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El lunes tocaba volver al cole, y si después de unas vacaciones nunca es fácil, esta vez sería todavía más duro. Todo apuntaba a que ese primer día de su nueva vida iba a ser el más nefasto del año que acababa de empezar. La televisión, los periódicos, la gente por la calle… en todas partes se oía hablar de la crisis mundial, y Lucía comprendía que tampoco ella se había escapado: Marta se había marchado y ahora debía enfrentarse a lo que quedaba de año, y los que vinieran, sin ella.

Llegó al cole por la mañana como si la hubiera atropellado un tráiler.

—Buenos días, Lucía. Vaya, por decir algo. No tienes muy buena cara. ¿Te encuentras bien? —preguntó la Urraca al verla entrar en el recinto con su cara de no me mires o te arrepentirás.

—He perdido a una amiga —respondió dramática sin detenerse a hablar con ella.

La tutora sabía de sobra que Marta se había marchado, ¿es que acaso se estaba recochineando?

Un poco más adelante, ya dentro del edificio de secundaria, en el pasillo junto a las escaleras, estaban Bea y Frida. Las dos tenían una cara igual que la suya, pero no debían de saberlo porque nada más verla llegar se acercaron a ella:

—Das miedo —dijo Frida.

—Pues mira que tú... —respondió Lucía, y comenzaron a subir en silencio las escaleras que las llevaban al segundo piso.

El primero estaba dedicado a la recepción y la sala de profesores, los laboratorios, los talleres y las salas de ordenadores; en el segundo estaban las aulas de ESO y en el tercero las de bachillerato, música y arte. Los despachos de los profesores se distribuían entre los tres pisos. En los otros edificios del recinto estaban las aulas de los peques, el comedor, la biblioteca, el auditorio y el gimnasio.

Las chicas arrastraban los pies y doblaban las rodillas a velocidad de tortuga. Si alguno de la multitud de alumnos que pasaban por su lado cual manada las hubiera empujado escaleras abajo en ese momento, no hubieran opuesto resistencia alguna. Cuando llegaron al segundo piso, tan agotadas como si acabaran de hacer el Everest, Lucía descubrió que Eric imagen pasaba justo en ese momento por delante de ellas con sus amigos. Iba en dirección a su clase y ella quería evitarlo, así que se dio la vuelta y bajó varios de los escalones que acababa de subir.

—¡No quiero que me vea con esta cara de muerta! —confesó cuando Frida le preguntó qué estaba haciendo.

imagenEric tenía el pelo liso y tan rubio que en verano se le ponía casi blanco, y le llegaba a medio cuello. Sus ojos eran de un verde que le recordaba a la piedra del anillo que le había dado en herencia su abuela Agustina cuando cumplió los diez años, aunque le fuera tan grande que le cupieran dos dedos en lugar de uno.

 

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—¿No os recuerdan a las esmeraldas? Este chico tiene ojos de hipnotizador... da miedo —susurró Bea, que parecía recelosa porque ella también tenía los ojos verdes, aunque más claros.

Lucía supo que le había leído la mente, así que no le molestó el comentario de su amiga. Esmeralda o no, Eric era perfecto, y también era el chico con el que solía soñar desde que se conocieran un poco mejor en los ensayos de la obra de teatro del festival de Navidad.

Todo empezó cuando la Urraca repartió los papeles y cargos entre los alumnos de primero. Lucía tuvo suerte y le tocó hacer del fantasma del presente, un papel importante, pero entre las tres clases del curso sumaban tantos alumnos que algunos no habían tenido más remedio que construir los decorados y quedarse sin salir en la obra. A Eric, como tenía un gran talento teatral, le dieron el papel del protagonista, el señor Scrooge. Durante los ensayos, Lucía descubrió cuánto le gustaba… Sentía mariposas en el estómago cada vez que él la miraba o le hablaba, aunque fuera diálogo de la obra, y cuando después de decir sus líneas él la felicitaba con una palmadita en el hombro, se quedaba como paralizada. El día que le ofreció su mano para ayudarla a bajar del escenario ya fue lo más: notó cómo la cabeza empezaba a darle vueltas y pensaba que se iba a desmayar en cualquier momento.

El día del festival, la representación fue de maravilla, y cuando terminó ambos coincidieron en la sala que hacía las veces de guardarropa para coger los abrigos y volver a casa. Estaban completamente solos. Lucía se había quitado ya todo el maquillaje y la ropa blanca en los vestuarios, se había soltado la melena y puesto sus tejanos ajustados con un jersey negro de manga larga que enseñaba los hombros, así que se sentía bastante guapa. Tras coger su abrigo, Eric se acercó a ella y le dijo que había hecho muy bien de fantasma del presente, y ella le respondió que él también del señor Scrooge, y después los dos se quedaron callados sin moverse. Lucía notaba cómo el corazón se le iba a salir del jersey y tuvo miedo de que él pudiera verlo. Entonces Eric le dijo que tenía que decirle algo importante, pero en ese momento... imagenimagen, entró Jaime, el mejor amigo de Eric, que venía a buscarlo para ir a comer unas pizzas en la esquina. ¡Como si tuviera un radar! Eric se despidió de ella y se marchó con su amigo, como si fueran el punto y la i, porque Eric era bastante alto y Jaime más bien chiquitín (aunque algunas lo encontraran guapo). Esa había sido la última vez que se habían visto cara a cara. Desde entonces, Lucía no había podido dejar de pensar en lo que sería eso que quería decirle Eric, en todas las posibilidades que existían: quizá que le gustaba y quería salir con ella, pero también podía ser que necesitara su ayuda en alguna asignatura, aunque eso no tenía mucho sentido porque Lucía no era lo que se dice una empollona...

La voz de Frida la trajo de vuelta a las escaleras de la escuela de ese primer día del resto de su vida. Parecía que Eric y sus amigos se habían metido ya en su clase, así que todas retomaron su camino y recorrieron el pasillo hasta la puerta de la suya.

—¿No has hablado con él en todas las vacaciones? —preguntó Frida, hambrienta de información.

—No. Creo que se iba a esquiar con sus padres a Baqueira —respondió Lucía.

—Y ¿por qué no le has escrito para ver qué tal se lo ha pasado? Lo tienes en el Tuenti, no es tan difícil —insistió Frida.

—Eso lo tendría que hacer él, ¿no? —se quejó Lucía.

La verdad era que se metía cada dos por tres en su perfil para ver sus fotos y los comentarios que iba poniendo —tampoco era lo que se dice… expresivo—, pero de ahí a escribirle había un trecho.

—Pues si lo evitas no sé cómo va a decirte esa cosa tan importante... —volvió Frida a la carga.

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El timbre sonó interrumpiendo la conversación y las chicas acudieron rápidamente a sus aulas, que estaban a distintos lados del pasillo.

Lucía iba con Frida a la clase de primero A, mientras que a Bea la habían enviado a la C, que resultaba ser la misma de Eric y que estaba justo en frente de la A, al otro lado del pasillo. Ese era el primer año que no estaban todas en la misma clase. Aunque le había costado acostumbrarse, con el tiempo a Lucía ya no le parecía tan raro. Total, seguían pasando juntas los recreos y los descansos entre clases, y comentando las jugadas a través del WhatsApp cuando era necesario, así que en realidad apenas había cambiado nada.

Lucía se despidió de Bea, entró en su aula con Frida y se sentó en su mesa para observar un rato a los alumnos que iban entrando por la puerta. Todo el mundo hablaba de lo geniales que habían sido las vacaciones y de los regalos que habían recibido esas Navidades. En su clase contaban treinta, pero se fijó en que los únicos que estaban ya sentados y con el libro de inglés abierto eran los más empollones, que debían de tener ganas de que llegara ya la profe. Los más raritos estaban en un aparte, eran los que hacían cosas raras, como jugar a cartas mágicas o a piedras en el recreo. ¿Había algo menos interesante? En un rincón de la última fila, estaba Susana a la que llamaban «Solitaria» porque se sabía muy poco de ella. Había empezado el curso a mitad de la primera evaluación y casi no se había relacionado con nadie. Su aspecto llamaba la atención, con todos esos piercings y ese pelo cortado como un chico.

Poco después, vio cómo se abría paso contoneándose entre la gente Marisa, la líder de las Pitiminís (tan creídas que se veían a ellas mismas como el grupo de las guays), con su melena castaña llena de mechas y sus largas piernas; su séquito iba justo detrás. Ya en su mesa, dirigió sus profundos ojos negros a Lucía como si le dijera con mofa: «¿Ves? Todas estas chicas quieren ser amigas mías y a ti se te van las que tienes». ¡¡¡Aaaaaaaaajjj!!! ¡Qué ganas tenía Lucía de darle una patada en el culo! Esa creída había intentado que se uniera a su grupito al pasar a la ESO, pero ella la había rechazado y no parecía llevarlo nada bien, porque desde entonces intentaba hacerle la vida imposible tanto a ella como a sus amigas.

Cada vez que se sentaba, a Marisa se le veía el trasero, pues llevaba la falda de tablas del uniforme más corta que ninguna otra chica del colegio. Las Pitiminís eran las chicas más guapas y estilosas de la clase (o eso se creían ellas) y sus modelitos eran siempre los «mejores» y más comentados en las excursiones. Cuando todas iban con tejanos para hacer salidas por el monte, ellas se presentaban con minifaldas y tacones.

Detrás de ellas entró Toni, el Musculitos. Los rumores decían que Toni y Marisa habían sido novios en secreto durante el verano anterior, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Ya en primaria los tutores solían sentarlos en las primeras filas para tenerlos controlados porque, si no, no se enteraban de la misa la mitad. Y ahora, en la ESO, todavía más: todo les parecía una buena excusa para distraerse con notitas y mensajes ridículos.

A Lucía habían estado a punto de sentarla también delante después de un pequeño altercado en clase de lengua que le costó la visita al despacho de la directora. Pero es que últimamente le costaba bastante callarse las injusticias y más de una vez tenía que ponerse la mano en la boca y todo para mantenerla cerrada. Eso, combinado con el hecho de que sus notas no eran lo que se dice «sobresalientes», hacía que más de un profesor la tuviera en su lista negra.

 

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Cuando entró en el aula la anticuada Mrs. Dalloway, una mujer de Londres que siempre iba vestida de colores oscuros y faldas hasta los tobillos, y con un moño alto y tirante, como si acabara de llegar de otro siglo, todo el mundo se sentó en su sitio y se calló de golpe. Tocaba clase de inglés.

Good morning —soltó con esa voz tan aguda que hacía daño a los oídos.

Good morning —respondieron todos como si lo tuvieran ensayado.

Sin ni siquiera preguntar por las vacaciones, Mrs. Dalloway se dedicó a escribir cosas en la pizarra que los alumnos debían copiar sin rechistar. Pero Lucía estaba demasiado distraída esa mañana con las últimas novedades como para concentrarse en los ejercicios. A pesar de que lo tenían prohibidísimo y a riesgo de sufrir el peor castigo de todos, sacó su móvil y lo escondió entre la chaqueta azul marino. Frida (a quien la tutora había sentado en la otra punta del aula) la vio desde lejos y la imitó, así que comenzaron a escribirse por el WhatsApp del grupo ZR4 (Zapatillas Rojas For Ever), aunque Marta no podría responder. Todavía no tenía WhatsApp en Alemania, así que la comunicación en horas de cole la limitaban a las emergencias.

Lucía envió un mensaje a Bea, que seguro tendría su móvil a mano, y rápidamente vio cómo también ella se conectaba.

«Ké pstiño d Srta. Pepis», imagen se quejó Frida.

«M podría pasar la clase de mats cn ojos crrados i m ntraría d lo mismo», escribió Bea.

«A mí Dalloway m dalomismo imagen», bromeó Lucía. Caritas sonrientes de Frida y Bea aparecieron en la pantalla de su móvil.

«¿I ké pasa cn Eric? imagen», insistió Frida.

Frida se estaba poniendo de lo más pesada; ¿qué más le daba a ella si hablaba con Eric o no?

«Pasa ke oy m parzco a Jaspr, l d la kra d susto d Crpúsculo. Srá x días... imagen» —respondió. Y, para cambiar de tema, añadió—: «¿Ké clas stará aciendo Marta?»

«¿Algo n alemán?», respondió Bea.

«Ké perspicaz...», resolvió Frida chistosa.

Lucía tuvo que esconder una sonrisa, aliviada de que Frida hubiera pillado al fin la indirecta.

«Hallo», escribió recordando la única palabra en alemán que había aprendido de Marta.

La había oído hablar en esa lengua con su madre montones de veces y le parecía de lo más rara, como si se estuviera siempre discutiendo, o escupiendo... o las dos cosas a la vez.

«¡L ALeMáN PArC + DIvR kE L InGlS! ZZZ-ZZZ...», escribió Frida.

Sí, Lucía estaba de acuerdo: el inglés era soporífero. Levantó los ojos para asegurarse de que Mrs. Dalloway no la observaba. La pizarra estaba ya casi llena por completo de frases escritas en inglés con espacios en blanco que debían rellenar. Tenía que ponerse las pilas antes de que la teacher empezara a hacer preguntas y las pillara.

«Dp hablams. ¡Muaaaaa! imagen», escribió para despedirse.

Antes de guardar el móvil con disimulo en el cajón de su pupitre, miró la foto que Marta le había enviado el día anterior: se trataba de una imagen de su nuevo dormitorio hecha desde su cama. En primer término aparecían estiradas las piernas de Marta, con las zapatillas rojas puestas, y al fondo, sobre su escritorio, una foto enmarcada de las cuatro amigas juntas haciendo el tonto, en el día de su doceavo cumpleaños, el año anterior. Lucía se pasó la mañana preguntándose qué estaría haciendo Marta y cómo conseguiría evitar los ojos de Eric el resto del día. Tuvo suerte y Mrs. Dalloway no le hizo ningún caso.

 

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