Capítulo 10
Después de la cena, Zacarhy probó uno de los mejores brandis que jamás había bebido. Esa noche, Burke tenía motivos para abrir esa botella. Había recibido la herencia de un tío lejano de Escocia y podría saldar todas sus deudas. Había recuperado su economía para satisfacer el paladar más exquisito y Zacarhy deseó que su nueva esposa no fuese como Margaret; esbozó una sonrisa al recordar que nadie sería nunca como ella. Aún le enardecía la sangre el olor de esa mujer. Una vez intentó besarla y ella lo despreció como si fuera la peor de las escorias. Hubiera sido un entretenimiento de lo más apetecible y una muñeca perfecta.
—Ella ha venido hoy aquí —dijo Owen interrumpiendo sus pensamientos.
—¿Ella?
—Mi mujer, Vera Henwick.
—¿A qué ha venido?
—Pretendía saber si quería una boda como todo el mundo.
—¿Y qué le has dicho? —Zacarhy sirvió dos copas más de brandy y le entregó una a Burke.
—Creo que sin decir una palabra entendió que no quería casarme.
—¿Cómo se lo ha tomado?
Ninguna mujer aceptaría con agrado de su futuro esposo una respuesta como la de Burke.
—Se marchó sin emitir una queja ni una petición.
Zacarhy imaginó que la muchacha se había sentido tan decepcionada que había corrido a refugiarse en su cuarto para llorar. Se contaban muchas cosas de ella, y todas procedían de la misma fuente, Melisa Clayton. Hasta ahora, ni siquiera había visto a la famosa señorita Henwick. Algunos de los comentarios eran tan maliciosos como que había sido algo más que una viajera para el capitán Taylor.
—¿Es tan insulsa como dicen?
Owen lanzó una bocanada de humo, que formó varios círculos en el aire y, después, desvió la mirada hacia el cuadro de Margaret. Si comparaba a las dos mujeres, su nueva esposa perdía en la comparación, aunque no encontraría en los ojos de Vera la malicia que el pintor no había podido disimular en los de Margaret.
—Sí, pero es algo más que eso.
—¿A qué te refieres?
—No sabría explicártelo. Creo que en su interior oculta un fondo salvaje que le traerá más de una complicación y, a mí, también. Carece de falsedad y es demasiado joven e ingenua.
—¿Esa flor apagada, según Ángela, tiene un fondo salvaje?
Zacarhy emitió una risotada que contagió a Owen. Recordó los chismes que se contaban por el acuartelamiento, y pensó que cuando Burke los escuchara, no opinaría lo mismo de su mujer.
—Si algún día se despoja de su inocencia, la señorita Henwick sorprenderá a más de uno.
—Me han dicho…
—Supongo que la señora Murray ha sido la persona que te ha dicho. —Owen alzó una ceja de forma inquisitiva.
—No me interrumpas —pidió Zacarhy, y puso los pies sobre una mesita de madera pulida en la que había varios ceniceros repletos de colillas de habanos— que nuestra señorita Henwick discutió en la iglesia con Ángela.
Owen casi se atragantó con la bebida. A esa mujer le gustaban las peleas y si no fuera porque era una muchacha, pensaría que era un mozalbete de espíritu brioso y sin un ápice de inteligencia. Al ser su mujer ese comportamiento era inapropiado, indecoroso y llamaría la atención sobre su persona, algo que no le interesaba, al menos, no de esa forma. Todo el mundo debía pensar que eran un matrimonio sencillo y típico inglés. Necesitaba una bella esposa, con buenos modales y agradable con los demás; no una mujer anodina, carente de comportamiento social y tan arisca como una mofeta enfadada.
—¿Por qué ha sido?
—Esto es lo mejor, creo que la señora Burke no soporta la competencia.
—¿A qué te refieres?
—Nuestra amiga común tuvo la desfachatez de aclararle vuestra situación y a la señora Burke no le ha gustado.
—Eso no le incumbe, seguiré viendo a quién quiera y cuándo quiera.
Pero el comportamiento de Ángela había sido tan vejatorio que comprendía por qué Vera Henwick se había ofendido al contarle que eran amantes. Esa muchacha había soportado bastantes sorpresas por un día. Seguro que estaría triste por su culpa y eso le molestaba. No deseaba una esposa, pero tampoco, aniquilar los sueños románticos de una joven orgullosa de sus veintiún años recién cumplidos. Aquella inocencia le hacía sentirse culpable de utilizarla en su propio beneficio. En cuanto terminara la misión, la devolvería a Inglaterra y a sus padres. Exigiría al mayor que le buscara un nuevo esposo y un nuevo hogar como recompensa a lo que le haría padecer.
—¿Por qué te casas? —Zacarhy había desterrado esa mueca juguetona para transformarse en un interrogador suspicaz.
Owen debía andar con cuidado. Un paso en falso, un descuido, o una palabra imprudente y todo se iría al traste y él sucumbiría, también. Lo vigilaban y no estaba más cerca de averiguar quiénes eran que al principio. Ya no tenía la menor duda de que Zacarhy pertenecía a ese grupo de traidores, pero no podía presentarse al mayor Shorke solo con una sospecha y sin ninguna prueba.
—Porque ninguna perra negra criará a la hija de Margaret.
—¿Sabe tu esposa que tienes una hija? —La sorpresa apareció dibujada en el rostro de Burke y Zacarhy sonrió con malicia—. No me gustaría estar en tu pellejo el día en que se lo digas.
—Yo sabré domesticarla. Esta vez —añadió mientras sus ojos se desviaron de nuevo al cuadro—, ninguna mujer controlará mis actos.
—Brindo por ello. —Zacarhy alzó la copa y Owen lo siguió en el brindis.
Algo más tarde, cuando Zacarhy se había marchado y los criados dormían, una sombra, envuelta en una suave capa de seda negra, se coló en la habitación de Owen. Se despojó de la capa y en su lugar apareció una mujer vestida con un corsé rojo y unas llamativas medias del mismo color.
Ángela Murray observó a su amante desnudo sobre la cama. Acarició su espalda y recorrió con los dedos el contorno de sus músculos y el deseo creció en ella. El amor por Owen aumentaba cada día en su interior sin que pudiera impedirlo, un amor como jamás había sentido por ningún otro. Un amor por el que sacrificaría todo lo que había construido si él correspondiera a ese sentimiento. Owen se removió inquieto en la cama y ella retiró un mechón oscuro del rostro. De pronto, se vio atrapada por la muñeca.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó él sin abrir los ojos.
—Quería verte.
El capitán olió el perfume a jazmines de su amante, era embriagador a la vez que sensual; esta vez le desagradó. Se veía como un insecto atrapado en una fina tela de araña y esa imagen le disgustaba. La señora Murray contempló con los ojos cargados de deseo al hombre que, en ocasiones, la necesitaba y la buscaba, y en otras, la rechazaba como si fuera una serpiente venenosa. Tenía la suficiente experiencia para darse cuenta de que Owen nadaba entre dos aguas y una era mucho más peligrosa que otra. El capitán se lavó la cara en una jofaina y se giró para enfrentarse a la mujer que venía dispuesta a meterse en su cama.
—¿Por qué le contaste a mi esposa que éramos amantes?
—Pensé que no te importaría y quería que supiera desde un principio que yo ocupo tu lecho.
Owen apretó los puños, ninguna mujer le manejaría a su antojo. Ya había tenido bastante con alguien como Margaret y, ni Ángela, ni esa señorita Henwick, le causarían más dolores de cabeza.
—La próxima vez que decidas algo me gustaría que me lo consultaras antes —dijo, y se envolvió el cuerpo con la sábana—. Ahora, tengo que lidiar con una esposa enfadada por tu culpa.
—Muéstrale quién manda —dijo, y se puso en pie de forma seductora.
Ángela sabía que era bella y la seguridad en cómo responderían los hombres ante tal belleza, irritaba a Owen. Con mucho esfuerzo dominó la ira que amenazaba con estallar en él. Prefería el enfado de su joven esposa a perder el único eslabón que le mantenía aún sobre la pista del grupo.
La señora Murray le rodeó el cuello con los brazos, aprisionó los pechos contra el cuerpo del capitán y le despojó de la sábana. Él se apoderó de su boca con un beso lujurioso. Abrazar a esa mujer le aportaba más que una agradable excitación. Se concentró en lo que tenía entre manos, averiguar quiénes y cómo pretendían destruir el poder existente. Así que la apartó un poco de él.
—¿Aún no se fían de mí?
Ángela abandonó el sueño de placer que la envolvía. Su rostro recuperó la dureza que a veces lo caracterizaba.
—Sí, desconfían —dijo con voz gélida—. Todavía no has hecho nada con lo que ganarse su confianza.
—¿Tú qué sugieres?
Owen disimuló el terror que le invadió al terminar de hacer esa pregunta. Veía cómo los ojos de Ángela se convertían en dos piedras frías y calculadoras.
—Algo que los convenzan de tu entrega y demuestre que crees en la causa y no eres un farsante. Algo como que no te importa nada ni nadie lo bastante —dijo con voz melosa a la vez que posaba la mano sobre el pecho desnudo de Owen y descendía con suavidad hacia su hombría— salvo el Nuevo Orden.
—¿A qué te refieres? —preguntó, y le cogió la muñeca para detenerla.
Esta vez, fue Ángela quien se retiró unos pasos de él. Cuando la miró, Burke reconoció en ella a uno de tantos dioses hindúes que representaban el mal.
—Quizá… —dijo con cierta precaución—, si tu esposa ve la clase de hombre con el que se ha casado y todos conocieran ese hecho. —Su rostro exhibió un mohín caprichoso—. Demostrarías que vas por buen camino.
—¿Qué quieres decir?
—Tienes muchas criadas jóvenes y bonitas que aceptarán de buen grado las caricias de su burra sahib, y por supuesto, ante la presencia de tu esposa.
Owen disimuló el horror y el asco que sintió ante tal propuesta. Esa mujer era realmente retorcida. Si accedía a su petición, sin duda solo estaría dando satisfacción al deseo de venganza de su amante sobre su esposa, no a los deseos de la orden.
—No creo que al Nuevo Orden le importe lo que haga o no en mi lecho.
—A ellos, no —Ángela clavó los ojos en él sin un atisbo de dulzura—, pero a mí, sí. Si quieres que se enteren de que estás de su lado, sé cómo persuadirlos. —Rozó su rostro con los dedos antes de continuar—. Primero, tendrás que convencerme a mí —la respuesta de Ángela le confirmó lo que había pensado.
El capitán Burke evaluó la situación y comprendió que la misión era más importante que una criada hindú y una inocente esposa dolida en su noche de bodas. Esbozó una sonrisa maliciosa y la atrajo hacia él con vehemencia. El cuerpo desnudo de Owen la excitó. Él la cogió con brusquedad del pelo y tiró, hasta que la fina línea entre el placer y el dolor fue irreconocible para Ángela.
—Eres un monstruo, ¿lo sabes?
—Lo sé —dijo sin un ápice de culpabilidad—. Tú debes ser otro si quieres que el Nuevo Orden confíe en ti.
—Entonces, haremos lo que sugieres. Si voy a satisfacer tu maldad —dijo y besó su cuello—, quiero un nombre. No es justo que ellos sepan todo de mí y yo nada de ellos.
Owen se dio cuenta de la indecisión de Ángela y acarició con suavidad la piel de su pecho que sobresalía del corsé. Su amante olvidó la desconfianza y pronunció un nombre. Owen disimuló la sorpresa que le causó oír el nombre del doctor Akerman. Entonces, lo reconoció como una de las voces que había escuchado en aquella choza. Sin embargo, el comandante había ocultado su identidad disfrazándose con un uniforme de capitán. El querido doctor Akerman que había atendido en el parto a su esposa y había hecho un juramento hipocrático. El buen samaritano, como lo llamaban los chicos del cuartel, por el trato igualitario que dispensaba tanto a hindúes, musulmanes como cristianos. Esa revelación le enseñó que el mundo en el que había vivido era un espejismo. Y le dolió descubrirlo.
Ángela se marchó al amanecer y dejó tras ella una estela de decepción. Burke colocó la cabeza sobre el brazo y contempló la fina tela mosquitera de la cama de invitados. La habitación la había decorado Margaret, como el resto del bungalow. Su gusto por las cosas caras y carentes de utilidad le había causado más de una discusión de la que, siempre, salía perdedor. Tras la muerte de su esposa se había desprendido de esa capa que cubría su entendimiento. Dejó de ver a una falsa Margaret para darse cuenta del verdadero ser con el que se había casado. En cierta forma, él la había engañado, le prometió una vida que luego fue imposible concederle; Margaret jamás se lo perdonó. Ahora, entendía su terrible silencio, sus huidas a fiestas y las amistades que nunca compartieron. Había amado a esa mujer por encima de todo y en su corazón aún creía que la quería. En cambio, su mente le mostraba una realidad decepcionante. Pensó en la hija de Margaret; detestaba a esa niña por ser un continuo recordatorio de su fracaso y humillación más que por matar a Margaret. Aunque se sentía despreciable por albergar dichos sentimientos hacia una criatura que en nada era culpable de los pecados de su madre.
Desterró esos pensamientos y regresó a su plan. Ahora que conocía a uno de los integrantes del grupo, actuaría con más precaución. A pesar de contar con el deseo de Ángela, no podía confiar la misión solo a sus encantos amatorios. Lamentaba que en la guerra en la que estaba inmerso alguien como la señorita Henwick fuera una de las víctimas, aunque no tenía otra opción: Ángela lo estaba probando, y si no pasaba la prueba dudaba que viviese mucho más. Faltaban pocas horas para su matrimonio. Disponía de poco tiempo y solo confiaba en Narayan. Esperaba que no lo traicionara después del castigo que le había infligido. El cipayo le odiaba, pero era soldado y actuaría como tal, a pesar de sus sentimientos, no desobedecería una orden directa de un superior.
Contrataría a una de las prostitutas del Bibighar para esa noche. Nunca había forzado a una mujer y, tampoco, lo haría con las sirvientas. Ni Ángela, ni ninguno de la orden, investigaría el número de criados que trabajaban en su casa y, si lo hacía, mentiría diciendo que había empleado unos cuantos más para que atendieran a su nueva esposa. Entre ellos, una bella muchacha que le atraía mucho más que la señorita Henwick.
Owen llamó a Bashi, era su más antiguo sirviente, había entrado a su servicio nada más llegar a la India. Tenía una larga barba, unas piernas delgadas y arrugadas que parecían no sostenerle, pero era capaz de dirigir a los criados como el mejor de los coroneles un ejército.
—Bashi, por favor, haz que venga Narayan.
El anciano achicó los ojos y su entrecejo se juntó en una clara muestra de disgusto. Ese soldado se creía muy superior al resto de ellos, algo que le hacía recordar sus orígenes. De todos modos, guardó silencio e inclinó la cabeza en señal de respeto.
—Sí, burra sahib.
Owen se acercó a la ventana para observar todo el esplendor del jardín de Margaret. Su difunta esposa lo cuidaba con una obsesión enfermiza.
—Sí, capitán —dijo el cipayo al entrar.
—Quiero que me traigas a una joven del Bibighar. —Owen cruzó los brazos detrás de la espalda—. Esta noche será ella la que atienda a mi esposa. La chica solo debe saber que trabajará como doncella para una inglesa, después seré yo quien la visite —dijo, sin girarse. Pedirle que le contratara los servicios de una prostituta india el día de su boda no mejoraría su opinión sobre él.
—Sí, capitán —respondió.
Si Owen se hubiese dado la vuelta, solo habría advertido un leve alzamiento de la ceja izquierda de Narayan. Pero su silencio fue mucho más mortificante para Burke que cualquier gesto o palabra de recriminación. Cuando se quedó solo, Owen miró el cuadro de Margaret y la odió con toda el alma por las mentiras, por tener que ocultar ante todos una verdad tan repugnante que le hacía sentir náuseas. Se dirigió a la mesa de licores y se sirvió una copa.
—Brindo por ti, mi amor. —Alzó la copa hacia el cuadro y repitió—: Brindo por ti.
Luego, se bebió la copa de un trago.
En el camino que conducía al Bibighar, Narayan no dejaba de preguntarse qué motivo tendría el capitán para contratar a una prostituta el día que se casaba. No había conocido a ningún cristiano, musulmán o hindú que humillara de esa forma a la novia en su noche de bodas.
Casi sin darse cuenta había llegado al Bibighar, en la puerta principal había colgado un cartel con las siguientes palabras: Solo blancos. Narayan pensó que algún día todo eso cambiaría. Ya había oído rumores sobre grupos de descontento en algunas zonas del norte, pronto llegarían a Nueva Delhi y, también, allí. Hasta entonces, debían someterse. Se dirigió hacia la parte de la casa que daba a las cocinas. Dio el recado del capitán a una de las chicas. Unos minutos más tarde, Maan Chandra, una vieja prostituta y dueña del burdel, lo recibía en la cocina de la casa.
—¡Fuera!, ¡fuera! —gritó, y las dos mujeres obedientes abandonaron la cocina—. Tu capitán quiere una mujer.
La dueña era una hindú de piel negra como el carbón y ojos del mismo color. La edad le había otorgado un pelo blanco que adornaba con baratijas de diversos colores y vestía un sari rojo de complicados bordados en color dorado.
—Sí, la más bella, además debe saber cómo atender a una memsahib —dijo, incómodo, por la situación.
Narayan se alistó en el ejército por un salario digno y un oficio noble, no como alcahueta de un burra sahib loco. Su mandíbula se tensó, pero ante todo era soldado. Aún recordaba el juramento de lealtad que había hecho el día en que se alistó al servicio de la Compañía de las Indias Orientales: “Para servir a la Compañía fielmente y contra todos sus enemigos mientras yo seguiré recibiendo mi paga y comeré su sal”. El capitán Burke le había ordenado cumplir una orden y eso haría.
—Bueno… el precio…
—Aquí tiene. —Narayan le entregó una bolsa cargada de monedas, tenía prisa por terminar con ese asunto.
La mujer ante un inglés no habría contado las monedas. Pero vació la bolsa sobre la mesa y comprobó que no faltaba un anna, mientras Narayan esperaba con paciencia a que se asegurara de que no le había robado ninguna.
—Están todas —afirmó Narayan, molesto.
—En mi negocio es mejor comprobar las cosas antes que creerlas —dijo con altivez.
—La mujer…
—Sí, enseguida. —Se guardó la bolsa entre los pliegues del sari—. Hay una chica nueva, nadie la ha probado aún, confío en que le gustará a tu capitán.
—¿Por qué?
—Parece inglesa. —Los ojos de la alcahueta brillaron con intensidad—. Su madre era sirvienta en Bombay de uno de los burra sahib más importantes de la ciudad. Tiene modales y la criaron con los niños de la casa.
—¿Cómo ha terminado aquí? —preguntó, curioso.
—Cuando murió su padre, la memsahib se encargó de que la amante de su marido y descendencia ocuparan el lugar más denigrante posible.
—Comprendo.
—No, mi apuesto cipayo —dijo, y acarició el rostro del hombre—. Ella me hará muy rica. Todos desearán gozar con una chica blanca por fuera y negra por dentro. Una mezcla irresistible.
Las palabras de la mujer disgustaron a Narayan. Estaban cargadas de maldad y avaricia. Dio dos palmadas y una chica muy joven se acercó a ella. La mujer le susurró algo al oído y se marchó por donde había venido. La vieja se sirvió un poco de dhal, que olía muy bien, y empezó a comer las legumbres sin ofrecerle a Narayan. Al rato, apareció una joven vestida con un sari azul claro y con las manos y pies adornados con pulseras. Tenía la piel tan blanca como la de las esposas o hijas de los burra sahibs. El pelo tan claro que escondía aún más su procedencia india, tan solo revelada por unos ojos negros y almendrados. El pequeño cuerpo mostraba que, sin lugar a dudas, la sangre india corría por sus venas. Hizo una reverencia a su patrona y miró al cipayo un instante, luego bajó la cabeza en un gesto de sumisión.
—Al amanecer, debe estar aquí. Las monedas solo dan para gozar de ella esta noche.
Narayan asintió y se giró, aturdido, por la belleza de esa mujer. Desconocía su nombre, sabía que carecía de casta, que era una mestiza y, una impura, aunque tenía la certeza de que habría sido capaz de deshonrar a su familia por poseerla. Esa noche, deseó ser quien la recibiera en su lecho y no el que la entregara a un burra sahib.