Capítulo 26
Al día siguiente, Vera y Owen coincidieron en el desayuno. Ambos se dedicaron palabras corteses como si fueran dos desconocidos. Vera se había vestido con uno de sus antiguos vestidos. Burke permaneció pensativo ante la clara señal de lo que pensaba hacer una vez visitara a Pamela Spencer. No sabía cómo impedir que su esposa le dejara. Después de la amenaza de Ángela no podía permitirle marcharse. Podía alegar que ya había consumado el matrimonio, sin embargo, quería que se quedara por voluntad propia, no por imposición de una cláusula en un papel.
—Si me disculpas… —dijo, mientras se ponía en pie, sin haber comido apenas—. Quiero visitar a Pamela.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, seguro que tienes cosas más importantes que hacer que ir conmigo a casa del sargento Spencer.
Esas palabras fueron una bofetada para Burke, al recordarle que Ángela seguía siendo su amante y Ahisma un capricho.
—Como quieras —contestó resentido, pero contento ante el hecho de que ahora estaba lejos de las manos del maharajá.
Vera dejó la servilleta sobre la mesa y salió sin decir una palabra más. Ordenó a uno de los sirvientes que le trajera un paraguas. El joven insistió en acompañarla y, con un gesto de la mano, denegó el ofrecimiento. Necesitaba estar sola, ver a Owen le había alterado la voluntad y los nervios.
—Iré sola.
—Pero memsahib…
—Es lo que quiero —dijo con voz ruda. El muchacho giró el rostro hacia Bashi y este asintió con la cabeza.
Vera observó cómo la miraba con una nota de superioridad que terminó por enfadarla. Ese país era incomprensible para ella, su marido era incomprensible, los sirvientes eran incomprensibles y las ganas de quedarse al lado de un hombre como el capitán Burke, también resultaban incomprensibles. Vera abrió el paraguas y se dirigió al bungalow de Pamela. Cuando llegó, estaba empapada y con los pies llenos de un pegajoso barro rojo. Se sentó en una silla y se quitó los botines, sin que ningún sirviente apareciera para ayudarla. Le extrañó el silencio y, descalza, entró en la casa. Al principio, creyó que no había nadie, pero escuchó unos sollozos y supo que se trataba de Pamela.
—¡Vera! —gritó, y se lanzó a sus brazos sin dejar de llorar.
—¡Pamela! ¡Qué ocurre!
—He sido una estúpida, una tonta estúpida. —Ambas se sentaron en un sofá.
—¿Dónde están el sargento y los criados?
—Todos se han ido —dijo sin dejar de llorar.
—¿Por qué?
—Soy una adúltera. —Si Vera la rechazaba no sabría qué hacer.
—No digas eso, solo eras una mujer enamorada. Él se aprovechó de eso, aunque tu esposo, lejos de evitarlo, te permitió que cometieras una equivocación.
—No sabes cuánto lamento no haberte hecho caso.
Pamela tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
—Ya es tarde para lamentaciones. El sargento te perdonará, él te ama.
—No soporta mi presencia y no le culpo por ello.
Más tarde se ocuparía de Spencer. Ahora, le interesaba saber qué le había pasado a Pamela.
—¿Qué sucedió?
—¡Cómo pude ser tan tonta e ingenua! —dijo, mientras apretaba las manos de Vera—. Creí que me amaba como cuando estábamos prometidos y todo fue una farsa. No ama a su esposa, pero no puede enfrentarse a la pobreza. Su padre se ha arruinado y ahora depende del dinero de ella. Su suegro tiene negocios con la Compañía y pretende que John se encargue de parte de ellos. Ese era el motivo de su viaje hasta la India. —Pamela miró con odio una pared en la que con seguridad veía la imagen de su antiguo enamorado—. Después de unas semanas, me contó que se marchaba, que volvía a Londres y, por supuesto, yo no tenía cabida en su vida.
—Lo siento.
—¡Dios! Vera he sido tan estúpida. —Pamela se limpió las lágrimas con un pañuelo arrugado—. Regresé, pero Spencer…
—¿Qué esperabas? —la interrumpió Vera, enfadada.
Ella misma era engañada por su esposo y comprendía muy bien al sargento.
—No seas tú también tan dura conmigo, no lo soportaría —le rogó Pamela, y el corazón de Vera se ablandó ante su expresión arrepentida.
Vera se puso en pie y caminó de un lado a otro del cuarto, quería decirle palabras de consuelo, pero solo veía a Owen. Pamela advirtió su intranquilidad.
—He sido una desconsiderada, ¿cómo estás tú? —se obligó a preguntar.
—Me marcho, Pamela —dijo bajando la cabeza, abatida—. Tenías razón, el capitán Burke no es lo mejor para mí.
—Lo siento mucho, aunque parece que… —dudó Pamela— te importa.
Vera se detuvo, a ella sí podía contarle qué le atenazaba el corazón.
—Le amo, Pamela, le amo y le odio. —Su amiga no comprendía los sentimientos de Vera, pero eran dolorosos y le hacían daño—. Ni yo misma lo entiendo, es complicado —sentenció, y se sentó de nuevo junto a ella.
—¿Qué vamos a hacer?
—Tú, hablar con el sargento; yo… —No terminó la frase, no sabía qué hacer ni qué decisión tomar.
Pamela asintió, ambas tenían muchas cuestiones que resolver con sus respectivos esposos. Había intentado un par de veces hablar con Gilliam, pero no había tenido el valor de hacerlo. El sargento, harto de la situación, se había marchado al club de oficiales donde pasaba las noches. Había otra cosa que la mortificaba…, el saber que él estaba en boca de todos inmerecidamente por su insensatez.
—Si pudiera volver atrás…
Pamela guardó silencio cuando vio a Gilliam entrar con la nariz ensangrentada.
—¡Dios! ¿Qué ha ocurrido?
—Nada —dijo, e ignoró su preocupación.
Pamela trató de limpiarle el rostro, pero Gilliam le retiró la mano con brusquedad. La muchacha bajó el mentón hasta el pecho y regresó al sofá en silencio. Vera no estaba dispuesta a ser tan benévola con Gilliam.
—Sargento Spencer, he hecho una jornada a caballo bajo una lluvia torrencial por una carta que usted me ha enviado.
El rostro del sargento enrojeció. Pamela ignoraba ese hecho y lo miró a la espera de que dijera por qué la había enviado.
—Fue un error.
—¡Dios! Error es el que está cometiendo —gritó Vera, cansada de esa situación.
Pamela estaba arrepentida hasta la médula y ese tonto de Gilliam perdería la oportunidad de recuperar a la mujer que amaba si la rechazaba. Debía aceptarla de esa forma o no hacerlo. Si tomaba la decisión de perdonarla, tendría que decírselo pronto o Pamela regresaría a Londres.
—No estoy tan seguro —dijo, con intención de marcharse.
Vera lo sujetó del brazo e impidió que huyera.
—Si sale por esa puerta, la perderá para siempre. Si no es capaz de perdonarla, regresará a Londres. ¿Eso es lo que quiere? No es lo que dice su nariz —sonrió con tristeza—. Ese golpe ha sido por defenderla.
Pamela se puso en pie y se frotó las manos por la culpabilidad.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó con los ojos muy abiertos y la voz trémula por recordar su pecado.
—Se ha peleado por ti —aseguró Vera.
Tarde o temprano algún bocazas la hubiera insultado, Spencer no habría aguantado tal osadía y el resultado, en esta ocasión, sería una nariz ensangrentada.
—¡No! Yo… debo regresar…, yo… —titubeó Pamela.
La joven se sentó y se puso en pie varias veces, sin ningún sentido por culpa de los nervios. Las miradas de ambos se cruzaron y Pamela no soportó más el reproche que vio en ella y se marchó de la habitación. Vera no se lo impidió ni tampoco el sargento. Esperaba por el bien de los dos que Spencer tomase la decisión correcta, después salió de la habitación.
La lluvia caía como una manta espesa, esta vez, no se calzó, quería sentir el barro rojo de Meerut entre los dedos. Alzó el rostro y dejó que el agua se llevara su dolor.
Vera tuvo que anular su marcha debido a que ese año el monzón se había adelantado más de lo previsto. Tras una semana en aquella casa y sin salir de su cuarto se sentía como una prisionera. La humedad y la lluvia que al principio fueron liberadoras, ahora, se habían trasformado en unas carceleras. Buscó entretenimiento en la lectura, pero no podía evitar pasearse como un tigre enjaulado durante la madrugada, cuando escuchaba a Owen al otro lado de la habitación, sin poder dormir. Ni siquiera tenía el consuelo del paisaje de las montañas de Meerut ya que habían desaparecido bajo un manto de nubes oscuras y tormentosas. Vera intuyó que estaba a punto de estallar si no hacía algo para remediarlo. Bajó a la biblioteca, como era de esperar, se dijo malhumorada, su esposo no estaba allí. Imaginarlo entre los brazos de Ángela le atormentaba aún más, así que cuando Bashi golpeó la puerta para hacerle notar su presencia y le entregó una nota de Spencer, encontró la excusa perfecta para salir de su encierro. La hija de Burke, al igual que ella, estaba de mal humor a causa de aquel retiro forzoso al que las sometía el monzón. Desde que había amanecido, la niña no dejaba de llorar a causa del malestar que le ocasionaba el nacimiento de un nuevo diente.
—No es prudente salir con este tiempo, memsahib —le recomendó Bashi.
Vera ignoró al anciano y sus consejos, le daba igual si se enfrentaba al Diluvio Universal. Estaba segura de que si se quedaba un instante más en esa casa, bajo la omnipresencia de Margaret, empezaría a gritar.
—Dígale a un sirviente que me traiga un paraguas y a la hija del capitán. No necesito que nadie me acompañe —añadió de inmediato, con firmeza.
Bashi asintió como requería su cargo y llamó a uno de los muchachos. Vera se puso un chal y cogió de brazos del criado a la niña. La hija de Margaret sentía curiosidad por todo lo que le rodeaba y cuando vio que salía de la casa, dejó de llorar. Vera recorrió el camino pisando el barro rojo con una satisfacción casi infantil, mientras que la hija del capitán intentaba capturar las gotas de agua con las manos. En el porche del bungalow de Spencer un muchacho le ayudó a desprenderse de los botines y le entregó unas zapatillas de algodón. Vera se sacudió el vestido, los bajos estaban rojizos, y se arregló el cabello. Luego, uno de los sirvientes anunció que la señora estaba en su dormitorio y la hizo entrar al salón.
Vera esperó a Pamela sentada en un sofá. Algo había cambiado en el cuarto, quizá fueran las flores o las cortinas, era como si una mano femenina hubiera pasado por allí.
—¿Por qué has venido con este tiempo? —preguntó Pamela—. ¡Estás empapada! ¡Además, con la hija del capitán! —le recriminó, y le quitó a la niña de los brazos.
—No te preocupes, estoy bien y este diablillo se ha divertido mojándome la cara. Mi padre decía que un poco de lluvia no mata a nadie.
—¡Surya! —enseguida un muchacho apareció.
—Sí, memsahib —dijo, e hizo una reverencia.
—Trae una taza de té a la memsahib Burke y un par de toallas. Gracias, Surya —El muchacho se marchó y Pamela tomó las manos de Vera que estaban heladas—. Tengo que hablar contigo.
Pamela empezó a mecer a la niña hasta que se quedó de nuevo dormida con el dedo en la boca. La imagen era tierna y pensó que Pamela sería una buena madre.
—Tú dirás.
—Gilliam —Vera sonrió al ver que Pamela utilizaba el nombre de pila de su esposo, aún no le había oído hacerlo—, creo que ha conseguido perdonarme —dijo con alivio—. Ahora, pasamos largas horas hablando. Él es tan bueno conmigo, sé que no lo merezco y aun así doy gracias a Dios por haberlo puesto en mi camino.
Habían transcurrido casi dos semanas desde que regresó y para algunos, el encierro obligatorio al que los sometía el monzón les había ayudado a reconciliarse. En cambio, otros, ni siquiera se habían visto.
—Me alegro mucho por los dos —dijo con sinceridad.
Pamela se detuvo y contempló a la niña. No pudo evitar acordarse del hijo que había perdido.
Unos minutos después, Spencer entró en el salón. El sargento tenía el rostro congestionado por la ira e ignoró a Vera por completo. Pamela, asustada por su actitud, no comprendía su enfado e incluso la niña se despertó y comenzó a llorar.
—¿Es cierto? —preguntó Spencer.
—No sé a qué te refieres —le respondió con una trémula voz.
—¡Esto, maldita sea! —gritó Gilliam, y le lanzó una carta al regazo.
Pamela la leyó y, cuando terminó, su rostro palideció tanto que cualquiera pensaría que era la imagen de un espectro. Pamela soltó la carta y Vera la recogió del suelo. Alguien había escrito que la esposa del sargento había perdido un hijo bastardo en el camino a Meerut y, además, era estéril. Vera rogó al cielo que Spencer no cometiera una estupidez, sospechaba que Melisa pudiera ser la artífice de esa maldad.
Pamela miró a su esposo con los ojos inundados de un dolor tan inmenso que Spencer entendió que su sufrimiento era mucho mayor de lo que imaginaba. El sargento hubiera hecho cualquier cosa por poder decirle unas palabras de consuelo, pero sus ojos mostraron una frialdad desalentadora. Pamela se marchó llorando aún con la niña en brazos. Vera se puso en pie y se retorció las manos preocupada por su amiga; el rostro del sargento mostraba que, tras descubrir ese terrible secreto, temía que la felicidad que había empezado a surgir entre ellos se derrumbara como una hilera de fichas de dominó. Entonces, Gilliam sorprendió a Vera al preguntar:
—¿Es cierto lo que dice esta nota?, ¿perdió a un hijo?
—Sí, de camino a Meerut —le confesó Vera, era absurdo negarlo.
—¿Era de él? —Spencer se mesó los cabellos con las manos.
—Sí, era de él.
—Entiendo.
Vera debía defender a su amiga. El sargento tenía que entender el dolor y el sufrimiento junto con el esfuerzo que esa mujer había hecho hasta llegar hasta allí.
—No, no entiendes por lo que ha pasado tu esposa —sus palabras eran ofensivas—, no sabes que fue engañada tanto por su futuro suegro como por su prometido. Amenazada con que matarían a su padre ni tampoco sabes lo que sufrió en ese maldito viaje hasta casarse contigo.
—Nadie la obligó a venir —contraatacó Spencer.
—Gilliam, ella ha empezado a quererte y desea un hogar. No tiene otro sitio dónde ir y si la echas de tu lado por esto, no regresará.
Gilliam se sentó en el sofá sin decir una palabra. Pamela le había engañado una vez más. Se mesó el cabello furioso con ella y, sobre todo, consigo mismo. El amor era un guerrero contra el que no podía luchar y al que jamás vencería. La amaba y ese amor se había convertido en su condena.
—Lo siento —dijo Vera, y apoyó la mano sobre el hombro del sargento—, aunque esa niña, la hija del capitán Burke puede ayudarla a superarlo… —Dejó en el aire la idea.
Pamela había visitado a la niña todos los días y pasado largas horas con ella en su ausencia. Vera no renunciaba a encontrarle un hogar, lamentaba que no fuera el suyo, pero ella no tenía un sitio al que llamar por ese nombre y nunca lo tendría. Spencer era muy diferente a Burke, el sargento quería a su esposa y haría cualquier cosa por ella, hasta perdonarla y aceptar a la hija del capitán como propia.
—Vera, por favor, déjame solo —le pidió.
—Por supuesto, solo quería…
—Sé lo que quieres, pero tengo que pensarlo —sonrió Spencer, derrotado.
Vera cogió el paraguas y olvidó de forma intencionada a la hija de Margaret. Quizá esa niña uniera a ese matrimonio, algo que no había ocurrido con el suyo. No llovía, pero unas nubes negras avanzaban hacia el acuartelamiento. El tiempo les daría una tregua que todos aprovecharían. De nuevo, soldados y empleados deambularon por las calles después de estar encerrados durante más de una semana a causa del mal tiempo. Incluso Melisa se atrevió a salir. Dos sirvientes indios la llevaban sentada en un palanquín. Cuando llegó junto a Vera hizo una señal a los hombres y estos se detuvieron a su lado.
—Buenos días, Vera.
—Buenos días —dijo la joven, y observó cómo Melisa, igual que si fuera la reina de Saba, se vanagloriaba de su posición.
—¿Cómo está Pamela? —preguntó con sarcasmo, y sus ojos mostraron una satisfacción que no pudo disimular.
—Muy bien.
Vera continuó caminando, pero Melisa no estaba dispuesta a soltar a su presa con tanta facilidad.
—Tu esposo ha visitado a la señora Murray y el té se ha cancelado.
Vera se detuvo y se enfrentó a ella sin que notara cómo la había lastimado. Las palabras no eran solo hirientes, también, un recordatorio de que debía marcharse de Meerut lo antes posible o terminaría mucho peor que solo con el corazón destrozado.
—Tenían temas que tratar —mintió Vera.
—Sí, parece que eran importantes —continuó Melisa hurgando en la herida—. Si tuviera asuntos que tratar con un hombre como tu capitán —dijo, y pronunció la palabra capitán con más fuerza—, yo también anularía mis compromisos.
Vera, sin dejar de mover los pies en el barro rojo, dijo:
—Si me disculpas, estoy empapada por la lluvia y quiero cambiarme.
—Por supuesto, no sea que pilles un resfriado. No queremos que el capitán sufra una segunda pérdida, ¿verdad?
Vera se escabulló deprisa, mientras escuchaba la risa de Melisa. No le importó manchar de barro toda la casa, sus palabras aún le herían el corazón. Su esposo había corrido a los brazos de Ángela después de lo que hubieron compartido. Sabía a lo que se arriesgaba cuando permitió que la amara, aunque nunca pensó que doliera tanto. Imaginó poder soportar la doble vida de Owen, ignorar que su esposo tenía una amante, pero tras lo que habían vivido se sentía incapaz. Las lágrimas brotaron de sus ojos al oír el croar de las ranas, sus amigas habían salido tras las lluvias. Observó los brillantes rayos solares y tomó una decisión de la que esperaba no arrepentirse. Se sentó en el pequeño escritorio y comenzó a escribir una carta para el capitán Owen Burke. En ella, le explicaba que se marchaba al orfanato de Susan. Dos horas más tarde, Vera atravesaba los muros de Meerut. Su corazón le decía que no huyera, hacerlo era de cobardes.
Owen miró el rostro de Ángela y el de Vera ocupó su lugar, ahora no dejaba de pensar en las últimas palabras que se dijeron. Recordar el interés que su esposa había despertado en el maharajá le enardecía la sangre. Vera no era tan casquivana como Margaret se decía desde entonces, pero imaginarla conceder sus favores a otro, le hizo contraer la mandíbula. Carter le había contado el motivo de Vera para acercarse al príncipe, pero una parte de él se negaba a creer del todo en su inocencia. No estaba tan ciego como le había ocurrido cuando conoció a Margaret, de eso estaba seguro; o no, ya no sabía qué pensar, solamente que sus sentimientos hacia esa muchacha eran tan oscuros como el agua de una ciénaga y, mucho más intensos. Owen se obligó a regresar a la realidad cuando Ángela le habló de Akerman y de sus intenciones.
—Querido, Akerman está poniendo en tu contra a todo aquel que esté dispuesto a escuchar. Debes matar al gobernador lo antes posible o tú serás el blanco.
—Haz que ese perro amaestrado se controle —dijo con rabia—. Debo encontrar el momento para hacerlo. Acercarse al gobernador no es tan fácil.
—No es necesario que te acerques al gobernador, pronto convocará a los coroneles a una reunión en Nueva Delhi. Me las ingeniaré para que mi esposo solicite tus servicios en esa reunión.
Time le había pedido que mantuviera la farsa todo lo que pudiera. Habían puesto protección al gobernador, mientras creyeran que estaba de su lado Vera no estaría en peligro. Se sentó en uno de los sofás abotonados que presidían el salón. Esa mañana, el cuarto le resultaba más asfixiante que otras veces.
—Reconozco que tu actuación en casa del gobernador fue de lo más convincente, aunque no muy acertada —continuó ella—. No quieren llamar la atención, al menos, no todavía, hasta que ese bastardo sea eliminado. —Owen disimuló, apretando la mandíbula, que la sorpresa se dibujara en su rostro—. Querido —dijo, y se arrodilló a sus pies, luego apoyó la mejilla en las rodillas de él y le tomó de las manos—, te he echado tanto de menos.
Owen no pudo evitar sentirse incómodo ante esa muestra de amor, ya no podía engañar a Vera. Se obligó a acariciarle el pelo y ese simple gesto le hizo pensar que traicionaba la confianza de su esposa. Descubrir que todo lo que le dijeron sobre ella era un engaño, una vil mentira para hacerle daño, le llenaba de satisfacción. Era un sentimiento egoísta, sin embargo ser quien había probado la inocencia de su piel, le excitaba. Ángela malinterpretó su reacción y le acarició los muslos con una insinuación clara. Cuando Burke comprendió qué ocurría, retiró con suavidad la cabeza de su amante de las rodillas y se puso en pie.
—Debes conseguirme más tiempo. No quiero terminar siendo la cabeza de turco de nadie.
—Está bien, tienes tres semanas, después de esa fecha si no has matado al gobernador no podré protegerte —le respondió con frialdad Ángela.
Le había confesado lo que sentía por él y, no actuaba como hubiera deseado. Su indiferencia era una muestra inequívoca de lo que ya sospechaba. Owen se había enamorado de su esposa, de esa chiquilla insulsa y sin atractivo, aunque él no lo hubiera aceptado todavía. Por fin, se había liberado del fantasma de Margaret y no era para caer en sus redes. La rabia se reflejó en sus ojos y el odio también. Ángela no estaba acostumbrada a perder y no lo haría. Si Owen no era para ella, no sería para ninguna otra. Se dijo que aún no estaba todo dicho, se levantó del suelo y suavizó su actitud. Se acercó al capitán y le rodeó el cuello con los brazos. Burke no se apartó, aunque permanecía rígido. Ella besó sus labios y él ni siquiera fingió un mínimo de pasión.
—¡Memsahib! —anunció una sirvienta. Se trataba de una criada a la que Ángela confiaba sus escarceos amorosos—. Su esposo está aquí.
—¿Me ayudarás? —preguntó Burke. La mujer adivinó su desesperación.
—Claro que lo haré —le dijo, y le acarició el rostro antes de marcharse.
Burke siguió a la sirvienta y un escalofrío, al recordar la sonrisa de Ángela, le recorrió la espina dorsal. Había visto a esa mujer convertida en una sanguinaria alimaña. Cuando llegó a casa, Bashi estaba más contento de lo habitual.
—Dígale a la memsahib que deseo hablar con ella en la biblioteca.
—Lo siento, sahib, la memsahib se ha marchado este mediodía.
—¿A casa de la memsahib Spencer? —se obligó a preguntar, a pesar de conocer muy bien la respuesta.
—No, sahib, le ha dejado una carta. —Bashi se la entregó.
—Muchas gracias.
El viejo criado hizo una reverencia y cerró la puerta de la biblioteca. A Burke le temblaban las manos, temía lo que leería en esa carta y lo peor era que se había ganado cada palabra que había escrito en ese papel. No pudo dejar de pensar en cómo las dos mujeres que habían existido en su vida lo habían abandonado. Margaret acudía a fiestas y bailes, en cambio, Vera se refugiaba en un orfanato de niños mestizos. Daba igual donde fueran, siempre se alejaban de su lado. Nunca imaginó que por el hecho de encargarse de esa misión, en un momento en que habría dejado que le fusilaran, la situación se había convertido en una oportunidad de conseguir a una mujer que no merecía y por la que estaba dispuesto a todo. Sí, a todo, y ese sentimiento le hizo golpear la mesa con uno de los puños. Solo esperaba que, tal y como indicaba en la carta, se tomara un tiempo para alejarse de allí y no acudiera a los brazos del maharajá. Ella necesitaba aclarar las ideas y pensar si deseaba un matrimonio con un hombre con el que no compartía ni juicios morales ni sentimientos. ¡Qué equivocada estaba!, se dijo furioso. Si supiera la verdad, si pudiera confesarle que odiaba cada acción que esa misión le obligaba a tomar. Dejó caer los brazos a ambos lados de los costados y soltó el aire que retenía en los pulmones. Contempló el jardín en el que una vez compartieron confesiones y risas. Un jardín tapizado por el barro rojo de Meerut.
Mientras tanto, Ángela, después de recibir al coronel y soportar sus puercas manos, decidió más que nunca recuperar a Owen. Lo estaba perdiendo y no estaba dispuesta a ello. Necesitaba un baño, y mientras pensaría qué hacer.
—Quiero que llames a Bashi —le dijo a su sirvienta de confianza—. No debe saberlo nadie.
La joven asintió, mientras restregaba la espalda de su señora con una manopla de algodón blanca. Ángela fumaba un cigarrillo largo y se había recogido el cabello en lo alto de la cabeza para evitar mojarlo. Se observó uno de los pechos. Su esposo le había dejado una marca que le repugnaba. Le quitó la manopla a la chica y se restregó la piel hasta que quedó enrojecida. Luego, salió del baño dispuesta a conseguir lo que quería. Owen sería su nuevo esposo, solo que él aún lo ignoraba.
Bashi había estado de buen humor toda la mañana, ver cómo la memsahib abandonaba la casa le había causado gran placer. Disimuló la decepción cuando se enteró de que se marchaba unos días y que muy pronto regresaría. Tenía la esperanza de que la casa volviera a ser como antes de su llegada. Esa mujer estaba dispuesta a acabar con todo lo que él había construido junto a la anterior memsahib. Al menos, la chica mestiza había desaparecido, no se sabía nada de ella y esperaba que fuera así por mucho tiempo. Estaba comiendo el segundo cuenco de arroz cuando recibió el mensaje de una sirvienta de la memsahib Murray. A Bashi no le gustaba esa mujer, pero la inglesa sabía qué lugar ocupaba y respetaba el suyo. Dejó el cuenco, se colocó bien el dothy y con pasos firmes se dirigió al bungalow de los Murray.
La memsahib no lo hizo esperar, además, le obsequió con unos pastelillos y una taza de té.
—Bashi, hace muchos años que nos conocemos —comenzó a decir Ángela.
Cuando Ángela llegó a la India, Bashi era el sirviente que atendía al coronel. Entre ambos había crecido una relación de amo y criado que se mantenía incluso después de que Bashi, enviado por Ángela, entrara al servicio de los Burke. El capitán Owen Burke le había atraído desde que lo conoció y necesitaba averiguar cómo era su contrincante. Margaret era una muchacha caprichosa, pero totalmente pueblerina. Aceptó su oferta sin sospechar que Bashi era más un espía dentro de su hogar que un sirviente. Sin embargo, cuando descubrió que Owen solo amaría a su esposa y ella no tendría ninguna oportunidad, decidió olvidar el asunto. Bashi parecía apreciar a su nueva señora y ella no necesitaba a un sirviente que había cambiado de lealtad como ella cambiaba de vestido. De todos modos, ahora, ambos podían reanudar su amistad. Ya habían compartido secretos. Bashi había sido en otro tiempo un intocable, pero nadie conocía su procedencia y el secreto se iría con ella a la tumba mientras Bahsi aceptara su proposición.
—Es así, memsahib.
El viejo se sentó en el suelo y devoró los pastelillos, enseguida se bebió su taza de té. Ángela asintió y el viejo criado se sirvió una segunda taza. Aunque no dejaba de mirarla con cierto recelo.
—Los dos sabemos cuál es nuestro sitio en esta vida.
—Desde luego, memsahib —dijo Bashi, y clavó los ojos en los de ella.
—Hay personas que no lo entienden —se aventuró a decir la esposa del coronel.
—Sí y suponen un problema para todos.
Bashi era un viejo zorro que a pesar de su apariencia había cazado en más de un corral. Sin dejar de comer, esperó a que la mujer terminase por confesarle qué pretendía.
—Es verdad y nuestro deber es conseguir que lo comprendan.
—Cierto, aunque a veces no lo hacen —dijo malhumorado Bashi al recordar las directrices que la nueva memsahib Burke le ordenaba cumplir.
—Ya… quizá encontremos una solución.
—¿Qué sugiere, memsahib? —preguntó con una inocencia fingida Bashi.
—Una marcha —tanteó ella.
—La memsahib Burke ya se ha marchado. —Bashi achicó los ojos ante el rostro de la mujer.
—Sería bueno que no regresara, ¿no cree, Bashi?
—Sí, lo sería, pero la memsahib Burke regresará en un par de días.
—Comprendo, eso nos deja muy poca acción de maniobra.
—¿Para qué?
—Para su marcha definitiva.
Bashi había entendido muy bien a qué se refería. El silencio se extendió por todo el cuarto y dudó si lo que pensaba era cierto. Conocía la relación del capitán con esa mujer y pensó que una amante despechada era alguien muy peligroso. Entre los criados que acompañaron al capitán a la fiesta del gobernador, se rumoreaba que se había comportado como un loco con un torpe y joven sirviente, y que se había mostrado cariñoso con su esposa. Si la memsahib Murray sabía eso, quizá había decidido no perder a su amante.
—Eso solo está en manos de los dioses —se atrevió a decir, a la vez que se ponía en pie.
—O en las nuestras.
Un silencio mucho más tenso que el anterior se extendió por la habitación. Bashi pensó en lo que le proponía: librarse de la memsahib. Reconoció que sería un alivio. No había llegado a viejo por ser un papanatas, esa mujer se proponía acabar con la esposa del capitán y ocupar su lugar. Ángela Murray había sido su antigua memsahib, no le causaría problemas y todo volvería a ser como antes.
—Memsahib Murray, ¿qué está sugiriendo?
—Nada que no pueda hacer —Ángela se puso en pie y se paseó por la habitación—, un intocable —le recordó.
Bashi tensó la mandíbula y respiró hondo. Dejó la taza sobre el plato y comprendió que la memsahib Murray no había cambiado. Desde el día que averiguó de dónde procedía, gracias a que un intocable lo reconoció una tarde que acompañaba a la memsahib a la ciudad, Ángela lo había tenido en sus manos. Así que a Bashi no le extrañaba que hubiera llegado ese instante en el que se cobraría su silencio. Si alguien descubría que era un intocable se convertiría en un paria ante los demás. Le había costado mucho ganarse el respeto y el temor del resto de los sirvientes como para que la vida insignificante de una inglesa lo pusiera en peligro. Sin embargo, guardó silencio y Ángela se obligó a ser mucho más clara en lo que pretendía sugerir.
—Quiero que muera —terminó por decir a regañadientes.
La inglesa nunca había comprendido del todo el regateo indio ni tampoco las medias palabras que debía decir para conseguir hacer algo en ese maldito país. Lejos de encontrar la oposición en ese viejo indio, Bashi se puso una mano bajo la barbilla y meditó sobre la propuesta. Tanto uno como otro sabían que no tenía opción y eso llenaba de esperanza a Ángela.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó Bashi, aceptando lo inevitable.
—Necesitamos un veneno que la enferme, pero que no la mate enseguida. Yo me encargaré de que el diagnóstico del médico sea el adecuado.
—Yo le conseguiré el veneno —aceptó.
—Tendrás que ponérselo en…
—No haré tal cosa —la interrumpió.
Ángela estudió a Bashi, ese hombre no era un ignorante y poseía la astucia de un viejo zorro.
—Tendrá absoluta libertad de mando cuando me case con el capitán Burke.
—¿Cómo sé que no me traicionará y me culpará de la muerte de la memsahib?
Ángela se acercó a una mesa, abrió un cajón y sacó pluma y papel, tras escribir unas líneas se lo entregó a Bashi. El viejo lo leyó y sonrió satisfecho, le había dado su culpabilidad bajo la forma de una confesión escrita.
—¿Estamos de acuerdo? —preguntó con vacilación la mujer.
—Se lo pondré en el té de la tarde.
—Entonces, socios —dijo Ángela, y extendió la mano. Bashi rehusó el ofrecimiento. Las cosas no eran así, él era indio y esa mujer, una inglesa. No se tocaban y no eran socios—. Colaboramos en una causa común —dijo, y retiró la mano incómoda, porque un viejo sirviente como aquel le recordara cuál era su lugar, algo que había olvidado por la emoción del momento.
—Desde luego —se apresuró a decir para disimular su desconcierto.
Bashi hizo una inclinación y se marchó sin decir nada más. Ángela observó cómo se retiraba de la habitación. Nunca imaginó que ese hombre odiara tanto a los ingleses, pero había sentido un escalofrío ante su presencia. Se dijo que el día en que se casara con Owen le despediría. Además, se aseguraría de mandarlo lejos del acuartelamiento e incluso de que sufriera un accidente.