Capítulo 16
El gobernador quería un informe completo y detallado de lo ocurrido en el acuartelamiento y el coronel Murray tuvo que viajar a Nueva Delhi para contarle lo sucedido. Así que cuando uno de los criados entró en el dormitorio con un mensaje de la memsahib Murray, Burke frunció el ceño, aunque no se extrañó. Reconoció que después de la tarde que había pasado con Vera le disgustaba encontrarse con Ángela. Buscó la chaqueta que llevaba el día anterior y recordó que se la había dejado a su esposa. Vera tenía el don de escuchar y el paseo le calmó lo suficiente para olvidar sus preocupaciones. Abrió el armario y cogió otra. No era ningún lord inglés que necesitara un criado hasta para ponerse los zapatos. De hecho, había decidido buscar a muchos de los sirvientes contratados por Margaret, un nuevo empleo.
En el comedor, Bashi le sirvió un café; prefería esa bebida a un té cuando se despertaba. Lo tomó deprisa, junto con un par de lonchas de beicon. Era temprano, aún en la casa reinaba el silencio. Se palmeó el pecho y se aseguró de llevar el arma. Ya no confiaba en nadie. Se trataba de un colt, lo había ganado en una partida de cartas a Carter, un americano de Nueva Delhi. Era práctico y, desde luego, mucho mejor que cualquiera de las pistolas que la Compañía pudiera brindarle. Cuando terminó de desayunar, se dirigió a casa de Ángela.
La lluvia había cesado para dar, de nuevo, paso a una humedad densa y asfixiante, mucho más pegajosa que la de los días anteriores y que le recordaba a la niebla de Londres. La India era un mundo de contrastes y donde más se apreciaba era en el clima. Owen abrió una de las puertas de atrás del bungalow de los Murray, tenía llave y Ángela se había encargado de que no hubiera ningún sirviente. La mujer lo esperaba desnuda sobre la cama. Fumaba un cigarrillo más largo de lo habitual, era la moda entre algunas mujeres, la mayoría no de buena reputación.
—Ya veo que no estás de humor —dijo.
Ángela cubrió su desnudez con una bata trasparente que se anudó en una lazada. Con movimientos ondulantes recorrió la habitación hasta sentarse en una butaca rosa.
—¿Hablaste con Vera sobre nosotros? —preguntó, consciente del daño que esa mujer era capaz de causar en alguien como su cándida esposa.
—Lo hice y parecía molesta.
—¿Tú no lo estarías?
—Te aseguro que mataría a esa mestiza antes de que me quitara mi lugar —sonrió y exhaló una bocanada de humo—. Tu esposa es una chica lista.
—¿Por qué? Creí que la considerabas demasiado ingenua y apocada.
Ángela cruzó las piernas y la seda transparente se deslizó por sus muslos.
—Me dijo que la mestiza no era su problema, sino el mío.
—No tendrás ningún problema —le aseguró Owen mientras se acercaba a ella y la rodeaba con sus brazos. Después, la levantó con brusquedad. Burke forzó una sonrisa y añadió—: Ahora, que ya conoces lo ocurrido, cumple tu palabra.
Ángela se desprendió de la bata. Owen empezó a besarla y sin pretenderlo el rostro de su esposa apareció ante él. Sentía que la traicionaba y ese pensamiento desencadenó que la apartara de su lado. No entendía el motivo de ese sentimiento hacia Vera y se sorprendió de su propia reacción.
—¿Qué sucede? —preguntó Ángela, y alzó una de sus perfiladas cejas con desconfianza.
—No puedo quedarme, tu esposo no está y soy el encargado de la investigación —mintió—, me esperan en una reunión en menos de diez minutos. Solo he venido a demostrarle al Nuevo Orden que puede confiar en mí.
—¿Y yo? —preguntó Ángela, mientras rozaba con su pecho el torso del capitán y rodeaba su cuello con los brazos— ¿Yo puedo confiar en ti? —insistió.
Ninguna respuesta la convencería, así que Owen la cogió en brazos y la condujo al lecho. Media hora más tarde, salía de la habitación. Necesitaba un trago y borrar de su cuerpo el aroma y las caricias de esa mujer. Se dijo que era parte de la misión y solo trabajo, pero se sentía tan sucio que se dirigió hacia la sala de oficiales. Allí pidió un whisky doble y se lo bebió de un trago, luego con pasos rápidos fue al despacho del coronel. Durante el resto del día, interrogó a los soldados que estaban de guardia sin hallar una respuesta coherente. Zacarhy aún no había regresado y parecía que todo estaba tranquilo. Decepcionado, por lo poco que había averiguado, llegó a la misma conclusión: nadie vio nada porque eran los mismos oficiales quienes perpetuaron el robo. Regresó al bungalow, no estaba de humor para encontrarse con Vera, pero no pudo evitarla. Ella le sonrió con una inocencia que le hizo sentirse mucho más vil. Pretendió escapar, su esposa se dio cuenta de sus intenciones y lo retuvo con sus palabras.
—Tengo que hablar contigo. —Él la miró disgustado—. Es importante —añadió la joven sin dejar de frotarse las manos.
Owen abrió la puerta de la biblioteca y la dejó pasar. Su olor a vainilla borró el de bergamota y jazmines de Ángela. Fue como si se desprendiera de un hechizo y lo atrapara el que Vera había conjurado.
—Tú dirás —inquirió con la voz más calmada.
—He recibido esto.
Vera le entregó la invitación a la fiesta del gobernador.
—¿Cuál es el problema?
Vera caminó de un lugar a otro de la habitación, violentada por pedirle dinero, pero debía haberse dado cuenta de su situación.
—Yo…
—¿Tú?
—Sí, yo…
—¡No tengo todo el día! —le interrumpió, malhumorado.
No disponía de tiempo para chiquilladas y debía idear la mejor manera de llevar al mayor la información obtenida; hacerlo por carta era muy peligroso.
—Bueno… la fiesta…
—Iremos, si eso te preocupa —dijo, y se acercó a la puerta dando por zanjada la conversación.
Ese hombre tenía la pésima costumbre de interrumpirla cada vez que tenía que decir algo que no era fácil de contar.
—¡No es eso! —se apresuró a añadir.
Owen soltó el pomo de la puerta.
—¿Entonces? —preguntó, irritado, y reconoció a su pesar que con curiosidad.
—No tengo ropa y tampoco dinero.
Las mejillas de Vera se arrebolaron cuando terminó de hablar.
Owen cayó en la cuenta de que su esposa siempre vestía de color gris, hasta que se fijó un poco más, y comprendió que se trataba del mismo vestido. También advirtió que estaba confeccionado con lana inglesa, un tejido del todo inadecuado en la India.
—Serán un par de vestidos y nada excesivos —le aseguró Vera con timidez—. No quiero avergonzarte en la fiesta —acabó por confesar.
Owen no pudo evitar sonreír ante la ingenua sinceridad de su esposa. Margaret compraba ropa todos los meses y, a lo largo de su matrimonio, le había conducido a la ruina. Aunque gracias al dinero que Time le había dado —para todos era la herencia de un viejo tío escocés—, ahora, disponía de fondos necesarios para que Vera renovara su vestuario sin que supusiera un problema.
—Está bien —aceptó—. Dentro de dos días iremos a Nueva Delhi. Prepara todo lo que necesites, será un viaje de al menos tres días.
Vera abrió la boca sin aceptar que hubiera dado su consentimiento. Burke sabía que había otros lugares mucho más cercanos e, incluso, algunos establecimientos de la ciudad enviaban a sus empleados al acuartelamiento una vez al mes, pero ella desconocía ese hecho. Su ignorancia le concedía la oportunidad de viajar hasta Nueva Delhi sin levantar sospechas.
—Gracias —dijo con un hilo de voz que conmovió a Burke—, hace mucho que no me compro un vestido —reconoció con sinceridad.
Owen la miró un instante y observó cómo brotaban de sus ojos un par de lágrimas. Vera se giró con rapidez y salió al jardín.
Al día siguiente, Vera se sentía tan emocionada como una niña ante una fiesta de cumpleaños. No solo era por los vestidos, también porque aquello significaba salir del acuartelamiento y conocer la India. Después de desayunar, visitó a Pamela. El regimiento del sargento Spencer aún no había vuelto y ambas mujeres tenían mucho de qué hablar. La lluvia había remitido y en su lugar había dejado un manto de barro rojizo que cubría el acuartelamiento como si fuera una sedosa alfombra hasta que se pisaba. En casa de Pamela, un sirviente le ofreció unas pantuflas mientras le limpiaba los botines de barro. Otro de los criados fue a avisar a Pamela de que Vera la había visitado.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Vera, preocupada, cuando la vio aparecer.
Pamela Spencer tenía los ojos enrojecidos por el llanto y apretaba una carta contra el pecho. Vera se acercó a ella y la rodeó con los brazos, luego la acompañó hasta uno de los sofás. Después, ordenó a uno de los sirvientes que trajera un té para que la reconfortara. El rostro de su amiga parecía ausente.
—¿Tu familia está bien? —le preguntó.
Pamela asintió y un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas.
Vera la zarandeó por los hombros para que reaccionara y la joven la miró como si fuera la primera vez que la veía.
—Pamela…
—John, John —repitió a la vez que su rostro mostraba un gesto atolondrado.
—¿Le ha pasado algo?
—No —Negó con la cabeza—. Él me ha escrito, me ha escrito —repitió sin dejar de sonreír—. Preguntó en la agencia y la señora MacKalegan le facilitó mi dirección. La carta ha llegado hoy —dijo, y de repente se puso en pie y comenzó a girar como una bailarina.
—¡Dios! Tranquilízate.
—¡No puedo! —exclamó, y se detuvo de repente—. Quiere verme —tomó las manos de Vera—, aquí lo dice, quiere verme —decía, excitada, a la vez que recorría la habitación de un extremo a otro.
—¿Y el sargento Spencer?
—No soy su esposa —dijo, y se detuvo—. El contrato de matrimonio establecía que si no se había consumado era posible la anulación. Y es lo que pienso hacer —aseguró con una convicción demencial.
—¿Qué te dice en la carta? —preguntó Vera sin dejar de pensar en el sargento. Dudaba que Spencer consintiera de buen grado el que Pamela anulara el matrimonio.
—Léela —le pidió, y se rodeó el cuerpo con los brazos.
Vera leyó entre líneas mucho más de lo que su amiga le había contado.
—Pamela —dijo con suavidad—, viene con su esposa y por negocios.
—Sí… no me lo oculta. —Se sentó a su lado—. No me importa, él quiere verme y yo a él.
—Dice que te ama, pero…
—… no abandonará a su esposa. —Pamela tomó las manos de Vera—. Lo sé y no me importa, nada me importa si él me ama.
—¡Eso no es amor! —exclamó Vera, indignada—. Quiere convertirte en su amante, ¿prefieres eso a lo que te ofrece el sargento Spencer?
—Prefiero mil veces una vida con John a estar atada a un hombre como el sargento Spencer. Jamás podré amarle, jamás dejaré que me toque, solo pensarlo me da asco.
Vera, horrorizada, al ver quién se encontraba en la habitación se puso en pie. Ambas habían estado tan inmersas en la conversación que no habían advertido la llegada del sargento. Spencer mostraba el cansancio de los días pasados; pero las palabras que había escuchado de la boca de su esposa fueron suficientes para que perdiera el control.
—¡Márchate! —le gritó—. ¡Vete con él! ¡Eres libre! —Apretó el puño de la espada y Vera reconoció en él a un posible Otelo.
La joven estaba dispuesta a mediar entre ambos, pero Pamela se retiró como una reina ofendida a su dormitorio y ella quedó sola con el sargento.
—Gilliam —le tuteó—, lo siento —añadió con tristeza.
—No te disculpes —dijo con rabia, y le devolvió la confianza tuteándola. Luego recuperó su talante sereno y amable—, no es culpa tuya.
Un sirviente trajo la bandeja con el té y Gilliam le pidió que preparara algo de comer y que lo acompañara con una botella de whisky. Vera se sentó y esperó en silencio a que Gilliam le dirigiera la palabra.
—Ella… se equivoca y lo lamentará. Debes intentar…
—¡No! —exclamó con rotundidad Spencer. Si no hubiese escuchado esas últimas palabras, le habría suplicado, rogado, pero había dañado su orgullo—. Ella debe darse cuenta de su error y hasta que no lo haga, no vendrá a mí.
—¿Anularás tu matrimonio?
—¡No! Jamás anularé mi matrimonio.
El sargento se pasó las manos por el pelo en un gesto de derrota.
—Gilliam… podrías casarte de nuevo y…
—Amo a Pamela y lo sé desde el primer día que la vi. —El sargento apoyó la cabeza en las palmas de las manos—. También sé que ha de desterrar a ese hombre de su corazón o no tendré cabida en él —dijo, y alzó el rostro.
—Él la convertirá en su amante, ya está casado—dijo Vera, cauta.
—Sé que lo hará y ella se lo permitirá. —Se sirvió una generosa copa de whisky y se la bebió de un trago.
Vera miró al sargento y sintió un gran respeto por él. Pamela era una tonta por entregarse a alguien que la convertiría en una perdida a ojos de todos. Deseaba que recapacitara antes de que fuera demasiado tarde.
—Lo siento —se obligó a decir de nuevo.
Gilliam no contestó, solo asintió en silencio y la joven supo que era hora de marcharse.
Fuera de la casa, un sentimiento de impotencia y rabia se apoderó de su pecho. ¿Por qué el amor era tan complicado? Miró al cielo de Meerut; había empezado a llover. En el porche, se calzó los botines limpios y se dirigió a su bungalow. Había ido a contarle a Pamela que pronto dispondría de un vestuario nuevo y se encontró inmersa en una situación tan dolorosa que había empañado su buen humor. Caminó entre el barro rojizo y, durante un instante, se detuvo en el camino. Owen la vio desde una de las ventanas de la oficina del comandante Akerman. Se preguntó qué hacía inmóvil bajo la lluvia. Aunque Vera hubiese querido explicárselo, no habría podido.
A la mañana siguiente, con el bolso que la había acompañado desde Inglaterra, Vera esperaba a su esposo en el porche. Bashi siguió las indicaciones del capitán y había preparado lo necesario para acampar en el camino. Burke observó cómo los ojos de Vera no estaban tan emocionados como el día anterior. Había interrogado a muchos hombres a lo largo de su carrera militar y supo que algo le sucedía, pero la presencia de Ahisma impedía que lo averiguara.
—Memsahib, ¿está segura de que desea que la acompañe?
—Claro que sí —dijo.
Vera no le guardaba rencor, la muchacha no había tenido otra opción. Ahisma bajó la vista avergonzada ante la amabilidad y buen corazón de la inglesa. Ignoraba por qué debía decir a todo el mundo que había yacido con el capitán delante de su esposa cuando se trataba de un engaño, pero para el capitán parecía muy importante. Observó de reojo a Narayan, el cipayo tan rígido como siempre, las ignoró; pero Ahisma estaba segura de que había escuchado las palabras que había compartido con la memsahib.
—Muy bien, memsahib —dijo, y se adelantó unos pasos hacia el carruaje que las llevaría hasta Nueva Delhi.
Narayan subió al pescante y cogió las riendas, su caballo estaba atado a la parte de atrás. El capitán abrió la portezuela del carruaje, Ahisma y Vera se sentaron en el interior. Burke iniciaba la comitiva seguido por Narayan que azuzó a los caballos. Todos se pusieron en marcha bajo un sol resplandeciente, según Ahisma, se consideraba un buen augurio. Vera no creía en esas cosas, de todos modos, asintió por educación. Asomó la cabeza por la ventanilla y admiró los anchos hombros de su esposo, el porte disciplinado impuesto por años de entrenamiento militar, y un sentimiento de rabia se apoderó de ella al imaginarlo en los brazos de Ahisma o en los de Ángela. Se sentó de nuevo, con el ceño fruncido, enfadada consigo misma por admirar a un hombre como ese. Cerró los ojos para evitar la mirada interrogativa de Ahisma. Se preguntó por qué no en sus brazos y en su cama, entonces, sintió mucho más calor cuando su imaginación abordó más de lo que el decoro permitía pensar.
—Memsahib —la llamó Ahisma—. ¿Ve esos monos?
Gracias a su compañera de viaje, quien le señalaba los distintos animales y sus distintos nombres en hindi, desterró esas ardientes imágenes de su mente.
Atravesaron varios poblados donde las caras de los niños, mujeres y hombres los observaban con una expresión forzada de respeto. En algunos de ellos, Burke, instintivamente buscó el contacto con su revólver y Narayan, el puño de su espada. Al mediodía, se detuvieron en el camino. Junto a un trozo de tierra verde había un cono de trigo seco que los campesinos habían amontonado de manera perfecta en el centro. Vera apoyó la espalda y sintió la calidez del sol en la carne. Owen se sentó a su lado, un poco más lejos de ellos, Ahisma hizo lo mismo, mientras Narayan continuaba cerca de los caballos.
—¿Estás cansada? —preguntó Burke.
—Un poco —confesó, sin abrir los ojos.
No se atrevía a mirar al causante de sus vergonzosos pensamientos. Desde que había hablado con Pamela, se sentía extraña; había pensado en su matrimonio y adónde la conduciría. No quería sufrir como Gilliam, menos aún, por alguien que la abandonara por otra cada vez que se le antojara. Lamentó reconocer que su esposo era ese tipo de hombre. Sin embargo, Spencer tenía un refugio al que acudir, era soldado y el trabajo le ayudaría a sobrellevar la pena; Vera jamás regresaría a manos de su tío, suspiró, consciente de que no tenía más salida que aceptar el carácter y la forma depravada de vida del capitán.
—¿Quieres comer? —le preguntó Burke sin dejar de observarla.
El rostro de su esposa había cambiado de la paz absoluta a la disconformidad y, entremedias, vislumbró una gama de gestos que evidenciaban tristeza, rabia, desconsuelo, miedo y algún otro sentimiento que no fue capaz de identificar.
—Sí, me gustaría —dijo Vera con una débil sonrisa.
—Bashi nos ha preparado un poco de todo.
Burke extendió un mantel de lino blanco sobre el suelo y colocó sobre él los platos que habían elaborado para la ocasión.
—Todo tiene un aspecto delicioso. —Vera se metió en la boca un trozo de torta de trigo que Burke había partido en dos trozos.
—Bashi es un gran trabajador.
—Y un hombre cruel —añadió Vera, y lo miró a los ojos con el convencimiento de que no aceptaría una defensa del sirviente.
—¿Por qué dices eso? —Owen se comió un trozo grande de salmón ahumado.
—Trata a Ahisma como escoria y le da los trabajos más denigrantes. —Vera cogió un poco de arroz y antes de metérselo en la boca fijó los ojos en los de su esposo—. Supongo que lo hace porque no sabe cuál es el papel real de Ahisma en la casa —dijo con un resentimiento que no trató de disimular.
—Es tu doncella y…
—… tu amante —esta vez fue ella la que le interrumpió.
—Sí, es mi amante —reconoció Owen y se limpió las manos en una servilleta. Había perdido el apetito—. Espero que no sea un problema para ti, sino algo conveniente y razonable —dijo, y se encargó de que esas dos últimas palabras en concreto sonaran mucho más fuertes que el resto.
Recordarle sus propias palabras fue aleccionador y un golpe bajo. Vera enrojeció de rabia y vergüenza.
—Puedes hacer lo que quieras, pero no vuelvas a tocar a mi doncella —dijo, y clavó los ojos en los de Owen en una silenciosa contienda.
Su actitud le recordó a Margaret, su carácter autoritario y esa imposición le trajeron a la memoria todas las ocasiones en que su difunta esposa lo había ridiculizado. El rostro de Owen se ensombreció hasta el punto de que sus ojos oscuros asustaron a Vera. Burke se juró que jamás permitiría que ninguna mujer le dijera qué hacer, o no, en su matrimonio o fuera de él.
—Querida, eso es algo que no vas a decidir tú.
El capitán se puso en pie y se marchó de su lado, le demostraría cuál era su posición en ese matrimonio. Se acercó a Ahisma, la cogió del brazo ante la sorpresa de Vera y la furia de Narayan, y se alejó con ella en dirección a la arboleda. Le quedaba muy poco tiempo para el plazo que el Nueva Orden le había dado y necesitaba que hasta su esposa representara su papel.
Ahisma miró a Narayan mortificada cuando el capitán se la llevaba casi en volandas. Cuando ni Vera ni Narayan podían verles, Burke le pidió a la joven que esperara hasta que regresara. Ahisma apoyó la espalda en un árbol y se sujetó las piernas con los brazos, mientras sus pensamientos se debatían entre el dolor que le causaría a la memsahib y el desprecio que había visto en los ojos de Narayan. Suspiró, desalentada, era una mestiza, daba igual lo que pensaran de ella. No era nadie para ellos y nunca lo sería. Soñar con que sería alguien importante para el soldado era como anhelar viajar a la luna. Era una impura y nadie renunciaría a su religión y a su familia por alguien como ella. No poseía nada, ni era nadie.
Burke se adentró en la arboleda a grandes zancadas. Estaba enfadado y muy poco orgulloso de cómo había tratado a su esposa. Una hora más tarde, tomó a Ahisma del brazo sin mucha delicadeza, le bajó el sari en el hombro y él se desabrochó la chaqueta.
Al verlos regresar, Vera se subió al carruaje sin decir una palabra. Narayan la siguió y se sentó en el pescante; habría matado al capitán en ese momento.
—No es necesario esperarlos —ordenó.
—Sí, memsahib —dijo, y azuzó a los caballos con furia.
Ambos sentían que habían sido traicionados.