Capítulo 7
El incidente con los fusiles había causado un sentimiento de rebeldía entre sus hombres. Narayan lo seguía tratando con la obediencia que exigía el rango, pero Owen había perdido la confianza y el respeto de alguien que entendía lo que significaba el sentido del honor. Muchos de los ingleses se equivocaban al pensar que el pueblo indio carecía de principios. La división de castas era un galimatías incomprensible para muchos de los británicos, cuya doble moral perjudicaba más que beneficiaba. Tampoco estaba de acuerdo con algunas costumbres que, según los ingleses y al servicio de una mayor civilización, deberían erradicarse. Algunos indios con espíritu modernista elevaban pequeñas voces en favor de suprimir dichas tradiciones. Sin embargo, la India era un país religioso y jerarquizado en sus pensamientos.
Owen se abrochó el último botón de la chaqueta y aceptó sin mirar al cipayo la cartuchera y la espada. Después de ajustarlas al cinturón salió en busca de Zacarhy. El coronel había ordenado rastrear una zona de Jangdishpur, quería averiguar qué había de cierto sobre un rumor de rebelión en ese lugar. Burke imaginaba que no descubrirían nada. El Nuevo Orden preparaba algo, y el comentario de uno de sus secuestradores le confirmaba que estaba en lo cierto. Pero no eran tan estúpidos para que se encontrara pruebas de ello. Los dos destacamentos, encabezados por Owen y Zacarhy, se dirigieron a cumplir las órdenes. Una jornada más tarde, ninguno de los dos había averiguado nada de interés.
Al regresar, Zacarhy le propuso detenerse en un Bibighar. En su origen era un lugar donde un caballero instalaba a su amante oficial. No todos los europeos podían costearse tal lujo y los Bibighar proliferaron como burdeles selectos, solucionando dicho problema a los europeos menos adinerados.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Zacarhy, y añadió—: ¿En qué piensas?
Una joven de ojos almendrados y piel canela comenzó a acariciarle el pecho y Zacarhy la atrajo hacia él sin delicadeza. Nadie imaginaría, ni siquiera su compañero de armas, que se trataba de un muchacho; pagaba una pequeña suma adicional a Maan Chandra y esta le vendía las más bonitas flores exóticas, envueltas en ropa femenina, cuyo interior ocultaban bellos mancebos. Si alguien llegase a averiguar que también era una señorita Molly, como apodaban en Inglaterra a los caballeros que buscaban compañía masculina, podrían expulsarlo del ejército. Además, sospechaba que el Nuevo Orden compartía la misma opinión al respecto. Rozó la entrepierna del joven que estaba a su lado, notó su masculinidad y supo que tenía las proporciones adecuadas para disfrutar esa noche. Besó los tiernos labios del chico y, de nuevo, centró su interés en la conversación con Owen.
—En que pronto me casaré —mintió el capitán, y eludió confesar cuál era el motivo real de su preocupación.
Owen aborrecía lo que había hecho, haber castigado a Narayan le atormentaba. No dejaba de pensar en que esa misión le obligaba a actuar de una forma deplorable y a hacer cosas que jamás hubiera creído que haría.
—No debes preocuparte, nadie será nunca como Margaret. —Zacarhy atrajo al joven hacia él y lo besó con brusquedad.
—¿A qué te refieres? —El comentario de su amigo le intrigó y, también, le molestó en cierto modo.
—Por favor, ninguna mujer será tan bella como tu Margaret ni tampoco tan perversa. Y espero que no te domine como lo hacía tu difunta esposa.
—Retira lo que has dicho —le amenazó Owen con los ojos cargados de odio.
Owen, gracias a una misión que él no había pedido y unos traidores a los que debía atrapar y por qué negarlo, una futura esposa que no quería, estaba furioso. Esas palabras fueron la mecha que prendió las astillas de su malhumor.
—¡No! —dijo Zacarhy con una sonrisa maliciosa—. No las retiraré. Hace tiempo que debiste darte cuenta de que tu querida esposa era una arpía manipuladora. Una zorra sin corazón que te convirtió en un pelele a los ojos de todo el mundo.
Ambos se enfrentaron sin pronunciar una palabra más hasta que Zacarhy se bebió de un trago el contenido de su vaso. Había pasado el límite y quería comprobar si de verdad Burke había cambiado. En otro tiempo, Owen se hubiera lanzado sobre él y se habría enzarzado en una pelea en defensa de Margaret. El Owen que él precisaba como compañero en esa empresa era otro, uno que considerara a su difunta esposa una zorra incapaz de valorarlo.
Las palabras de Zacarhy eran un insulto estudiado, su compañero era calculador y Burke conocía muy bien sus argucias para no darse cuenta de que lo estaba provocando. Había empezado a sospechar que también pertenecía al Nuevo Orden, tal vez fuera una prueba más. Detestaba dudar de todos y de todo, pero no era un iluso. Su amigo era ambicioso y trataba a los indios como escoria. Era un digno candidato a ser parte de ese grupo; contó hasta diez y calmó su rabia.
—Margaret era una zorra calculadora —Owen maldijo darle la razón, y alzó el vaso—. Brindemos por ella allí dónde esté. —Después de lo que había descubierto sobre ella, Zacarhy ignoraba lo mucho que se había acercado a la realidad—. Todas lo son y ninguna volverá a reírse de mí —aseguró Owen.
Se bebió de un sorbo el vaso de whisky y tomó de la cintura a otra bailarina que había terminado el baile. Se apoderó de su boca con furia. La chica no se opuso, estaba acostumbrada a la brutalidad de los europeos. La cogió en brazos y, ante la alegre sorpresa de su amigo, se la llevó a una habitación.
A la mañana siguiente, Burke despertó en una cama vacía. La chica había desaparecido, en su lugar se encontró con una bandeja de cahppattis, una especie de torta que los indios comían a todas horas y un vaso de brandy junto con la cuenta para saldar los servicios prestados por la joven durante esa noche.
Burke se incorporó de la cama, no dejaba de darle vueltas a lo que le había dicho Zacarhy. Aún recordaba la cara de asombro de su compañero cuando insultó a Margaret. Reconoció que decir esas palabras le había aliviado y se sentía igual que si hubiera atravesado una tormenta y ahora todo estuviese en calma. Después de vestirse, comerse la torta y beber el brandy, salió del cuarto en busca de Zacarhy. Su amigo lo esperaba en la puerta del bibighar en compañía de una mestiza de ojos azules.
—Buenos días, debemos regresar al cuartel —anunció Burke, este asintió y despidió a la chica.
—Antes haremos una parada.
—¿Dónde? —Burke se preguntó desde cuando era tan misterioso.
—Ya lo verás, solo puedo decirte que nos divertiremos un rato.
—Yo ya he tenido bastante por una noche.
—No se trata de ese tipo de diversión —dijo con una sonrisa irónica y golpeando de forma amistosa el hombro de Burke—. Es una mucho más interesante que dos zorras mestizas con abalorios falsos.
Las palabras de Zacarhy sonaron tan cortantes que Burke alzó una ceja de forma inquisitiva. ¿Había estado tan ciego mientras vivía Margaret para no ver cuánto había cambiado? Siempre fue un tipo despreocupado y mujeriego, con ese aire de superioridad con el que todo británico nace y, se acrecienta, ante la grandiosidad de pertenecer a un reino como el del Imperio británico, pero Owen apreciaba algo más; una soberbia contenida que captó toda la atención de Burke.
—¿Y qué hay mejor que unas cuantas mestizas bonitas en tu cama?
—Castigar a un perro —contestó.
Owen lo miró sin comprender, había pronunciado «perro» con tal dureza que hasta a él le sonó intimidatorio.
—¿Un perro?
—Sí, uno con piel negra y que sabe hablar.
Zacarhy se puso en pie y se dirigió a la salida; ambos subieron a sus monturas y emprendieron la marcha. Owen ignoraba dónde lo llevaría, pero a mitad de camino del acuartelamiento se desviaron por un estrecho sendero que conducía a un pequeño campo, en el que a veces los soldados hacían prácticas de tiro.
Owen hubiera esperado cualquier cosa, menos a un hombre atado a un poste, y cuatro de sus compañeros a su alrededor. Un sudor frío le recorrió la espina dorsal al pensar que de nuevo castigaría a un inocente, que Zacarhy era uno de ellos y que todo era parte de esa demostración que se le había exigido.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Owen antes de bajarse del caballo.
—¿Necesitan hacer algo para recibir un castigo?
Owen esbozó una terrible sonrisa y negó con la cabeza, su voz no sonaría muy creíble si contestaba. Se fijó en que el chico indio tendría alrededor de unos veinte años, le habían golpeado y tenía una fea herida en la frente. Vestía un dhoti que al intentar defenderse de sus atacantes se había manchado de barro y sangre. El muchacho estaba inconsciente.
—¡Zacarhy! Pensé que ya no vendrías —dijo uno de ellos y se abstuvo de hacer el saludo militar que el rango de su compañero exigía. Era como si una camaradería diferente les uniera.
—Una chica bonita…
—Siempre es una chica bonita —intervino el segundo de los hombres. Owen lo reconoció, era el soldado que trabajaba en la cantina.
—¿Qué ha hecho? —se obligó a preguntar de nuevo Owen.
—Nada —respondió el tercero, y tiró del pelo del chico para enseñarle el rostro al resto—. Es un mestizo, el hijo de una zorra blanca con un perro indio y castigamos esa perversidad contra Dios.
Burke no daba crédito a lo que oía. Ese joven ni siquiera había cometido un delito que justificase que lo hubieran apaleado.
—¿Qué vais a hacer con él?
Zacarhy emitió una carcajada ante el asombro de Owen.
—No, amigo —dijo, y le dio una palmada amistosa en la espalda que desagradó tanto a Burke como si lo tocara una serpiente—. Serás tú quien decida el castigo.
—¿Yo? Pero…
—¿No eres capaz?
Zacarhy mostró un gesto adusto, tan pétreo que Owen no le reconoció como el compañero con quien había compartido sus años de juventud en Londres. Algo había cambiado en él y, durante un instante, se lo había mostrado. Ahora le daba la oportunidad de probar que podían confiar en él.
—Sí, está bien, le daremos una lección a esta escoria —se obligó a pronunciar, se quitó la chaqueta y se remangó la camisa.
Burke miró al cielo. Un grupo de cuervos revoloteaban sobre ellos, los animales habían olido la sangre. No podía golpear a un hombre inconsciente, cogió la cantimplora y la vertió sobre la cabeza del chico. El muchacho al sentir el agua se despertó con los ojos invadidos por el miedo.
—¡No!, ¡por favor! —suplicó—. ¡No he hecho nada! —decía una y otra vez.
Owen lanzó un puñetazo al joven que lo dejó en silencio. Debía ser contundente, debía ser creíble, debía ser cruel se repetía una y otra vez como un mantra en la cabeza, mientras golpeaba. Zacarhy lo agarró del brazo y lo detuvo. Owen, con la respiración agitada y sin ser consciente de que lo sujetaba, alzó el puño.
—¡Soy Zacarhy! —Burke regresó a la realidad y bajó el brazo—. Queremos darle una lección, no matarlo —le sonrió.
Los cuatro guardaban silencio y se miraron unos a otros con incredulidad. Jamás hubieran imaginado que el honorable capitán Owen Burke apaleara a un chico, maniatado y sin posibilidad de defenderse, hasta casi acabar con su vida.
Owen se giró, temblaba de furia y de un salto montó en su caballo; durante todo el camino de regreso al acuartelamiento no dijo una palabra. Zacarhy nunca pensó que fuera capaz de matar, pero lo habría hecho si no lo hubiese detenido. Se alegraba de que hubiera cambiado, de que al fin, floreciera la simiente del auténtico ser de Burke. Un hombre que formaría parte de las filas del Nuevo Orden. Alguien que junto a él gobernaría sobre esos malditos indios. Sus superiores necesitaban más pruebas que una paliza a un mestizo y un par de latigazos a un cipayo, para creer que Owen estaba entregado a la causa. El mayor Willian Shorke vigilaba a los sospechosos de pertenecer al Nuevo Orden, aún ignoraban quién se encargaba de ello y cómo. Así que exigían pruebas irrefutables de veracidad sobre la lealtad de Owen. Se jugaban mucho y no dejarían que un traidor entrara en sus filas.
—Zacarhy —dijo antes de marcharse—, me alegro de que seas mi amigo —por primera vez esas palabras se le atragantaron en la garganta—, ha sido liberador.
—Lo sé, para mí fue lo mismo. Sientes que ocupas un sitio en este mundo y no es el de abajo.
Burke comprendió que era incapaz de ver la maldad de sus acciones. Envolvió su asco en una máscara de cordialidad. Luego, apretó la mano de su compañero y regresó a su bungalow.
En el interior, Ángela Murray le esperaba. La mujer se paseaba como un animal enjaulado de un lado a otro de la habitación.
—¡Owen!, ¿estás bien? —preguntó a la vez que se abrazaba a él con desesperación.
—¿Por qué no debería estarlo? —Owen retiró las manos de su cuerpo y la alejó un poco de él.
—Ellos… sé que… te…
—… secuestraron —dijo, y alzó su barbilla con una mano—. No te preocupes, estoy bien. Solo necesito descansar, ha sido una noche muy larga.
—¿Descansar? —El rostro de Ángela se tornó cadavérico—. ¿Descansar es acostarse con una zorra india? —Rodeó el cuello del capitán con los brazos y oprimió sus pechos contra el torso de Owen—. No me hagas caso —se apresuró a decir ante el rostro colérico de Burke—. No tengo ninguna autoridad sobre ti, pero eres mi amante y no quiero compartirte con nadie, menos aún, con una perra negra.
Owen se tensó al oír sus palabras, Zacahry también las había pronunciado; ese comentario despectivo parecía una marca de la casa del Nuevo Orden. Otra vez, la apartó de él, se acercó al mueble bar y se sirvió una copa que bebió de un trago. Después de haber golpeado a un inocente, su rabia no le haría tratarla con delicadeza. Contempló con estupor a esa mujer que irradiaba desprecio hacia cualquier criatura menos afortunada. Ese desdén por el resto de seres que compartían el mismo aire y el recuerdo de todo lo que le había obligado a hacer, hizo que el odio se abriera paso violentamente en el interior de Owen. Esa noche se sentía engañado y al pensar que nadie era lo que aparentaba, le empujó a vengarse de la mujer del coronel. La tomó de la mano y la arrastró hasta el dormitorio, cerró la puerta de una patada y comenzó a arrancarle la ropa. La cólera lo cegaba y Ángela Murray se alegró de que fuera así.
Ángela salió del dormitorio cuando Owen ya se había dormido. En el comedor, Zacarhy la esperaba. El compañero de Burke se había sentado en un sillón y cruzado las piernas, mientras bebía el mejor bourbon del capitán. Fumaba un habano que la señora Murray le regaló en una ocasión en que habían compartido más que palabras.
Ángela intentó no gritar por la sorpresa y disimuló con mucho esfuerzo su cara de disgusto.
—Nuestro amigo común es todo un semental —Ángela no contestó—. ¿No tenías suficiente conmigo?
Ella continuó hasta la puerta, pero Zacarhy fue más rápido y la aprisionó entre sus brazos antes de que escapara de él.
—¿Era necesario obligarlo a pegar a un muchacho?
—Sabes que sí y aún no han acabado con él.
—Os dije que debíais darle tiempo. Nadie cambia de la noche a la mañana, aunque el odio haya anidado en su interior.
—¿Estás segura de que siente ese odio?
Ángela se liberó del abrazo y se sentó en uno de los sillones. Zacarhy había sido su amante durante un tiempo, pero ya no la excitaba. No colmaba de deseo su cuerpo y carecía de la paciencia y entrega de Burke. El capitán había sido un inesperado hallazgo que la llenaba por completo y hasta juraría que había empezado a enamorarse de él.
—Sí, pero no es como tú. Necesita una justificación, lo que has hecho esta tarde solo le crea dudas y remordimientos.
—¿Cómo sabes todo eso?
—A veces —dijo ella con una sensualidad estudiada en la voz—, no entiendo cómo los hombres desempeñan tanto poder con tan poco cerebro.
El dardo dio de lleno en el ego del capitán. De una zancada se puso a su lado y la cogió de los hombros con fuerza. La esposa del coronel sonrió con malicia y el oficial se apoderó de su boca con rabia. Ella lo dejó hacer, las manos de su antiguo amante se volvieron más exigentes y Ángela le mordió un labio. Zacarhy alzó la mano para golpearla y en vez de eso, curvó los labios en un gesto de lascivia y la soltó.
—Veo que no has cambiado.
—Ni tú tampoco —le dijo ella—. Aún recuerdo tus sádicos juegos.
—Algunos de esos juegos te gustaban bastante, creo recordar.
Ángela lo atravesó con una terrible mirada, pero prefirió no contestar a sus provocativas palabras. Se envolvió el cuerpo con un chal, la prenda disimularía los desgarros de su ropa a manos de Owen y, antes de salir de la habitación, le advirtió:
—Procura ir más despacio o en vez de un amigo te ganarás a un enemigo.
—¿Crees que alguien escuchará tu opinión? —respondió con sorna.
Ángela se había ganado el apoyo de Akerman y era el único que le mantenía en contacto con el Amo. Desconocía quién era, pero había invertido mucho dinero y tiempo para destruir a la Compañía. Aunque sí sabía que era el único capaz de llevar a cabo el cambio en el que muy pronto él sería alguien importante. Oponerse a Ángela era hacerlo al comandante y por lo tanto al Amo. Zacarhy no era tan estúpido para caer en la trampa. Se limpió la sangre del labio con un pañuelo blanco.
—Deberían —afirmó Ángela con una altivez que no disimuló—. Owen puede ser muchas cosas, pero se comportará de forma implacable si está en el otro bando y eso no nos conviene.
Zacarhy no contestó. Los dos se conocían desde la infancia y sabía que Ángela tenía razón. Owen Burke sería un formidable enemigo si se convertía en un adversario.
A media tarde, Burke despertó malhumorado, golpear a un chico indefenso y tratar a su amante con brutalidad no formaba parte de sus principios. A la señora Murray parecía no importarle demasiado, incluso, juraría que lo había disfrutado. Pronto, compartiría la cama con su nueva esposa, ignoraba todo de ella y confiaba en que no fuera un problema. Solo debía ocuparse de la casa y de la hija de Margaret. Su sola mención le impedía respirar. Desde el día que nació y la criada se la puso en los brazos apenas la había visto, y no sentía deseos de hacerlo. Además, el mayor le había asegurado que si tras la misión no deseaba seguir casado, la boda podría anularse y esa era su intención. Despediría a su esposa y pediría el traslado a un acuartelamiento fronterizo donde olvidar la traición y el dolor.
Los recuerdos regresaron al día en que Margaret y él se habían conocido. Estaba nublado y una fina llovizna calaba hasta los huesos. Al carruaje donde ella viajaba se le rompió una de las ruedas. La familia de Margaret se vio en la urgente necesidad de encontrar un nuevo transporte y él pasaba por allí en compañía de Zacarhy, ambos ofrecieron sus monturas a las damas. Owen jamás había conocido a una muchacha tan bonita como Margaret. Su belleza iluminaba cualquier estancia y los hombres se giraban para admirarla. Cuando la joven le dirigió la palabra tartamudeó hasta que Zacarhy le dio un codazo en las costillas y recuperó la compostura. El mundo no volvería a ser el mismo para Owen desde ese día. Dejó de comer, de dormir y hasta de cumplir con sus obligaciones en la academia militar, porque solo pensaba en la señorita Margaret. Un día, el destino los unió de nuevo y cuando su propuesta de matrimonio fue aceptada, Burke creyó que había alcanzado el mismísimo paraíso en la tierra. Después de su muerte comprendió que ella no se había enamorado de él, sino de un ideal. Quería ser la esposa de un militar de carrera en un país de ensueño. Un país que la desilusionó en cuanto puso un pie en él y que Owen casi consideraba el suyo. Un país como la India.
El ruido que hacían los criados en el exterior le obligó a levantarse y a vestirse deprisa. Aquella mañana se iniciaban los entrenamientos con la nueva arma. Había tenido dudas de que sus hombres aceptaran practicar con los cartuchos después de cómo había castigado a Narayan. Sin embargo, todo el acuartelamiento mostraba una actividad inusual.
—¿Qué ocurre? —le preguntó a Zacarhy que se había apoyado en una de las columnas de mármol blanco de su bungalow.
—Han suspendido el entrenamiento y preparan una recepción.
—¿Qué recepción?
Zacarhy se echó a reír.
—¡Dios! ¡Pobre de la mujer que se convierta en tu esposa! ¡Ni siquiera recuerdas que llegará mañana!
—No quiero una esposa, es mi hija quien necesita una madre.
—Para eso ya tienes ayas indias.
Zacarhy borró todo rastro de risa cuando oyó las palabras de su amigo.
—Ninguna perra negra cuidará a la hija de Margaret. Pero antes de que mi hija —dijo, y casi se atragantó al pronunciar las palabras— viva con nosotros, me aseguraré de que mi esposa sepa comportarse.
El capitán Dunne asintió complacido, quizá Ángela tuviera razón. Owen solo precisaba más tiempo para cambiar.