mundo pensara que había humillado a su esposa y esperaron en silencio a que pasara la noche.

A la mañana siguiente, Vera se cepillaba enérgicamente el cabello. No sentía el dolor de su acción, solo la frustración por no haber adivinado que su esposo era uno de esos hombres contra los que el capitán Taylor la había advertido. Unos golpes en la puerta le anunciaron que uno de los sirvientes esperaba la orden de pasar.

—Adelante —dijo sin darse la vuelta.

Memsahib, han traído esto para usted.

—Muchas gracias.

El sirviente dejó dos sobres encima del tocador. Uno era una invitación para tomar un té en casa de la señora Murray; el otro, la invitación a un baile en casa del gobernador.

Esa tarde, las nubes dejaron un ambiente húmedo que hacía más insoportable la lana de la que estaban confeccionados sus vestidos. Vera se puso el menos gastado y un chal de gasa de color crema que Pamela le había prestado. Cuando salió de la frescura del bungalow creyó que toda la humedad del mundo se posaba sobre ella. Le costaba respirar y, a pesar de ello, se dirigió con pasos rápidos a la casa de la señora Murray sin decir una palabra a Ahisma. Era consciente de que la muchacha no había tenido elección y, sin embargo, sentía rencor por que la hubiera escogido en vez de a ella. No quería pensar en lo que había sucedido esa noche y se concentró en lo que veía. El movimiento de soldados era continuo, un ejército de hormigas que obedecían de manera ciega al oficial de chaqueta roja: su esposo. Vera le dio la espalda y siguió caminando con la certeza de que no aguantaría un té con la amante de Owen sin cometer alguna indiscreción que más tarde lamentaría. Pero le demostraría a esa mujer y, sobre todo, a su esposo que no le importaba nada relacionado con ellos. Aunque antes, se despediría de Elena, la joven, se marchaba esa tarde a Nueva Delhi.

—¿Estás emocionada? —preguntó Vera, y disimuló su tristeza. Pero Elena era demasiado perspicaz para no darse cuenta.

—¿Qué ocurre? —Elena dejó de envolver un jarrón en un trozo de papel y se sentó al lado de Vera.

—Nada, no te preocupes, todo está bien.

—Vamos, Vera, soy yo —la animó a continuar.

—Nada es como esperaba, él…, bueno, él… —No era capaz de contarle qué había hecho su esposo, pero Elena tampoco insistió. La abrazó y se mantuvieron largo rato en silencio. Comprendía que la existencia de Vera sería complicada y ardua, pero jamás regresaría a Inglaterra, allí solo la esperaba la desesperación.

Dos horas más tarde, se despedía de Elena con la promesa que se escribirían cada semana. La irlandesa era demasiado inteligente para atosigarla con preguntas, pero no pudo evitar suspirar.

—¿Estás bien? —le preguntó su esposo.

—Creo que Vera sufrirá mucho junto al capitán Burke.

Su esposo le rodeó los hombros con sus brazos y le besó la sien. Prefirió no contarle que todos habían visto el cambio que se había producido en Burke. Ahora, era un hombre cruel, frío y despiadado. Elena tenía razón, la señora Burke sufriría demasiado a manos de ese hombre.

Cuando Vera y Ahisma llegaron al bungalow de la señora Murray, la joven mestiza se quedó en el porche y se sentó en el suelo a esperarla. Vera había acudido una sola vez a un teatro, pero juraría que la casa de la señora Murray era una fiel imitación de uno de ellos. El salón había sido decorado con grandes cortinas de damasco que daban un aspecto asfixiante a la habitación; unos sillones tachonados de terciopelo verde que eran más adecuados en un escenario que en una casa y retratos de la señora Murray en diferentes lugares de la India adornaban las paredes. A Vera no le sorprendió encontrarse con Melisa y sus seguidoras. Desde luego, la anfitriona no había tenido la consideración de invitar a Pamela. La joven no era del gusto de la esposa del coronel por el simple hecho de ser su amiga.

—Buenas tardes —dijo.

Se sentó en uno de los sillones que había libre bajo la atenta mirada de todas las invitadas al té. Al verla, Melisa cuchicheó al oído de una de sus más allegadas seguidoras algo que, con seguridad, estaba relacionado con su persona, después, ambas emitieron unas risas contenidas.

—Me alegra que haya acudido a tomar el té, señora Burke.

El nombre le sonó distante, raro a sus oídos, sonrió para disimular su desconcierto.

—Muchas gracias por la invitación.

—Ha sido un placer, y estoy segura de que está cansada, como el resto de ustedes —dijo. En seguida, se oyó un cacareo de risitas entre las más inexpertas.

Vera no respondió, pero la señora Murray había perseguido su presa hasta la madriguera y, ahora que la tenía a su merced, no desaprovecharía la ocasión.

—¿Habéis recibido la invitación del gobernador? —intervino Melisa.

Ángela la recriminó con una de sus desdeñables miradas. Melisa guardó silencio como si le hubiera dado una bofetada y se concentró en hablar con la compañera sentada a su lado. A la señora Murray no le interesaba nada la fiesta del gobernador. Solo quería averiguar qué había pasado entre Owen y su esposa.

—¿Tienes una doncella nueva? ¿Es mestiza?

—Sí, lo es.

—¿Owen la ha contratado?

Uno de los sirvientes sirvió el té y Vera no contestó hasta que se retiró.

—No, he sido yo.

—¿Podría verla?

—Por supuesto.

Vera sospechaba cuál era el interés que movía a Ángela. Pensó de manera maliciosa que los celos la invadirían al comprobar la belleza de Ahisma.

—Sumoni, por favor, puedes pedirle a…

—… Ahisma —dijo Vera.

Impaciente por ver la reacción de esa mujer.

—Dile a Ahisma que venga.

La joven entró unos segundos más tarde y todas silenciaron sus conversaciones. Ahisma se cubrió el rostro con el sari, ruborizada. A ninguna inglesa le gustaba que sus hombres juguetearan con mujeres indias y, menos aún, si el resultado de esos juegos se mostraba nueve meses más tarde.

Memsahib —dijo a Vera.

—No ha sido la memsahib Burke quien te ha llamado —respondió Ángela, mientras se ponía en pie y rodeaba a la joven para examinarla más de cerca—, retírate el sari de la cabeza —le ordenó.

Un silencio mucho mayor atravesó la estancia; las chicas se miraron unas a otras, algunas tenían la piel y el cabello mucho más oscuro que esa mestiza. La doncella de Vera parecía más inglesa que india.

Ángela alabó a Burke, si esa joven no humillaba a su esposa y, por el rostro de Vera así había sido, no lo conseguiría nadie más.

—Puedes irte —le dijo.

Ahisma hizo una inclinación y se retiró del cuarto.

—¿No te preocupa que tu esposo la vea? —preguntó con malicia Melisa.

La joven se ahuecó el cabello y miró a los ojos de Vera con burla.

—¿Por qué debería importarme?

Vera se obligó a defenderse. Si Melisa se enteraba que el capitán ya la había humillado, no desaprovecharía la ocasión de insultarla.

—¡Por favor! —Melisa hizo una pausa estudiada antes de continuar para que todas le prestaran atención—. Esa chica es preciosa y si no fuera por el sari diría que más inglesa que alguna de las que estamos hoy aquí.

Un murmullo de comentarios mal intencionados se extendió entre las asistentes.

Melisa había pronunciado en voz alta lo que la señora Murray pensaba. Ángela sentía curiosidad por saber qué contestaría Vera, quien apretaba la taza de té como si quisiera impedir que se la robaran.

—¿Qué insinúas? —se obligó a preguntar, aunque sabía muy bien cuáles eran las intenciones de Melisa.

—Nada, solo que si tuviera un esposo tan atractivo como el capitán y una doncella tan bella como esa mestiza bajo un mismo techo, me preocuparía.

Esa tarde, Vera no podría soportar las insinuaciones de Melisa. Había tenido bastante y no quería humillarse delante de todas esas mujeres. Deseosa de ver cómo se hundía en la vergüenza de reconocer que su esposo ya había arrastrado a Ahisma a su lecho.

—Mi esposo es un hombre de honor y como tal me respeta. ¿Quizá seas tú la que deba preocuparse por el suyo?

El silencio se extendió por la habitación, algunas de las jóvenes, abochornadas por las palabras de Melisa y desconcertadas por la respuesta de Vera, se removieron incómodas en sus asientos.

Melisa, dispuesta a responder un insulto, se contuvo ante el gesto de acritud que había dibujado en el rostro de la señora Murray.

—Si me disculpan, debo hacer un par de recados antes de regresar a casa y debo cambiarme —dijo Vera, y se puso en pie.

—Claro, te acompaño hasta la puerta —se apresuró a decir la señora Murray—. Es este calor, no todas podemos acostumbrarnos con la misma facilidad. Siento de veras lo que le ha dicho Melisa —dijo con una falsa amistad cuando estuvieron a solas.

—No lo sienta por mí, hágalo por usted. Es su amante, no el mío y, ahora, es el de ella.

Ángela tuvo que disimular el temor que sentía al pensar que esa sucia mestiza le robara a Owen. Era una joven muy bella, demasiado para no preocuparse.

Vera se giró y comenzó a caminar con grandes zancadas. Estaba tan furiosa que no tuvo consideración con Ahisma, quien la seguía lo más aprisa que podía. Cuando llegó al bungalow estaba todavía más enfadada y entró dando un portazo a la biblioteca. En ese instante, Burke golpeó la mesa y lanzó una maldición. Ambos se miraron sorprendidos al encontrarse. Vera lanzaba por los ojos destellos verdes y dorados que Owen no pudo obviar. Ella no deseaba un enfrentamiento con su esposo, ya había tenido suficiente con Melisa y la señora Murray. Cerró la puerta sin darle opción a que le dijera una palabra y se dirigió al jardín; necesitaba calmarse. Caminó entre una vereda de buganvillas, orquídeas y algunas otras plantas que no fue capaz de identificar. Pronto, la humedad de esa tarde se transformó en una lluvia suave, no le importó, nada le importaba en ese momento. Se dijo que no lloraría; no había hecho casi cinco mil millas y huido de su tío para que alguien como el capitán Burke la tratara como si no existiera. Reconoció a su pesar que esa era su principal intención antes de conocerle, pero ahora, no estaba tan segura de querer eso en su matrimonio. El crujido de unas pisadas a su espalda le hizo darse la vuelta, sobresaltada.

—Me has asustado —dijo, y se apresuró a continuar el paseo.

Se había arrodillado ante él para que olvidara a Ahisma y solo había conseguido humillarse ante sus ojos. Jamás la vería en ese estado, nunca más se inclinaría ante él.

—Lo siento, no era mi intención —se disculpó Owen. Unas pequeñas arrugas se formaron alrededor de sus ojos, y había perdido el porte rígido que solía tener. Ambas cosas hicieron que se viera mucho más joven y relajado.

Burke la vio adentrarse en el camino ajardinado desde la ventana de la biblioteca y, cuando empezó a llover, cogió un par de paraguas y salió a buscarla. Le entregó uno de los dos que llevaba.

—No era necesario —le aseguró Vera con timidez, confusa por la actitud de su esposo. El capitán la desconcertaba, a veces, era cruel e insensible con los demás; otras, considerado y galante—. No debías haberte molestado, me gusta la lluvia.

Burke sonrió al pensar que a él también le gustaba. Por eso no le importaba hacer maniobras o embarcarse en algún reconocimiento de terreno. No era soldado de oficina y le agradó que Vera compartiera con él el gusto por la naturaleza, muy al contrario que Margaret.

—No ha sido molestia, necesitaba olvidar mi trabajo por un rato —se excusó.

—Parece que no has tenido un buen día —dijo Vera de manera apaciguadora.

Observó su rostro con atención. Se había despojado de esa máscara de desprecio que había llevado durante esos días, hasta el punto de no parecer el mismo.

—No y creo que por la forma en que llegaste, tú tampoco lo has tenido.

—No, no lo he tenido —confesó con una sonrisa que hizo que Burke se fijara realmente por primera vez en ella.

Cuando sonreía, Vera cambiaba y se convertía en una mujer distinta, mucho más atractiva y sensual. Imaginó que si la señora Burke descubría en qué pensaba, lo tacharía de depravado, después del comportamiento que había exhibido ante ella durante esos días.

—¿Es por el robo?

—Sí y no —dijo, lamentaba no confiar en ella, pero era más seguro para ambos que su esposa ignorara el juego en el que participaba sin saberlo—, ¿y tú?

—Un té con mi “amiga” Melisa y tu “amante” no ayuda a que el día sea muy feliz —dijo, y puso los ojos en blanco.

Su comportamiento infantil aplacó la irritación que le embargaba por no haber obtenido resultados en su investigación. Burke comprendió que lo estaba desafiando con sus palabras y, tras un momento de silencio, Owen dejó que ganara.

—¿Melisa es la mujer con la que peleaste en el barco?

—Sí, es ella.

Vera se dio cuenta de lo que pretendía su esposo y también depuso las armas, tampoco quería estropear ese instante.

—¿Qué ocurrió? —Burke la tomó del brazo y comenzó a caminar. El contacto de sus manos provocó que Vera temblara—. ¿Estás bien? —preguntó.

—Tengo un poco de frío, eso es todo.

Burke se quitó la chaqueta y se la puso en los hombros, ese gesto galante causó que Vera temblara aún más.

—¡Estás empapada!, ¿quieres que regresemos?

—No, aún no quiero volver —se apresuró a decir, y evitó mirarle, temerosa de que se diera cuenta de que le agradaba su compañía— ¿Qué me habías preguntado?

Burke sonrió y Vera advirtió por primera vez lo atractivo que podía llegar a ser. Pero la imagen de Owen con su amante en el lecho se dibujó en su mente con una precisión dolorosa que hizo que frunciera el ceño y bajara la vista.

—¿Cuál es el verdadero motivo por el que te peleaste con Melisa? —Burke había notado el cambio sufrido en Vera e imaginó a qué se debía.

Vera guardó silencio unos segundos; no le mentiría, así que se detuvo y levantó la cabeza como una virgen dispuesta al sacrificio.

—Su crueldad.

Burke asintió sin dejar de observar sus extraños ojos. No necesitaba preguntarle nada más. Comprendió que se enfrentaría a él cada vez que su comportamiento fuera cruel. En ese momento, se sintió orgulloso de haberse casado con una mujer decidida y valiente como Vera. Lamentaba hacerle daño, pero no sería esa tarde.

—Regresemos —le pidió—. Haremos que nos sirvan un té y no esa bazofia que has tomado en casa del coronel —le propuso con esa sonrisa que la desarmaba.

Vera aceptó la invitación. Durante toda la tarde hablaron sobre sus gustos literarios; Burke era un gran lector y muchos de los libros que a Vera le gustaban también los había leído. Le contó que tenía una hermana y un hermano en Inglaterra, pero no hablaron de su hija, de su difunta esposa, de su amante y de Ahisma. Pidieron que el té lo sirvieran en la biblioteca donde el cuadro de Margaret no les vigilaba y sin darse cuenta llegaron a la hora de la cena. Burke se marchó pronto y dejó en Vera la sensación de que tenía prisa por hacerlo. El ambiente de camaradería que habían compartido esa tarde se esfumó, como por arte de magia, en cuanto anunció que tenía que irse. Vera se retiró a su habitación y acarició la chaqueta del capitán que aún llevaba puesta. Pensó en todo lo que había sucedido esa tarde y, sobre todo, lo que sintió por su cercanía. Suspiró al recordar los ojos y la sonrisa de su esposo. Abrió la ventana, aún llovía. El capitán se había marchado esa noche con la excusa de que tenía trabajo, un resquemor se instaló en su pecho al imaginar que aquel trabajo se llamara Ángela Murray. Cerró con fuerza la ventana y abrió la puerta del cuarto. No entendía qué le molestaba tanto. Tenía lo que siempre había deseado, pero una inquietud se apoderó de ella y le impedía serenarse. Se quitó la chaqueta y se la entregó, enfadada, al sirviente que había en la puerta.

—¡Límpiela de inmediato! —ordenó.

Vera cerró de nuevo la puerta y tembló de pavor al descubrir qué había sentido esa tarde por su esposo.