Había llegado el 14 de febrero, día de San
Valentín. Las chicas se desesperaban esperando su tarjeta, los
chicos se ponían nerviosos por entregarlas.
En la primera pausa entre clases de la mañana, Frida las cogió a todas por banda y anunció toda excitada:
—Me ha llegado una tarjeta anónima…
Sacó de su mochila un corazón de cartulina rojo y dentro ponía:
—Feliz San Valentín, Frida.
No estaba firmada.
—No da muchas pistas… —soltó Susana.
—Ni idea de quién puede ser. La tenía en el cajón del pupitre esta mañana —confesó Frida con voz solemne—. Me siento vigilada… —Dirigía sus ojos demasiado abiertos a un lado y a otro.
—Déjate llevar, tía. Ya sabes que tienes un admirador, pues disfrútalo… —le dijo Raquel.
—Eso. Otras nos tenemos que conformar con la tarjeta de nuestro padre —protestó Bea.
Frida sonreía de oreja a oreja cuando entraron en clase y tomaron asiento.
—¡Se me olvidaba! —exclamó corriendo hacia el sitio de Lucía.
Le entregó un sobre con una tarjeta dentro y la avisó:
—Me ha pedido que te la dé y me ha dado pena el pobre Bola...
Lucía se encogió de hombros y abrió la tarjeta que Dani, el hermano de Frida, le enviaba. Por lo menos era original: salía Darth Vader y la reina Amidala cogidos de la mano.
—Es genial —se rió.
—Vaya, se me han adelantado —sonó la voz de Toni a su espalda.
Venía a entregarle una también. Después le dio la suya a Frida. No era porque le gustaran ni nada parecido: todos los años Toni regalaba una tarjeta a todas las chicas de la clase. Como si fuera Casanova…
Lucía cogió la invitación de Toni sin mucha emoción. Se trataba de una rosa metida en un corazón y ponía:
«Una rosa para decir… ¡feliz San Valentín!».
Le dio las gracias y la guardó en el cajón, junto con la de Dani. La única que ella quería recibir no llegaría. Eric seguía enfermo y sin dar señales de vida. Ni siquiera actualizaba su estado en el Tuenti. No había escrito nada en su perfil desde hacía siglos. Pues sí que era destructora la enfermedad esa del beso… De lejos vio cómo Toni le daba también su tarjeta a Marisa, que llevaba en la mano ya un buen montón con las ocho mil que cada año le regalaban. Quizá entre ellas también había una de Eric. Lucía sacudió la cabeza para quitarse esa idea.
Ese día pasó como cualquier otro. Con la excepción de que Frida no paró de sospechar de todos los chicos del colegio. Cada vez que uno la miraba de refilón, corría a Lucía y le preguntaba:
—¿Será ese?
Pero nadie confesó nada y se fueron a casa con la idea de que su Valentín era un poco cobarde.
El miércoles, después de comer, el gimnasio estaba libre y las chicas aprovecharon para ensayar, como venían haciendo en las tres últimas semanas.
A diferencia de su academia de danza, como allí no había espejo, Lucía prefería quedarse frente a las chicas en plan monitora. Así estudiaba sus pasos y ellas también podían verla mejor. Se compró un silbato y, a golpe de expiración, les marcaba uno a uno los pasos.
—Frida, cuando levantes los brazos, cuidado de no sacarle un ojo a Raquel —le advertía Lucía.
—Claro, como lo hago a propósito…
—Más te vale no dejarme ciega, a ver si te voy a dejar yo a ti muda.
—¡Eso sería lo peor! —bromeó Frida divertida.
Lucía se rió y dio unas palmadas para atraer la atención de las chicas.
—Muy bien. Después del giro, tenéis que doblar las piernas y moveros de lado, primero a la izquierda, después a la derecha. Y mientras tanto…
Lucía se entretuvo en explicar el paso otra vez y después observó cómo ellas lo practicaban. Todavía faltaba tanta córeo por planificar… Además, había algunos pasos que llevaban ensayando desde el principio y todavía no salían. Frida lo hizo bastante bien, y Raquel y Susana también, pero Bea, cuando fue a dar el salto, se cayó de culo.
—Por lo menos, de ahí ya seguro que no te caes… —se burló Frida. Las demás le rieron la gracia.
—Ja-ja, qué chistosa —respondió Bea levantándose.
—Venga, otra vez —la animó Lucía—. ¡Esto tiene que salir hoy! ¡Venga chicas! Uno, dos…
Volvieron a repetir el paso pero Bea se equivocó de lado en el giro y, aunque entonces no acabó en el suelo, sí lo hizo mirando al lado opuesto.
—Bea, llevamos días con este paso. No es tan difícil, venga —le dijo Lucía, que empezaba a ponerse nerviosa con los tiempos.
—Mira, Lucía, no me sale, lo siento... ¿No podemos cambiarlo por uno más fácil?
No era la primera excusa que ponía Bea. Ya le había dicho que estaba cansada y que le dolía el tobillo. Así que Lucía se daba cuenta de que el problema no era el paso, si no ella, que no quería esforzarse. Le suplicó que lo repitiera una vez más antes de darse por vencida. Pero esta vez Bea volvió a caerse y se quedó panza arriba, rendida.
—Mira, como las cucas —bromeó Frida poniendo las manos hacia delante y moviéndolas, como si fueran las patitas de una cucaracha.
Las demás se estaban tronchando. Todas menos Bea, que se puso de pie con la mano en la espalda y la cara avinagrada.
—Yo no le veo la gracia.
—Venga, Bea, no es para tanto —le dijo Lucía.
—Estoy harta de que os riáis de mí. Claro, vosotras sois todas perfectas y os sale todo bien. Dejadme tranquila.
Bea recogió su bolsa de deporte y sin cambiarse se marchó de allí. Lucía se la quedó mirando con ojos como platos… No se lo podía creer: ¡las había dejado tiradas! Y todo porque no le salía un paso. En la academia de danza practicabas y practicabas hasta que te salía bien. ¿Es que en el Liceo no era igual con el violín? ¿Qué le pasaba a Bea?
—Se ha pasado tres pueblos —se quejó Lucía dolida—. Hago virguerías para planificar la coreografía y ella decide marcharse en mitad de un ensayo.
—No se lo tengas en cuenta, ya sabes que le cuesta… —le aconsejó Susana.
—Y quizá me he pasado un poco con las bromitas —se excusó Frida.
El timbre sonó. Las cuatro se cambiaron el chándal por el uniforme y corrieron cada una a su clase.
El Papudo ya estaba escribiendo en la pizarra cuando Lucía abrió la puerta.
—Parece que estamos flojas de oído —dijo como con sorna. Por lo menos, no parecía que fuera a ponerles un negativo…
Lucía tomó asiento. Se sentó muy recta y atenta para no llamar la atención: no había hecho los deberes que les había puesto el lunes y, como la sacara a la pizarra, lo iba a tener claro. Entre la córeo y una redacción de inglés de esa mañana, había tenido que elegir pasar de las mates por un día...
«¡Maldita sea!», pensó y casi se le escapó. Obedeció y caminó al frente de la clase evitando mirar al profe a los ojos. De reojo vio cómo Marisa sonreía con malicia desde su sitio, y Lucía se puso más furiosa todavía. ¿Por qué el Papudo no la llamaba a ella nunca?
—añadió el profesor de pronto, como
respondiendo a sus plegarias.
A punto estuvo de darle un abrazo, por marciano que eso pareciera. Era su turno de reírse: Marisa no era ninguna experta en matemáticas. Tampoco Toni sabía a dónde mirar.
Lucía se centró en su ejercicio y se pasó un rato mirando los números sin saber cómo ponerse. Le había entrado un calor terrible. Por el rabillo del ojo vio cómo Marisa resolvía su problema. Respiró aliviada al oír cómo el Papudo le pedía que lo repitiera porque estaba incorrecto.
Cogió la tiza, la apoyó en la pizarra, y se pasó así un rato. De pronto, notó una vibración en el bolsillo derecho de su chaqueta. ¡Glubs! Con las prisas se había olvidado de dejar el teléfono en el cajón. Aprovechando que el Papudo echaba la bronca a Toni, miró su móvil con mucho disimulo: ¡Susana le había escrito por el WhatsApp el resultado de la ecuación!
Copió rápidamente el resultado en la pizarra sin que el Papudo se diera cuenta. Cuando llegó su turno y el profesor comprobó que su ejercicio estaba correcto, dijo:
—Y ella por poco se desmaya de la
impresión.
Lo mejor fue la cara de Marisa, que debió de insultarla mentalmente de todas las maneras posibles.
Al acabar la clase, Lucía corrió a Susana y la abrazó hasta casi ahogarla. ¡¡¡Le había salvado la vida!!! Ni siquiera le importó que Marisa la llamara tramposa.
En el pasillo se encontraron con Raquel y, juntas, fueron a la clase de Bea, para aclarar lo sucedido durante el ensayo. A Lucía ya se le había pasado el enfado y suponía que a ella también. Pero cuando se asomó a la clase C, lo que vio la dejó petrificada…
Bea estaba hablando con Marisa en su mesa y, lo que era peor, se la veía cómoda y contenta. Al distinguirlas a lo lejos, las miró un segundo antes de girar la cabeza desdeñosa; les dio la espalda y siguió hablando con la Pitiminí. Frida fue a entrar para pedirle explicaciones, pero la profe de plástica llegaba en ese momento y las echó de allí.
—Si ella se ha vuelto muda, yo también —resolvió Lucía muy mosqueada.
Las demás creyeron que todo era una tontería. Seguramente Bea estaba molesta por las bromas y al día siguiente ya se le habría pasado. Era un enfado ridículo, tampoco podía durarle mucho...