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El día siguiente en la escuela fue de lo más intrascendente para Lucía: nuevos temas de todas las asignaturas que le sonaban a chino y un control verbal de ciencias naturales para el día siguiente que tendría que prepararse por la noche. ¡Menos mal que solo llevaban dos días de clase! La tarde la pasaría repartida entre la casa de Frida, para empezar a planear el casting para el concurso, y la academia de danza, ya que era martes y tenía clase. Hacía cinco años que iba a clases de ballet y, aunque al principio solo lo hacía para contentar a su madre (que era una bailarina frustrada), al final bailar se había convertido en una actividad que le apasionaba tanto como el dibujo. Dar brincos sobre un escenario, piruetas de puntillas y abrir y cerrar los brazos en el aire era lo más parecido a volar que había estado.

Lo único que tuvo un poco de emoción en ese día fue descubrir que Eric, por lo menos, seguía considerándola digna de su saludo a pesar de la humillación del día anterior. Fue justo en el momento de salir al recreo cuando Lucía se cruzó con él y sus amigos en el pasillo. Todo sucedió como a cámara muy lenta. Lo tenía todo pensado y su intención inicial era hacer como que no lo veía temiendo que si le saludaba él la ignorara. Pero fue Eric quien nada más verla pasar a su lado abrió la boca y dijo «Hola, Lucía», como si nada. Lucía se quedó paralizada del todo, tanto que ya no sabía si había acabado siendo ella la que no le decía nada…

 

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Cuando sonó el timbre para volver a casa ella y las chicas se lanzaron a la salida del colegio con el objetivo de hacerse una buena foto para mandarle a Marta: se cambiaron los zapatos del uniforme por las zapatillas rojas que habían guardado todo el día en las mochilas. Pero justo en ese momento estaba la Urraca junto a la puerta, despidiendo a los más pequeños que se marchaban de la mano de sus mamás y abuelos. Al verlas con sus zapatillas rojas, rompiendo la harmonía azul-blanca del colegio, insubordinándose y menoscabando su autoridad, puso una cara que Lucía recordaría siempre: cejas apretadas, boca abierta y mejillas progresivamente más y más enrojecidas, tirando a moradas incluso. De modo que se acercó a ellas y, muy sutilmente, para que todos los familiares que había por allí no la oyeran, las amenazó:

—Señoritas, si no volvéis a poneros los zapatos azules, mañana os pasaréis el día descalzas.

No tuvieron más remedio que cambiarse, no sin antes fotografiar sus pies. Lucía fue a abrir la boca para decirle que el horario de clase había terminado y que eran libres de hacer lo que quisieran, pero creyó ver venas rojas atravesando los ojos de la Urraca y supo que no le convenía.

Estuvieron riéndose de la situación todo el viaje en autobús a casa de Frida, y para cuando llegaron tenían tal dolor de tripa que no quisieron ni merendar.

Al entrar en la habitación de Frida se encontraron a Dani, su hermano mellizo, rebuscando entre los cajones de su escritorio.

—¡¿Cómo te atreves a entrar en mi cuarto?! Sabes perfectamente que puedo patearte el culo sin esfuerzo —comenzó a gritarle como si estuviera poseída.

—Lo dudo. Mis brazos son de acero, los tuyos solo sirven para tirar la pelotita en ese deporte para débiles que tanto te gusta.

—¡Largo de aquí, bola de sebo!

Frida y Dani se llevaban como el perro y el gato, así que sus padres habían hecho bien poniéndoles en colegios diferentes. A Lucía le llamaba la atención que, aunque los dos habían nacido el mismo día, no se parecieran absolutamente en nada. Dani era rollizo como un rollito de primavera, mientras que Frida era pura fibra, como los Special K.

Frida estuvo despotricando de Dani un rato, asegurándose de que no le hubiera cogido su mp3 sin permiso o alguno de sus CD, y después se lanzó sobre la cama. Enseguida llegó Ricky, su bulldog francés, y Frida le ayudó a subir a su lado, donde se quedó dormido.

Cuando por fin pudieron concentrarse en su proyecto, estuvieron un buen rato reflexionando sobre cómo debía ser el cartel que colgarían para anunciar el casting. Era importante no hacer el ridículo y, al mismo tiempo, despertar el interés de las chicas de su curso. Había mucho en juego. Ya habían presenciado más de una vez cómo un cartel se convertía en el centro de atención de todo el colegio, y no precisamente para bien. Como cuando Felipe, un compañero de primero B, colgó uno en el que buscaba a gente para formar un grupo de estudio para los exámenes: incluyó su número de teléfono y debajo puso «Llamad solo interesados». Toni y sus amigachos se divirtieron de lo lindo llenando el cartel de chistes malos y de dibujos de mal gusto, y Felipe se pasó semanas recibiendo llamadas inquietantes de los que menos interesados estaban en su grupo de estudio…

 

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—Haremos un eslogan chulo —anunció Lucía con los ojos fijos en su diario, en el que había hecho varios garabatos.

—«Baila a tope con nosotras», o algo así... —propuso Frida.

—¿Y en plan animadora? «Dame una “b”, dame una “r”, dame una “a”, dame una “v”, dame una “o”...» —comenzó a decir Lucía para al final reconocer que era demasiado largo.

—¡Gana un viaje a Berlín con las mejores! —propuso Frida—. Por lo menos es corto...

—¿Y qué pasa con el concierto? ¿Y con el baile? —protestó Bea.

—Pues: si sabes bailar y te gusta Justin Bieber, llama.

—Parece un anuncio de contactos... —se quejó Lucía.

La idea dio de sí y se pasaron media tarde discutiendo sobre qué requisitos querían: que fuera alguien de su curso, que fuera una chica y que supiera bailar.

Tras muchas propuestas inservibles, Bea se puso en pie y, como si fuera Catherine Zeta-Jones en Chicago, soltó con voz cantarina:

 

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Lucía y Frida se miraron perplejas: Bea había tomado la palabra elevándose en el aire como la heroína de un musical. Empezaron a chillar y aplaudir, como público emocionado. ¡Era la frase perfecta! Y no hacía falta hablar del viaje porque cualquiera que leyera Bravo (que era todo el colegio) sabría de ese concurso.

Lucía lo apuntó en su diario e hizo algún dibujito alrededor del texto para dejar su huella artística: unas zapatillas de ballet, unas notas musicales... imagen

—Hay que hacerle una foto y enviárselo a Marta para ver qué le parece —sugirió Bea animada—. Yo no puedo porque mi madre me ha cogido prestado el móvil temporalmente después de que el suyo se le cayera en el lavabo…

—Chicas, falta poner un número de teléfono… —anunció Lucía tras enviar la foto—. Si no, seguro que no llama nadie…

Propuso que fuera el teléfono de Frida, pues la idea de participar en todo aquello había sido suya y le encantaba hablar más que a los loros.

—Yo no hablo como los loros... —rechazó Frida.

—¡No, tú hablas más que los loros! —respondió Lucía.

—Bueno, vale, ponemos mi número de teléfono y haré de secretaria, pero solo si tú eres la encargada de preparar la coreografía.

—Yo, encantada —respondió Lucía—. Pero la canción la elegimos cuando el grupo esté cerrado, entre todas.

Las demás asintieron como si fuera obvio. Lo primero era la democracia.

—Que no sea muy difícil, ya sabes… —pidió Bea.

—Sí, que no sea difícil y que no nos hagas bailar como peonzas, por favor. Porque en tus festivales todas os movéis como así… —respondió Frida poniéndose en pie con los brazos por encima de la cabeza imitando a una bailarina, y dando vueltas después.

—¡Ja, muy graciosa! —se rió Lucía sarcástica.

Por primera vez en toda la tarde, Ricky se despertó y comenzó a seguir a su dueña mientras intentaba morderle los tobillos. Lucía se deshizo de su diario y se abalanzó sobre Frida, que no paraba de hacer piruetas cutres por la habitación sorteando los obstáculos (una bola gigante de ropa tirada en el suelo, varios pares de zapatos haciendo una montaña…). La tiró al suelo y comenzó a hacerle cosquillas, mientras Frida la pinchaba llamándola «burbujita de alelí». Bea se unió a la falsa pelea y Ricky, con sus ladridos raquíticos que pretendían defender a su dueña, también. Lucía comenzaba a sentir que ese año no iba a ser tan malo después de todo. En esa habitación solo faltaba Marta, pero, si todo salía bien, pronto podrían estar las cuatro juntas otra vez.

 

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