El avión salía tempranísimo y Lucía no pegó ojo en toda la noche. Como era la primera vez que volaba, estaba deseando descubrir si se veía alguna de sus casas desde el cielo.
Su madre y José María la llevaron al aeropuerto y por poco no pudo facturar su maleta: su madre tuvo la maravillosa idea de ir por la Gran Vía justo en ese domingo que abría Ikea, y estaba tan petada de coches que llegó casi una hora tarde. Su padre, que también fue a despedirla, tuvo que morderse la lengua para no decir lo que pensaba. Literalmente.
Cuando llegó a donde estaban sus amigas, estas la miraron con cara de espanto.
Lucía se alegró de ver que definitivamente le habían quitado la venda y las muletas. Caminaba algo más lenta y con tobillera, pero caminaba.
Cerca ya de la hora del embarque, todas se despidieron de sus padres. Excepto de la madre de Frida, que era la adulta responsable que las acompañaría esa semana.
Así, de primeras, a Lucía el avión le pareció una especie de autobús encogido con alas. No había tampoco mucho espacio… Al ocupar los asientos, invadieron una fila entera, de ventanilla a ventanilla.
Una azafata apareció al frente y comenzó a hacer lo típico de las películas con las manos y el chaleco salvavidas. Lucía era la única que escuchaba, no podía evitar los nervios del principiante.
También avisaron de que había que apagar los móviles. Cuando Lucía fue a coger el suyo, vio en la pantalla el simbolito de un sms. El número le era totalmente desconocido, pero al abrir el texto, solo se quedó con la última palabra: Eric…
—se le escapó. No podía creer que acabara
de recibir un mensaje de él.
El viernes, Lucía salió de la fiesta del colegio enfadadísima. Tanto que se había hecho una promesa: olvidar a Eric para siempre. Pero ahora tenía un sms suyo… ¿De dónde había sacado su número? Ella no se lo había dado.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Frida a su lado dando la espalda a su madre.
Lucía se lo contó entre susurros, y juntas leyeron el sms. Era larguísimo y ponía exactamente (con todas las letras):